Beverly Andersson
Beverly está esperando en el andén de la estación central de trenes de Estocolmo cuando empieza a lloviznar. El trayecto hacia el sur atraviesa un paisaje de verano envuelto en una neblina gris. El cielo no se abre al sol hasta que llegan a Hässleholm. Después de hacer transbordo en Lund y de coger el autobús en Landskrona, llega por fin a Svalov.
Hacía mucho tiempo que no estaba en casa.
Recuerda las palabras del doctor Saxéus cuando le prometió que todo iría bien.
«He hablado con tu padre —asegura el médico—. Lo dice en serio». Beverly cruza una plaza polvorienta y a su mente acude la imagen de ella vomitando en ese mismo lugar dos años antes. Unos chicos la habían convencido para que bebiera un destilado casero. Le sacaron fotos y luego la dejaron tirada en la plaza. Fue después de eso que su padre ya no quiso tenerla más en casa.
Sigue caminando. Se le forma un nudo en el estómago en cuanto ve el camino que desemboca en la granja, a tres kilómetros de distancia. Era en ese camino donde los coches solían recogerla. Ya no consigue recordar por qué quería irse con ellos. Le parecía ver algo en sus ojos. «Como una luz», solía pensar.
Beverly se cambia de mano la pesada maleta.
A lo lejos divisa un vehículo que levanta polvo a su paso. ¿No le suena ese coche?
Beverly sonríe y agita el brazo en alto saludando con la mano.
«Es papá, ¡es papá!».