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Lo incomprensible

En un tramo de la calle Rekylgatan, en Västerås, hay un edificio blanco alargado y brillante. Sus inquilinos tienen bastante cerca la escuela Lillhagsskolan, el campo de fútbol y la cancha de tenis.

Del número 11 sale un muchacho con un casco de moto en la mano. Su nombre es Stefan Bergkvist y pronto cumplirá los diecisiete, está estudiando mecánica en el instituto técnico y vive con su madre y el novio de ella.

Tiene el pelo largo y rubio y un aro en el labio inferior, lleva una camiseta negra y unos vaqueros holgados con los bajos raídos porque se los pisa con las deportivas que calza.

Sin prisa va bajando hasta el aparcamiento, cuelga el casco en el manillar de su moto de cross y conduce despacio por el camino que rodea la casa, continúa por la vía del ferrocarril, pasa por debajo del viaducto de Norrleden, entra en el polígono industrial y se detiene al lado de un cobertizo lleno de grafitis azules y plateados.

Stefan y sus amigos suelen juntarse allí para competir en el circuito de motocross que han montado a lo largo del terraplén, cruzan las distintas vías muertas y después regresan por Terminalvägen.

Empezaron a frecuentar ese lugar hace cuatro años, cuando encontraron la llave del cobertizo colgada de un clavo en la parte de atrás, escondida entre Linos cardos. La caseta llevaba intacta casi diez años. Por alguna razón, quedó olvidada después de la construcción de unas grandes instalaciones.

Stefan aparca la motocicleta, abre el candado del cobertizo, baja la tranca de acero y abre la puerta de madera. Entra, cierra tras de sí, consulta la hora en el teléfono móvil y ve que tiene una llamada perdida de su madre.

No se da cuenta de que está siendo observado por un hombre de unos sesenta años vestido con una cazadora de ante gris y unos pantalones marrón claro. El hombre está detrás de un contenedor de basura junto a la gran nave industrial que hay al otro lado de las vías.

Stefan se dirige a la pequeña cocina, coge la bolsa de patatas fritas que hay en el fregadero, se echa los restos que quedan en la mano y se los come.

La luz del cobertizo es la que se filtra por dos ventanas con rejas y los cristales sucios.

El chico está esperando a sus amigos y, mientras tanto, se pone a ojear una de las viejas publicaciones olvidadas encima del archivador de planos. En la portada de la revista Lektyr, bajo el título «¡Te lamen y encima cobras!», aparece una mujer joven con los pechos al descubierto.

Con toda la calma del mundo, el tipo de la cazadora sale de su escondite, pasa junto a la torre de alta tensión y cruza el terraplén con la doble vía férrea. Camina hasta la moto de Stefan, retira el caballete y la lleva hasta la puerta del cobertizo.

Mira a su alrededor y luego tumba la motocicleta en el suelo y empuja fuertemente con el pie hasta que la puerta queda atrancada. Quita el tapón del depósito y deja que la gasolina se desparrame junto a la caseta.

Stefan sigue pasando las páginas de la vieja revista y observando las imágenes descoloridas de mujeres en un escenario carcelario. En una de ellas se ve a una chica rubia en una celda con las piernas abiertas de par en par, mostrándole los genitales a un guardia. Mientras Stefan observa la foto, da un respingo al oír un ruido procedente del exterior. Presta atención, cree oír pasos y cierra la revista de golpe.

El hombre de la cazadora ha cogido el bidón de gasolina que los chicos tenían escondido entre la maleza y lo vacía alrededor del cobertizo. Cuando llega a la parte de atrás oye los primeros gritos. El chico está golpeando la puerta e intenta abrirla, sus pasos cruzan el suelo y después su cara aparece detrás de una ventana sucia.

—Abre la puerta, esto no tiene gracia —dice en voz alta.

El hombre de la cazadora sigue rodeando el cobertizo, vierte las últimas gotas de gasolina y luego vuelve a dejar el bidón donde estaba.

—¿Qué quieres? —grita el chico.

Se abalanza sobre la puerta, intenta abrirla a patadas, pero ésta no se mueve ni un milímetro. Llama a su madre pero tiene el teléfono apagado. El corazón le late con fuerza a causa de la angustia mientras va de una ventana a la otra tratando de ver algo a través de los cristales estriados de suciedad.

—¿Estás mal de la cabeza?

Cuando de pronto siente el penetrante olor de la gasolina, el pánico se apodera de él y se le encoge el estómago.

—¿Hola? —grita con voz asustada—. ¡Sé que estás ahí!

El hombre saca una caja de cerillas de su bolsillo.

—¿Qué quieres? Por favor, tan sólo dime lo que quieres…

—No es culpa tuya. Esto es solamente una pesadilla —dice el hombre sin alzar la voz mientras enciende un fósforo.

—¡Déjame salir! —grita el chico.

El tipo arroja la cerilla sobre la hierba húmeda. De pronto se oye un siseo, como cuando las velas de un barco se inflan con un viento repentino. Las llamas azules brotan con tanta furia que el hombre se ve obligado a retroceder unos pasos. Stefan pide auxilio mientras el fuego se extiende alrededor del cobertizo. El hombre sigue retrocediendo, nota el calor en la cara y oye los gritos de desesperación del muchacho.

En pocos segundos el cobertizo queda envuelto en llamas y detrás de las rejas los cristales acaban estallando por el calor.

El chico empieza a berrear cuando el fuego le prende el pelo.

El hombre de la cazadora cruza las vías, se detiene junto a la nave industrial y se queda observando cómo el cobertizo arde como una antorcha.

Minutos más tarde se acerca un tren de mercancías por el norte. Avanza lentamente por los raíles, arrastrándose. La hilera de vagones marrones pasa chirriando junto a las altas llamas mientras el tipo de la cazadora de ante gris desaparece por la calle Stenbygatan.

El contrato
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