Capítulo 32

2016

Estos últimos días, desde el paseo por el parque con Pete, han sido muy sombríos. Gracias a Dios, no he tenido citas con ningún cliente; así pues, aparte de llevar a la escuela a Henry cogido fuertemente de la mano durante todo el trayecto, me he quedado en casa, donde he pasado la mayor parte del tiempo en la cama mientras Henry estaba en el colegio. El pasado fin de semana debería haber estado en casa de Sam, pero me pidió si podíamos cambiarlo porque tenía algo que hacer. Acepté encantada.

Sé que me estoy retrasando con el trabajo, y que dentro de pocas semanas, cuando sea obvio lo poco que me he dedicado a él, correré el riesgo de perder también a Rosemary, pero es que no soy capaz de ponerme en marcha. Estoy nerviosa, miro por encima del hombro, y no me quito de la cabeza la imagen del cadáver de Sophie. Me pregunto si alguna vez dejaré de imaginarme a mí misma en un trozo de tierra, fría y sin vida. Ahorro energías para el rato que estoy con Henry desde que voy a recogerlo hasta que lo acuesto, porque necesito mostrarle mi mejor cara.

Ahora está durmiendo, exhausto después de pasar el día en la escuela. Hoy quería volver de nuevo al parque, pero después de lo que ocurrió la última vez no sé si podría soportarlo. Me estoy preparando una taza de té cuando suena el timbre de la puerta. Doy un brinco y me quedo mirando fijamente sin verla la cucharilla que tengo en la mano. ¿Quién se presentaría sin previo aviso a estas horas?

Llevo los pantalones del chándal más viejo que tengo y una sudadera, y soy incapaz de recordar cuándo fue la última vez que tomé una ducha. Me paso la lengua por los dientes y noto que están ásperos; está claro que hoy no me los he lavado, y puede que ayer tampoco lo hiciera. Si no hago ningún ruido, es posible que quienquiera que sea acabe marchándose.

Vuelve a sonar el timbre, ahora dos veces seguidas, y luego se escucha un golpe en la puerta que suena muy formal. ¿Y si es Reynolds? Si es ella, no tiene ningún sentido esconderse; tarde o temprano acabará dando conmigo. Dejo la cucharilla sobre la encimera; al hacerlo, observo que está llena de las cucharas y las tazas de estos últimos días. ¿He comido algo o solo he estado tomando té? No lo recuerdo.

Me dirijo hacia el pasillo. Al otro lado del cristal esmerilado veo una silueta borrosa. Avanzo por el pasillo, aguantando la respiración, y entonces, con un movimiento rápido, abro la puerta.

—Ah, eres tú.

Mantengo la mano en la cerradura de tambor, sin saber muy bien cuánto tiempo debo dejar pasar antes de cerrar la puerta ni de qué humor estará Sam.

—Genial —dice, parpadeando y fijándose en mi desaliñado aspecto—. No es necesario demostrar tanto entusiasmo…

—Disculpa, pero…, ¿qué estás haciendo aquí?

—Una vez más, genial. En nuestro país, por tradición, cuando alguien se presenta en tu casa, le das la bienvenida, le ofreces algo de beber, esas cosas…

Doy marcha atrás y decido volver a empezar con buen pie.

—Lo siento. Pasa.

El pasillo le queda pequeño, como de costumbre. Este apartamento era demasiado pequeño para él. Llenaba todo su espacio. Resulta mucho más adecuado para una solterona como yo. Sam echa un vistazo al salón mientras nos dirigimos hacia la cocina.

—Vaya, está muy cambiado.

No ha estado en el apartamento desde que casi decidí sucumbir a mi soledad y dejé que volviera a formar parte de mi vida. De eso hace alrededor de un año y medio, pero recuerdo lo que sentí: el deseo, lo mucho que quería dejarme llevar. Desde entonces, he intentado asegurarme de que solo lo veo cuando le llevo a Henry, y eso siempre lo hago en la puerta de su casa. Las raras ocasiones en que hemos tenido que vernos para hablar de algo relacionado con Henry, siempre hemos quedado en terreno neutral.

—Oh, lo siento, ¿qué esperabas? —Mi tono de voz es más duro de lo que pretendía—. ¿Que lo convirtiera en un santuario dedicado a ti? ¿Que pondría una enorme foto tuya sobre la chimenea?

Parece molesto.

—Perdona, no quería… Es bonito, solo que ha cambiado.

En la cocina, Sam mira a su alrededor, tratando de no reaccionar cuando ve las tazas sucias, el suelo sin barrer y que todo está muy descuidado.

—Normalmente no está así —murmuro—. Pero estos últimos días no he estado muy bien.

—No pasa nada, Louise, no te preocupes por eso —dice, aunque él sí parece preocupado.

—Dame un minuto, ¿vale? —digo.

Me meto en el baño, me lavo los dientes, me salpico la cara con agua fría y me lavo por encima, tratando de no pensar por qué lo estoy haciendo. En la habitación, me quito la sudadera manchada y me pongo algo decente. Cuando vuelvo a la cocina, me siento un poquito más humana.

—¿Té? —le pregunto.

Recojo unos cuencos sucios y unos cubiertos manchados y luego limpio apresuradamente la encimera.

—Prefiero algo más fuerte —dice.

Empuja hacia un lado un plato lleno de migas mientras se sienta a la mesa de la cocina. Recojo el plato y lo meto de cualquier manera en el lavavajillas junto con el resto de los cacharros sucios.

—Hay vino en la nevera. ¿Puedes sacarlo mientras yo…?

Señalo el lavavajillas.

Se levanta, coge el vino y se acerca al armario de arriba para sacar dos copas. Sabe dónde está todo. Desde que se marchó, no he hecho ningún cambio en la cocina. Sirve una copa para cada uno y empuja una hacia mí.

—Siéntate, Louise. No tienes que limpiar porque yo esté aquí.

Me doy por vencida, prometiéndome a mí misma que, cuando se haya ido, saldré del letargo en el que me he sumido desde que vi a Pete en Dulwich.

—Bueno, ahora que ya estás aquí y te has servido una copa, ¿a qué has venido? Henry está durmiendo.

Me siento y tomo un trago de vino. No estoy de humor para juegos y es liberador comprobar que no me importa lo que piense de mí, al menos en este momento.

—No he venido a ver a Henry. He venido a verte a ti. Supongo que quería hablar con alguien. Sobre Sophie y sobre todo lo ocurrido. Es horrible.

Parece preocupado de verdad y me ablando.

—Lo sé. Es espantoso. ¿Has hablado con la policía?

—Sí. Querían sacar algo del hecho de que Soph estuvo mucho tiempo hablando con Matt y conmigo. A ver, era una de mis mejores amigas cuando estábamos en el instituto; es lógico que hablara con ella.

—¿De verdad? ¿Una de tus mejores amigas?

Cuando pienso en mis amigos del instituto, nunca considero a ningún chico como parte de ese grupo. Había chicos, por supuesto, pero, a los dieciséis años, ellos no podían ser tus amigos. Siempre había una diferencia, una distancia, te gustaran o no.

—Puede que no fuera mi mejor amiga, pero sí parte del grupo, ya sabes.

Supongo que sí. Mis sentimientos con respecto a esa época, con respecto a Sophie, a Sam, a Maria, son muy complicados. Y ahora todo se ha mezclado con la solicitud de amistad de Facebook y lo que le ha pasado a Sophie. Estoy en una sala de espejos llena de reflejos distorsionados y de salidas falsas. No sé cómo he llegado hasta aquí y no tengo ni idea de cómo salir.

—¿Mencionaste… lo de Facebook? ¿A Maria?

Parece inquieto.

—No. Sabía que tú no querías que la policía se enterara y…, bueno…

—Tú conseguiste el éxtasis —digo terminando la frase por él.

Juega con el tallo de su copa.

—Todo esto me ha hecho pensar, ¿sabes? —dice.

—¿En qué?

—Bueno, ya sabes, en el pasado. Esas cosas. ¿Sabes a qué me refiero?

Levanto las cejas, decidida a no ponérselo fácil.

—Tú y yo hemos vivido todo eso juntos. Eso simplifica las cosas entre nosotros, ¿no?

—¿Tú crees?

Ahora mismo no son sencillas. En el ambiente pesa lo que no hemos dicho.

—Oh, Lou. Sé que aún estás enfadada conmigo, y tienes derecho a estarlo. Te hice daño, me comporté mal. Y lo siento mucho, de verdad. Pero esperaba que al menos pudiéramos ser amigos. Pensé… que quizá necesitabas un amigo en estos momentos, alguien que te comprendiera. Quién sabe lo que pasó realmente. Sé lo que hago.

Tiene razón, por supuesto: eso es lo que necesito desesperadamente. Lo que no necesito es volver a relacionarme con él, permitirle que vuelva a enredarse en la madeja de mi vida. Pero, ahora, él es el único que lo entiende. Está de pie a mi lado, con los brazos extendidos, y es muy tentador dejarse caer en ellos.

—¿Has tenido más noticias… de quienquiera que esté detrás de esa página? —me pregunta.

Me doy cuenta de que no sabe que he recibido más mensajes. No me atrevo a hablar del que mencionaba a Henry. Se pondría furioso por ni siquiera habérselo dicho en su momento. Decido responderle con otra pregunta.

—Sam, ¿crees que es posible… que Maria esté viva? —De repente, estoy a punto de echarme a llorar—. ¿Y si la solicitud es realmente suya? Debió descubrir que la drogaron. O quizá lo averiguara otra persona.

Me coge la mano y, muy a mi pesar, cierro mis dedos a su alrededor.

—No, Louise. Sinceramente, no creo que eso sea posible. No después de tanto tiempo. Quienquiera que esté haciendo esto es tan solo un perturbado que pretende asustarte.

—Pero Esther… ha estado recibiendo regalos de Maria por su cumpleaños todos los años desde que desapareció.

—¿Qué?

—Le llegan a la oficina de correos, y se supone que son de Maria.

Sam frunce el ceño. Casi puedo ver unas ruedas en su cabeza dando vueltas mientras trata de procesar esta información.

—Perdona, ¿quién dices que recibe esos regalos?

—Esther Harcourt. Iba a nuestro curso. Estuve hablando con ella en la reunión.

—No la recuerdo.

Se encoge de hombros, y ese pequeño gesto resume la tragedia de nuestra adolescencia: la diferencia entre los que lo tienen todo y los que no tienen nada. Por supuesto que no se acuerda de Esther. No era atractiva ni popular, nunca estuvo en el radar de Sam. Yo tampoco lo habría estado de no haber sido por mi relación con Sophie. Me invade desesperadamente el deseo de no haber sido nunca amiga de Sophie, de haber sido valiente y no haber abandonado a Esther. Fue mi falta de valentía, mi cobarde deseo de ser aceptada, de ser popular, lo que me ha llevado hasta aquí.

—Debe de ser la misma persona que abrió esa página de Facebook —continúa—. Como ya te he dicho, algún perturbado. ¿Lo sabe la policía?

—No lo sé. Yo no se lo he contado, pero puede que Esther sí lo haya hecho. Sé que habló con la policía cuando empezó a recibir los regalos, pero no demostraron mucho interés.

Sam vuelve a sentarse y me suelta la mano.

—¿Me dirás lo que está pasando la próxima vez que hables con la policía? —dice.

—Sí, claro.

—¿Y también me dirás si sigues recibiendo más mensajes de Facebook?

Aunque le prometo que lo haré, sé que es una promesa que no voy a cumplir. Estoy tan sola en todo esto como siempre lo he estado. Polly aún no se ha puesto en contacto conmigo desde que le conté lo de Maria, y, como debo mantenerlo alejado de mí, Sam tampoco puede ayudarme. No quiero permitir que este sea el modo de que vuelva a formar parte de mi vida. Me sirvo otra copa de vino y él me acerca la suya, esperando que se la llene. Lo hago. Total, ¿qué más da?

—Bueno, ¿y qué tal todo lo demás? —me pregunta—. ¿Qué tal el trabajo?

—El trabajo va bien. He recibido otro encargo de Sue Plumpton… ¿Te acuerdas de Sue?

—¿Cómo podría olvidarme de la Plumpton? ¿Aún tiene ese horrible perrito?

—¿Lola? Oh, sí, aún está en plena forma. Si es que puede aplicarse la expresión «plena forma» a lo que básicamente es un híbrido entre perro y rata. En realidad, tuve que integrar su canasta en el diseño del salón de Sue.

—¡No!

—Sí.

En cuanto empiezo a relajarme, metiéndome en la conversación, me sorprende que, a pesar de todo, eche de menos esto. Antes de que naciera Henry nos sentábamos juntos todas las noches a esta mesa con una copa de vino y compartíamos los chismes del día. Esto fue a menos los primeros meses de vida de Henry, y fue sustituido por las idas y venidas por el apartamento, abrumada por el cansancio, tratando infructuosamente de tranquilizar a Henry cuando gritaba apoyado en mi hombro. Sam se metía en la habitación con el ordenador portátil, molesto. Nunca recuperamos esa compenetración, ni siquiera cuando Henry empezó a dormir toda la noche. Pasar de una familia de dos a otra de tres, donde uno de los miembros dependía por completo de los otros dos, cambió totalmente el equilibrio de nuestra relación.

Mantengo el ritmo de la conversación, preguntándole primero por su trabajo y luego por algunos amigos comunes con los que perdí el contacto después del divorcio. Evidentemente, hay un enorme elefante en la habitación que estoy decidida a no mencionar, pero, por desgracia, obvia el tema cuando le pregunto por su madre. Cuando él y yo decidimos estar juntos, ella, hasta cierto punto, formaba nuevamente parte de su vida, aunque no la vimos hasta mucho después de que naciera Henry.

—Está absolutamente obsesionada con Daisy, mucho más de lo que lo estuvo con Henry. No lo sé, quizá sea porque es una niña. Le da todos los caprichos.

Pienso con una punzada en mi pequeño: el intenso amor que siente por sus peluches, como si fueran reales; el empeño que pone en cualquier tarea que emprende; lo muy en serio que se toma la vida. ¿Es posible que su abuela quiera más a ese otro nieto solo porque es una niña? Puede que no sea por eso. Quizá el problema fui yo. Siempre he creído que no le caía bien a la madre de Sam, y me pregunto, aunque no me atrevo a preguntárselo a él, cómo le va a Catherine en ese aspecto. Sin embargo, ahora que ha mencionado a Daisy, no puedo dejar pasar del todo por alto el tema.

—¿Y qué tal es la segunda vez? Me refiero a ser padre.

—Oh, es genial, genial. Es una maravilla; crece muy deprisa, está pendiente de todo. —Dice las palabras correctas, pero hay un deje en su voz que conozco perfectamente. Espero, negándome a llenar el silencio—. Sin embargo, es bastante agotador —dice—. No te deja demasiado tiempo libre para…, en fin, para hacer otras cosas.

Debo haber mostrado algún tipo de expresión en la cara, porque continúa.

—Lo sé, lo sé. Pobre hombre; se siente excluido, el bebé ha ocupado su lugar. Muy tópico, ¿verdad?

Se ríe, esperando que yo también lo haga, pero la historia me resulta tan familiar que no puedo fingir.

—Estoy segura de que debe ser duro —consigo decir, y no puedo evitar añadir—: Pero seguramente no tanto como dejar solo a un niño de dos años.

—¡Ah! Supongo que me lo merezco. —Se pasa una mano por la cabeza, desde la frente hasta la nuca—. Lo siento, Louise. Lo siento de veras. Y sé que…, bueno, supongo que para ti debe haber sido difícil saber que he tenido otro hijo.

La palabra «difícil» ni siquiera se acerca a lo que ha supuesto para mí. Nos costó mucho tener a Henry. Todas esas malditas inyecciones, todas esas interminables visitas. Y, ¡oh, Dios!, la espera: la total incapacidad para concentrarse en cualquier otra cosa, evitando hacerme el test, porque si salía negativo no sabía si era demasiado pronto para hacerlo o si de verdad era negativo. Eso resultó muy agotador. Y la impotencia de tener que lidiar con los embarazos de otras mujeres; a mis treinta y tantos años parecía que no pasaba un día sin que apareciera una foto en Facebook o un correo electrónico colectivo titulado, con falsa modestia: «¡Buenas noticias!».

—Me alegro por ti —digo, tratando de decirlo en serio. No quiero ser esa persona, esa caricatura, la exesposa amargada—. Henry tiene una hermana, y eso es lo que siempre habíamos querido.

—Humm… Ten cuidado con lo que deseas.

—¡Oh, Sam! No digas eso.

—No, no, no me refiero a Daisy. Por supuesto, la quiero con locura, eso no hay ni que decirlo. Pero… no es fácil, eso es todo. Tener una relación, o una vida, cuando tienes un hijo pequeño. No sé, contigo no parecía tan difícil.

Por supuesto que no fue difícil, porque yo dejé de hacer cosas para que resultara más sencillo, para allanarle el camino a él. Estuve de acuerdo con todo lo que quería, nunca le dije que no, incluso cuando me pedía algo que no era razonable. Me aseguré de que su vida siguiera siendo normal en la medida de lo humanamente posible. Él era la única persona que sabía quién era yo, que sabía lo que había hecho, y, a pesar de todo, me quería. Ahora, de repente, me doy cuenta de la presión que suponía para mí estar con alguien con quien siempre me he sentido en deuda. Le estaba agradecida por haberme elegido, por estar conmigo.

—Estoy segura de que será más fácil a medida que crezca —digo, sin saber si es cierto.

—Oh, sí, estoy seguro de ello. —Su voz suena tan poco convencida como la mía—. Pero no hablemos de eso. ¿Te acuerdas de Rob McCormack?

Me cuenta una historia sobre su amigo, al que vi en muchas ocasiones cuando Sam y yo estábamos juntos.

Una hora más tarde aún seguimos sentados a la mesa, y nos hemos bebido la mitad de una segunda botella. Es como si estuviera viéndome a mí misma desde lejos, desequilibrada por una mezcla de vino y nostalgia teñida de un anhelo en el que no quiero pensar. Una parte de mí desea dejarse llevar, fundirme de nuevo con él como casi he estado a punto de hacerlo antes, aunque al mismo tiempo sé que debo contenerme si lo que quiero es mantenerme a salvo y conservar cualquier muestra del equilibrio que he conseguido en estos dos últimos años.

La conversación acaba girando eventual e inevitablemente en torno a Henry, y eso me recuerda la otra gran pérdida que sufrí cuando Sam me dejó: perdí a la única otra persona en el mundo que entiende lo maravilloso y lo perfecto que es Henry. La única otra persona que realmente lo conquista. Nos estamos riendo de aquella vez que se metió una bolita de plástico en la nariz cuando Sam mira el reloj y da un brinco.

—Dios, ¿sabes qué hora es? Debería irme.

Me levanto al instante y retiro las copas y la botella.

—Sí, por supuesto, será mejor que vuelvas. Te traeré el abrigo.

Me dirijo apresuradamente hacia el pasillo para descolgar su abrigo de la percha que hay junto a la puerta, y él me sigue.

—¿Puedo entrar a ver a Henry?

Capto en su voz el anhelo de todos esos fines de semana alternos y le abro la puerta de la habitación de Henry. La lamparita de Thomas y sus amigos arroja un resplandor azul sobrenatural. Me quedo junto a la puerta, viendo como Sam se arrodilla junto a la cama. Como de costumbre, Henry habrá tenido mucho calor y se ha quitado el pijama. Tiene el pelo pegado a la cara, empapada en sudor. Sam acaricia la suave y sedosa piel de su espalda; Henry se mueve, aunque no se despierta, y acerca a Manky a su rostro. La cara de Sam es inexpresiva cuando sale al pasillo, pero sé lo dolorosamente consciente que es del precio que está pagando por no poder hacer esto todas las noches. Sin embargo, es un precio que yo también debo pagar, porque tampoco puedo hacerlo cada dos fines de semana y la noche entre semana que se queda en casa de Sam. Le tiendo el abrigo y, mientras lo hago, mi mano roza la suya. Siento una descarga eléctrica que recorre todo mi cuerpo. Compartimos ese momento, excitante y amenazador. Me da la sensación de que está a punto de decir algo de lo que quizá se arrepienta, y aunque una parte de mí quiere oírlo, sé que si lo hago todos los esfuerzos que he hecho a lo largo de estos dos últimos años habrán sido en vano. Retiro la mano y el abrigo se cae al suelo. Se inclina para recogerlo, y mientras lo hace, paso junto a él y abro la puerta, dejando que entre el aire frío.

—En fin, me ha encantado verte.

Me inclino hacia delante y le beso rápidamente en la mejilla, sin darle opción en el caso de que quiera besarme. Si mi cambio de actitud le ha sorprendido, lo disimula bien.

—Cuídate, Louise. Y avísame si…, ya sabes.

—Sí, lo haré. Buenas noches.

Prácticamente lo empujo con la puerta, cerrándola firmemente detrás de él. De vuelta en la cocina, me apoyo en la encimera, abrazándome con fuerza a mí misma porque no hay nadie que lo haga por mí. Soy la única que puede cuidar de mí misma, y juro hacerlo mejor en el futuro. Cuando el viento agita los ventanales franceses, miro a través del cristal, pero no consigo ver nada salvo mi reflejo.