Capítulo 18

2016

He tenido las luces encendidas toda la mañana para contrarrestar la oscuridad del mes de octubre, mientras la lluvia que caía de un cielo plomizo se estrellaba contra los ventanales franceses. Durante toda la semana he ido postergando la decisión sobre si voy a ir a la reunión o no, e incluso ahora, cuando ya ha llegado el día, aún no he confirmado mi asistencia en Facebook. Polly está esperando que le diga si tiene que hacer de canguro. No quería decirle que pensaba ir, pero no tengo a nadie más con quien Henry pueda quedarse toda la noche. Quiso ver la página de Facebook, de modo que no pude ocultarle que Sam estaría allí. No se sorprendió. Sé que solo está intentando protegerme, pero no entiende por qué siento la necesidad de asistir. No puede entenderlo debido a las muchas lagunas que hay en mi historia, las partes que no le he contado. Ella no sabe hasta qué punto me siento arrastrada a Sharne Bay; es como una cicatriz que escuece y que te rascas con los dedos, aunque sabes que lo mejor sería no hacerlo para que se curara del todo.

Aunque me alegra que Henry se quede en casa de Polly, siento una punzada cuando veo a abuelos recogiendo a sus compañeros en la puerta de la escuela. Viendo la familiaridad con que sus nietos los saludan me doy cuenta de que constituyen una parte muy importante de sus vidas. Para Henry, ver a mis padres es todo un acontecimiento: escoge cuidadosamente la ropa que se va a poner, habla de ellos muchos días antes de la visita, se pone nervioso y siempre se siente decepcionado cuando no logra estar a la altura de lo que se había propuesto. Ellos nunca han demostrado demasiado interés por cuidar de él, incluso cuando era muy pequeño y yo estaba exhausta. Eran compasivos, pero simplemente no parecía ocurrírseles que lo que necesitaba era alguien que se lo llevara durante un par de horas. Quizá si hubiesen vivido más cerca cuando nació, habría podido pedirles la ayuda que tan desesperadamente me hacía falta, pero la distancia que nos separaba era demasiado grande. Los veintitrés años de educadas conversaciones se habían cobrado su peaje y el momento para sincerarse había quedado atrás hacía ya mucho tiempo.

Por su parte, los padres de Sam tampoco habían estado presentes. Su padre murió hace años, cuando Sam estaba en la universidad, y aunque su madre entraba y salía de su vida cuando ya había alcanzado la edad adulta, la relación que tenían no podría describirse como estrecha. Yo solía preguntarle cómo y cuándo se había vuelto a poner en contacto con él, pero Sam no quería hablar del tema. Aunque en muchos aspectos estábamos muy unidos, había partes de él que nunca me dejaba ver. Henry solo había visto a su «otra abuela» en contadas ocasiones, y eso hizo que la mitificara en su imaginación.

Aparte de Sophie, no me he atrevido a hacerme amiga en Facebook de otros compañeros del instituto, por lo que no me queda otro remedio que leer atentamente la información pública que hay en sus páginas. En general, se reduce a las fotos de perfil, aunque en algunos casos puedo ver fotos y actualizaciones de estado que Sophie ha comentado o que le han gustado. Matt Lewis aparece con unos niños, aunque aparentemente no son suyos; Sam quedaba con él esporádicamente cuando aún estábamos juntos, aunque yo nunca me uní a ellos. Y está claro que en aquella época no tenía hijos. Debió conocer a alguien que sí los tenía. Claire Barnes tiene hijos mayores y está separada, a juzgar por algunas conversaciones entre ella y Sophie.

Estoy frente al ordenador portátil, sentada a la mesa de la cocina, mientras Henry se come concienzudamente un sándwich de crema de cacahuete, lamiéndose el dedo índice y pasándolo por el plato para atrapar las migas.

—A mi hermana no le dejan comer crema de cacahuete —me dice—. Para que no se hinche.

Aún me duele cuando dice «mi hermana» para referirse a una niña que no es mía. Raramente menciona a Daisy o a su madrastra. Evidentemente, él no sabe que Sam me dejó por Catherine, aunque es obvio que, de forma inconsciente, sabe que no debe hablarme de ella o de Daisy.

—Para que no se hinche —repite—. Como un balón.

—Muy bien —digo distraídamente.

Estoy enfrascada en Facebook, siguiendo enlaces, mirando las fotos de alguien que trabaja con Claire Barnes. El móvil, que está sobre la encimera, vibra en el mismo momento en que aparece una notificación de Facebook en la parte superior derecha de la pantalla del portátil. Cuando clico, todo lo que me rodea se desvanece hasta que solo quedamos la pantalla y yo. Es otro mensaje de Maria.

¿De vuelta al lugar del crimen? Te estaré vigilando, Louise.

Cada mensaje suyo es un mazazo en la cabeza de un asaltante desconocido que me deja grogui y confundida. Henry no se ha dado cuenta de nada, concentrado como está en su sándwich, protegido por el egocentrismo de los niños pequeños.

Esto no acabará nunca hasta que me enfrente a ello. No sé quién es esa persona, pero escondiéndome aquí, en casa, borrando mensajes, no voy a resolver nada. Entro en mi habitación y revuelvo el armario, descartando posibles atuendos: demasiado serio, poco favorecedor, muy soso… Preparo la mochila de Henry para pasar la noche y reservo una habitación por internet en el Travelodge que hay en las afueras de Sharne Bay. Es imposible asistir a la reunión y no tomar alcohol, y el último tren a Londres desde Norwich sale a las diez de la noche.

Una parte de mí aún sigue preguntándose si me voy a echar atrás. Sin embargo, unas horas más tarde estoy al volante, con el aburrido pero favorecedor vestido negro que siempre me pongo cuando tengo dudas, maquillada a conciencia y unos zapatos de tacón de aguja en el suelo del asiento del acompañante. Con Henry con el cinturón de seguridad abrochado en el asiento trasero, no puedo seguir fingiendo que no voy a la reunión de exalumnos. Y tampoco puedo ignorar los mensajes. Noto un temblor al pensar en qué o quién puede estar esperándome en el instituto de Sharne Bay. Ese miedo también incluye el nudo en el estómago que siento al pensar que voy a ver a Sam, que estaremos en la misma sala pero no con el pretexto habitual de compartir a nuestro hijo. Una velada empapada en vino y nostalgia, con las emociones a flor de piel. Me concentro en el recorrido, como si conducir bien sofocara las emociones que se agitan dentro de mí.

En casa de Polly, Henry apenas me presta atención, librándose de mi abrazo para ir en busca de Phoebe, porque sabe que le leerá encantada los libros de Thomas y sus amigos que ha metido en su mochila.

—Phoebe no tardará mucho en irse —le advierte Polly—. Va a una fiesta de pijamas. Esa pequeña zorra estará allí…

—¿Qué pequeña…? Ah… Ella.

—Sí. Ella. Oye, muchas gracias por hablar con Phoebe de ese asunto. Creo que le ha sido de gran ayuda. Ayer fue al cine con un par de amigas y lo pasaron muy bien. Me parece que le sirvió de mucho hablar con alguien que había pasado por lo mismo.

Sonrío tímidamente, dando gracias a Dios por no haber sido nunca una adolescente acosada.

—Bueno —continúa Polly, mirándome con gravedad—. ¿Estás absolutamente segura de lo que vas a hacer? Considera esto como una intervención…, una oportunidad de cambiar de opinión. No te estoy juzgando ni nada parecido. Solo estoy preocupada por ti. Has conseguido superar lo de Sam; has sido muy fuerte. No quiero que te arrastren de nuevo a… lo que sea. Ya sabes a qué me refiero. Puedes quedarte aquí. Tengo vino. Puedes ver Strictly con Maya y conmigo.

La tentación de aceptar dura solo unos segundos.

—No, voy a ir. De verdad, Polly, estaré bien. No voy por Sam; lo más probable es que apenas hable con él. Lo veo a menudo; no necesito ir a una reunión para hablar con él.

—Ya, pero en realidad no hablas con él, ¿verdad? Lo que hacéis es hablar de Henry a través de mensajes. El único contacto que tienes con él es cuando os pasáis a Henry como si fuera el testigo de una carrera de relevos. Lo cual me parece bien, dicho sea de paso. Pero esto es diferente: es una reunión social, te emborracharás, es algo muy emotivo volver al lugar donde os conocisteis.

—Cuando íbamos al instituto no estábamos juntos. Empezamos a salir cuando teníamos veintiséis años.

—Sí, lo sé, pero ya sabes a qué me refiero. Yo estaba allí cuando él te dejó, ¿recuerdas? Sé cómo es, lo que tuviste que pasar. No quiero que vuelvas a vivirlo.

—Lo sé. Gracias, Polly. Pero no pasará nada, de verdad.

Deja que me vaya a regañadientes, con la absurda promesa de que me iré si ocurre algo o si empiezo a sentirme mal. Las carreteras están inesperadamente desiertas y el trayecto parece transcurrir como en un sueño. Es como si apenas hubiera pasado el tiempo cuando me encuentro frente al instituto. Había pensado dejar el coche en el Travelodge y tomar un taxi, pero al final he decidido aparcar aquí. Así, si decido irme después de tomarme una copa, podré coger el coche y volver directamente a casa de Polly, y si me quedo, tomaré un taxi por la mañana hasta aquí.

Como no estoy segura de si habrá sitio en el aparcamiento, dejo el coche en la calle. Bajo el visor para mirarme por última vez en el espejo. Apenas puedo ver mis ojos. Aún estoy a tiempo de dar media vuelta. No es demasiado tarde. Podría volver a casa de Polly y ver Strictly, o encerrarme en la habitación del Travelodge. Me quedo en el coche unos minutos, con el móvil en la mano y el número de Polly en la pantalla, a punto de pulsarlo con el dedo. Dos mujeres a las que no reconozco pasan junto a mi coche charlando y riéndose, visiblemente entusiasmadas. Se dirigen hacia la puerta del instituto. Una de ellas grita «¡Oh, Dios mío!». Su amiga se ríe entre dientes y la manda callar. ¿Quiénes pueden ser? Si ni siquiera soy capaz de reconocerlas, ¿qué demonios estoy haciendo aquí?

Pero entonces veo a Sam. Está solo, paseando con paso firme por los jardines. Noto la boca seca, y mi lengua parece haber aumentado de tamaño. Durante un minuto creo que voy a vomitar, pero se me pasa y la rabia sustituye a las náuseas. ¿Por qué él puede estar aquí sin que le importe nada mientras yo estoy temblando y vacilando en un coche en el que cada vez hace más frío? Se trata de mi pasado, pero también del suyo. Apago el móvil, me bajo del coche y me dirijo con decisión hacia la entrada. Me sorprende reconocer al profesor que está junto a la puerta: es el señor Jenkins. No parece tan viejo, y supongo que aunque en su momento me parecía muy mayor, solo tendría veintitantos años. Ahora debe tener cincuenta y pocos.

—¡Eh, hola! —dice—. ¿Tú eres…?

—Louise Williams —contesto, con la boca seca por la expectación.

—Ah, sí —responde. Es evidente que no me recuerda en absoluto cuando me entrega la tarjeta con mi nombre—. ¿Preparada para ver viejas caras? —Sonríe—. ¡Algunas de ellas apenas han cambiado!

Dedico un tiempo innecesariamente largo a sujetar la etiqueta en el vestido, pero cuando ya no puedo entretenerme más, cruzo el vestíbulo en dirección al pasillo, apretando los dedos contra las palmas de las manos. Lo primero que me sorprende es el olor. Como todas las escuelas, huele a goma de borrar y a desinfectante, con una pizca de sudor agrio, pero lo familiar de ese olor es como una bofetada. Invoca recuerdos que ignoraba que tenía: la cola en la tienda de golosinas para comprar chocolate durante el recreo; el zumo de naranja caliente de la máquina de bebidas que te quemaba los dedos cuando se derramaba del vaso de plástico de color beige; un juego al que solíamos jugar en primer curso, durante el recreo, al que, por alguna razón que se ha perdido entre las brumas del tiempo, llamábamos «ese juego». Y, evidentemente, también hay otro recuerdo, otra noche en este salón; este no se perdió, sino que se me quedó grabado en el cerebro, dejándome una horrible cicatriz. Intento detener las imágenes que cruzan por mi cabeza y la estela de vergüenza que las acompaña: Maria, Esther, Sophie. Y yo.

Con una angustia que raya en el pánico, compruebo que no veo a nadie que haya venido solo. Se forman pequeños grupos que luego se fusionan: la gente revolotea de uno a otro chillando cuando reconoce a alguien, y luego se dan besos y grandes abrazos. Soy la única que no ha venido secundada por una amiga. Sam está en la barra, de espaldas a mí, pero no puedo permitir que él sea la primera persona con la que hable. Recorro la sala con la mirada, como suelo hacer ahora allá donde voy. En el extremo opuesto hay una mujer que está de espaldas a mí; su pelo, de color castaño claro, se enrolla en un complicado moño, y cuando vuelve la cabeza para hablar con el hombre que está a su lado, mi corazón ralentiza su ritmo y la sala empieza a difuminarse ante mis ojos; pero entonces ella mira hacia atrás, riéndose de algo que ha dicho el hombre, y me doy cuenta de que no es Maria. La reconozco, pero, como con mucha otra gente que está en la sala, me cuesta ponerle un nombre a su cara. ¿Janine? No. ¿Sarah? Las dos mujeres que pasaron junto a mi coche están susurrando algo y señalando en mi dirección, y durante un horrible momento creo que están hablando de mí. Pero luego me percato de que yo no soy el objeto de su interés, sino una hermosa mujer de pelo castaño. Está con un hombre alto y muy guapo, que la rodea firmemente con el brazo. Me quedo mirando fijamente al hombre, pensando en lo extraño que es ver en la vida real a alguien tan guapo como una estrella de cine, cuando advierto que la mujer que está a su lado es Esther. Me pongo absurda y patéticamente contenta al verla, y me acerco enseguida a ella.

—¡Me dijiste que no ibas a venir!

Tengo ganas de abrazarla, pero sé que sería excesivo.

Parece avergonzada.

—Después de todo, resulta que soy humana —dice mirando a su marido—. ¿Sabes qué fue lo que finalmente me decidió a venir? Verte tan sorprendida cuando te dije que estaba casada. Este es Brett, por cierto. Brett, Louise.

Cogido de Esther con una mano, Brett me estrecha la mía con la otra.

—Encantado de conocerte, Louise. ¿Te traigo algo de beber?

—Sí, vino blanco, por favor.

—¿Lo mismo para ti, cariño? —le pregunta a Esther, que asiente sonriendo.

Brett suelta la mano de Esther y se dirige hacia la barra. Yo me vuelvo hacia ella.

—¿Qué has querido decir con lo de que, después de todo, eres humana?

—No creí que me importara lo que la gente que está aquí piensa de mí. En realidad, no quería que me importara lo que alguien piense de mí. —Es muy escrupulosa consigo misma, muy honesta acerca de sus motivos—. Pero ¿sabes qué? Tengo una gran carrera, un marido maravilloso y dos hijos encantadores. Estoy bien. Estoy mejor que bien, de hecho; soy muy feliz. Y me temo que hay una pequeña parte de mí o quizá no tan pequeña que quiere demostrárselo a gente que puede que aún se esté riendo de mí, o incluso peor, compadeciéndose de mí en lo más profundo de su mente.

—Bueno, me alegro de que estés aquí. ¿Reconoces a alguien?

Miramos a nuestro alrededor. Hay algunos rostros vagamente familiares, pero ninguno de ellos es el de alguien a quien conociera bien o que estuviera en nuestra clase. Había cuatro clases de treinta alumnos en nuestro curso, de modo que había mucha gente a la que apenas conocía.

—Sí, hay alguien a quien conocemos —dice Esther.

Se produce un alboroto en la entrada. Alguien recibe un abrazo y grita. Un hombre se aparta del grupo que acaba de llegar. Sostiene un enorme abrigo de piel blanco; mira a su alrededor, abochornado y fuera de lugar. Aunque me suena su cara, tardo un par de minutos en darme cuenta de que no es ningún antiguo compañero del instituto, sino Pete, la cita de Sophie de la noche que fui a su casa.

Al mirar, mis ojos se cruzan con los de Pete y le sonrío. Dos segundos después me devuelve la sonrisa, agradecido, y me dedica un fugaz saludo. Sophie está charlando animadamente con tres mujeres clónicas rubias vestidas de Boden. Cuando queda claro que Sophie no tiene ninguna prisa por librarse de ellas, Pete se acerca a nosotras y a Brett, que acaba de volver de la barra con las copas.

—Hola…, Louise, ¿verdad? —dice Pete.

—Sí. Buena memoria.

—Oh, siempre suelo recordar los nombres; es una de mis habilidades. Y también recuerdo todo lo que la gente me dice. Para mis viejos amigos es una pesadilla, porque nada queda olvidado.

Me vuelvo para presentar a Esther y a Brett a Pete, pero una mujer a la que no reconozco se ha acercado y se ha puesto a hablar con ellos, de modo que lo dejo. Me he fijado en que Brett siempre tiene cogida la mano de Esther, con un brazo firmemente pegado a su espalda.

—No me di cuenta de que Sophie y tú ibais en serio. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos? —le pregunto a Pete.

Aunque no habría puesto la mano en el fuego, aquella noche, en el apartamento de Sophie, me dio la impresión de que su relación era reciente, o incluso de que no tenían ninguna relación. Hasta que apareció, ella ni siquiera le había mencionado.

—En realidad, no. —Pete parece avergonzado—. Esta es nuestra tercera cita.

—¿Vuestra tercera cita? ¿Y la acompañas a una reunión de exalumnos? ¡Jesús, es una tercera cita de mucho peso!

—Lo sé. —Pete sacude la cabeza con desesperación—. No sé en qué estaría pensando. Bueno, en realidad, sí. Sigo lo que podríamos llamar una norma.

—¿Una norma?

Este hombre me está pareciendo cada vez más raro. Por lo que he podido ver hasta ahora, parece una pareja bastante improbable para Sophie.

—Sí. Me divorcié hace dos años, y fue bastante horrible.

—Oh, lo sé. Yo también.

Ojalá admitirlo no me hiciera sentir una fracasada. Divorciada a los cuarenta. En general, no lo reconocería ante un desconocido, pero el hecho de que él lo confesase antes me ha animado a hacerlo. Sin embargo, no pienso decirle que mi exmarido está aquí.

—¿En serio? —La expresión de su rostro se suaviza—. Entonces ya sabes lo que es. Y hace aproximadamente un año decidí volver a intentarlo. Me inscribí en algunos sitios webs de citas.

—¿Conociste a Sophie por internet?

Parece ponerse a la defensiva.

—Sí. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que salí… Ahora todo el mundo se conoce por internet. No es ningún estigma.

—Sí, lo sé. —No es cierto—. Lo que ocurre es que… se trata de Sophie. No me la imagino haciendo eso.

Sophie, que solía tener a todos los chicos pendientes de lo que decía.

—Como he dicho, todo el mundo lo hace. De todos modos, cuando empecé, descartaba mujeres enseguida: porque tenían una voz extraña, porque llevaban las uñas demasiado largas, cosas así… Mi hermana me dijo que estaba poniendo peros para evitar involucrarme. Por eso me impuse una norma. Si quedo con una mujer, tengo que salir al menos tres veces con ella…, si es que quiere, claro, y debo decir que sí, sea cual sea la propuesta. Siempre y cuando no sea nada ilegal o peligroso.

—Y así es como has acabado en una reunión de exalumnos que no es la tuya, sino la de alguien a quien apenas conoces.

—Sí. Por eso me alegré tanto de verte. En un sitio así, tú eres como una vieja amiga.

Me río y tomo un sorbo de vino. Pienso en algo que decir y acabo recurriendo a lo obvio.

—¿A qué te dedicas?

—Soy arquitecto… En Foster & Lyme.

—Sí, los conozco. Hace tiempo me dieron trabajo, cuando John Fuller trabajaba allí.

—Eso fue antes de que yo llegara, pero he oído hablar de él. ¿Y tú eres…?

—Interiorista. Ahora trabajo por mi cuenta, aunque antes estaba en Blue Door.

Sophie aparece junto a Pete. Parece molesta.

—Estás aquí —le dice a Pete—. Hola, Louise, estás genial. —Me besa mecánicamente en ambas mejillas—. ¿No es increíble? ¡Oh, Dios mío! Mira, allí está Emma Frost. ¡Qué gorda está! Y Graham Scott lleva una barba horrorosa. ¿Y has visto al señor Jenkins en la puerta? Te juro que intentó sobarme cuando me ayudó a ponerme la etiqueta, ¿verdad, Pete?

Pete se encoge de hombros.

—¿Te acuerdas de todo lo que decían de él, Louise? Fue Natasha Griffiths, ¿no? Oh, me pregunto si habrá venido. Pete, ¿puedes traernos unas copas? ¿Quieres más vino, Louise?

Cuando Pete se aleja en dirección al bar, Sophie se vuelve hacia mí.

—¿Has visto a Sam? —me pregunta, con una mal disimulada curiosidad.

—Todavía no. Suelo verlo a menudo. Tenemos un hijo, ¿recuerdas? —Envalentonada por la copa de vino que ya me he tomado, contraataco—. ¿Por qué has venido con alguien a quien apenas conoces?

La expresión de Sophie se ensombrece.

—¿Te lo ha contado?

—Sí, pero solo porque le pregunté cuánto tiempo llevabais saliendo.

Sophie parece avergonzada. No puedo creer que haya encontrado una grieta en su armadura.

—Será mejor que le diga que no se lo cuente a nadie más. Tú no lo contarás, ¿verdad, Louise? No me sentía capaz de venir aquí sola cuando sabía que todas las demás estarían desfilando con sus maridos y enseñando las fotos de sus angelicales hijos.

Aunque su tono podría ser de amargura, en realidad me provoca una abrumadora sensación de tristeza.

—Eh, yo he venido sola. Y creo que muchos otros también.

Extiendo una mano para tocarle el brazo, consciente de la historia que compartimos. Aunque ahora me queda dolorosamente claro que en el instituto me utilizó para afianzar su ego, eso me ha proporcionado la inesperada certeza de que fue la inseguridad lo que motivó su comportamiento.

—Ya, pero se trata de ti, ¿no? —Me suelta la mano—. Eso no tiene importancia, porque nadie espera nada de ti. —En cuanto su vulnerabilidad se ha vuelto a esfumar, vuelve a abofetearme en la cara—. Por Dios, ¿dónde está Pete con ese vino? —dice resoplando—. Vuelvo en un segundo —añade, dirigiéndose hacia la barra.

Me muero por otra copa, y no soy la única. Está claro que todo el mundo está bebiendo a toda prisa, con esos nervios de cuando sabes que la fiesta no empezará hasta que todos estén al menos ligeramente ebrios. Cuando noto una palmadita en la espalda doy por sentado que es Pete o Sophie con mi copa, y por eso me vuelvo ansiosamente. Sin embargo, cuando veo quién es, se me encoge el corazón.

—Hola, Louise —dice Sam con una sonrisa cautelosa.

Después de nuestro último encuentro, es posible que esté esperando problemas… Puede que llantos y lamentos, o al menos algún sarcasmo o algún comentario hiriente.

Sonrío y le doy un beso en la mejilla.

—Hola. ¿Qué tal va todo?

—Bien, estoy bien —dice con expresión de alivio—. ¿Dónde está Henry?

Mira a su alrededor, como si esperara verlo comiéndose las patatas fritas que hay en uno de los lados del salón.

—En casa de Polly. Está bien, le encanta estar allí.

Ya estoy nerviosa, a la defensiva.

—Lo sé, lo sé. No hay por qué ponerse… Da igual. —Parece recordar dónde estamos—. ¿Te acuerdas de Matt? ¿Matt Lewis?

Hace un gesto, señalando al hombre que está a su lado. Ha engordado y tiene canas, pero aún está reconocible.

—¡Pues claro! Me alegro de verte.

Me inclino para darle un beso de cortesía a Matt cuando noto un movimiento a mi espalda y Sophie se echa sobre nosotros, seguida por Pete, que sostiene las copas.

—¡Oh, Dios mío! ¡Chicos!

Primero se arroja en los brazos de Matt con un «¡Hola, guapo!», y recuerdo que no son virtuales extraños, como el resto de nosotros. Aún siguen viéndose. Fue Matt quien le habló a Sophie de Sam y de mí. Luego, es el turno de Sam. Sophie rodea su cuello con los brazos, dándole un largo beso en la mejilla.

—¡Vaya! Estás estupenda, Soph —dice Sam.

—¡Me conservo bien!

Sophie le guiña el ojo y le da un empujón con un insinuante movimiento de cadera.

Pete me tiende mi copa de vino y tomo un trago. Está picado, y ni siquiera remotamente frío, pero a pesar de todo sigo bebiendo. Está claro que voy a necesitarlo.

—A ver, ¿qué chismes podéis contarme? —dice Sophie—. ¿A quién habéis visto? Por Dios, ¿os habéis fijado en la barba de Graham Scott?

Matt y yo intercambiamos sendas miradas. Enarca las cejas y sonríe, pero al instante sus ojos vuelven a posarse en Sophie.

—Aún no hay chismes, Sophie. Danos un poco de tiempo; acabamos de llegar. —Sam sonríe—. Además, siempre eras tú la que tenía la información privilegiada.

—Oh, sí, yo lo sé todo y lo veo todo. —Se ríe, moviendo un dedo—. ¡No intentéis ocultarme nada!

Pete está hurgando en su bolsillo superior y saca un paquete de Marlboro Light. Me pilla mirándolo y me lo tiende.

—¿Quieres uno?

—Claro, ¿por qué no? —digo con una sonrisa.

—Pensaba que lo habías dejado —dice Sam, sorprendido.

Me gustaría decirle que hay muchas cosas que no sabe de mí. Que lo que me hizo me ha cambiado, que ahora soy otra persona, pero evidentemente no lo hago. Solo me encojo de hombros y salgo fuera con Pete. En cuanto mis ojos se acostumbran a la oscuridad, se fijan en los rincones, en las sombras: los lugares donde alguien podría estar escondido, vigilando. Nos sentamos en un muro bajo, temblando y preguntándonos si deberíamos entrar para coger nuestros abrigos. El viento apaga las cerillas, y gastamos varias para conseguir encender los cigarrillos. Lanzo una columna de humo y por primera vez en toda la noche siento que mi cuerpo se relaja ligeramente, disfrutando del frío después del calor y la histeria apenas reprimida del salón.

—Dime, ¿te criaste en un lugar como este? —le pregunto a Pete—. ¿En un sitio pequeño en medio de ninguna parte?

—No —dice—. Nací y me crie en Londres. Los sitios como este me dan escalofríos.

—¿Has ido alguna vez a una reunión de exalumnos? Me refiero a una de tu clase, no a la de una mujer a la que has conocido casualmente por internet.

—¡Dios, no! No se me ocurre nada peor.

—Ah, vale —digo, ofendida.

—Lo siento, no quería decir que el resto de la gente no debería ir a estas reuniones, pero no están hechas para mí, eso es todo. No lo pasé demasiado bien en el instituto. Supongo que era un poco solitario.

—No pasa nada —digo más relajada—. Resulta algo extraño. Quiero decir que, si no fuera por las redes sociales, nadie sabría nada sobre la gente con la que fue al instituto. Todos seguimos adelante con nuestras vidas. En realidad, me han hablado de casos de gente que ha retomado el contacto con los novios de su infancia a través de Facebook y que ha acabado casándose, recuperando a su primer amor.

—Yo me mantengo al margen de todo eso —dice Pete—. Aparte de otras cosas, me parece una colosal pérdida de tiempo.

—Sí, es posible que tengas razón.

Se hace un silencio y me pregunto si, de no haber estado en Facebook, Maria habría encontrado otra forma de dar conmigo, de hacerme pagar por lo que hice. Al estar ahí le facilité las cosas, aunque hoy en día es difícil esconderse, mantenerse totalmente fuera de la red. Doy una larga calada al cigarrillo, y cuando el humo me quema con fiereza los pulmones, la sensación de relax que he disfrutado aquí fuera es sustituida por una familiar inquietud ante la que reacciono encorvando los hombros.

—Antes —dice Pete, con la expresión de quien cambia deliberadamente de tema— estabas a punto de contarme para quién solías trabajar.

Está claro que estamos destinados a no terminar nunca esa conversación, porque llama nuestra atención un hombre que levanta la voz en lo alto del camino que lleva al instituto. No es un camino largo, y al final hay una farola. Con una sensación de terror enfermizo, veo que bajo la farola, mirando en nuestra dirección, está Tim Weston, gesticulando y discutiendo con alguien. La otra persona está de espaldas a nosotros; lleva un abrigo negro cuya capucha le cubre la cabeza. Desde aquí no soy capaz de decir si es un hombre o una mujer, y aunque podemos oír la voz de Tim, el viento nos impide entender lo que dice. Pete y yo nos levantamos y nos quedamos mirando el camino, él, presumiblemente, con morboso interés, y yo cada vez con más miedo, esforzándonos sin éxito por saber lo que está diciendo. El viento helado parece filtrarse a través de mi piel, taladrándome hasta los huesos. Entorno los ojos, tratando de que la figura que está en la penumbra se convierta en una Maria adulta. ¿Podría ser ella, regresando al lugar donde todo empezó? ¿Ese es el sentido que tiene esta noche? Me doy cuenta de que no tengo ni idea de quién ha organizado la reunión, y aún no he hablado con nadie que lo sepa. Doy un vacilante paso al frente, entornando los ojos, pero al hacerlo, Tim rodea a la otra persona con el brazo y se alejan juntos en dirección al centro de la ciudad. Me vuelvo a sentar, totalmente sin aliento.

—Me pregunto de qué iba todo eso —dice Pete—. Ya sé que es horrible, pero me encanta ver a otra gente discutiendo. Todo el mundo se empeña en mostrar siempre su mejor cara: mira qué vida tan perfecta tengo, qué familia tan maravillosa, qué increíble pastel acabo de hornear… Me resulta tranquilizador saber que no soy el único que mete la pata.

Fuerzo una sonrisa, pero bajo mi piel siento burbujas de inquietud. Doy una última y temblorosa calada al cigarrillo, me levanto y apago la colilla en el talón con una innecesaria energía.

—¿Una vez más a la brecha? —dice Pete, poniéndose también en pie.

Nos dirigimos hacia la entrada juntos, y, a pesar del frío, puedo sentir su calor. Nuestros brazos casi se tocan.