Capítulo 23
2016
Me siento en la cama del Travelodge, sorbiendo un té de sabor metálico con el inconfundible sabor de la leche UHT, pegada a la televisión. Evidentemente, aunque a los periodistas no se les ha facilitado ninguna información, están pendientes del caso. Está claro que la policía no les dejará hablar con la persona que salió a pasear al perro y descubrió el cuerpo; así pues, han hablado con otra gente que saca a pasear a su perro, que solo repite versiones de la misma historia. No, no vieron nada. No, aquí nunca había ocurrido algo así hasta ahora. El lado de la cama que Pete ocupó está vacío, pero ni siquiera soy capaz de empezar a plantearme lo que pienso al respecto.
Le doy vueltas y más vueltas a la cabeza, tratando de darle un sentido a todo esto. Necesito saber quién es. Por favor, que sea una de esas mujeres sin nombre, anónimas, a las que apenas fui capaz de reconocer anoche. La policía querrá hablar con todos los que asistieron a la reunión, de eso estoy segura. Los llamaré, preguntaré, y cuando sepa que es una desconocida, porque así será, todo habrá terminado. En las noticias han dado un número de teléfono. Busco el móvil y empiezo a pulsar las teclas.
Evidentemente, no me informan de su identidad por teléfono. Quieren hablar con toda la gente que estaba en la reunión y me preguntan si puedo ir ahora mismo a la improvisada oficina que han montado en el salón del instituto. Llamo a un taxi, me ducho y me visto a toda prisa, mientras la necesidad de saber que el cadáver que han hallado en el bosque sea el de una perfecta desconocida me pincha como una vejiga llena a punto de explotar.
Desde el taxi le mando un mensaje de texto a Polly para preguntarle si Henry está bien. Me responde con un escueto «Está bien», sin añadir ningún beso. Ella no es así, pero me imagino que la he pillado preparando el desayuno o atareada haciendo cualquier otra cosa. A medida que nos aproximamos al instituto, veo coches de la policía y una enorme furgoneta del canal de televisión local. Aunque solo son las nueve de la mañana de un domingo y sopla un helado viento marino, ya hay una multitud de curiosos.
—¿Adónde va exactamente? —me pregunta el taxista—. No sé si podré llegar hasta allí; parece que han cortado el acceso. ¿Se ha enterado de lo ocurrido?
Detiene el coche y le pago, diciéndole que, si me dejan, haré a pie el resto del camino. Mi abrigo de urbanita no me sirve de mucha protección contra el azote del viento de la costa este.
Un coche de la policía bloquea el acceso. Junto a él hay un joven policía de pie, vestido de uniforme. Cuando cruzo el camino, se acerca a mí.
—¿Puedo ayudarla?
Le explico que estuve anoche en la reunión y que me han pedido que viniera. La expresión de su rostro cambia y me dice que espere unos minutos mientras habla con alguien. Se aleja un poco de mí, por lo que no puedo oír lo que dice a través de un walkie-talkie. Me quedo nerviosa junto al coche, mirando a mi alrededor. Observo a la reportera que vi hace un rato en televisión intentando controlar el pelo alborotado, preparándose para una nueva conexión en directo, cuando el policía se acerca de nuevo a mí.
—De acuerdo, puede ir al salón. Pregunte por la inspectora Reynolds.
Recorro una vez más el camino que seguí anoche con el cuello enterrado en el abrigo, intentando controlar la respiración. Es un alivio entrar y no estar a merced del viento. A la luz del día, el salón tiene otro aspecto. La discoteca, los escombros, las banderolas de anoche: todo ha desaparecido. El señor Jenkins está sentado a una mesa, solo, pálido y sin afeitar. Coge agradecido la taza de té que le ofrece una agente de policía uniformada. Pienso una vez más en que no sé quién organizó la reunión. No creo que fuera el propio instituto; seguro que tiene mejores cosas que hacer. Sin embargo, alguien debió hablar con ellos, abrir la cuenta de Facebook, recorrer el salón anoche con una bolsa de basura y barrer el suelo, aunque no tengo ni idea de quién ha podido hacerlo. Como nadie viene a hablar conmigo, me acerco al señor Jenkins.
—¿Señor Jenkins?
—¿Sí?
Levanta los ojos, con una expresión sombría y preocupada en el rostro.
—Hola. Soy Louise Williams.
—Ah, hola. ¿Estabas…? ¿Estuviste aquí anoche?
No parece reconocerme, ni de la reunión ni del instituto. Supongo que no fui una alumna brillante ni especialmente revoltosa: hacía los deberes cuando debía, no me portaba mal en clase, sacaba buenas notas, a veces muy buenas. Pasé desapercibida.
—Lamento molestarlo, pero me estaba preguntando… ¿Sabe usted quién organizó la reunión? ¿Fue el instituto?
—No —responde—. Fue una antigua alumna que se puso en contacto con nosotros y nos preguntó si se podrían utilizar las instalaciones del centro. Se encargó de solicitar el permiso para el bar y todo eso, contrató a alguien para decorar el salón y limpiarlo después. Solo nos pidió que hubiera un miembro del personal para controlar la entrada. Pensó que sería bueno tener ese vínculo con el instituto. Lo hice con mucho gusto.
—¿Habló usted personalmente con ella? ¿Con la mujer que lo organizó todo?
Intento que mi voz suene normal.
—No, se hizo todo por correo electrónico.
—Y… ¿cómo se llamaba?
Hago un esfuerzo por articular las palabras.
Mira a su alrededor, como si tuviera que pedir permiso a la policía, pero no hay ningún agente cerca.
—Supongo que no importa —dice, vacilante—. Se llamaba Naomi Strawe.
—Ah. ¿Straw? ¿Con w final?
—No, acabado en e: S-t-r-a-w-e.
No recuerdo a nadie con ese apellido. Los latidos de mi corazón se ralentizan un poco.
—¿Era de nuestro curso?
—Dijo que sí. Creo recordar que había una Naomi, ¿no? Quizá Strawe sea su apellido de casada. A decir verdad, no controlamos si alguien era realmente del curso de 1989. —Parece preocupado—. Di por sentado que todo el que quisiera venir sería de ese curso…, porque, ¿quién más iba a asistir a la reunión?
—¿Y esa tal Naomi asistió?
—No. Eso fue lo más extraño de todo. Había una etiqueta con su nombre… Ella misma me mandó las etiquetas de la gente que dijo que asistiría, y la suya fue una de las pocas que se quedó en la mesa.
Pero no la única. En la mesa también debió de quedar una etiqueta con el nombre de Tim Weston. Estoy a punto de hacerle otra pregunta cuando veo a una mujer alta y corpulenta vestida con un traje pantalón oscuro acercándose a nosotros.
—¿Louise Williams?
Confirmo mi identidad y ella se presenta como la inspectora Reynolds. Me pide que la acompañe y me siente con ella en un rincón donde hay una mesa con un ordenador portátil y varias sillas.
—Gracias por venir, señorita Williams.
—Louise —digo mecánicamente.
—Louise. El agente Wells me ha dicho que estuvo anoche en la reunión.
—Sí, así es.
Me siento como si estuviera en un sueño, flotando por encima de mi cuerpo. ¿Qué ha sido de mi meticulosamente ordenada vida, adónde ha ido a parar? ¿Cómo he acabado aquí?
—Evidentemente, se ha enterado de lo que ha ocurrido.
—Sí, lo he visto en las noticias.
—Entonces, como sabrá, hemos encontrado el cadáver de una mujer en el bosque. La víctima tenía su bolso con ella, de modo que hemos podido realizar una identificación provisional.
—Entonces…, ¿puede decirme quién es?
Por favor, Señor, que sea alguien que no conozco.
—Sí. —Me está observando atentamente—. La víctima es Sophie Hannigan.
Aunque mantengo el rostro inexpresivo, noto el cuerpo tembloroso y efervescente, como si hubieran sustituido la sangre por agua con gas.
—¿No la conocía?
Parece decepcionada. Esperaba un grito ahogado, lágrimas, incluso un pequeño grito. Pero mientras me la quedo mirando fijamente sin moverme, haciendo un evidente esfuerzo para conseguir algo tan sencillo como inspirar y espirar, ella empieza a ser consciente de la realidad.
—¿La conocía?
Asiento con la cabeza sin decir nada y Reynolds también guarda silencio, dándome tiempo para procesar la información. Seguramente piensa que estoy en estado de shock, pero no lo estoy. Lo único que siento es el dolor en el estómago que sentí en el Travelodge cuando escuché la noticia. Se retuerce y se agarra a mí. Esto es lo que había estado esperando desde entonces.
—Sí, la conocía —consigo decir finalmente. ¿La conocía de verdad?—. En fin, ahora no era una amiga íntima, pero lo fue en otros tiempos. No la había vuelto a ver desde el instituto, salvo en una ocasión, hace un par de semanas.
—¿Por qué se vio con ella? ¿Dónde?
Parece interesada. Pienso con rapidez. No puedo hablarle de la solicitud de amistad de Maria; eso plantearía demasiadas preguntas, preguntas a las que no quiero responder.
—Contacté con ella cuando supe lo de la reunión… Pensé que estaría bien quedar antes. En realidad, desde los tiempos del instituto, no había mantenido el contacto con nadie, y pensé que sería complicado presentarse en la reunión sin más, no sé si sabe lo que quiero decir. Quedar esa noche con Sophie me puso las cosas mucho más fáciles.
—¿Cómo dio con ella?
—A través de Facebook.
Intento mantener la voz firme.
—¿Y cómo estaba ella esa noche?
—Bien. Ansiosa por ir a la reunión. No parecía haber cambiado mucho desde los tiempos del instituto, la verdad.
—¿Y había alguien en especial a quien ella quisiera o no quisiera ver en la reunión?
—Estaba emocionada por la reunión, pero no mencionó a nadie en particular. No tenía ningún reparo ni temor. Era una de esas chicas populares que hay en los institutos, ¿sabe a qué me refiero?
—Hummm…
Intenta mantener el rostro inexpresivo, pero me da la impresión de que ella no era una de esas chicas, y sabe que yo tampoco. Me imagino a la inspectora Reynolds con dieciséis años, tan alta y corpulenta como ahora; con el pelo más largo colgando grasiento sobre su espalda, entrando pesadamente en el aula y tropezando con su silla, mientras las chicas atractivas se reían de ella. Siempre la primera de la clase, las mejores notas en todo. Consciente, sin embargo, de que la popularidad en el instituto no lo es todo, esperando, con las mejores calificaciones que el centro había visto jamás. Y entonces, la universidad, donde podría reinventarse a sí misma y encontrar su lugar.
—Muy bien. Hablemos de la reunión. ¿Recuerda cuándo vio por última vez a Sophie?
—Alrededor de las diez, creo.
—¿Se fue usted a esa hora?
—No, me fui sobre las once, pero no creo que la viera después de esa hora.
—¿Estuvo mucho tiempo con ella?
—No mucho, la verdad. Charlamos, nos pusimos al día, ya sabe. Había mucha gente.
—¿Y cómo le pareció que estaba?
Recuerdo a Sophie agarrándome el brazo, presa del pánico. Estaba aterrorizada.
—Parecía estar bien —digo, incapaz de controlar mi propio pánico. Me estoy cavando una trinchera cada vez más profunda; me asusta tanto decirle lo que no debo a Reynolds que no le estoy diciendo nada—. Aunque, como he dicho, llevaba años sin verla, de modo que no sé si estaba como solía estar siempre.
—¿Estuvo tiempo hablando con alguien en particular?
—La vi hablando con Claire Barnes, Sam Parker, Matt Lewis…
Menciono algunos nombres más, tratando de recordar todas las veces que la oí reírse, besando a gente o sacudiéndose el pelo. Reynolds toma nota de todo mentalmente.
—¿Vino a la reunión acompañada de alguien? —me pregunta.
Dudo…, solo un breve instante, pero es buena y se da cuenta enseguida. Por alguna absurda razón me siento culpable al mencionar a Pete, lo cual es ridículo, ya que otra gente se verá obligada a hacerlo.
—Sophie acudió a la reunión con un hombre. Pete.
—¿Su novio? —Reynolds aguza el oído. Tengo el palo y ella sabe que estoy a punto de lanzárselo—. ¿Sabe cuál es su apellido?
—No, lo siento. De todas formas, no creo que fuera exactamente su novio; al parecer, solo habían salido en un par de ocasiones antes de anoche. Lo conoció por internet.
—¿Y lo llevó a su reunión de exalumnos?
Reynolds parece escéptica.
—Lo sé. Le pregunté al respecto, y ella me dijo que no quería ir sola, porque todo el mundo estaría casado y hablando de sus hijos y sus cosas.
Se me quiebra la voz y las lágrimas se acumulan en mi garganta. Pobre Sophie, tan tonta y tan vanidosa. Estaba tan ocupada regañándome a mí misma por preocuparme por lo que mis amigos de la adolescencia pensarían de mí que nunca se me ocurrió hasta ahora que Sophie se había preocupado incluso más que yo, con su supuesto trabajo en el mundo de la moda…, con su apartamento prestado…, con Pete. Pienso en Esther, con su marido de película pegado a ella, mostrando fotos de sus hijos en el móvil. Al parecer, ninguno de nosotros es inmune.
—Tómese su tiempo.
Aunque la voz de Reynolds es amable, me observa con suma atención.
—Hacia el final de la velada, dio la impresión de que estaban discutiendo. Fue poco antes de que la viera por última vez.
—¿Y esa fue la última vez que lo vio a él? ¿Se fue sin ella? ¿O la estuvo buscando?
Es como si me hubiera estampado contra una pared de ladrillos que ni siquiera había visto venir. Había oído hablar de las manos sudorosas, pero hasta ahora no me había dado cuenta de que se trataba de algo real. Voy a tener que contarle a Reynolds que he pasado la noche con Pete. Pero ¿qué va a parecer eso? Era la pareja de Sophie. ¿Quién iba a creerme si digo que no pasó nada entre nosotros en esa habitación de hotel? Eso haría que Reynolds me hiciera un montón de preguntas que conducirían a la solicitud de amistad de Maria. Están obligados a revisar las cuentas de las redes sociales de Sophie, pero, por el momento, lo único que descubrirán de Maria son un par de inofensivos mensajes: «Aún sigues siendo atractiva, Sophie», «Nos vemos en la reunión, Sophie Hannigan». En ellos no hay nada que levante sospechas.
Sin embargo, si Reynolds sospecha que me acosté con la pareja de Sophie la noche de su asesinato, va a querer vigilarme de cerca. Y si echa un vistazo a mis redes sociales y descubre los mensajes que me ha mandado Maria, tendrá preguntas que hacer. Preguntas a las que no quiero contestar. No podría soportar que cualquiera supiese lo que le hice a Maria. Y, más allá de eso, no puedo enfrentarme a la posibilidad de ir a la cárcel. Evidentemente, no hay ningún cadáver, pero hay más gente que sabe lo que ocurrió en la fiesta de graduación. Puede que no solo lo sepan Matt y Sam… No me sorprendería que a lo largo de los años Sophie se lo contara a otros. Como solía decirme Sam, no merece la pena arriesgarse a que nadie sepa lo que ocurrió. Y ahora tengo a Henry. Si existe incluso la más mínima posibilidad de ir a la cárcel, necesito llevarme a la tumba lo que le hice a Maria. No puedo dejar a Henry sin su madre. He pasado demasiado tiempo escondida en las sombras, ocultando la verdad, y ahora no puedo dejar de hacerlo.
—No lo sé —digo, con todo mi cuerpo presa del pánico—. No lo vi.
—¿Sabe dónde podríamos encontrar a ese tal Pete?
—No, lo siento. Solo sé su nombre de pila. Y que vive en Londres.
—Muy bien —dice Reynolds recostándose en la silla—. A su debido tiempo, necesitaremos hablar de nuevo con usted, pero si hay algo importante que cree que deberíamos saber ahora…
—No, nada.
—Solo una cosa más —dice, sacando un sobre marrón del bolsillo interior de su chaqueta—. Encontramos algo cerca del cadáver.
Mete la mano en el sobre y saca una bolsa de plástico transparente. Me doy cuenta de lo que es antes de que diga nada más, y debo recurrir a todas mis fuerzas para mantener las manos quietas en mi regazo y respirar con normalidad.
—¿Ha visto esto antes? —me pregunta.
Descansa inocentemente encima de la mesa, entre las dos.
—No.
Intento responder con naturalidad, de forma neutra, sin hablar ni muy deprisa ni muy despacio.
—¿No lo llevaba Sophie?
—No, seguro que no. Llevaba un enorme collar de plata.
Reynolds no dice nada y se limita a volver a meter la bolsa de plástico transparente en el sobre. Una bolsa de plástico que contiene una fina cadena de la que cuelga un pequeño corazón de oro. Aunque han pasado más de veinticinco años desde que lo vi por última vez, reconocería ese colgante en cualquier parte. Me atormenta en sueños. Sin duda alguna, es el colgante de Maria Weston. El que llevaba la noche que desapareció.