Capítulo 28
2016
Los niños a quienes habitualmente recogen a las tres las madres que son amas de casa forman fila fuera del aula. Henry, por supuesto, no está allí, y la señora Hopkins me mira, confusa.
—Hoy he terminado antes de trabajar —miento. En realidad, necesitaba ver a Henry y he venido directamente desde South Bank para recogerlo más temprano—. ¿Puedo asomar la cabeza? —pregunto, señalando el aula.
La forma en que los niños esperan en la acogida de la tarde tiene algo especial: están cuidadosamente sentados frente a sus pupitres, con los abrigos puestos y las mochilas encima de la mesa, esperando la siguiente instrucción. Eso me toca la fibra sensible. Aunque son muy pequeños, ya han tenido que aprender a conformarse. Henry está hablando en voz baja y con confianza con la niña que está sentada a su lado. El primero en verme es el niño que se sienta al otro lado, Jasper, el amigo de Henry, al que empieza a dar frenéticas palmaditas en el brazo.
—Henry. ¡Henry! Tu mamá está ahí.
Henry se da la vuelta y su rostro se ilumina, echando chispas por los ojos.
—¡Mamá! ¿Qué estás haciendo aquí?
Es evidente que se muere de ganas de salir corriendo hacia mí, pero mira ansioso a la señorita Jones, la nueva maestra ayudante, para que le dé permiso.
—Hoy he terminado antes de trabajar. Vamos, ¿te apetece ir al parque?
Vuelve a mirar a la señorita Jones, que sonríe.
—Adiós, Henry. Hasta mañana.
Cuando cruzamos el patio del recreo, veo a una corpulenta mujer que se cierne sobre la maestra que está en el aula contigua. Ya he visto a esa madre antes con su prole de rebeldes hijos con sobrepeso. En esta ocasión es el turno de su único hijo varón, que está de pie a su lado, pateando violentamente la mochila que hay en el suelo, junto a él. Es evidente que la maestra le ha dirigido el tan temido «¿Podemos hablar un momento?» cuando ha ido a recoger a su hijo. Está claro que, a sus ojos, él es un angelito que no puede hacer nada malo, de modo que no se lo está tomando muy bien y mueve un dedo frente a la cara de la maestra.
En el parque, Henry grita arrebatadamente de júbilo mientras empujo el columpio para que vuele cada vez más alto. Su alegría aumenta al ver a su amigo Dylan entrando por las puertas amarillas acompañado por su madre, Olivia.
—¡Dylaaaan! ¡Estoy en los columpios!
Dylan se acerca corriendo.
—¡Ven a jugar a la tela de araña! —ordena.
—¡No, ven a los columpios! —grita Henry.
—No —contesta Dylan muy serio—. A la tela de araña.
—Vale. Para, mamá —dice Henry, por lo que detengo el columpio y los dos se alejan juntos.
—¡Oh, benditos sean! ¿Son muy amiguitos, no? —dice Olivia, mirándolos con cariño.
Aunque Dylan me ha dado más bien la impresión de ser un dictador, evidentemente no digo nada.
—¿Tomamos algo? —me pregunta Olivia.
Nos acercamos al pequeño quiosco y pedimos dos cafés. Yo no le quito los ojos de encima a Henry mientras juega; de vez en cuando se cae al suelo. Me doy cuenta de que Dylan se queda en lo alto de la tela de araña «disparándole».
—¿Te has enterado de lo que ha ocurrido hoy en el patio de recreo a la hora de la recogida con Angela Dickson?
—¿Quién? —le pregunto.
No suelo estar a menudo en la puerta de la escuela cuando están todos los demás, y me cuesta saber quién es quién.
—Ya sabes, Angela Dickson, la… —baja la voz— …gorda. La que tiene tantos hijos.
—Ah, sí, ya sé quién es. —Estoy distraída porque no consigo ver a Henry, pero al momento sale de donde se ha estado escondiendo del fuego enemigo y me relajo, aunque sin quitarle ojo—. La he visto discutiendo con la maestra cuando nos íbamos.
—Ha sido más que una discusión —dice Olivia—. ¡Ha golpeado a la señora Smithson!
—¿Que la ha golpeado? —Me vuelvo y la miro fijamente—. ¡Oh, Dios mío! ¿Lo has visto?
—Sí, aún estaba allí, hablando con la señora Hopkins. —Olivia es una de esas madres que siempre tiene un problema acuciante que debe tratar con la maestra. Somos amigas en Facebook, y todas las semanas escribe algún comentario quejándose de la escuela…, como por ejemplo, libros de lectura que no son lo suficientemente estimulantes para el genio de su hijo y cosas así—. En realidad la golpeó en la cara.
—¿Llamaron a la policía?
—No estoy segura —dice—. Vi que se acercaba el señor Knowles. —El señor Knowles es uno de los pocos maestros de la escuela—. La verdad es que no creo que tuviera muchas posibilidades enfrentándose a Angela Dickson.
Vuelvo a mirar hacia la tela de araña, pero Henry y Dylan no están allí. Miró detrás de mí, hacia el fuerte, pero no hay ni rastro de ellos. El parque es grande, y tiene muchos juegos. Pueden estar en cualquier parte.
—¿Puedes ver a los niños? —le pregunto a Olivia.
—Oh, estarán por ahí. Vamos a sentarnos en ese banco; desde allí podrás ver casi todo el parque.
Nos dirigimos hacia el banco de pícnic y Olivia se sienta. Dejo el café encima de la mesa y examino el parque con ansiedad. Olivia sigue hablando sobre el altercado que ha tenido lugar en la entrada de la escuela.
—No los veo —la interrumpo.
Olivia echa un vistazo con indiferencia, sorbiendo su café.
—Seguramente estarán en el fuerte. Tranquila, Louise, estarán por ahí. Míralos, ahí están.
Dylan está dando vueltas alrededor de un árbol, imitando el sonido de una ametralladora, pero no veo a Henry. Siento que me falta el aire, pero intento mantener la calma. Probablemente estará en el árbol. Ya lo he encontrado allí otras veces, trepando tan alto que tuve que apretar los labios para dejar de gritarle que se bajara. Me dirijo hacia el árbol, tratando de no correr y de respirar con normalidad. Cuanto más me acerco, más evidente me parece que no hay nadie en el árbol. En verano es fácil esconderse en él, pero en esta época del año no tiene hojas, y antes de llegar me doy cuenta de que las ramas no podrían ocultarlo. No veo a Henry por ninguna parte.
—Dylan —digo con voz demasiado fuerte—. ¿Dónde está Henry?
—No lo sé.
—Pero hace un momento estabas con él, ¿no?
—Sí, pero entonces se puso a hablar con una señora.
¡Oh, Dios mío! Es como un mazazo en la cabeza. Por un momento creo que voy a desmayarme, pero consigo recomponerme, obligando a mi boca a articular correctamente las palabras.
—¿Qué señora? ¿Dónde?
Me arrodillo delante de Dylan, agarrándolo por los brazos.
—No lo sé. Por allí.
Dylan señala en dirección al fuerte, se suelta y sale de nuevo corriendo hacia el árbol.
Empiezo a correr, respirando entrecortadamente, gritando su nombre. Cuando llego al fuerte, me agacho para mirar a través de la puerta. Dos niñas pequeñas con una muñeca en un cochecito me miran con recelo. Son las únicas que están dentro. Me giro, inspeccionando frenéticamente el parque.
—¡Henry! —grito.
Recorro el parque, mirando detrás de cada uno de los juegos, llamándolo cada vez más fuerte. Algunas madres empiezan a mirar a su alrededor, preguntándose si deberían ayudarme. Siempre hay alguien llamando a sus hijos, pero en mi voz hay un deje de desesperación que obviamente las preocupa. Olivia se levanta y llama a Dylan, presumiblemente para preguntarle dónde vio a Henry por última vez.
Estoy a punto de sacar el teléfono para llamar a la policía, olvidándome por completo de mi propia seguridad o reputación, cuando lo veo. Está de pie en el otro extremo del parque, de espaldas a mí, mirando hacia la puerta que da a una zona más grande del parque. Me paro y de mi boca sale un sonido a medio camino entre un sollozo y un grito ahogado. Gracias a Dios. Empiezo a caminar hacia él, esta vez sin prisas.
—Henry —le llamo, y él se da la vuelta, sonriendo—. ¿Dónde estabas? —Intento no levantar la voz—. No te encontraba.
—En el parque —dice.
—Dylan me ha dicho que estabas hablando con una señora.
—Sí. Le gustaban los trenes. Me hizo un montón de preguntas sobre Thomas.
Mi ritmo cardíaco se ralentiza. Puede que solo fuera una madre, o una abuela que había llevado a sus nietos al parque.
—¿Dónde está?
—Dijo que tenía que irse. La estaba saludando con la mano.
Inspecciono el parque. A lo lejos veo una figura con un abrigo oscuro dirigiéndose hacia la salida principal.
—¿La acompañaba algún niño?
—No, estaba sola.
—¿Qué edad crees que tenía? —le pregunto, y, en cuanto lo hago, me doy cuenta de que es absurdo preguntarle eso a un niño de cuatro años.
—¿Veinte? —dice, pero eso podría significar cualquier cosa comprendida entre una adolescente y una anciana. Y también una mujer de mi misma edad.
Estoy demasiado alterada para quedarme más tiempo, y logro convencer a Henry para volver a casa sin problemas con la promesa de un chocolate caliente frente a la televisión. En el coche, mientras le pongo el cinturón de seguridad, noto que el móvil vibra en mi bolsillo. Lo ignoro hasta que me acomodo en el asiento del conductor y Henry está a salvo en la parte de atrás. Rezo para que sea un correo electrónico de trabajo. Pulso la pantalla para activarla. Es Maria. Mientras leo y releo el mensaje de Facebook, el ruido que hace Henry mientras tararea contento y desafinando para sí mismo, lleno de alegría pensando en el chocolate que le espera, es como un montón de agujas perforándome los oídos.
Henry parece un buen chico. Espero que lo vigiles de cerca. Es tan fácil, ¿verdad? Te das la vuelta un segundo y ya no están.