Capítulo 26

2016

Han pasado un par de días desde mi encuentro con Pete, pero no he tenido noticias suyas ni de la policía. Esta mañana tengo que salir para ir a ver a Rosemary Wright-Collins. Me he olvidado de ella durante un tiempo, pero me he quedado sin excusas. Va a ser difícil ponerme el disfraz de interiorista profesional. Cada vez que intento trabajar en algo, mi mente se ralentiza, y la imaginación y la creatividad quedan ahogadas por el constante zumbido de mis pensamientos. El último encargo de Rosemary es un apartamento de un edificio de estilo georgiano de Islington (solo Dios sabe cuánto debe costar) que tiene que ser redecorado por completo, ya que ha tenido el mismo dueño durante los últimos cuarenta años.

Pulso el timbre. Rosemary tarda un poco en abrir la puerta. Cuando lo hace, aunque va impecablemente vestida, como de costumbre, el epítome de la mujer entrada en años, pero sofisticada, no se muestra tan efusiva como de costumbre.

—Hola, Louise. —Se queda un momento en la puerta, con una extraña y cautelosa expresión en la cara, antes de tirar de ella hacia atrás—. Pasa.

El interior del apartamento es impresionante: techos altos, aireado, pero necesitado urgentemente de cuidados y atención.

—¡Vaya, esto es increíble, Rosemary! Debes de estar muy emocionada.

—Sí, así es.

Sin embargo, no parece emocionada cuando me acompaña por el pasillo hasta la sala de estar. Los tacones de sus zapatos repiquetean en el suelo de baldosas original. Evita mi mirada y se coloca junto a la enorme chimenea, frotando una imaginaria mancha de suciedad de la repisa con un dedo de manicura.

—A ver, ¿por dónde quieres empezar? —le pregunto, tratando de insuflar un poco de entusiasmo a la tarea.

—Antes de ponernos a trabajar necesito hablar contigo de algo, Louise.

¡Oh, Dios! Siempre he pensado que estaba forrada, pero quizá tenga problemas de liquidez. Necesito a Rosemary. Sin ella, mi empresa estaría en grave peligro.

—De acuerdo —contesto—. ¿Va todo bien?

—Sí, todo bien. Más o menos.

Jamás la había visto así: vacilante, insegura. Debe de tratarse de un problema de dinero. Se vuelve hacia mí. Es evidente que se está armando de valor.

—Esta mañana he recibido un correo electrónico muy extraño.

El estómago se me sube a la garganta y se revuelve, y acaba en algún lugar cerca del suelo. ¡No, Dios, por favor!

—De una tal Maria Weston.

Abro la boca para decir algo, pero no lo consigo.

—Sé que lo que dice no es cierto —continúa rápidamente Rosemary—. Solo te lo digo porque pensé que debías saberlo.

—¿Qué dice?

Ojalá pudiera mantener la calma.

—Dice que hiciste un trabajo para ella, que metiste la pata y que la dejaste en la estacada, que no eres profesional y que no se puede confiar en ti. Me recomendó encarecidamente que buscara otras opciones.

—Ya —susurro.

—Pero no voy a hacerlo, Louise. Llevamos años trabajando juntas, y sé lo buena que eres. No sé de qué va todo esto y, francamente, no quiero saberlo. No deseo verme mezclada en ningún lío, ¿comprendes? Quiero que nuestra relación siga siendo estrictamente profesional.

—Por supuesto, Rosemary. Creo saber quién está detrás de esto —miento—. Estoy segura de que no volverá a ocurrir.

Continuamos con la visita, pero el ambiente es muy tenso. Cuando me voy, me siento aliviada. Maria se está acercando; puedo sentir su gélida presencia deslizándose en todos los aspectos de mi vida. Tengo la perentoria necesidad de hablar con alguien de todo esto, y la única persona que se me ocurre es Esther. A pesar de nuestro accidentado pasado, Esther ha sido amable conmigo, y mientras me alejo del apartamento de Rosemary, la llamo.

—¿Diga?

Me da la sensación de que está en la calle. Oigo soplar el viento dondequiera que esté.

—Hola. ¿Cómo estás?

—No lo sé. Aturdida. No puedo creerlo.

¿Por qué no podemos creerlo cuando pasa algo así? Lo vemos a todas horas en las noticias. ¿Por qué deberíamos sorprendernos tanto cuando nos ocurre a nosotros?

—Lo sé, es horrible. Oye, Esther, ¿podríamos vernos? Me gustaría hablar contigo de… Ya sabes, de todo esto.

—¿De verdad? —Parece vacilar—. ¿Acaso hay algo que decir?

—Yo sí. Necesito hablar con alguien. Por favor.

—Bien, de acuerdo. Da la casualidad de que hoy estoy en Londres. Ahora me dirijo a una reunión, pero podríamos vernos más tarde para tomar un café… ¿En South Bank?

Tomo el metro en la estación de Angel. Como de costumbre, me pregunto por qué las escaleras mecánicas se mueven más deprisa que el pasamanos. El andén está lleno. Me apoyo en la pared, aspirando el calor y el olor a polvo y a goma quemada. Siempre me he sentido incómoda en los andenes del metro; el más leve movimiento físico puede arrojarte a las vías cuando se aproxima un tren. Aunque pensamos que el abismo que separa la vida de la muerte es enorme, en los andenes del metro siempre me digo que solo hay un paso. Hoy, cuando apoyo la columna vertebral en el mapa del metro que hay en la pared, mirando inquieta a mi alrededor, no puedo dejar de pensar que, en un día laborable, solo haría falta un pequeño empujón. Una mano en la espalda y un breve pero fuerte empujón que nadie notaría.

Cuando llego a la estación de Embankment, me abro paso apresuradamente entre la multitud, desesperada por huir de los humos y los apretones y salir al aire frío de la calle. Cruzo a buen paso el puente. El Támesis fluye bajo mis pies; es de un color gris verdoso y está salpicado aquí y allá por las sombras de las nubes, que se mueven muy deprisa. Andenes y trenes, puentes y ríos… A todas horas estoy muy cerca de la muerte. De la posibilidad de morir. Aunque los recientes acontecimientos han afilado la hoja de la navaja, en realidad nunca he estado totalmente libre de ella. Me ha estado rondando durante años, a pocos milímetros de mi cuello, a punto de desgarrarme la piel.

Esther ya me está esperando delante del Festival Hall. Su abrigo de color escarlata destaca contra el monolítico edificio que se alza a su espalda.

—¿Quieres tomar un café o damos un paseo? —me pregunta.

—Demos un paseo.

Esta conversación me resultará más fácil si no tengo que mirarla a la cara.

Primero hablamos de Sophie, y aunque evidentemente está horrorizada por lo ocurrido, me da la sensación de que está haciendo un esfuerzo para decir lo correcto. ¿Qué puedes decir cuando alguien que convirtió tu vida en un infierno hace muchos años muere? Después hablamos de la policía, que ya ha interrogado brevemente a Esther, pero pronto volverá a hablar con ella de forma más detallada. No fue la inspectora Reynolds quien habló con ella, sino uno de sus subordinados. Esther no habló con Sophie en la reunión, de modo que no es un nombre importante en la lista de Reynolds. Mañana tengo que ir a Norfolk para volver a hablar con ella. Solo de pensarlo siento algo muy parecido a una indigestión.

Esther y yo caminamos en silencio durante unos instantes junto a los árboles que bordean la parte sur del río, que se alzan rígidos y sin hojas hacia el frío cielo, gris y blanco.

—Después de que te marcharas de la reunión, Lorna Sixsmith me dijo que Sam Parker y tú habíais estado casados.

Esther se vuelve para mirarme. El viento azota su pelo alrededor de su rostro.

—Sí, así es.

Mantengo la mirada fija en el río, concentrándome en cómo el agua hace espuma en la orilla, golpeando una botella contra los ladrillos. Cuando pienso en los dos, aún me duele. El dolor es como una cuerda alrededor de mis muñecas: cuanto más trato de liberarme, más me duele.

—¿Por qué no me lo contaste? —me pregunta.

—No lo sé… Supongo que pensé que ya lo sabías. No suelo hablar mucho de ello —digo con voz entrecortada.

—¿Cómo ocurrió? —Esther, consciente de que en el tono de su voz puede apreciarse un exceso de horrorizada fascinación, matiza la pregunta—. Quiero decir que…, nunca me lo imaginé. Sé que en el instituto te gustaba, pero…

—¿Pensabas que estaba fuera de mi alcance?

No me importa. Yo siempre pensé lo mismo.

—No, no exactamente. Pero ¿cómo acabasteis juntos? Tus padres se mudaron de Sharne Bay cuando tú fuiste a la universidad, ¿no?

—Sí. Tras eso, estuve mucho tiempo sin ver a Sam. Coincidimos en Londres unos años después de que yo terminara la universidad, cuando teníamos veinticinco o veintiséis.

Aún puedo sentir la emoción de ese momento. Estaba de pie en la barra de un pub de Clapham; me di la vuelta para preguntar a mi amiga Lucy qué quería y vi esos ojos azules, casi tan cerca de mí como lo habían estado la noche de la fiesta de graduación. Lo reconocí al instante, por supuesto, pero él tardó un segundo más que yo. Cuando lo hizo, pareció alegrarse realmente de verme; me dio un abrazo y luego me separó de él para estudiar mi cara, riéndose entre sorprendido y emocionado.

Pasamos toda la noche juntos, una de esas noches mágicas que no quieres que nunca termine. El calor del día aún se percibía en el aire. Nos sentamos en el patio del pub, rozándonos las rodillas, para tomar una cerveza y ponernos al día. Solos en medio de una multitud. Lucy y el resto del grupo y los amigos de Sam desaparecieron. A la hora de cerrar, nos quedamos solos en la calle. Cuando él se inclinó para besarme, me derretí por dentro; tiré de él hacia mí, acariciándolo y agarrándole el pelo con las manos mientras sus brazos me estrechaban con tanta fuerza que apenas podía respirar. Me agarré a esta segunda oportunidad de ser feliz con las dos manos, y aunque no siempre me resultó fácil, me aferré a ella durante quince años. Hasta que un día, hace dos años, encontré un mensaje de texto en su móvil que no debería haber estado allí y sentí que se escurría entre mis dedos como los granos de arena.

—¿Y os casasteis?

—Sí.

No me parece bien resumir esos quince años de mi vida en una conversación tan breve, pero me faltan palabras para explicárselo a Esther aun cuando quisiera hacerlo: la apasionante excitación de estar con él; cómo se convirtió en todo para mí, al menos hasta que nació Henry; el dolor que me causó.

—Y tu hijo… ¿Sam es su padre?

—Sí.

La clase de padre que lo levanta en el aire hasta que está aturdido por la emoción pero que no quiere fregar el suelo cuando vomita.

—Entonces, ¿crees que fue el tipo que acompañaba a Sophie? —me pregunta, consciente de que no quiero seguir hablando—. El autor del crimen, quiero decir. Hablaste con él, ¿verdad?

—Charlamos un rato, eso es todo —contesto, tratando de no parecer demasiado a la defensiva—. Parecía agradable. No me lo imagino… haciendo algo así. En realidad no puedo imaginarme a nadie, y, sin embargo, alguien lo hizo, ¿no? Esto te hace ser consciente de que todas esas cosas que ves en las noticias y en los periódicos… le pasan a gente normal como nosotros. No eran especiales, vivían su vida con normalidad hasta que algo lo trastocó todo.

—¿Y Matt Lewis? —dice Esther—. Siempre sintió algo por Sophie, ¿no?

Para ser alguien que no formaba parte de nuestro grupo, Esther está muy bien informada.

—Bueno, sí, creo que sí, pero eso difícilmente explicaría que la asesinara veintisiete años más tarde, ¿no?

—Supongo que no. ¿No creerás que…? —Esther vacila—. La solicitud de amistad de Facebook, los regalos de cumpleaños…

—No lo sé, Esther. Eso es parte de lo que quería hablar contigo. He recibido más mensajes suyos.

—¿Y qué decían?

Le hago un breve resumen del contenido de los mensajes.

—Pero, Esther, ¿estamos pensando en serio que aún podría estar viva? ¿Dónde ha estado todo este tiempo?

Esther se detiene y se apoya en la barandilla, mirando hacia St. Paul, al otro lado del río, brillante bajo la luz del sol.

—No lo sé. Nunca encontraron su cuerpo, ¿no es así? Pero ¿por qué volver ahora? ¿Y cómo?

—No lo sé. Pero lo que dijo Tim, hablando de ella en presente… Lo vi, ¿sabes? Fuera, la noche de la reunión. En Sharne Bay, cuando hablé con él, me dijo que asistiría en representación de Maria, pero no apareció. Aunque… sí lo hizo, más o menos. Lo vi fuera, hablando con alguien.

—¿Tim estuvo allí?

Esther me mira inquisitivamente.

—Sí. Bueno, no exactamente en la reunión. Lo vi al final del camino, cuando salí a fumar.

—Eso es muy raro. Me pregunto por qué no entraría. Supongo que quizá cambió de opinión en el último momento. Cuando lo piensas, hacer algo así le resultaría extraño a cualquiera. Ir a una reunión de exalumnos, quiero decir. Si realmente te importara alguna de esas personas, aún seguirías siendo su amigo, y si no te importan, ¿qué sentido tiene asistir? ¿Por curiosidad?

—Tú fuiste —digo, sorprendida por sus palabras.

—Sí, y ahora desearía no haberlo hecho. Para empezar, no me vería mezclada en todo esto. Y además, eso significaría que había dejado atrás el pasado, pero no es así. No puedo hacerlo. Tenía que echárselo en cara a todo el mundo… Miradme ahora: tengo una gran carrera, un marido e hijos. Vaya estupidez. Debería haberlo colgado en Facebook, como suelen hacer todas las personas.

Esther aprieta la barandilla con las manos.

—No es ninguna estupidez, Esther. No me enteré de que iba a haber una reunión hasta meses después de que se organizara. A nadie se le ocurrió decírmelo, y me sentí mal. Eso sí que es una estupidez. ¿Por qué debería importarme?

—No debería, pero importa —dice Esther—. Todo importa. Si aún está viva, una parte de mí se siente dolida, porque me lo ha ocultado. Antes de que muriera estábamos muy unidas, ya lo sabes. Habló de muchas cosas conmigo. ¿Sabes lo que le ocurrió en su antiguo instituto? ¿Te lo contó alguna vez?

—Creo que lo intentó en una ocasión.

Unas tumbonas de madera con listones en la oscuridad, el aliento elevándose en el aire nocturno. Dos dedos meñiques entrelazados.

—El chico que se obsesionó con ella… era muy malo. Ahora se consideraría acoso, habrían dictado órdenes de alejamiento y todo lo demás, pero entonces no podían hacer gran cosa salvo que la agrediera físicamente.

Esther se vuelve y seguimos caminando a orillas del río en silencio durante un rato.

—¿Qué quieres, Louise? ¿Por qué me has llamado?

Quiero dormir plácidamente por la noche. Quiero cambiar el pasado. Quiero dejar de mirar por encima del hombro en el andén del metro, dejar de pensar en saltar o que me van a empujar cada vez que cruzo un puente.

—Estoy asustada, Esther. Solo quiero saber qué le pasó a Maria; qué le pasó a Sophie.

Quiero saber qué parte de culpa tengo, si seré la siguiente.

—¿No deberías dejar que se encargara la policía?

No sabe que no le he hablado a la policía de la solicitud de amistad de Maria. Hay tantas cosas que no sabe, que me siento abrumada. Me doy cuenta de que no sé qué estoy haciendo aquí.

—Sí, probablemente tengas razón. Oye, Esther, tengo que irme. Debo recoger a Henry en la escuela.

—Ah, de acuerdo. ¿Nos vemos… algún día?

—Sí, eso sería estupendo.

Suena falso, como si me fuera de una cena donde lo he pasado realmente mal, aunque pongo buena cara.

—Adiós, entonces.

Me doy la vuelta y desando el camino que hemos hecho a grandes zancadas, tratando de parecer resuelta. El viento, que durante todo el trayecto ha soplado a nuestras espaldas, me está dando en la cara, humedeciéndome los ojos.

Pienso en Tim al final del camino del instituto. Tim, cuya adolescencia sufrió un revés y cuya vida cambió para siempre tras la desaparición de su hermana. Tim, que debe de haber hecho un gran esfuerzo para tener una vida normal: un hogar, una mujer, un bebé de sonrosadas mejillas. ¿Cómo ha conseguido seguir adelante? ¿Cómo superas algo así? ¿O es que nunca tuvo nada que superar? ¿Ha fingido llorar por una hermana que está viva y se encuentra bien, oculta tras una falsa identidad? Si ese es el caso, ¿qué le habrá contado ella? ¿Qué es lo que sabe?