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Un presentimiento
Un escalofrío recorre la espalda de Penélope Fernández. De repente el corazón le late más de prisa y echa un vistazo rápido por encima del hombro. Quizá en este momento esté teniendo un presentimiento de lo que le sucederá más tarde ese mismo día.
A pesar del calor que hace en el estudio, Penélope nota una sensación de frescor en la cara. Se lo debe al maquillaje. Le aplican crema fría en la piel con una pequeña esponja y después le quitan el pasador con forma de paloma del pelo para ponerle una espuma que le dejará los rizos como serpentinas.
Penélope Fernández es la presidenta de la Sociedad Sueca por la Paz y el Arbitraje. Le muestran en silencio el camino hasta el plató y la joven toma asiento a la luz de los focos frente a Pontus Salman, director de la fábrica de armamento Silencia Defence.
La presentadora del noticiario, Stefanie von Sydow, cambia de tema, mira fijamente a cámara y comienza a hablar de las rescisiones de contrato que han seguido a la compra de Aktiebolag Bofors por parte del consorcio de defensa británico BAE Systems Limited. A continuación se dirige a Penélope:
—Penélope Fernández, en varios debates se ha mostrado usted muy crítica con la gestión de la exportación de armas en Suecia. Recientemente estableció un paralelismo con el escándalo francés del caso conocido como Angolagate, en el que políticos e importantes hombres de negocios fueron acusados de soborno y tráfico de armas y están ahora condenados a largas penas de prisión… Sin embargo, en Suecia no se ha visto hasta el momento nada parecido.
—Eso puede interpretarse de dos maneras distintas —responde Penélope Fernández—. O bien nuestros políticos funcionan de manera diferente, o bien lo que funciona de otra forma es nuestro sistema judicial.
—Sabe muy bien —dice Pontus Salman— que tenemos una larga tradición en…
—Según las leyes suecas —lo interrumpe Penélope—, la fabricación y la exportación de material de guerra están prohibidas en…
—En eso se equivoca —dice Salman.
—Párrafos tres y seis de la Ley sobre Material Bélico —especifica Penélope.
—Pero Silencia Defence ha obtenido un informe preliminar favorable —sonríe el hombre.
—Sí, porque, de lo contrario, se trataría de un delito a gran escala y…
—Pero resulta que tenemos permiso —la corta él.
—No olvide cuál es el objetivo de todo material bélico…
—Espere un segundo, Penélope —interviene Stefanie von Sydow, y señala con la cabeza al hombre, que ha levantado la mano en señal de que no había terminado.
—Todos los tratos se analizan de antemano —explica Salman a continuación—. O bien directamente por parte del gobierno, o bien por el organismo de Inspección de Productos Estratégicos, el ISP, si es que sabe usted lo que es.
—Francia tiene un homónimo —objeta Penélope—. Y, aun así, ocho mil millones de coronas en material de guerra terminaron en Angola, a pesar del embargo de la ONU, a pesar de una prohibición definitiva…
—Ahora estamos hablando de Suecia.
—Entiendo que haya personas que no quieran perder su empleo, pero igualmente me gustaría oír cómo defiende usted la exportación de enormes cantidades de munición a Kenia. Es un país que…
—No tiene usted absolutamente nada a lo que cogerse —la interrumpe Pontus Salman—. Nada, ni el más mínimo detalle, ¿no es así?
—Lamentablemente no puedo…
—¿Tiene algo en concreto en lo que basarse? —la interrumpe la presentadora.
—No —responde Penélope Fernández bajando la mirada—. Pero yo…
—Entonces creo que una disculpa no estaría de más —dice Pontus Salman.
Penélope lo mira a los ojos, siente la rabia y la frustración creciendo en su interior, pero hace un esfuerzo por dominarse. Salman sonríe compasivo y después empieza a hablar de la fábrica de Trollhättan. Dice que doscientos puestos de trabajo fueron creados cuando Silencia Defence obtuvo los permisos para iniciar la actividad. Explica qué implica el informe preliminar favorable y cuánto han avanzado en la producción. Poco a poco va ocupando todo el tiempo para que no le quede espacio a su contrincante en el debate.
Penélope escucha y se obliga a alejar el peligroso orgullo de su corazón. Prefiere pensar que pronto se subirá al barco de Björn. Prepararán la cama con la cabecera en forma de punta de flecha del camarote de proa y llenarán el frigorífico y la pequeña nevera portátil. Se imagina los reflejos irisados de los vasos de chupito recién sacados del congelador mientras comen arenques adobados, arenques de mostaza, patatas hervidas, huevos cocidos y pan duro. Instalarán la mesa en la cubierta de popa, echarán el ancla en alguna pequeña isla del archipiélago y se pasarán horas comiendo al sol del anochecer.
Penélope Fernández abandona los estudios de Sveriges Televisión y echa a andar en dirección a la avenida Valhallavägen. Por la mañana ha pasado dos horas esperando para participar en otro debate televisivo, pero al final el productor le ha explicado que se han visto obligados a cancelarlo para emitir un especial con cinco consejos rápidos para conseguir un vientre plano.
Al final de la gran explanada de Gärdet divisa la carpa de colores del circo Maximum. Un cuidador está lavando a dos elefantes con una manguera. Uno de ellos levanta la trompa y caza el chorro de agua con la boca.
Penélope sólo tiene veinticuatro años, el pelo rizado y oscuro le llega más abajo de los hombros. Alrededor del cuello lleva una cadena de plata con el crucifijo de su confirmación. Su piel es de un tono dorado, «como el aceite de oliva o la miel», escribió una vez un compañero suyo del instituto cuando les encargaron un trabajo de descripción. Sus ojos son grandes y serios. Más de una vez ha oído decir que guarda un gran parecido con la estrella de cine Sophia Loren.
Saca su teléfono móvil y llama a Björn para decirle que está de camino, que va a coger el metro en Karlaplan.
—¿Penny? ¿Ha ocurrido algo? —le pregunta él en tono inquieto.
—No, nada.
—Está todo listo, te he dejado un mensaje en el contestador; sólo faltas tú.
—Tampoco hay prisa, ¿no?
Cuando Penélope empieza a descender por la escalera mecánica hacia el andén del metro, el corazón comienza a latirle más de prisa al notar una sensación de malestar. La chica cierra los ojos. La escalera baja cada vez más, se va estrechando, y el aire se torna más y más frío.
Penélope Fernández nació en La Libertad, uno de los departamentos más grandes de El Salvador. Su madre, Claudia Fernández, fue encerrada en prisión durante la guerra civil, y Penélope nació en una celda en la que quince mujeres hicieron cuanto pudieron por echar una mano. Claudia era médica y había participado en diversas campañas de búsqueda de personas. Lo que hizo que terminara en la tristemente conocida cárcel del régimen fue que intentó divulgar información sobre el derecho de los trabajadores a organizarse en sindicatos.
Penélope no abre los ojos hasta que llega al andén. La sensación de estar encerrada ha desaparecido. Vuelve a pensar en Björn, que la está esperando en el club náutico de Längholmen. Le encanta lanzarse desnuda al agua desde su barco, zambullirse de cabeza y no ver nada más que el mar y el cielo.
El metro avanza dando sacudidas y, cuando el convoy sale del túnel y entra en la vieja estación de Gamla Stan, el sol penetra implacable a través de las ventanas.
Penélope odia la guerra, la violencia y el poder de las armas. Es una aversión candente que la ha llevado a licenciarse en ciencias políticas en Uppsala y a investigar en la paz y los conflictos. Ha trabajado para la ONG francesa Action contre la Faim en Darfur junto con Jane Oduya. Publicó un artículo en el diario sueco Dagens Nyheter que llamó mucho la atención y que giraba en torno a las mujeres del campo de refugiados y sus intentos de volver a la normalidad del día a día después de cada abuso. Hace dos años pasó a sustituir a Frida Blom como presidenta de la Sociedad Sueca por la Paz y el Arbitraje.
Penélope se apea en la estación de Hornstull y sale a la luz del sol. De pronto se siente inexplicablemente preocupada por algo y baja corriendo por Pälsundsbacken hasta la ribera de Söder Mälarstrand, cruza a toda prisa el puente que lleva a Längholmen y sigue el camino de la izquierda hasta el muelle para pequeñas embarcaciones. El polvillo que levanta al correr por la grava flota como una neblina en el aire inmóvil.
El barco de Björn está amarrado a la sombra del puente de Västerbron. El resplandor creado por el vaivén del agua se refleja en las vigas de acero gris de la elevada estructura.
Penélope lo ve en la cubierta de popa con un sombrero de cowboy en la cabeza. Está inmóvil, rodeándose el torso con los brazos y los hombros encogidos.
La chica se mete dos dedos en la boca y lanza un silbido. Björn da un respingo, su rostro se demuda, como si estuviera muerto de miedo. Dirige la mirada hacia el camino y la descubre. Sus ojos la observan temerosos cuando se acerca a la pasarela.
—¿Qué te pasa? —le pregunta Penélope mientras baja por la escalera que lleva a los barcos.
—Nada —responde él, se acomoda el sombrero e intenta sonreír.
Se abrazan y ella nota que tiene las manos heladas y la camisa empapada en la espalda.
—Estás sudando —dice.
Björn rehúye su mirada.
—Me he dado prisa en venir.
—¿Has cogido mi bolsa?
Él asiente con la cabeza y hace un gesto en dirección al camarote. La embarcación se mece ligeramente bajo sus pies. Penélope percibe el olor a plástico calentado al sol y a madera barnizada.
—Oye —dice con voz suave—, ¿dónde estás?
El pelo pajizo de Björn apunta hacia todos lados en pequeñas rastas enmarañadas. La mirada de sus ojos azules es infantil, sonriente.
—Estoy aquí —responde, y deja caer la mirada.
—¿En qué estás pensando todo el rato?
—En que vamos a estar los dos solos —le contesta abrazándola por la cintura—. Y en que vamos a tener sexo en plena naturaleza.
Le roza el pelo con los labios.
—¿Eso crees? —le susurra ella.
—Sí.
Penélope no puede evitar reírse por su sinceridad.
—La mayoría…, o al menos las mujeres, opinan que está algo mitificado —dice—. Tumbarse en el suelo entre hormigas y piedras…
—Es como bañarse desnudo —insiste Björn.
—Tendrás que convencerme —responde Penélope con picardía.
—Lo haré.
—¿Cómo? —se ríe ella, y en ese instante el móvil suena en su bolso.
Parece como si Björn se quedara petrificado al oír el sonido, el color desaparece de sus mejillas. Penélope mira la pantalla del teléfono y ve que quien llama es su hermana pequeña.
—Es Viola —le explica rápidamente a Björn antes de contestar—: Hola, hermana.
Se oye la bocina de un coche y la chica que grita algo al otro lado.
—Puto chalado —murmura a continuación.
—¿Qué pasa?
—Se ha acabado —dice la hermana—. He dejado a Sergej.
—Otra vez… —añade Penélope.
—Sí —contesta Viola en voz baja.
—Perdona —dice Penélope—. Entiendo que estés triste.
—No es tan grave, pero… Mamá me ha dicho que ibais a salir con el barco y había pensado… que me gustaría ir con vosotros, si no os importa.
Se hace el silencio.
—Con nosotros —repite entonces Penélope oyendo la ausencia de entusiasmo en su propia voz—. Björn y yo queríamos estar solos, pero…