46

La fotografía

Tanto Joona como Saga dudan poder sacarle algo decisivo a Edith Schwartz, la asistenta de Palmcrona, pero quizá la mujer pueda llevarlos hasta la fotografía y, en ese caso, podrían cerrar el caso.

Saga pone el intermitente derecho, abandona la autovía y reduce la marcha, después gira a la izquierda por la carretera 77, pasa por debajo de la autovía por el viaducto en dirección a Knivsta pero en seguida se interna por un camino de grava que discurre en paralelo.

El bosque de abetos se aglomera en los márgenes de los campos en barbecho. El borde amurallado de un depósito de estiércol ha cedido y el tejado de chapa cuelga torcido.

—Ya deberíamos haber llegado —dice Saga mirando el GPS.

Se acercan lentamente hasta una valla oxidada y se detienen. Cuando Joona se baja del coche oye el tranco de la autovía como un rugido intermitente, sin vida.

Veinte metros más allá ven una casa de una sola planta de ladrillo amarillo sucio, postigos en las ventanas y planchas de uralita con musgo en el tejado.

A medida que se acercan a la casa, perciben un extraño chirrido.

Saga mira a Joona. Avanzan con cuidado en dirección a la puerta de entrada, con los cinco sentidos alerta. Suena un traqueteo detrás de la casa y luego vuelven a oír el chirrido.

El sonido se les acerca de prisa y un gran perro se abalanza hacia ellos. Se yergue sobre los cuartos traseros y permanece inmóvil un instante con la boca abierta a apenas un metro de Saga. Luego retrocede un poco, se apoya de nuevo en las patas delanteras y empieza a ladrar. Es un gran pastor alemán con el pelo descuidado. Ladra con agresividad, sacude la cabeza y se desplaza lateralmente. Hasta ahora no han visto que el animal estaba atado a una larga correa extensible. Cuando el perro corre, la correa se alarga con un sonido chirriante.

El animal da media vuelta de nuevo y corre hacia Joona, la correa lo frena y rebota hacia atrás como un resorte. Ladra descontrolado pero se calla de pronto al oír una voz proveniente del interior de la casa.

—¡Nils! —grita una mujer.

El perro gimotea y camina en círculos con el rabo entre las piernas. El suelo cruje y, al cabo de unos segundos, se abre la puerta de entrada. El animal desaparece detrás de la casa con el chirrido. Edith sale entonces al porche vestida con un albornoz deshilachado de color lila y se los queda mirando fijamente.

—Tenemos que hablar con usted —dice Joona.

—Ya les he dicho todo lo que sé —responde ella.

—¿Podemos entrar?

—No.

Joona pasea la mirada por detrás de ella y observa el interior de la casa. El recibidor está lleno de ollas y platos, un tubo gris de aspiradora, ropa, zapatos y nasas para pescar cangrejos oxidadas.

—No hay ningún problema en quedarnos aquí fuera —dice Saga con amabilidad.

Joona ojea sus notas y empieza la ronda de preguntas comprobando algunos detalles de todo lo dicho durante el interrogatorio. Es un método rutinario para encontrar posibles mentiras o correcciones, ya que a menudo es difícil recordar detalles que no son ciertos, inventados en el momento del interrogatorio.

—¿Qué comió Palmcrona el miércoles?

—Rollo de ternera picada con crema de leche —responde Edith.

—¿Con arroz? —pregunta Joona.

—Patatas. Siempre patatas cocidas.

—¿A qué hora llegó usted a casa de Palmcrona el jueves?

—A las seis.

—¿Qué recado tenía que hacer cuando se fue de su casa el jueves?

—Me dio el resto de día libre.

Joona la mira a los ojos y piensa que no tiene sentido dar rodeos en torno a las preguntas importantes.

—¿El miércoles Palmcrona había colgado ya la cuerda del techo?

—No —responde Edith.

—Eso fue lo que le dijo a nuestro compañero John Bengtsson —dice Saga.

—No.

—Tenemos el interrogatorio grabado —añade Saga con irritación contenida, pero luego guarda silencio.

—¿Le dijo usted algo a Palmcrona acerca de la cuerda? —pregunta Joona.

—No hablábamos de asuntos privados.

—Pero ¿no es extraño dejar a un hombre solo con una cuerda colgando del techo? —inquiere Saga.

—No me apetecía mucho quedarme a mirar —responde Edith con una media sonrisa.

—No —dice Saga.

Por primera vez parece que la mujer mira a Saga de verdad. Sin el menor reparo, pasea los ojos por su pelo trenzado con cintas de colores, el rostro sin maquillar, los vaqueros desgastados y las zapatillas deportivas.

—Es que no consigo encajarlo todo —dice entonces Saga, cansada—. Le dijo usted a nuestro compañero que vio la cuerda el miércoles, pero ahora acaba de decir justo lo contrario.

Joona mira su bloc y observa lo anotado hace apenas unos minutos cuando Saga le ha preguntado a la mujer si Palmcrona ya había colgado la cuerda el miércoles.

—Edith —dice—. Creo que entiendo a qué se refiere usted.

—Bien —responde ella en voz baja.

—A la pregunta de si Palmcrona ya había colgado la cuerda el miércoles usted ha respondido que no porque no fue él quien la colgó.

La mujer lo mira con severidad y luego repone con aspereza:

—Lo intentó, pero no pudo, su cuerpo estaba demasiado rígido después de la operación en la espalda el invierno pasado… Así que me pidió que lo hiciera yo.

Vuelven a quedarse callados. Los árboles permanecen inmóviles en la quietud de la luz del sol.

—O sea, que fue usted quien el miércoles ató la cuerda de tender al gancho de la lámpara —dice Joona.

—Él hizo el nudo corredizo y me sostuvo la escalera mientras yo subía.

—Después recogió la escalera, volvió a sus tareas habituales y regresó a su casa el miércoles por la noche después de fregar los platos de la cena —explica Joona.

—Sí.

—Volvió a casa de Palmcrona por la mañana —continúa—. Entró como de costumbre y le preparó el desayuno.

—¿En ese momento sabía que no estaba colgando de la cuerda? —inquiere Saga.

—Había mirado en el salón pequeño —responde Edith.

Algo parecido a una sonrisa mordaz se esboza por un instante en su rostro impasible.

—Ya nos ha dicho usted que Palmcrona tomó el desayuno como siempre, pero esa mañana no fue a trabajar.

—Estuvo sentado en la sala de música por lo menos una hora.

—¿Escuchando música?

—Sí —responde ella.

—Poco antes de la hora de comer hizo una llamada breve —dice Saga.

—No lo sé, estaba en su estudio con la puerta cerrada. Pero antes de sentarse a la mesa para comerse el salmón adobado me pidió que llamara para reservar un taxi a las dos.

—Iba a ir al aeropuerto de Arlanda —dice Joona.

—Sí.

—¿A las dos menos diez lo llamaron?

—Sí, ya se había puesto el gabán y respondió en el pasillo.

—¿Oyó usted lo que dijo? —pregunta Saga.

Edith se queda quieta, se rasca la tirita de la mejilla y luego apoya la mano en el pomo de la puerta.

—Morir no es ninguna pesadilla —dice en voz baja.

—Le he preguntado si oyó usted lo que dijo —insiste Saga.

—Tendrán que disculparme —dice Edith, y empieza a cerrar la puerta.

—Espere —pide Joona.

La puerta se detiene en pleno movimiento y la mujer lo mira por el resquicio pero no la abre más.

—¿Ha clasificado usted el correo de Palmcrona de hoy? —pregunta el comisario.

—Por supuesto.

—Tráiganos todo lo que no sea publicidad —dice él.

La mujer asiente, entra en la casa, cierra la puerta y vuelve al cabo de un rato con una palangana azul de plástico llena de correo.

—Gracias —dice Joona cogiendo el recipiente.

Edith cierra la puerta y echa el cerrojo. Al cabo de unos segundos vuelve a rechinar la correa del perro. Oyen los ladridos agresivos a sus espaldas mientras regresan al coche y suben a él.

Saga arranca el motor y da media vuelta. Joona se pone unos guantes de látex y empieza a examinar la correspondencia de la palangana. Saca un sobre blanco con la dirección del destinatario escrita a mano, lo abre y con cuidado saca la fotografía por la que han muerto dos personas, por lo menos.

El contrato
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