Capítulo 1

2016

El correo electrónico aparece en mi bandeja de entrada como una bomba sin estallar: «Maria Weston quiere ser tu amiga en Facebook».

Durante un segundo paso por alto la referencia de Facebook y solo veo «Maria Weston quiere ser tu amiga». Instintivamente, cierro de golpe el ordenador portátil. Es como si tuviera una esponja absorbiendo agua en mi garganta, que se hincha y se obstruye, dificultándome la respiración. Intento respirar profundamente, tratando de recuperar el control. Debe de ser un error, porque esto no puede estar pasando. Lentamente, levanto la tapa del portátil. Con manos temblorosas, reviso de nuevo el correo electrónico y esta vez no hay ninguna duda. Maria Weston quiere ser mi amiga.

Hasta ahora, el día había sido bastante normal. Esta noche, Henry está en casa de Sam, por lo que me he pasado todo el día trabajando en algunos diseños iniciales para un cliente que lo quiere todo, desde paredes a alfombras, pasando por sofás, en diferentes tonos de beige y marrón, aunque al mismo tiempo no quiere que su casa tenga un aspecto aburrido. Cuando he visto que había llegado un correo electrónico, me he alegrado, pensando que tal vez se trataba de un mensaje personal y no de otra empresa que intenta venderme algo.

Ahora, sin embargo, desearía que hubiese sido un spam publicitario y me alegraría recuperar el apacible tedio de hace unos minutos. Seguro que debe tratarse de una broma de mal gusto. Pero ¿quién podría pensar que esto tiene gracia? ¿Quién sabe el efecto que puede provocar en mí?

Evidentemente, hay una manera muy fácil de olvidarse de todo esto. Solo tengo que eliminar el correo electrónico, entrar en Facebook y rechazar la solicitud de amistad sin mirar la página. Una parte de mí me está gritando que haga eso y lo deje aquí, pero otra parte, una parte silenciosa y oculta, quiere ver y saber. Comprender.

Por eso lo hago. Clico en «Aceptar solicitud» y entro directamente en la página de Facebook de Maria Weston. La foto del perfil es de la era predigital, y es evidente que ha sido escaneada. Maria lleva el blazer verde del uniforme del instituto, el viento mueve su largo pelo castaño y una pequeña sonrisa asoma a su rostro. Examino la página, buscando pistas, pero hay muy poca información. No tiene ningún amigo en su lista y, salvo la del perfil, no hay más fotos.

Me mira con indiferencia desde la pantalla. No he sentido su fría mirada desde hace más de veinticinco años, no he sido el objetivo de esa mirada, que te da a entender que está estudiándote, aunque no de una forma desagradable, sino evaluándote, comprendiendo más cosas sobre ti de las que tú quisieras que supiera la gente. Me pregunto si alguna vez fue consciente de lo que yo le había hecho.

Detrás de ella se adivinan los ladrillos rojos de los edificios del instituto, familiares pero al mismo tiempo ajenos, como si no formaran parte de mis recuerdos sino de los de otra persona. Resulta extraño pasarte cinco años acudiendo todos los días al mismo sitio y luego no volver allí nunca más. Casi como si ese sitio jamás hubiera existido.

Me doy cuenta de que no puedo seguir mirando la foto durante mucho más tiempo. Mis ojos vagan por la cocina, buscando algo que hacer para romper con esta nueva y desconcertante realidad. Me levanto y me preparo un café, consolándome con el ritual de introducir la brillante cápsula en la cafetera, pulsar con la punta del dedo el botón con la precisión con la que siempre suelo hacerlo y calentar la leche con el vaporizador.

Estoy sentada en medio de los objetos de mi extremadamente cómoda vida de clase media, a mi casi mediana edad. Los electrodomésticos de la cocina y la foto en la nevera de diseño en la que aparecemos Henry y yo en nuestras primeras vacaciones solos, el verano pasado, un selfie sacado junto a la piscina: nuestra piel impregnada de sal y acariciada por el sol, una sombra en torno a la boca de Henry, donde el polvo se ha pegado a los restos del helado que se toma todos los días.

Al otro lado de los ventanales franceses, mi pequeño patio con jardín tiene los sombríos colores de finales de otoño, con los adoquines pulidos tras la fría lluvia que ha caído. En los tiestos descascarillados pueden verse rastros de los restos muertos de mi intento, durante el verano, de cultivar mis propias hierbas. El cielo de la tarde se está oscureciendo, convirtiéndose en una sábana opaca de color gris pizarra. Solo alcanzo a ver uno de los altos edificios que se elevan aquí y allá como gigantes malévolos sobre las hileras de casas victorianas que se convirtieron en apartamentos como el mío y que componen esta parte del sureste de Londres. Esta cocina, esta casa, esta vida que he construido tan cuidadosamente. Esta pequeña familia, de solo dos miembros. Si uno de nosotros muriera, lo que quedaría no sería una familia. ¿Qué costaría echarlo todo abajo y reducirlo a polvo? Puede que no tanto como me imagino. Quizá bastaría con un empujón en la espalda, un pequeño empujón, tan leve que apenas lo notaría.

La cocina, con sus apagadas paredes de color gris paloma y la encimera de madera blanqueada, es cálida pero incomoda. Mientras la cafetera tararea su melodía habitual, escucho a medias las noticias en la radio, que todos los días está encendida en la cocina: una victoria deportiva, una reestructuración del gabinete, una joven de quince años que se ha suicidado después de que su novio colgara fotos de ella desnuda en internet… Me estremezco al pensarlo; siento pena por ella, mezclada con un vergonzoso agradecimiento por que cuando yo tenía esa edad no existían los teléfonos móviles. Abro uno de los ventanales franceses; necesito aire, pero al sentir una helada ráfaga vuelvo a cerrarlo.

El café ya está listo, y no me queda otra alternativa que sentarme de nuevo ante el ordenador portátil, donde Maria me ha estado esperando, constante e impenetrablemente. Me obligo a mirarla a los ojos, buscando en vano algún indicio de lo que iba a sucederle. Intento mirar la foto como lo haría alguien cualquiera: es de una colegiala normal, una foto antigua que ha estado encima del aparador de alguna madre durante años y a la que se le ha quitado el polvo todas las semanas. Pero no funciona; no soy capaz de mirarla así sabiendo cuál iba a ser su destino.

Maria Weston quiere ser mi amiga. Quizá ese fuera siempre el problema: Maria Weston quería ser mi amiga, pero yo la decepcioné. Ha estado revoloteando junto a mi conciencia durante toda mi vida adulta, aunque he sabido mantenerla fuera de ella, convirtiéndola tan solo en una borrosa sombra en el rabillo del ojo, fuera, casi por completo, de mi campo visual.

Maria Weston quiere ser mi amiga.

Pero Maria Weston está muerta desde hace más de veinticinco años.