Capítulo 5
2016
Mientras hurgo en el bolso en busca de la tarjeta Oyster, tengo la sensación de que alguien me está vigilando.
No hay nada concreto que me induzca a pensarlo; se trata tan solo de una sensación, un hormigueo en la nuca. Echo un vistazo a mi alrededor, pero la estación está llena de pasajeros que deben coger el tren para volver a su casa y de londinenses que se dirigen al centro de la ciudad para salir por ahí. Hago un esfuerzo por obligarme a respirar con normalidad; mi reacción es exagerada, estoy dejando volar mi imaginación. Sin embargo, mis manos se mueven frenéticamente dentro del bolso, y su tensión se desplaza por los brazos hasta los hombros, encorvados como si estuviesen preparándose para un ataque.
Miro a mi alrededor, pasando por alto a los hombres y concentrándome en buscar a mujeres de mi edad. ¿Podría ser ella esa mujer vestida con un carísimo abrigo de color marrón que está de pie en la entrada? Saca un espejo del bolso y se vuelve ligeramente hacia mí mientras revisa su maquillaje bajo la fría luz de los fluorescentes. No, definitivamente no es ella; soy consciente de que se trata de un ejercicio inútil. La imagen mental que tengo de Maria es de hace varias décadas, y quién sabe qué golpes le habrá dado la vida si de algún modo consiguió sobrevivir. Aunque las posibilidades de reconocerla son escasas o nulas, sigo recorriendo el vestíbulo con la mirada: no es ella…, no es ella…, no es ella.
Paso el control a toda velocidad y me dirijo hacia las escaleras casi a la carrera, intentando fingir que tengo prisa por tomar el metro y que no estoy huyendo de algo o de alguien. Llego al andén sin aliento, más rápido que una orden de ejecución, y me abro paso hasta el otro extremo entre los pasajeros que esperan. Mi respiración entrecortada es visible en el aire oscuro que me rodea. Un chorro de sudor se desliza por mi espalda. Aún faltan cinco minutos para que llegue el metro. Me coloco cerca de la pared, apretando el bolso contra mí, mientras recorro el andén con la mirada. Cuando llega el metro, subo y avanzo rápidamente hacia el primer vagón y paso por el segundo, parándome en la plataforma, al lado del lavabo. Me quedo allí un momento, tratando de recuperar el aliento, pero entonces se abre la puerta electrónica del lavabo y veo a un joven que está vomitando en el inodoro. Me estremezco y vuelvo al segundo vagón, tomando asiento junto a la ventanilla. Apoyo la cabeza en el cristal y cierro los ojos durante un segundo, antes de ver las casas que se deslizan ante mí; a través de las ventanas iluminadas se intuye una acogedora vida familiar. Me doy la vuelta cuando noto que alguien ocupa el asiento de al lado. Es una chica joven que habla por el móvil a toda velocidad, con voz enojada. Ni siquiera se ha dado cuenta de que estoy ahí.
En Victoria cruzo el vestíbulo, tratando de mirar hacia delante, diciéndome que mi comportamiento es absurdo. Aun cuando alguien me estuviera siguiendo, estoy en una estación abarrotada de gente. Estoy a salvo. Me uno a la multitud que desciende hacia el metro y me quedo en el andén. Estamos tan apretados que solo puedo ver a la gente que está más cerca de mí; todos los demás son solo un mar de cuerpos calientes, con las mejillas aún rojas y frías por el aire gélido de la calle, que sudan bajo sus abrigos de invierno. Es imposible que alguien siga observándome. Hay demasiada gente.
Cuando el metro llega a South Kensington, me he convencido de que he sido víctima de una paranoia. He dejado que el miedo que sentí al ver la solicitud de amistad de Maria se superpusiera en mi vida como un filtro de Instagram, volviéndolo todo de un color más oscuro. Nadie me está siguiendo. Subo como el resto de la gente las escaleras mientras noto que el nudo que tenía en el estómago se afloja un poco. El camino más fácil hasta el apartamento de Sophie, el que pensé seguir cuando comprobé su dirección, es recorrer el túnel que discurre por debajo de las calles que llevan a los museos. Durante el día está lleno de gente: familias que van a ver los dinosaurios al Museo de Historia Natural, turistas que se dirigen al V&A… Sin embargo, ahora, aunque no está desierto, es silencioso. Considero la posibilidad de seguir a la mayoría de la gente que sale corriendo por la entrada principal, pero al final me regaño mentalmente a mí misma. Me he dejado llevar por el miedo. Estoy siendo ridícula. Decido tomar el túnel.
Cuando estoy a mitad del túnel, oigo ruido de pasos. Veo a un hombre que se encuentra a unos cincuenta metros delante de mí. Por lo demás, estoy sola, aparte de quien esté detrás de mí. Acelero un poco el paso, espero que no mucho, para que no se note. Sin embargo, estoy segura de que esos pasos hacen lo mismo que yo. Resuenan por el túnel. Son de zapatos, no de zapatillas. Acelero un poco más. Los zapatos también. Me arriesgo a echar un vistazo a mis espaldas y veo una figura vestida con un abrigo negro y la cabeza cubierta con una capucha. No me atrevo a mirar durante mucho tiempo, por lo que no soy capaz de decir si es un hombre o una mujer. Falta poco para llegar al final del túnel. Necesito salir a la calle, donde hay coches y gente. Me pongo a correr, y la figura que está detrás de mí hace lo mismo. Mi bolso se mueve hacia arriba y hacia abajo, y la bolsa que llevo en la mano con una botella de vino que tardé cuarenta minutos en elegir anoche en el supermercado choca contra mi pierna a cada paso que doy. La sangre hierve en mi cabeza y noto que mi pecho está ardiendo. Por fin veo la salida, donde hay un grupo de mujeres vestidas con trajes charlando y riéndose que se dirigen hacia mí. Ralentizo el paso, respirando pesadamente. Una de las mujeres me mira, preocupada.
—¿Se encuentra bien?
Fuerzo una sonrisa.
—Sí, estoy bien. Es que… tengo prisa.
La mujer sonríe y retoma su conversación. Después de que las mujeres hayan pasado a mi lado y estoy cerca de la salida, miro hacia atrás. No hay ni rastro de la figura vestida con el abrigo negro; no hay nadie salvo el grupo de mujeres, cuyas risas resuenan en el túnel.
Una vez en la calle, me apoyo en una pared un momento hasta que recupero el aliento, que se había convertido en jadeos de pánico. La calle, totalmente iluminada, está llena de gente, de coches y de vida. De pronto, pienso que mi miedo es desproporcionado. ¿Qué imaginé que iba a ocurrir?
Me obligo a revisar el plano en el móvil y empiezo a caminar en dirección al apartamento de Sophie. Las piernas aún me flaquean. Avanzo junto a una hilera de elegantes casas de estilo georgiano de color crema, con verjas negras de hierro forjado y macetas perfectamente cuidadas. En general, lo que haría sería mirar con envidia a través de las enormes ventanas de guillotina para ver los muebles antiguos y las chimeneas cuidadosamente restauradas, y pensar que, en comparación, mi apartamento era pequeño y modesto. Algunas de las casas aún siguen siendo una única vivienda, con el sótano reconvertido en una acogedora, pero costosa cocina, con espacio para un sofá blando y la obligatoria isla. Sin embargo, hoy no soy capaz de concentrarme en nada salvo en Maria.
La gente que acaba de salir del trabajo pasa junto a mí vestida con sus uniformes diurnos, abrigada para protegerse del viento helado, corriendo hacia sus casas para darse un baño caliente, acomodarse en sus cálidas estancias y disfrutar de la cena que les han preparado sus seres queridos. Paso junto a un grupo de adolescentes vestidas con monos Onesie y botas de piel de oveja, con rulos enormes en el pelo. Están bailando juntas, ajenas al frío, cogidas del brazo, riéndose histéricamente. Siento una punzada de envidia mezclada con vergüenza, y de repente siento deseos de estar acurrucada en el sofá, leyéndole un cuento de Thomas y sus amigos a Henry.
Cuando estoy frente al portal de Sophie, levanto la vista hacia las ventanas iluminadas que hay tras las persianas de plantación, firmemente cerradas para evitar que entre la luz. Me tomo un momento para arreglarme y a continuación pulso el timbre de la planta de arriba. Unos segundos después se oye ruido de pisadas y una figura va cobrando forma gradualmente a través del cristal policromado de la puerta principal. Entonces se abre la puerta y ahí está ella. Nos miramos durante un par de segundos, sin saber, aparentemente, cómo manejar la situación, hasta que ella muestra una sonrisa que ilumina cada rincón de su hermoso rostro.
—¡Louise!
Hace la intención de darme un beso en la mejilla pero se lo piensa mejor y me atrae hacia ella, envolviéndome en sus brazos, en su perfume, en su personalidad. Me abruman los recuerdos y las sensaciones. Los años transcurridos, durante los cuales me he esforzado tanto en olvidar, se esfuman y por un momento vuelvo a tener dieciséis años y a sentirme torpe, en conflicto, intensamente viva.
De cerca, ella no es la resplandeciente criatura de las fotos de Facebook, pero casi. Con una flagrante indiferencia hacia las inclemencias del tiempo, va descalza, viste unos vaqueros muy finos, un top plateado de gasa y en el cuello luce un grueso collar. Estaba razonablemente convencida de mi atuendo cuando me miré en el espejo antes de salir de casa, pero ahora me veo desaliñada.
—¡Hola, hola! —exclama—. ¡Me alegro muchísimo de verte!
Cuando habla, también emplea signos de exclamación.
—Yo también —consigo decir—. Tienes un aspecto estupendo. ¿Cómo estás?
—Oh, estoy bien, muy bien, muy bien, muy bien —balbucea, tirando de mí hacia el espacioso pasillo con paredes revestidas de azulejos, mientras me observa con la cabeza ladeada—. ¡Dios, estás exactamente igual!
Arriba, en la última planta, el ambiente es casi sofocante. Noto que el sudor empieza a empapar la tela que me presiona las axilas y se acumula entre mis pechos. Me gustaría quitarme el jersey, pero no puedo arriesgarme a que Sophie vea las manchas oscuras bajo mis brazos.
El apartamento de Sophie es impecable, con amplias habitaciones de techos altísimos y sólidos suelos de madera, pero al mismo tiempo consigue resultar acogedor. Una extravagante araña de cristal cuelga en el centro de la sala de estar.
—El apartamento es precioso —digo, tendiéndole la botella de vino que le he traído.
—Oh, sí, gracias. Vamos a la cocina.
Sigo a Sophie hasta la cocina, pequeña pero con una decoración cara y de buen gusto. Mete el vino en la nevera y sirve dos copas de otra botella.
—¿De verdad… estás aquí?
Hay una pausa.
—Humm…, sí.
Sophie vuelve la mirada hacia la nevera, llena de fotos y de tarjetas de citas pegadas con imanes. Parece inquieta, y supongo que no está dispuesta a admitir que está soltera. A pesar de que yo me encuentro en la misma situación, una pequeña, secreta y malvada parte de mí se alegra de que ella también esté sola cuando ya ha cumplido los cuarenta.
Llevamos las copas de vino a la sala de estar y ella me hace un gesto para que tome asiento en un extremo del sofá de terciopelo de color morado, mientras ella se acurruca en la otra punta, como un gato. El sofá es tan mullido que si quiero mantener los pies en el suelo no puedo apoyar la espalda, de modo que me balanceo en el borde sin separar las piernas, cambiando de mano mi copa de vino.
A pesar de su estudiada despreocupación, me doy cuenta de que también está nerviosa y empieza a hacerme preguntas —a qué me dedico, si me gusta mi trabajo, dónde vivo—, dejándome pocas opciones para que yo también se las haga.
—Y tus padres, ¿cómo están? —me pregunta, cuando ya hemos agotado otras posibilidades.
—Están muy bien. Aún viven en Manchester.
No hay mucho más que contar. No puede decirse que estemos peleados, porque creo que deberíamos tener una relación más cercana para que eso pudiera ocurrir. Lo que pasa es que hay un abismo entre nosotros, como lo hay entre mí y todos los que no conocen mi auténtico yo, los que no saben lo que hice.
—¿Vas mucho por allí? —continúa Sophie.
—No mucho. Es complicado, ya sabes, con el trabajo y todo lo demás.
En realidad no es tan complicado. Manchester está a tan solo un par de horas en tren de Londres. Lo cierto es que supone un esfuerzo pasar tiempo con ellos. Nuestra relación es superficial, las conversaciones pasan de puntillas por los temas, nunca sondean las profundidades. Es agotador guardar las apariencias de vez en cuando, aunque sea durante unas pocas horas.
—¿Y tus padres? —pregunto.
—Oh, ambos fallecieron. Papá murió cuando yo tenía veintiún años, y mamá hace un par de años.
Aunque el tono de su voz sigue igual de alegre que al principio, soy capaz de detectar cierta fragilidad en sus palabras.
—Lo siento muchísimo, de verdad.
—Sí, gracias. —Acepta mis condolencias educadamente—. Vamos, cuéntame más cosas sobre tu trabajo. ¿Es duro trabajar por tu cuenta?
Me extiendo hablando de los riesgos que supone tener mi propia empresa de diseño de interiores y de los premios que he ganado, y al cabo de un rato sus ojos empiezan a ponerse vidriosos. Se espabila un poco cuando le cuento que salí en el periódico local de Sharne Bay cuando gané un premio de diseño, pero solo porque ella también apareció en el mismo periódico cuando participó en una carrera benéfica.
—¿Y tú? —le pregunto—. ¿A qué te dedicas?
—Me dedico a la moda.
—Ah, es genial. ¿Y qué haces?
—Oh, un poco de todo, ya sabes. Ventas, marketing…
Siento que, por algún motivo, está siendo deliberadamente ambigua, por lo que decido no seguir insistiendo. No me pregunta si tengo pareja o hijos. ¿Es porque sabe lo mío con Sam o porque no quiere hablar sobre su actual situación? Parece estar nerviosa, como si su incesante interrogatorio fuera una forma de mantener la conversación en el terreno que ella desea. Cuando por fin se le agotan las preguntas, se hace el silencio y me devano los sesos en busca de un nuevo tema. Sophie mira al suelo, jugueteando con su copa, inusualmente insegura.
—Es genial volver a verte, Louise —dice—. ¿Sabes? Tú eras muy importante para mí. Eras la persona con la que podía… hablar, supongo. Parecías preocuparte de verdad por mí, no como algunos de los demás.
Me quedo casi sin palabras. Seguramente fui yo la que había sacado partido de nuestra amistad en el instituto y no ella. Ella era mi billete a otro mundo, la que impidió que fuera Esther Harcourt. Si miro hacia atrás, supongo que yo fui la ferviente acólita que no cuestionaba nada y que ella necesitaba desesperadamente, pero en aquella época estaba tan ansiosa por conservarla que jamás me pregunté qué significaba yo para ella.
Empiezo a contestar, pero ella me interrumpe, como si ya se estuviera arrepintiendo de lo que acaba de decir.
—Bueno…, ¿estás nerviosa por la reunión?
Sonríe, dando la clara impresión de que es muy consciente de que me he enterado hace poco. Muy típico de Sophie. La conversación ha vuelto tan rápidamente a la normalidad que me pregunto si me he imaginado que ella había bajado la guardia.
—Sí, sí. Seguro que será genial —contesto—. Estoy ansiosa.
—¿Sabes si asistirá Sam? Me enteré de lo vuestro, una lástima. —Así pues, lo sabe. ¿Cree de verdad que es una lástima? Nunca estuve del todo segura de si hubo algo entre ellos cuando estábamos en el instituto, y una ridícula y adolescente parte de mí palpita de celos. Me mira conmovedoramente, rezumando preocupación por todos los poros—. ¿No crees que sería un poco incómodo?
—No, no pasa nada. Fue todo muy amistoso —digo, como si estuviera leyendo un guion. Podría titularlo Mi vida como quiero que sea. Al escuchar su nombre en los labios de Sophie, con el pasado estrechándome con todas sus fuerzas, siento que el peso que soportan mis hombros es aún mayor—. ¿Cómo te enteraste?
—Oh, ya sabes cómo son estas cosas —dice—. Aún me sigo viendo con algunos miembros de la pandilla: Matt, Claire… La gente habla. Creo que fue Matt quien me lo dijo… Asistió a tu boda, ¿verdad?
Vino solo, torpemente enfundado en su traje de trabajo, sin conocer a nadie. Recuerdo a Polly hablando con él; luego, ella me dijo que era agradable. Creo que le gustaba un poco. Antes de casarse, claro.
Me pregunto qué le diría a Sophie de Sam y de mí. No hay nadie que conozca los detalles íntimos de nuestra relación. Nadie sabe que solíamos pasar fines de semanas enteros en la cama, totalmente absortos el uno en el otro, rechazando invitaciones para quedar con amigos, siéndolo todo el uno para el otro.
—¿Tuvisteis un hijo, no?
—Sí —digo apretando los dientes—. Tuvimos un bebé. Aunque ya no es un bebé; ahora ya tiene cuatro años.
De pronto, deseo desesperadamente estar en casa, mirando a través del hueco de la puerta de la habitación de Henry para comprobar si está dormido, acercarme a darle un beso, aspirar su olor mientras duerme.
—Oh, es adorable.
Sophie no podría estar menos interesada en el tema. De todos modos, Henry es lo último de lo que querría hablar con ella.
—¿Qué sabes de Tim, Tim Weston? —pregunto, como si el nombre acabara de venirme a la cabeza—. ¿Lo has visto alguna vez?
Sophie me mira con gravedad.
—No, no lo he visto desde hace años. ¿Por qué me lo preguntas?
—Oh, vi que figuraba en la lista de Facebook de los asistentes a la reunión y sé que era amigo del hermano de Matt, de modo que pensé que…
Me interrumpo. Como introducción al asunto del que quiero hablarle ha resultado ser un desastre total.
Sophie empieza a enumerar al resto de los asistentes, poniéndome al día de varios nombres de los que no he sabido nada desde que dejé el instituto en 1989. En el instituto de Sharne Bay no podían cursarse los dos últimos grados, pero aunque hubiera sido así tampoco me habría quedado, no después de lo que sucedió. Cursé los dos últimos años de instituto en una ciudad cercana para hacer el examen final de bachillerato, y cuando me fui de casa para empezar la universidad, nunca volví la vista atrás. Mis padres se mudaron a Manchester para estar más cerca de mis abuelos durante mi primer año de universidad, por lo que nunca pasé unas vacaciones en Norfolk y no mantuve el contacto con nadie, sumergiéndome con firmeza aunque sin demasiado entusiasmo en la vida universitaria. Cuando Sam y yo decidimos estar juntos había perdido totalmente el contacto con toda la gente del instituto, y aunque sabía que él solía quedar con Matt Lewis de vez en cuando, en raras ocasiones me unía a ellos.
La solicitud de amistad de Maria se asienta en mi estómago como un bocado de pasta cruda, impidiéndome participar plenamente en la conversación. Lo cierto es que no me importa demasiado, ya que apenas puedo meter baza. Tengo esa sensación que te provoca un temblor y te deja sin aliento porque sabes que en una charla está a punto de estallar una bomba, aunque tu interlocutor no tiene ni idea. Tengo el dedo en la anilla de la granada, aunque Sophie ni siquiera puede verla.
Al final hay una pausa, y aprovecho el momento para entrar en acción.
—Sophie, en realidad me puse en contacto contigo por una razón…, hay algo de lo que debo hablarte.
—¿Sí? —dice, con voz cautelosa, tomando un sorbo de vino.
—He recibido una solicitud de amistad de Facebook bastante… extraña. —Me interrumpo para concederme unos segundos más de normalidad. En cuanto lo diga, en cuanto deje que alguien sea partícipe de esto…, sea lo que sea, ya está, se acabó el juego. Nada volverá a ser lo mismo—. Era de Maria Weston.
No creo que me esté imaginando que Sophie palidece y que sus ojos se agrandan durante una milésima de segundo antes de que vuelva a ponerse la máscara sin ningún problema.
—Ah, ¿también la has recibido? —Se echa a reír—. ¿De la chica que se ahogó?
Así pues, no soy la única. En cierto modo, eso me reconforta. Pero no creo que ni siquiera Sophie pueda ser tan insensible como para reírse de eso. La única explicación posible es que está fingiendo indiferencia, la indiferencia que podrías sentir por una chica con la que no has tenido nada que ver, una chica cuya vida nunca se cruzó con la tuya.
—Sí, por supuesto, la chica que se ahogó.
Lo digo con más contundencia de la que pretendía, y Sophie parece sorprendida, puede que incluso un poco asustada, aunque lo disimula enseguida.
—¿Esa es la razón por la que estás aquí? —pregunta, riéndose de nuevo—. Está claro que es una broma de mal gusto, probablemente de alguien que asistirá a la reunión. Apuesto a que todo el mundo ha recibido esa solicitud.
—Supongo que sí —respondo. De hecho, esa es la suposición a la que me he aferrado durante cuatro días, como la víctima de un naufragio se agarra a una pieza rota del casco del barco—. Pero ¿quién haría algo así? ¿Y por qué me la mandaría a mí? Ni siquiera sabía que iba a celebrarse la reunión cuando recibí la solicitud. Aunque, bueno, supongo que es evidente.
—¿Evidente? ¿Por qué? —me pregunta Sophie levantándose del sofá.
Se sirve otra copa de vino de la botella que hay encima de la mesita sin ofrecerme otra a mí. Se sienta en el sillón que hay al otro lado de la mesa y toma un sorbo de vino, su rostro oculto en la penumbra.
—Ya sabes… La forma en que la traté… y lo que hicimos… —aventuro—. Aunque casi nadie lo sabía. ¿O sí?
—No sé de qué me estás hablando, Louise. Apenas la conocía.
Sophie coloca la copa de vino con firmeza sobre la mesita.
Apenas puedo creer lo que estoy oyendo. Llevo los últimos veintisiete años viviendo a la sombra de lo que hicimos, de lo que hice. Evidentemente, he seguido adelante con mi vida, he estudiado y he trabajado, he ido de compras y he cocinado; he sido amiga, hija, esposa y madre. Y, aun así, todo este tiempo, en lo más profundo de mi mente, ese imperdonable acto ha estado ahí, aplastado, exprimido, compartimentado, pero siempre ha estado ahí. La incomodidad que he sentido durante toda la noche remite, sustituida por el enfado. Pensé que podría hablar de esto con Sophie.
—¡Por supuesto que la conocías! Y sabes lo que hicimos: convertimos su vida en un infierno. ¿Qué me dices de aquella noche, la de la fiesta de graduación?
—Sinceramente, no sé a qué te refieres —dice con rotundidad, poniéndose de pie y cogiendo su copa. Se inclina y coge la mía, aunque aún queda un poco de vino, y se dirige hacia la puerta de la cocina, con una copa en cada mano—. Escucha, ha sido genial volver a verte, pero me temo que tendré que dejarte. ¡Ah! —Se interrumpe cuando suena el timbre—. Debe ser Pete.
—¿Quién? —pregunto, confundida.
Quería hablarle de la foto desaparecida y contarle que pensé que alguien me seguía durante el trayecto hasta su casa.
—Pete…, mi cita —contesta ante mi rostro inexpresivo—. Lo siento, dije que nos veríamos para tomar una copa rápida, ¿no? Estoy segura de que te dije que no podía quedarme contigo toda la noche.
Sophie deja las copas, se mira en el espejo bañado en oro que hay encima del sofá, se sacude el pelo sobre los hombros y da un ligero traspié en las escaleras. ¿Cómo es posible que aún pueda hacerme sentir como me siento? Debería estar furiosa por su grosería, pero, sin embargo, me siento estúpida y avergonzada. Escucho una voz de hombre y a Sophie riéndose, y acto seguido los pasos de los dos subiendo las escaleras.
—Esta es mi amiga Louise.
—¡Oh! Lamento interrumpir —dice el hombre con expresión incómoda.
Tendrá cuarenta y pocos años, es de estatura mediana y tiene el pelo canoso pero muy cuidado. No es exactamente guapo, pero se le ve seguro de sí mismo. Viste ropa informal: vaqueros negros y una camisa vaquera azul desteñida debajo de un abrigo de lana oscuro.
—Oh, no, no pasa nada… Louise ya se iba, ¿verdad?
Me levanto del sofá, ruborizada. Recojo el bolso de un modo que parece innecesariamente atolondrado.
—Sí, no te preocupes —digo dirigiéndome a él—. Solo hemos tomado una copa rápida. Tengo que ir a otro sitio. Encantada de conocerte.
Le ofrezco la mano al hombre, que me la estrecha durante unos segundos demasiado largos.
—Te acompaño hasta la puerta —dice Sophie, guiándome enérgicamente fuera del salón y por las escaleras. En el pasillo, me entrega mi abrigo y abre la puerta—. Ha sido genial volver a verte —dice alegremente—. ¡Supongo que nos veremos en la reunión!
Su tono de voz es decididamente animado, aunque me doy cuenta de que no es capaz de mirarme a los ojos durante mucho tiempo. Nos despedimos rápidamente y me encuentro sola en la calle, más confusa de lo que estaba antes de entrar. Hago un esfuerzo por aceptar la reescritura del pasado que ha hecho Sophie, aunque supongo que no tiene sentido, porque yo he estado haciendo exactamente lo mismo durante años.
Camino unos pasos y luego me vuelvo para mirar atrás. A través del cristal policromado de la puerta de entrada puedo ver que Sophie no ha subido aún al apartamento, sino que se ha quedado de pie, apoyada de espaldas a la puerta, como si necesitara ese apoyo. Se queda así, totalmente inmóvil, durante treinta segundos, y entonces, tras mover el pelo con un gesto desafiante, desaparece.