Capítulo 25
2016
Después de acostar a Henry me sirvo una copa de vino. Lo pruebo y me estremezco, porque aún soy víctima de los excesos de la reunión de anoche, pero necesito algo para tranquilizarme, para dar sentido a lo que me está pasando. Me siento en el salón y pongo las noticias. Sophie sigue estando en los titulares. Ahora ya han dado a conocer su identidad. Aparece Reynolds, solicitando colaboración. También informan de la causa de la muerte, que hasta ahora no habían mencionado: estrangulamiento. Siento náuseas. No puedo dejar de imaginarme unas manos cerrándose en torno a su cuello, luchando por respirar. Todo se oscurece.
Cuando el móvil vibra, sé con certeza que va a ser otro mensaje. No me equivoco.
¡Oh, pobre Sophie! No querríamos que a ti te pasara algo parecido, ¿verdad?
No puedo quedarme en el sofá, relajándome como si esta fuera una noche cualquiera. Así pues, recorro una habitación tras otra, nerviosa, dando un brinco cada vez que crujen las tablas del suelo. De vez en cuando me siento en algún sitio donde nunca suelo sentarme: en el pasillo, apoyada en la pared; en una esquina de la bañera, cuyos bordes me presionan la parte posterior de las piernas. Sigo imaginándome el cuerpo sin vida de Sophie tirado en el bosque, vestida aún con ese ridículo abrigo de piel blanco, con su hermoso pelo de color caramelo extendido en el suelo; el rostro pálido, los labios azules, con moratones oscuros en el cuello. Pienso en ese mismo destino para mí: Henry vestido con un traje de su talla, solemne pero sin entender demasiado lo que ocurre, cogido de la mano de Sam pero buscándome, como si yo hubiese entrado en otra habitación.
Sé que la policía querrá volver a hablar conmigo. Siento calambres por todo el cuerpo al pensar en lo que debo ocultarles: la noche que pasé con Pete, la solicitud de amistad y los mensajes de Maria. No puedo permitir que la inspectora Reynolds piense que hay más de lo que parece, que hay algún indicio de que existe una relación entre lo que le ha ocurrido a Sophie y lo que sucedió esa noche de junio de 1989. Si descubren que el asesinato de Sophie está relacionado con la desaparición de Maria, podrían recorrer un camino que conduce hasta mí a los dieciséis años con un vestido verde esmeralda y una bolsita llena de éxtasis en polvo guardada entre mis pechos. La muerte no es la única forma en que Henry puede perderme, y eso es algo que nunca debo olvidar. Me acuerdo de las conversaciones que teníamos Sam y yo cuando estábamos juntos sobre que nunca debíamos permitir que nuestra participación en la muerte de Maria saliera a la luz, y de la que tuve con Matt anoche: estaba aterrorizado, enfadado mientras me hablaba sofocado al oído.
Sin embargo, ahora que mi instintiva decisión de mentirle a la policía sobre la noche en el Travelodge se ha enfriado, me doy cuenta de lo que he hecho. La policía irá en busca de Pete. Quizá ya hayan dado con él. ¿Pensará, como yo, que el hecho de que pasáramos la noche juntos es tan susceptible de ser malinterpretada que necesitará ocultarlo? Después de todo, él será su principal sospechoso, y el hecho de que dejara a Sophie en la reunión y pasara la noche con otra mujer dará que pensar a la policía. Tengo que hablar con él antes de que lo hagan ellos.
Una pequeña parte de mí se pregunta si supondría una cierta liberación ser descubierta, poder dejar de esconderme y de mentir, soltar esta pesada carga que he soportado desde que tenía dieciséis años. Sería castigada, sí, pero puede que también perdonada. Pero entonces recuerdo la reacción de Polly, y sé que no habría perdón. Y mientras estoy de pie en la habitación de Henry, apurando mi copa de vino, mirando su rostro sonrosado y dormido, sé que no puedo permitir que esto salga nunca a la luz. Además de la vergüenza que supondría que todo el mundo supiera lo que hice, es Henry quien me impide hablar. Aunque se trata de una posibilidad remota, no puedo arriesgarme a ir a la cárcel y dejar a mi hijo sin su madre. Tendré que seguir arrastrando esto conmigo durante el resto de mi vida.
Duermo mal. Inquieta, no dejo de darle vueltas y más vueltas a la cabeza. A las dos de la madrugada me despierto con un sobresalto, empapada en sudor, convencida de que he oído un ruido. No puedo soportar la oscuridad, de modo que extiendo una mano temblorosa para encender la lámpara. Aunque en la casa reina el silencio, no puedo dejar de pensar en que algo me ha despertado. Si Henry no estuviera aquí seguramente escondería la cabeza debajo de la almohada y esperaría hasta mañana, pero no puedo correr ese riesgo. Puesto que no tengo un arma, me tomo el agua del vaso que hay en la mesilla de noche y me levanto de la cama sosteniéndolo en la mano.
Empiezo a recorrer el apartamento, estremeciéndome con cada crujido de las tablas del suelo y encendiendo las luces a mi paso, dejando un rastro de resplandor a mi espalda. En la cocina, cambio el vaso por un afilado cuchillo con una reluciente hoja; noto el suave y frío mango bajo mis dedos. Enciendo la luz de todas las habitaciones: están exactamente igual como las dejé. El único sitio que no he inspeccionado es la habitación de Henry. Me quedo fuera, delante de la puerta, con la boca seca y la camiseta pegada a mi cuerpo, fría y húmeda a causa del sudor. Me paraliza el miedo de que lo que encuentre al otro lado de la puerta sea mi peor pesadilla convertida en realidad. Me invade la sensación de que este es el último momento de mi vida tal y como es ahora, que miraré atrás y sabré que, después de esto, nada volverá a ser como antes. Coloco la mano en el pomo y empujo. Mis ojos se fijan inmediatamente en la cama. Está vacía. El cuchillo se desliza por mi mano y cae con un golpe sordo sobre la alfombra azul; un segundo después estoy de rodillas, emitiendo un sonido que nunca había escuchado de mis labios, un gimoteo, como el de un animal herido. Me inunda una oleada de terror. Me falla la respiración; se ha convertido en unos breves jadeos intercalados entre los sonidos que salen de mi boca.
Y entonces lo veo. Está sobre la alfombra que hay junto a la cama, profundamente dormido, apretando a Manky contra su cara. Debe de haberse caído de la cama sin darse cuenta; seguramente ese fue el ruido que me despertó. Me pongo de rodillas a su lado, enterrando mi cara en su pelo, aspirando el dulce aroma de su piel, llorando de puro agradecimiento.
Por la mañana me levanto temprano, aún temblorosa tras la agitada noche. Ya he encontrado la dirección, de modo que solo tenemos que vestirnos lo antes posible y salir de casa. Dejo a Henry en el grupo de desayunos saludables a las siete y media; somos los primeros en llegar. Henry se olvida pronto de la confusión en que me ha visto sumida esta mañana, encantado de tener el sitio para él solo, y sale corriendo para empezar a jugar con los trenes.
Cuando me dirijo hacia el metro está oscuro, pero puedo ver mi aliento en el aire, lo cual me recuerda que aún sigo aquí. En algunas casas todavía reina la oscuridad, pero en otras hay cuadrados de luz amarilla que me dejan ver alguna escena doméstica: un hombre con traje desayunando en el sofá, el parpadeo de la televisión reflejado en su rostro; una mujer elegantemente vestida que se mira en el espejo que hay sobre la chimenea del salón; una joven madre en bata junto a una ventana del primer piso, con la cara pálida e inexpresiva, sosteniendo a su bebé contra su hombro. Doy un brinco al cruzarse un coche a mi paso, y cuando un hombre alto abre la puerta de su casa y aparece delante de mí, lo único que puedo hacer es sofocar un grito de miedo. El hombre me mira con curiosidad antes de pasar junto a mí para dirigirse al metro. Me quedo inmóvil un minuto, agarrada a una farola, recordándome que debo inspirar y espirar. ¿Cuándo me he convertido en esta mujer nerviosa y asustadiza? Me doy mentalmente una colleja y empiezo a encaminarme hacia el metro, esta vez más despacio.
Delante de las oficinas de Foster & Lyme hay una cafetería. Pido un café y me acomodo en una mesa, junto a la ventana, sin perder de vista la entrada del despacho. Empiezan a entrar y salir hombres trajeados. El acceso requiere algún tipo de código, lo que debería darme tiempo a salir y hablar con Pete antes de que entre.
Me estoy tomando la segunda taza cuando noto una mano en el hombro que me hace dar un brinco y derramar el café en la mesa.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Los ojos de Pete se desvían furtivamente en dirección al otro lado de la calle, donde sus colegas se saludan mutuamente, con cafés para llevar en la mano.
—Tengo que hablar contigo —le digo en voz baja—. Siento haber aparecido en tu trabajo sin avisar, pero no se me ocurrió otra forma. Ni siquiera sé cuál es tu apellido. ¿Sabes… lo que ha ocurrido?
—Sí, por supuesto que lo sé. —Se sienta en la silla que hay frente a mí—. Es horrible. Lo… siento. Sé que era tu amiga. Ayer me pasé todo el día caminando por Londres, dándole vueltas; estaba demasiado asustado para ir a casa por si la policía estaba esperándome. Voy a ser su principal sospechoso.
—Entonces, ¿aún no has hablado con ellos?
Me invade un atisbo de esperanza.
—No. Sé que tendré que hacerlo. Solo quería… Solo quería aclarar las ideas. Hoy les llamaré.
—Pero ¿no crees que la policía se preguntará por qué no te has puesto en contacto con ellos antes?
—No lo sé. Les diré que ayer no vi las noticias o algo así. ¿Has hablado con ellos?
—Sí. Ayer por la mañana fui al instituto.
—¿Y les contaste… que pasamos la noche juntos?
Bajo la mirada, dándole vueltas al salero.
—No.
Esperaba que se enfadara, pero su expresión es sobre todo de confusión. Y también de algo más. ¿De alivio?
—¿Por qué no?
—No… No estoy segura. Me entró el pánico. —No puedo decirle que estoy tan acostumbrada a mentir sobre cualquier cosa relacionada con esa noche de 1989 que la mentira salió de mi boca antes de que tuviera oportunidad de pensarlo. Que el miedo que me da pensar que alguien sepa lo que le hice a Maria es algo que tengo tan interiorizado, que ocultar cualquier cosa que pudiera relacionarme con su desaparición es instintivo. Sin embargo, tengo que decirle algo, darle una idea de por qué me comporto así—. Es complicado. —Me quedo mirando fijamente las manos, trazando formas con el dedo índice con el azúcar que hay encima de la mesa—. Cuando estábamos en el instituto, Sophie y yo… nos portamos mal con otra chica de nuestro curso, Maria.
—¿Y qué tiene que ver con esto una estudiante acosada? Dios sabe que todos hicimos cosas de las que no nos sentimos orgullosos cuando éramos jóvenes.
Quiero creerle, quiero que lo que ha dicho sea cierto, que lo que hicimos no tuvo consecuencias. Pero no hay actos sin consecuencias, ¿verdad? Aun cuando no la hubiéramos drogado, la forma en que tratamos a Maria la habría marcado, posiblemente durante el resto de su vida. Habría afectado a sus relaciones, a sus amistades, a su confianza en sí misma. «Quizá fue así. Quizá aún le siga afectando ahora». La idea revolotea en mi cabeza espontáneamente, y veo a Maria en mi imaginación, pero no con la piel fina que tenía y con algunas arrugas en la cara, sino como una Maria aún reconocible, con sus ojos de color avellana y su largo pelo castaño, sentada frente a un ordenador, mandándonos su odio a Sophie y a mí.
—Es difícil de explicar. Simplemente no quiero que se sepa más de lo necesario. De mi… relación con Sophie. La policía ya sabe que Sophie y yo quedamos esa noche en su apartamento…, la noche que estabas tú. Si descubren que pasé la noche con su novio, van a empezar a escarbar en el pasado y a hacer preguntas. Esto no tiene nada que ver con su asesinato, te lo juro. Son solo… cosas del pasado que no quiero arrastrar hasta el presente. —Al menos no más de lo que ya lo he hecho—. ¡Oh, Dios! No lo sé, quizá debería contárselo. ¿Llamo a esa inspectora, le digo que me entró el pánico y se lo cuento?
—Sí. —No parece muy convencido—. Debes hacer lo que creas que es mejor.
—Pero ¿no crees que debería hacerlo?
Solo quiero que alguien me diga qué debo hacer, que me diga que todo va a salir bien.
Pete mira a través de la ventana. Está empezando a llover, y la gente se mueve más deprisa, ajustándose los abrigos como si eso sirviera de algo.
—Me da miedo contárselo —dice, mirando cómo las gotas de lluvia se deslizan por el cristal de la ventana.
—Pero ¿por qué?
Me mira fijamente, parpadeando, y luego vuelve a mirar hacia fuera. Tengo la sensación de que está sopesando algo.
—Bueno…, pues porque, ya sabes, voy a ser su principal persona de interés. El primero de la lista. ¿En quién se fijan cuando una mujer es asesinada? En su novio. Si descubren que pasé la noche con otra mujer, una amiga de Sophie a la que apenas conocía…, ¿qué crees que pensarán?
—Nada bueno —admito.
Sin embargo, tengo la sensación de que no me está diciendo toda la verdad. Sin duda alguna tiene razón. ¿Quién iba a creer que no había pasado nada entre nosotros? Habría testigos que podrían declarar que nos habían visto hablando y riéndonos juntos en la reunión. Eso no demostraría nada, pero si el dedo acusador ya está señalando a Pete, eso empeoraría las cosas. Debió estar merodeando por el aparcamiento durante aproximadamente una hora, esperándome, y nadie podría confirmar su paradero. Ahuyento la vaga sensación de inquietud que me provoca esta idea y me vuelvo hacia Pete.
—Entonces, ¿vas a contárselo a la policía?
Tiene mi futuro en sus manos.
—No lo sé. Evidentemente, iba a hacerlo, porque pensaba que tú ya se lo habrías contado. Pero puesto que no lo has hecho…, en fin… No quiero darles más razones de las que ya tienen para sospechar de mí.
—Entonces, ¿qué les vas a decir si no les cuentas que pasamos la noche juntos?
—Les diré que Sophie y yo discutimos, que volví a Londres en coche y que me metí en la cama.
Su entusiasmo ante esa idea va en aumento.
—Pero lo descubrirán. Comprobarán las cámaras de tráfico, los circuitos cerrados de televisión, todas esas cosas. Es imposible que regresaras a Londres sin que te grabara alguna cámara.
—Muy bien, de acuerdo… —Coge una servilleta de papel y la dobla por la mitad una y otra vez hasta que es demasiado gruesa para seguir doblándola—. Lo sé. Les diré que dormí en el coche. Estaba muy cerca del instituto, apuesto que allí no hay cámaras. Lo único que tenemos que hacer es mantener la calma y todo esto habrá acabado. No hemos hecho nada malo, y el hecho de pasar la noche juntos en una habitación de hotel no tiene nada que ver con la muerte de Sophie, de modo que da igual que lo mencionemos o no. Ambos queremos lo mismo, ¿no? Queremos que todo esto acabe.
Debe de haber leído algo en la expresión de mi rostro, porque se ha ruborizado.
—¡Oh, Dios! Lo siento. No soy un cabrón sin sentimientos, y lo sabes. Sé que ella murió allí, y sé que era tu amiga.
Pero ¿lo era de verdad? Ahora no, desde luego, y puede que ni siquiera lo fuera cuando estábamos en el instituto.
—Lo cierto es que apenas la conocía —continúa Pete—. Cuando abandoné el salón, no esperaba volver a verla ni saber nada de ella. Fingir que siento pena sería hipócrita. A decir verdad, me estoy esforzando por sentir algo aparte de este… miedo terrible. ¿Y si consiguen acusarme? Podría ir a la cárcel durante el resto de mi vida.
—Pero eso no va a pasar. No tienen ninguna prueba.
No se me escapa que podría decirse lo mismo de mi papel en la muerte de Maria. Sin embargo, lo que me distingue de Pete es que yo sí hice algo malo. Y hay más gente que lo sabe.
—Pruebas físicas no, pero lo hicimos…, ya sabes, en el bed and breakfast, antes de salir. —Parece sinceramente avergonzado—. Pueden descubrirlo, ¿verdad? No tiene buena pinta. Y luego nos vieron discutiendo en la reunión. Todo cuenta, y si además descubren que pasé la noche contigo…
—¿Estás seguro de que no nos vio nadie en el aparcamiento? —le pregunto—. ¿Nadie nos vio irnos juntos?
—Creo que no. Yo no vi a nadie. ¿Y tú?
—No. —Muevo la cucharilla por el fondo de la taza vacía, dando vueltas al poso del café. Mi pulso activado por la cafeína pero también el miedo—. ¿Estás seguro de esto? No quiero… presionarte solo porque yo ya haya mentido.
—No. Es lo que deseo. Será nuestro secreto, y todo saldrá bien. ¿Por qué no nos pasamos los teléfonos, por si tenemos que volver a hablar? —Me anota el suyo en una servilleta y me tiende otra para que yo haga lo mismo—. Sí, creo que esto es lo mejor.
No estoy segura de quién intenta convencer a quién, si él o yo, pero yo no necesito que nadie me convenza. Después de haber hablado con la policía, mi instinto me ha estado gritando que no lo cuente, que baje la cabeza y mantenga la boca cerrada. Después de todo, ya hay alguien que anda detrás de mí. Lo último que necesito es añadir a la inspectora Reynolds a la lista.
Pete sale de la cafetería y le miro mientras cruza la calle. Se queda de pie junto a la puerta de su oficina. Cuando empieza a teclear el código, un vehículo se detiene detrás de él, sobre la doble raya amarilla. Con el corazón en la garganta, veo salir del coche a la inspectora Reynolds y a un hombre muy alto vestido con un traje oscuro. Reynolds dice algo y Pete se da la vuelta, con el rostro inescrutable. Tras una breve conversación, Pete sube al coche, que se aleja al instante.