Capítulo 35

2016

Hoy he decidido que recogeré a Henry a su hora, pero, como suele pasarme a menudo últimamente, el tiempo pasa volando; no paro de darle vueltas a la cabeza a la visita que me ha hecho Esther a primera hora. Cuando doblo la esquina jadeando, me doy cuenta de que soy una de las últimas en cruzar las puertas de la escuela para recoger a Henry en la acogida de la tarde. Solo quedan unos pocos niños esperando al lado de la señora Hopkins y de la nueva maestra ayudante, la señorita Jones. A la mayoría de los niños los recogen a las tres en punto un padre (una madre, casi siempre) o un abuelo (normalmente, también suele ser una mujer). La acogida es para los desafortunados como Henry, con dos padres que trabajan y que no tienen otros familiares que los lleven a casa para abrazarlos y prepararles un chocolate caliente. El cielo está despejado; pueden verse ya algunas estrellas, y en el aire flota un olor a humo de leña. Estoy deseando pisar las hojas de color rojizo con Henry mientras volvemos a casa, y solo cuando estoy lo bastante cerca observo que ninguno de los niños que está junto a la puerta es Henry. La señora Hopkins me mira sin comprender. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo.

—¿Dónde está Henry?

Mi voz está llena de miedo.

—Han venido a recogerlo a las tres… —La señora Hopkins se vuelve hacia la señorita Jones—. ¿Verdad?

La señorita Jones parece preocupada, aunque no mucho. Piensa que debe tratarse de un malentendido, algo fácil de resolver.

—Sí, vino a recogerlo su abuela.

Durante un maravilloso medio segundo, creo que no pasa nada. Mi madre ha venido sin avisar y ha decidido darle una sorpresa a Henry. Sabe que odio que tenga que quedarse casi todos los días en la acogida de la tarde. Pero enseguida soy consciente de que sí pasa algo, algo grave. Dejando aparte el hecho de que nunca cuida de Henry voluntariamente, mi madre nunca habría hecho algo así sin consultármelo.

—¿Su abuela?

Mi voz suena rara, alta y temblorosa. ¿Es posible que la madre de Sam haya decidido que ya era hora de conocer a su nieto?

—Sí, una mujer mayor, con el pelo largo —dice la señorita Jones, mirándome con incertidumbre a mí y luego a la señora Hopkins.

La madre de Sam lleva el pelo corto, peinado con mucho estilo.

—¡No era su abuela! ¡No conozco a ninguna mujer mayor con el pelo largo!

Se me doblan las rodillas. Extiendo la mano para agarrarme a la valla. Una pequeña astilla se me clava en la piel de la palma.

—Él dijo que era su abuela —dice la señorita Jones, dirigiéndose más a la señora Hopkins que a mí. Se está dando cuenta de la gravedad de lo que ha hecho.

—¡Tiene cuatro años! —le grito—. ¿Le dijo que esa mujer era su abuela? ¿Fue eso lo que le dijo?

—Bueno…, sí…

—¡Solo tiene cuatro años! ¡Se cree todo lo que le dices! ¡Cree que cuando se le caiga el primer diente un hada entrará en su habitación y lo cambiará por dinero! ¡Estuve en la oficina y le dije a la señora Harper que estaba preocupada! No puede creerse lo que le dice un niño de cuatro años; hay un protocolo, una lista de contactos. ¿Por qué dejó que se fuera?

Ahora estoy delante de la señorita Jones, gritándole a la cara. La señora Hopkins se interpone entre las dos.

—Soy totalmente consciente de la gravedad de lo ocurrido, señora Parker. Por desgracia, me llamaron para que me encargara de un violento incidente que tuvo lugar en el patio del recreo en el que estaba involucrada otra madre, y dejé que la señorita Jones se ocupara de la recogida.

—Apuesto a que sé quién era… Esa horrible mujer, la madre de ese niño tan malo.

El miedo me ha soltado la lengua. La señora Hopkins parece conmocionada.

—Dejaron un mensaje… en las oficinas de la escuela. La señorita Wallis dijo que usted había llamado a la hora de comer. —La señorita Jones ha recuperado la voz; sus ojos están llenos de horror—. Dijo que Henry no se quedaría en la acogida la tarde y que vendría a recogerlo su abuela. Henry parecía conocerla… Pensé que no pasaba nada… Lo siento…

Ahora está empezando a llorar, pero no me quedan emociones para compadecerme de ella.

—¡Yo no hice esa llamada! ¡Nunca he llamado a las oficinas! La señora Harper debería haberle dicho a la señorita Wallis que yo había estado allí para comprobar el protocolo de seguridad. Y, en cualquier caso, está claro que usted no debe dejar que los niños se vayan con nadie que no sepa quién es. ¿Es que no sabe hacer su trabajo?

La señora Hopkins interviene de nuevo.

—Tiene usted toda la razón. Ha sido un lamentable error por nuestra parte y asumo toda la responsabilidad. Tomaremos medidas para asegurarnos de que esto no vuelva a suceder. —Parpadea, mirando a la señorita Jones—. Pero ahora, pensemos en dónde puede estar Henry. ¿Tiene alguna idea de quién puede ser esa mujer?

—No, no sé quién es. No se me ocurre nadie.

Me agarro con más fuerza a la valla y la astilla penetra más en mi piel.

Nos quedamos las tres ahí, como suspendidas en el tiempo, mirando a las demás en busca de una respuesta. Oigo que el móvil emite un pitido dentro del bolso. Lo busco frenéticamente, con manos temblorosas.

Es un nuevo mensaje de Facebook de Maria Weston:

No me equivocaba, Henry es un chiquillo encantador. Si quieres recuperarlo, ve al 29 de Woodside Street, en Sharne Bay. Ven sola. Si no lo haces, Henry sufrirá las consecuencias. Te espero.

Vuelvo a meter el móvil en el bolso, como si me quemara en la mano.

—No pasa nada, ya sé dónde está —murmuro—. Yo… Acabo de darme cuenta de quién es esa mujer. Está bien, no hay ningún problema. Olvidé que le pedí que recogiera a Henry.

No espero que la señora Hopkins y la señorita Jones me crean, pero ¿qué remedio les queda? Salgo corriendo hacia el coche, dejando a la señora Hopkins mirándome con perplejidad y extremadamente preocupada. La señorita Jones parece muy aliviada.

Cruzo las puertas de la escuela con el móvil en mi oído. Él contesta después del tercer tono.

—Hola, Lou.

—Tiene a Henry.

—¿Qué? —dice Sam, distraído—. ¿Quién…?

—Maria —digo jadeando.

La carrera ya me ha dejado sin aliento, pero no puedo reducir la velocidad, no puedo perder ni un segundo.

—Espera un momento. —He conseguido que me preste atención—. ¿De qué estás hablando?

Le cuento lo que ha ocurrido.

—¿Qué coño…? ¿Quién está haciendo esto? Voy a llamar a la policía.

—¡No! Me ha dicho que vaya sola o que Henry sufrirá las consecuencias. Podría hacerle daño si descubre que hemos llamado a la policía. Solo necesito ir allí y comprobar que está bien. La policía puede ir más tarde.

O no.

—Vale, voy a coger el coche. Por suerte, hoy estaba trabajando desde casa. ¿Dónde estás?

Quince minutos más tarde estamos de camino. En cada semáforo en rojo aprieto un poco más los dientes, cerrando la mandíbula con fuerza.

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Y si Maria le hace daño?

—No le va a pasar nada. Se trata de alguien que solo quiere asustarte. —No lo dice muy convencido. Puedo ver cómo le tiemblan las manos cuando cambia de marcha. Tiene tanto miedo por Henry como yo, aunque intenta hacerse el fuerte por mí—. Pero, Lou… No puedes pensar de verdad que Maria está viva.

Me encojo de hombros, miro por la ventanilla y me clavo las uñas en la palma de la mano.

—Entraré contigo —dice al cabo de unos minutos.

—¡No! No puedes, tengo que entrar sola. —Si no lo hago, sé lo que va a ocurrir. Maria ya ha cruzado el límite; ha hecho lo inimaginable y se ha llevado a mi hijo. Si me dijera que debo cortarme una pierna para salvarlo, lo haría sin pensarlo—. Tienes que esperar fuera.

Sam me mira con auténtica preocupación.

—Podría ser peligroso. No tienes ni idea de quién puede estar allí dentro.

—Me da igual. Lo único que me importa es sacar a Henry de allí. No me importa lo que pueda ocurrirme a mí. Nunca me ha importado. A nadie le importa.

—No digas eso. A mí sí me importa.

Me acuerdo de la forma en que Sam cuidaba de mí. Estoy mejor sola.

—Y no soy el único —añade—. Hay un montón de gente que se preocupa por ti.

—Pero ninguna de esas personas me conoce de verdad, ¿no? Si supieran lo que hice, no les importaría tanto, ¿no te parece?

—Nunca les has dado la oportunidad de hacerlo, Lou. Y a mí tampoco me la diste. Aunque sabía lo que habías hecho, aunque yo fui parte de ello, seguías guardando las distancias conmigo.

—Yo no guardaba las distancias contigo. —Las lágrimas empiezan a rodar por mis mejillas sin que pueda evitarlo—. No tenía otra elección; de todos modos, siempre tuve que mantenerme a distancia. Siempre me he mantenido a distancia de todo desde que Maria desapareció. Estar contigo hizo que no fuera tan duro, no me sentía tan lejos, porque tú lo sabías, al menos sabías quién era yo. Por eso, cuando me dejaste…

No puedo seguir hablando, unos enormes sollozos me lo impiden. Sam extiende una mano para tocar la mía; su perfil me resulta tan familiar como el de mi propia mano. Retiro la mía y me froto los ojos con fuerza para secarme las lágrimas.

—No —digo—. No me toques.

Vuelve a colocar la mano en el volante y sigue conduciendo en silencio.

Ojalá hubiera alguien más que pudiera consolarme, ojalá Sam no fuera la única persona que está de mi parte. Me pregunto si alguna vez ha estado de mi parte o si, quizá esto es lo que le ocurre a la mayoría de la gente, la única parte de la que está es la suya.

Avanzamos a toda velocidad por la A11 en silencio, mientras el paisaje de Norfolk se extiende a nuestro alrededor, con sus cielos inmensos y sus campos infinitos. Ya estoy otra vez aquí. El trayecto nunca me había parecido tan largo. Encuentro un billete de tren caducado en el bolso; lo rompo en pedazos a medida que avanzamos, cada trozo más pequeño que el anterior. Ninguno de los dos sabe dónde está Woodside Street, de modo que cuando llegamos a las afueras de Sharne Bay, vuelvo a echar un vistazo al mapa en el móvil. En la calle principal giramos a la izquierda y nos metemos en una urbanización de casas modernas, cuadradas, todas con jardines muy bien cuidados y coches de gama media. Woodside Street es la tercera a la derecha. Avanzamos despacio entre los bungalós.

—No te acerques mucho —digo, presa del pánico, cuando pasamos por delante del número 11—. Para aquí.

Cuando Sam empieza a frenar, yo ya he abierto la puerta y estoy corriendo por la calle.

—¡Louise! —grita.

—¡Quédate aquí! —le grito a mi vez, dejándolo a mi espalda, con expresión de desespero.

Siento descargas eléctricas; si alguien me tocara, sería lanzado hacia atrás, como si hubiera metido un cuchillo en una tostadora. Después de estas últimas semanas escondiéndome, corriendo y reaccionando, resulta casi liberador poder hacer algo positivo, retomando parte del control que me ha sido arrebatado. Corro por la calle: 19, 21, 23, 25, 27. Hasta que llego. El número 29 tiene un aspecto insulso. Mientras que las otras casas parecen atractivas, con la luz encendida detrás de las cortinas cerradas, las ventanas del número 29 se ven oscuras, sin luz al otro lado. Abro la puerta oxidada y avanzo por el camino. El jardín delantero es básicamente un patio con adoquines en cuyas grietas se abren paso algunas malas hierbas. Está bordeado por una estrecha franja de flores que puede que alguien cuidara alguna vez, aunque ahora están abandonadas.

La puerta de la casa es azul, con dos paneles de cristal con dibujos en forma de diamante en la mitad superior. Levanto la mano para pulsar el timbre, pero cambio enseguida de opinión al darme cuenta de que la puerta está entreabierta. La empujo despacio, recordándome que debo respirar. La puerta emite un largo crujido. Entro. Mis botas chirrían sobre el suelo laminado cubierto de polvo. El ruido resuena en el estrecho pasillo. Hay olor a moho y a la humedad de los sitios que llevan mucho tiempo deshabitados.

El bungaló tiene dos estancias en la entrada, con una puerta en cada lado. Avanzo un poco más por el pasillo, esforzándome por escuchar cualquier sonido en medio del silencio. Con cautela, miro hacia la habitación que hay a la izquierda. Es la sala de estar. Gracias a la luz de la farola que hay en la calle puedo ver un anticuado tresillo de color verde apiñado en torno a una mesita con la superficie de cristal. En un aparador hay varios trofeos y adornos de porcelana cubiertos de polvo; en el estante superior solo hay una fotografía en un marco de plata con intrincadas florituras. Es el rostro que he visto en la pantalla de mi ordenador durante estas últimas semanas: la foto del instituto de Maria. Doy un paso atrás y me vuelvo para mirar hacia la habitación que hay al otro lado del pasillo. También está oscura y vacía. Parece un cuarto de invitados: hay una cama de matrimonio cubierta con un edredón de volantes de color melocotón.

Salgo de nuevo al pasillo. Mi mente me dice que corra hacia el interior de la casa gritando el nombre de Henry, pero debo actuar con prudencia. Me agarro al marco de la puerta de la habitación de invitados, tratando de respirar con normalidad. La puerta que hay delante de mí, al final del pasillo, está cerrada. Hay dos puertas idénticas que acabo de ver a unos pocos metros de donde estoy. Ambas están cerradas. Doy un paso, y luego otro. Dos pasos más y estoy frente a las puertas. Miro primero una y a continuación la otra. Extiendo cautelosamente la mano hacia la que está a mi izquierda. Muy lentamente, empujo hacia abajo el tirador de latón. La puerta se abre sin hacer ruido: es un baño; se ve anticuado pero está limpio, con muebles de color verde aguacate. Mareada por el miedo, doy un paso e inspecciono el interior del baño. Está vacío. Lanzo un ahogado sollozo de terror. Cierro la puerta del baño y me vuelvo hacia la puerta de mi derecha, que supongo que debe ser otra habitación. Agarro el tirador, tratando de controlar el pánico que me invade, un grito silencioso que no debo lanzar. Mientras empujo la puerta, la luz se filtra por el hueco, cada vez más, hasta que puedo ver de dónde proviene: una lámpara de pie que hay junto a un escritorio.

De espaldas a mí hay una mujer sentada frente al escritorio, mirando la pantalla de un ordenador. Su pelo, ralo y canoso, cuelga sobre el respaldo de la silla. Sigue dándome la espalda mientras echo un frenético vistazo a la habitación, tratando de verlo todo antes de que se dé la vuelta. En el suelo hay un tren de madera nuevo. La disposición de las vías es complicada; con un vuelco del corazón, me doy cuenta de que es uno de los diseños favoritos de Henry. En la pared que hay delante de la mujer, a la izquierda del ordenador, veo una foto mía, la de mi página de Facebook. Al lado hay una fotocopia del artículo que se publicó en el Sharne Bay Journal cuando gané ese premio y una hoja en la que está impreso el elogioso comentario de Rosemary sobre mí que aparece en mi página web. A la derecha hay fotos de Sophie, montones de ellas. Posa y hace pucheros desde la pared, mandándome un beso. Incluso hay un recorte del mismo periódico en el que aparece Sophie, impecable incluso después de haber corrido una carrera de 10 kilómetros con unas alas de hada de color rosa. En la pantalla que la mujer tiene frente a ella está abierta la página de Facebook de Maria.

—¿Maria? —susurro.

La mujer empuja la silla hacia atrás, se pone de pie y se da la vuelta. Estoy viendo los ojos de color avellana de Maria, claros y brillantes. Sin embargo, su rostro está lleno de arrugas; tiene las manos retorcidas, con la piel colgando. Mi cerebro se esfuerza por darle algún sentido a lo que estoy viendo. Evidentemente, Maria tendría ahora más de cuarenta años. No esperaba encontrarme una chica de dieciséis, pero esta mujer tiene al menos sesenta y cinco. No es Maria. Es su madre. Es Bridget.