Capítulo 14
2016
Normalmente suelo despertarme en cuanto Henry abre de par en par la puerta de mi habitación, pero esta mañana, después de la cena con Polly, lo primero de lo que soy consciente es de su cuerpo caliente deslizándose bajo el edredón en la semipenumbra y de su pelo cosquilleándome la cara mientras se acurruca junto a mí. Miro el reloj: ya son las nueve, ha dormido mucho más de lo acostumbrado. Lo atraigo más hacia mí, enterrando la nariz en su nuca, preguntándome, como siempre, cuándo perderá este delicioso olor. No olerá igual cuando tenga quince años, pero ¿y dentro de cinco? ¿Aún podré aspirarlo como estoy haciéndolo ahora? A veces me pregunto qué efecto tendrá en él todo este amor cuando sea mayor. Todos los expertos parecen estar de acuerdo en que no puedes darle demasiado amor a un niño, pero ¿y si lo haces? ¿Qué pasa si lo asfixias con él, o si lo echas a perder para siempre despertándole expectativas sobre lo que otras personas deben sentir por él? Nadie volverá nunca a quererlo tanto.
Henry lanza un suspiro, satisfecho.
—¿Qué día es hoy?
No importa las veces que repasemos los días de la semana: él sigue sin aprendérselos, y cada nuevo día es una deliciosa sorpresa.
—Sábado.
—¿Es un sábado de papá?
—Sí.
—Ah, bien.
Una de las únicas cosas por las que le estoy agradecida a Sam es por su dedicación. Henry tenía solo dos años cuando él se fue, y no tiene ningún recuerdo de cuando Sam y yo vivíamos juntos. Recientemente, Henry recibió una invitación para ir a jugar a casa de un nuevo amigo que ha hecho en la escuela; era la primera vez que recibía una invitación que no me incluía a mí. Esa noche, a la hora de acostarse, mientras colocaba sus juguetes en sus correspondientes estanterías, Henry me dijo, maravillado, que la madre y el padre de su amigo estaban allí, que vivían todos juntos en la misma casa. Le vendí a Henry la fantasía de que tenía suerte, porque tenía dos casas y más gente que lo quería, aunque sonó de lo más falso.
El vino que me tomé con Polly me dejó la boca seca y me ha dado dolor de cabeza. Henry se queda en mi cama, viendo la tele, y me arrastro hasta la cocina para prepararle su tostada con mermelada. El ordenador portátil aún sigue abierto encima de la mesa, un recordatorio palpable de que el pasado no me deja en paz. Me muero de ganas de llamar a Polly y contárselo todo. El deseo de desahogarme es como una piedra en la boca del estómago. Pero no debo olvidar que no puedo hacerlo, no puedo arriesgarme a alejar a Polly de mí. Ella nunca lo entendería, sobre todo teniendo en cuenta lo que le está ocurriendo a Phoebe.
Lo que deseo más que nada es que mi vida vuelva a ser la que era antes de recibir la solicitud de amistad de Facebook, recuperar el momento en que todo estaba guardado en el lugar que le correspondía en mi mente. Me ha llevado mucho tiempo colocarlo todo en esos compartimentos. Hace muy poco que he retomado el hilo de mi vida; he vuelto a meter las cosas en sus cajas y he abierto algunas rendijas. Y ahora es Maria quien está aquí, sacando las cosas y sosteniéndolas a plena luz del día.
Cuando la leche empieza a formar espuma enérgicamente y la luz de la cafetera lanza destellos, anunciándome que el café está casi listo, oigo que el móvil empieza a sonar en mi bolso, que está colgado en una de las sillas de la cocina. Rebusco entre clínex usados, billetes de metro y bolígrafos rotos, y lo encuentro justo antes de que salte el contestador. Es un número de móvil que no tengo en mis contactos.
—¿Diga?
—¿Louise? Soy Esther. Esther Harcourt.
Me quedo muy quieta, sintiendo los latidos del corazón a flor de piel. La tostada salta hacia arriba, pero la ignoro. ¿Es una coincidencia que me llame el día después de haber recibido otro mensaje de Maria? He estado pensando en Esther y en el miedo que vi en su rostro cuando le hablé del mensaje de Facebook. Su sorpresa parecía sincera, pero eso quizá fuera simplemente porque no se esperaba que me presentara en su despacho. Al oír su voz soy consciente de lo mucho que me gustaría volver a verla, pero estoy tan acostumbrada a engañarme a mí misma que no sabría decir por qué. ¿Será porque creo que ella podría ser quien manda los mensajes? ¿O es que necesito estar con alguien que me entienda aunque no conozca toda la historia?
—He estado pensando —dice—. Hay algo que no te he contado, pero no sé si es relevante en relación con lo ocurrido.
—¿Qué? ¿De qué se trata?
—Hoy he quedado con una amiga en Londres. Pasaremos la tarde juntas y luego cenaremos temprano… Creo que como muy tarde acabaremos a las ocho. ¿Podríamos… vernos después? Así hablaríamos tranquilamente.
Me alegra tener una excusa de verdad para zanjar pronto mi cita de esta noche. Quedo con Esther para vernos a las ocho y media en un pub, cerca de Seven Dials. Siempre me siento más a gusto en un pub que en un bar elegante, y me da la sensación de que Esther también, a pesar de sus vestidos caros y de su estatus.
Pongo un poco más de pan en la tostadora para Henry y unto la tostada fría con mantequilla, moviendo torpemente el cuchillo. Me quedo de pie y me la como, mirando distraída los ventanales. Una paloma se pavonea en el jardín, picoteando unas invisibles migajas en el patio. Me pregunto qué estará comiendo.
Llamo a Henry para que venga a la cocina y se coma la tostada. Aparece con Manky en la mano. Un mechón de su pelo apunta hacia arriba, como si fuera un cuerno. Lleva el pijama al revés, y con la parte delantera detrás. Mi corazón rebosa de amor por él.
—Muchas gracias por la tostada, mamá —dice, muy serio.
Henry se sienta a la mesa, colocando cuidadosamente a Manky en la silla que tiene al lado. En la escuela les han estado hablando de los buenos modales, y, como todo lo que hace, se lo ha tomado muy en serio.
—De nada, Henry —le contesto, también muy seria.
Durante un instante me pregunto, como suelo hacer a menudo, si las cosas serían muy distintas en el caso de que tuviera una prole de niños rebeldes que sacaran las cajas de cereales del armario y derramaran sus tazones en la mesa, peleándose entre ellos y desafiándome. Deseábamos que Henry tuviera un hermano (como pareja de hijos únicos, no queríamos que él también lo fuera), pero habíamos invertido tanto tiempo y dinero en concebirlo a él, que la idea de volver a pasar por todo eso otra vez resultaba desalentadora, era como terminar un maratón y volver a correr otro de inmediato. Mi incapacidad para conseguir que un bebé se desarrollara en mi vientre me había hecho sentir como una fracasada. Es lo único que se supone que las mujeres pueden hacer sin esfuerzo, y yo no podía. Cuando empiezas a tener información sobre el sexo y el embarazo, todo el mundo te dice lo fácil que es quedarse en estado. Nadie habla nunca de lo difícil que puede ser en algunos casos. Sam intentó no culparme por ello, pero yo sabía que en secreto lo hacía. ¿Cómo podía no hacerlo cuando, mes tras mes, nunca aparecía una enorme cruz azul?
Ahora, sin embargo, me encanta como estamos, los dos contra el mundo. Dondequiera que vayamos, Henry se agarra con fuerza a mi mano, como para evitar que yo me escape. Cuando estamos en el parque, él se va a jugar con sus amigos, pero de vez en cuando se acerca para decirme que me quiere.
Antes de que Henry naciera, no estaba segura de qué clase de madre iba a ser. Aunque las cosas cambiaron en cuanto quedó claro que deberíamos esforzarnos mucho para concebir, antes nunca había sentido un especial deseo de tener hijos, nunca sentí ese abrumador impulso biológico sobre el que tanto he leído. No obstante, cuando nació Henry, me sorprendieron mi paciencia y mi instinto, la forma en que, a pesar de mi inexperiencia, sabía lo que él necesitaba y cómo calmarlo. El amor que temía no poder dar me consumía por completo.
En realidad, quizá fui demasiado lejos, anteponiendo las necesidades de Henry a las de Sam y las mías. Sin duda alguna, Sam así lo creía. Después de que Henry naciera, Sam me exigía más que nunca, pero yo no tenía mucho que darle. No sé por qué no pudo entender que éramos adultos y que podíamos cuidar de nosotros mismos; no importaba que fuéramos felices o no. Lo único que importaba era que Henry estuviera bien. Eso es lo único que aún sigue importándome.
—¿Quieres ir a vestirte? —le pregunto a Henry, aplastándole el mechón de pelo erguido—. Luego aún tendremos un poco de tiempo para jugar a los trenes antes de llevarte a casa de papá.
El rostro de Henry se ilumina.
—¿Tenemos tiempo de montar una vía grande de verdad?
—Una muy grande —respondo sonriéndole.
Henry me da un abrazo. No me importa que sus pringosos dedos se enreden en mi pelo. Lo estrecho con fuerza. La idea de dejarlo en casa de Sam me deja abatida, me pesa como si tuviera los bolsillos llenos de piedras.
Mientras Henry se viste, cojo el teléfono con un gran peso en el corazón y busco el número del móvil de Phoebe en los contactos.
—Hola, Louise.
Parece contenta y sorprendida al ver que soy yo. Creo que es la primera vez que la llamo, aunque algunas veces chateamos.
—Hola, Phoebe. ¿Cómo estás?
—Estoy bien —dice con prudencia.
—¿Te dijo tu madre que iba a llamarte?
—No, esta mañana no la he visto. Aún estoy en la cama.
—Ah, estupendo. —Me armo de valor para mentirle a Phoebe, a la que tuve en mis brazos cuando era un bebé—. Me dijo que has tenido problemas con una niña de la escuela.
—¡Oh, Dios mío! ¿Por qué te lo ha contado?
Está claro que Phoebe se está tomando muy en serio la parte «adolescente» de su preadolescencia.
—Está preocupada por ti —le digo—. Estábamos hablando y le comenté que a mí… me ocurrió algo parecido, y me pidió que hablara contigo.
Fue algo parecido, pero no como pretendo que ella crea.
—Vale —dice Phoebe, no demasiado convencida—. No puedo creer que hable de mí a mis espaldas.
—Ella solo quiere ayudarte. Y yo también.
Deseo ayudarla con todas mis fuerzas. ¿Acaso hay una parte de mí que cree que, de algún modo, puedo expiar lo que le hice a Maria en una especie de compensación cósmica?
—Dime, ¿qué es lo que te ocurrió a ti? —me pregunta Phoebe.
La curiosidad puede con ella.
—Oh, no voy a entrar en eso —le digo, tratando de dar un tono despreocupado a mi voz—. Pero lo que debes recordar es que, muchas veces, el acoso escolar es producto de la inseguridad. Aunque esa niña… ¿Cómo se llama?
—Amelia.
—Aunque esa Amelia parezca intocable y llena de confianza, es posible que sea muy insegura, y por eso siente la necesidad de enfrentarte a ti y a otras niñas con las demás.
Ojalá yo hubiera sido consciente de esto cuando iba al instituto. Si hubiera sabido ver que la mezquindad era producto de la inseguridad, quizá habría podido evitar ser absorbida por ella. Si hubiera tenido más confianza en mí misma, quizá no me habría dejado arrastrar tan fácilmente hacia la crueldad. Tenía mucho miedo de quedar al margen de todo y de todos, de correr el riesgo de ser manchada por la impopularidad.
—Ella no es insegura. —Phoebe lo dice de forma tajante—. De verdad, Louise, no lo es.
—Muy bien, de acuerdo. Seguramente las otras niñas sienten lo mismo que tú… Les da miedo caer mal a Amelia, les da miedo ser marginadas. Pero si pudieras hacer frente común con algunas de las otras niñas, tendríais más poder como grupo. Si no puede aislarte, no podrá meterse contigo. ¿Hay alguien, alguna de tus amigas, con quien puedas unir tus fuerzas? ¿Alguien que creas que le tiene menos miedo a Amelia que las demás?
Me pregunto si Claire y Joanne, con sus labios pintados y su confianza en sí mismas, también estarían librando su batalla. ¿Era todo como me parecía a mí en aquella época?
—Bueno, está Esme —dice Phoebe, despacio—. Y puede que Charlotte.
—¡Genial! Ahí lo tienes. ¿Por qué no las invitas a tu casa o quedáis a solas? En cuanto Amelia se dé cuenta de que no te acobardas y haces exactamente lo que dice…, en fin, quizá podáis ser todas amigas.
Me pregunto si Maria le confesó alguna vez a alguien lo que le estaba pasando. Las cosas habrían sido muy distintas si hubiera contado con algún adulto que hubiera podido darle consejos y ofrecerle consuelo.
—No sé —dice Phoebe—. Creo que no es una persona normal. Es una arpía. —Se ríe y puedo ver un destello de la Phoebe de siempre, la que solía elevarse mucho en los columpios mientras chillaba y gritaba de júbilo—. Pero voy a intentar hacer lo que me has dicho con Esme y Charlotte. —Hace una pausa, y luego, casi con timidez, añade—: Gracias.
—De nada —le contesto—. Lo que también debes tener presente es que la escuela, y los amigos que tienes allí, solo son una pequeña parte de tu vida. Sé que ahora no te lo parece, porque crees que lo es todo. Pero vas a seguir adelante y hacer cosas increíbles, y esa Amelia, en fin, puede que no lo haga.
Pienso en Esther, con su exitosa carrera y su impecable peinado, y en la expresión de su cara cuando le hablé de la reunión a la que nadie había pensado en invitarla. ¿Nos acompañarán para siempre las heridas de nuestra adolescencia?
Me despido de Phoebe y dejo el teléfono encima de la mesa. Lo que le he dicho es un buen consejo, me digo. Entonces, ¿por qué me siento tan culpable? Lo sé. Es porque he permitido que pensara que yo era la víctima y no el verdugo. He consentido que se imagine que yo soy como Esther y que aún conservo las cicatrices de las humillaciones que padecí a manos de otros, cuando, en realidad, lo cierto es que se trata de todo lo contrario.
Salimos tarde. Entre la llamada a Phoebe y que Henry no quería dejar de jugar a los trenes, y que hay un tráfico infernal, ya son las once y media cuando llegamos a casa de Sam. Me bajo del coche para abrirle la puerta a Henry, le desabrocho el cinturón y meto en su pequeña mochila el libro de Thomas y sus amigos.
Lo levanto para que pueda pulsar el timbre, y, como de costumbre, es Sam quien abre la puerta. Tiene el pelo revuelto y lleva unos vaqueros y una camiseta vieja que tiene desde hace años; he apoyado la cabeza en esa camiseta de algodón miles de veces. Aunque lo lógico es que después de dos años me hubiese acostumbrado, aún me sorprende ver su rostro, tan familiar, una parte muy importante de mí, en un contexto extraño. Aún estoy atónita por lo que pasó entre nosotros, por tener que llevarle a nuestro hijo, intercambiando cumplidos en la puerta de una casa que es la de Sam pero no la mía.
—¿Puedo entrar? —me pregunta Henry.
—Sí, claro.
Me agacho para abrazarlo, pero ya se ha ido, escurriéndose de entre mis brazos como una anguila. Aún odio tener que dejarlo aquí; cuando no está, tengo un nudo en el estómago. El tiempo transcurre con una agonizante lentitud.
Creo sinceramente que Henry está bien aunque sus padres no vivan juntos. Sin embargo, nunca me acostumbraré a ver cómo se aleja de mí en dirección a un mundo sobre el que no sé nada. Siempre he sabido que cuando sea adolescente tendrá una vida secreta, lejos de mí, que yo no podré controlar, pero me parece muy mal que ya la tenga ahora, a los cuatro años. Hay gente estrechamente vinculada a su vida de la que apenas sé nada. Una madrastra que no abre la puerta. Una hermanita pequeña a la que nunca he visto. Cuando no está conmigo, ¿cómo puedo saber que está bien?
—Llegas un poco tarde —dice Sam.
—Lo sé. Lo siento, estábamos jugando a los trenes y había mucho tráfico…
—No pasa nada, Louise, no me importa. —Me mira atentamente—. Pero… ¿va todo bien? ¿Hay algo que yo debería saber?
Se apoya en la jamba de la puerta, con las manos en los bolsillos.
—¿A qué te refieres?
¿Acaso ha recibido también la solicitud de amistad de Facebook?
Guarda silencio durante un momento, como si estuviera sopesando algo.
—Nada. Es que últimamente pareces estar… un poco distraída. Y has traído a Henry tarde un par de veces. Solo me estaba preguntando… si todo va bien.
—Sí, todo va bien.
Reprimo el impulso de entrar en la casa, coger a Henry y llevármelo a algún lugar donde estemos los dos a solas para siempre. Algún lugar donde nunca lo vea alejarse de mí de nuevo para adentrarse en lo desconocido.
—¿Estás segura, Louise? Pareces…
Sam se interrumpe.
—Estoy bien. De todos modos, no es asunto tuyo, ¿no?
Sé que me he extralimitado, pero no puedo evitarlo.
Sam levanta las manos.
—Vale, vale, solo preguntaba. Aún me preocupo por ti, y lo sabes. Sé que las cosas no han salido como planeamos. —Al oír esto enarco las cejas, pero él me ignora y continúa—: Siempre me preocuparé por ti, lo quieras o no.
Oigo la voz de Polly en mi cabeza: «¿Preocuparse por ti? Tiene una extraña forma de demostrarlo». ¿Cuánto tiempo habría seguido fingiendo yo que todo iba bien si no hubiese descubierto los mensajes de texto de Catherine en su móvil, que lo obligaron a dar un paso?
Me doy la vuelta para irme, pero Sam me detiene.
—Espera, Louise.
Me giro, confundida.
—¿Qué?
—¿Te has enterado de lo de la reunión de exalumnos?
—Ah, sí.
¿Por qué de repente me pregunta sobre eso?
—¿Vas a ir? —dice.
Me parece detectar un peligroso atisbo de esperanza en su voz.
—No lo sé. ¿Y tú?
Creo que su nombre está en la página de Facebook. Sé que piensa ir.
—Sí, ¿por qué no? Podría ser divertido.
Intenta sonar despreocupado, pero no soy tonta. Pienso en Sam cuando tenía dieciséis años, tan genial y tan popular. ¿Acaso espera vivir una noche en la que pueda volver a ser ese chico, con el mundo a sus pies?
—Tal vez —digo, empezando a alejarme por el camino de entrada—. Te veo mañana a las cinco.
—Vale, hasta mañana.
Cierra la puerta lentamente y me meto de nuevo en el coche, esforzándome por respirar con normalidad. ¿Por qué sigue provocándome esta reacción? ¿Cuándo seré capaz de conseguir que no me lastime y que sus palabras no me afecten y me resbalen? Mientras conduzco, me pregunto si alguna vez podré dejar a Henry con él sin experimentar esta terrible y constante sensación de miedo.