3
Un barco a la deriva en la ensenada de Jungfrufjärden
La quilla de la embarcación corta la superficie del agua como un cuchillo, con un sonido pegajoso.
Navegan muy de prisa. Las grandes olas rompen en la orilla. Hacen virajes escarpados contra las olas que vienen de frente, botan con un tableteo y el agua salpica a su alrededor. Penélope se adentra en la ensenada con los motores a toda marcha. La proa se eleva y al paso de la popa queda una estela de agua blanca y espumosa.
—¡Estás loca! —grita Viola mientras se quita el pasador del pelo, tal como hacía de pequeña en cuanto terminaban de peinarla.
Björn se despierta justo cuando se detienen en la isla de Gåsö. Compran un helado y toman café. Viola quiere jugar al minigolf en el pequeño campo y emprenden de nuevo la marcha a última hora de la tarde.
A babor, la ensenada se abre ante ellos como una vertiginosa extensión de piedra.
El plan es amarrar en Kastskär, un islote alargado sin edificar. En el lado sur hay una cala reverdecida donde echarán el ancla, podrán bañarse, encenderán la barbacoa y pasarán allí la noche.
—Voy a bajar a acostarme un rato —dice Viola con un bostezo.
—Adelante —sonríe Penélope.
Su hermana baja por la escalera y Penélope sigue mirando al frente. Reduce la marcha al tiempo que se acerca a Kastskär con los ojos fijos en la sonda electrónica que advierte de la poca profundidad de las aguas. El lecho marino asciende rápidamente de cuarenta a cinco metros.
Björn entra en el puente de mando y besa a Penélope en la nuca.
—¿Quieres que me ponga con la cena? —le pregunta.
—Creo que Viola necesita dormir un poco.
—Ahora pareces tu madre —dice él con dulzura—. ¿Ya te ha llamado?
—Sí.
—¿Para comprobar si habíamos dejado que viniera con nosotros?
—Sí.
—¿Habéis discutido?
Penélope niega con la cabeza.
—¿Qué pasa? —pregunta él—. ¿Estás triste?
—No, sólo que mi madre…
—¿Qué?
Ella sonríe y se seca unas lágrimas que ruedan por su mejilla.
—No quiere que vaya en Midsommar —le explica.
Björn la abraza.
—Deberías pasar de ella.
—Lo hago —responde Penélope.
Maniobra el barco muy despacio hasta el fondo de la cala. Los motores murmullan suavemente. Están tan cerca de tierra firme que incluso perciben el olor de la vegetación del islote.
Echan el ancla, van soltando cuerda y se aproximan a las rocas. Björn salta sobre la playa empinada con el cabo en la mano y lo sujeta al tronco de un árbol.
El suelo está cubierto de musgo. Se queda quieto mirando a Penélope. Unos pájaros aletean en las copas, molestos por el restallido del cabrestante.
Ella se pone unos pantalones cortos y las zapatillas de deporte blancas, salta a tierra y le coge la mano. Él la rodea con los brazos.
—¿Quieres que exploremos la isla?
—¿No tenías que convencerme de algo? —dice ella haciéndose de rogar.
—Las ventajas de la Allemansrätt[2] —dice Björn.
Ella asiente sonriendo con la cabeza, él le aparta el pelo y le desliza el dedo por la mejilla y por la ceja negra y tupida.
—¿Cómo puedes ser tan hermosa?
La besa con suavidad en los labios y después echan a andar en dirección al bosque.
En medio del islote hay un pequeño claro con hierba alta y grandes matojos. Mariposas y abejorros revolotean sobre las flores. Al sol hace calor, el agua titila al norte entre los árboles. Se quedan quietos, dudan, se miran sonrientes y luego adoptan una expresión seria.
—¿Y si viene alguien? —dice Penélope.
—En esta isla sólo estamos nosotros.
—¿Estás seguro?
—¿Cuántas islas hay en el archipiélago de Estocolmo? ¿Treinta mil? Seguro que más —dice él.
Penélope se quita la parte de arriba del biquini, las zapatillas, los pantalones cortos y la braguita, quedando así desnuda entre la hierba. La inicial sensación de incomodidad se convierte casi de inmediato en pura alegría. Piensa que en realidad es muy excitante sentir la brisa marina contra la piel, el calor que todavía mana del suelo.
Björn la observa, murmura que no es machista pero que tiene que examinarla detenidamente. Penélope es alta, tiene los brazos musculosos y, aun así, algo blandos. La cintura estrecha y los muslos fuertes le dan la apariencia de una diosa antigua y juguetona.
Björn nota que le tiemblan las manos cuando se quita la camiseta y el bañador de flores, que le llega por debajo de la rodilla. Es menor que ella, su cuerpo es casi adolescente, lampiño, y tiene los hombros quemados por el sol.
—Ahora quiero mirarte yo —dice ella.
Él se sonroja y se le acerca con una amplia sonrisa.
—¿No puedo?
Él niega con la cabeza y esconde la cara entre el cuello y el pelo de ella.
Empiezan a besarse sin moverse, pegados el uno al otro. Penélope nota la lengua caliente de Björn en su boca y un estremecimiento de felicidad le recorre el cuerpo. Hace un esfuerzo para borrar la sonrisa de su rostro y seguir besándolo. Su respiración se acelera. Nota la erección de Björn, su corazón latiendo más de prisa. Se tumban sobre la hierba, entusiasmados, se hacen un hueco entre los matorrales. Él baja hasta sus pechos, sus pezones oscuros, le besa la barriga y le separa los muslos. Cuando la mira piensa que es como si sus cuerpos brillaran por sí solos bajo el sol del atardecer. De pronto todo es extremadamente íntimo y delicado. El sexo de Penélope está ya húmedo e hinchado cuando empieza a lamerla, despacio y con suavidad. Al cabo de un momento ella le aparta la cabeza. Junta las piernas, sonríe, se sonroja. Le susurra que suba, tira de él hacia sí, lo guía con la mano y deja que la penetre. Él le respira profundamente junto a su oído mientras ella contempla el cielo teñido de rosa sobre sus cabezas.
Un rato más tarde, Penélope vuelve a estar de pie desnuda sobre la hierba, se despereza, da unos pasos y mira en dirección a los árboles.
—¿Qué pasa? —pregunta Björn con voz grave.
Ella se vuelve hacia él, que sigue sentado desnudo en el suelo, sonriéndole.
—Te has quemado los hombros.
—Como todos los veranos.
Se acaricia con cuidado la piel enrojecida.
—Volvamos al barco, tengo hambre —dice ella.
—Me gustaría nadar un poco.
Penélope se pone la braguita del biquini y los pantalones, se calza y se queda de pie con la parte de arriba en la mano. Pasea la mirada por el torso sin vello de Björn, los músculos de sus brazos, el tatuaje del hombro, la quemazón descuidada y su mirada brillante y juguetona.
—La próxima vez te toca a ti debajo —sonríe ella.
—La próxima vez… —repite él alegre—. Sabía que te iba a gustar.
Penélope se ríe y niega con un gesto de la mano. Björn se tumba boca arriba con una sonrisa y mira al cielo. Lo oye silbar cuando cruza el bosque de camino hacia la pequeña playa empinada donde han amarrado el barco.
Se detiene un momento y se pone la parte de arriba del biquini antes de continuar.
Cuando sube a bordo se pregunta si Viola todavía estará durmiendo en el camarote de popa. Piensa en poner a hervir una olla con patatas y eneldo y luego ir a ducharse y cambiarse de ropa. Curiosamente, la cubierta de popa está mojada, como después de un chubasco. Viola debe de haberla fregado por algún motivo. El barco parece ahora distinto. Penélope no sabe decir qué es, pero de repente nota la carne de gallina por un extraño malestar. Los pájaros dejan de cantar y se hace un silencio casi absoluto. Sólo se oye el chapoteo del agua contra el casco y un crujido sordo del cabo alrededor del árbol. Acto seguido, la chica toma conciencia de sus movimientos. Baja por la escalera de popa, ve que la puerta del camarote de invitados está abierta y la lámpara encendida, pero Viola no está allí. Cuando llama a la puerta del lavabo pequeño se da cuenta de que le tiembla la mano. Abre, asoma la cabeza y luego sale a cubierta de nuevo. Un poco más allá, en la cala, ve a Björn metiéndose en el agua. Lo saluda agitando el brazo, pero él no la ve.
Penélope abre las puertas de vidrio del salón, pasa por los sofás azules, la mesa de teca y el puente de mando.
—¿Viola? —llama en voz baja.
Baja hasta la cocina y saca una olla pero la deja de cualquier manera sobre la plancha eléctrica porque el corazón empieza a latirle con más fuerza en el pecho. Mira en el interior del lavabo grande y después sigue hasta el camarote de proa, donde Björn y ella suelen dormir. Abre la puerta, echa un vistazo a la oscura estancia y al principio cree que está viendo su imagen en el espejo.
Viola está sentada inmóvil en el borde de la cama con la mano apoyada sobre el cojín rosa que compraron en los almacenes Myrorna.
—¿Qué haces aquí dentro?
Penélope se oye a sí misma preguntarle a su hermana qué está haciendo en el camarote, a pesar de haber comprendido ya que algo no marcha bien. Viola está pálida, tiene la cara húmeda, el pelo empapado y desgreñado.
Penélope se le acerca, le toma el rostro entre las manos, susurra primero y grita después pegada a su cara:
—¿Viola? ¿Qué ocurre? ¿Viola?
Sin embargo, ya sabe lo que ocurre, qué es lo que va mal. Su hermana no respira, su piel no despide calor, ya no queda nada de ella, la llama de la vida ha dejado de arder en su interior. El estrecho cubículo se oscurece cerrándose alrededor de Penélope. Con un timbre de voz desconocido, se lamenta y retrocede trastabillando, tira ropa al suelo, se golpea fuertemente el hombro contra el marco de la puerta, da media vuelta y sube corriendo por la escalera.
En cuanto sale a cubierta intenta recuperar el aliento como si hubiese estado a punto de ahogarse. Tose mirando a su alrededor con un miedo helado atenazándole el cuerpo. Cien metros más abajo, en la playa, ve a un hombre vestido con ropas negras. De algún modo, Penélope comprende que todo tiene relación. Sabe que es el mismo hombre que estaba a la sombra bajo el puente en la lancha de goma, el que les daba la espalda cuando pasaron por su lado. Comprende que el hombre de negro es quien ha matado a Viola y que aún no ha terminado.
El individuo está en la playa haciéndole un gesto a Björn, que nada a unos veinte metros de la orilla, le dice algo a gritos y levanta el brazo. Él lo oye y se para, se mantiene a flote impulsándose en el agua con los pies y buscando en la playa con la mirada.
El tiempo parece haberse detenido. Penélope se apresura hasta el puente de mando, revuelve en el cajón de las herramientas, encuentra un cuchillo y corre de nuevo a la cubierta de proa.
Observa las brazadas lentas de su novio, los anillos que se forman en el agua a su alrededor. Björn mira al hombre y parece dudar. Él le hace un gesto con la mano, quiere que se acerque. Björn sonríe inseguro y nada hacia la orilla.
—¡Björn! —grita Penélope con toda sus fuerzas—. ¡Nada hacia adentro!
El hombre de la playa se vuelve entonces hacia ella y echa a correr hacia el barco. Penélope corta el cabo, resbala en la cubierta mojada, se incorpora, tropieza hasta el puente de mando y pone en marcha el motor. Sin mirar, leva el ancla y mete marcha atrás al mismo tiempo. Björn debe de haberla oído, porque ha dado media vuelta y ahora nada hacia el barco. Penélope se dirige a su encuentro y ve que el hombre de negro ha cambiado de dirección y que está corriendo cuesta arriba hacia el otro lado de la isla. Sin llegar a pensarlo detenidamente, la chica comprende que el hombre ha amarrado su lancha en la cala norte.
Sabe que no tienen ninguna posibilidad contra esa embarcación.
Con un rugido hace virar el barco en dirección a Björn. Le grita, se acerca, reduce la marcha y le alarga un bichero. El agua está fría. Björn parece asustado y exhausto. Su cabeza desaparece todo el rato debajo del agua. Penélope le corta sin querer con la punta del bichero y empieza a manarle sangre de la frente.
—¡Tienes que agarrarte! —grita.
La lancha de goma negra ya ha empezado a rodear la isla. Penélope oye claramente el ruido del motor. Björn hace muecas de dolor. Después de varios intentos, por fin logra sujetarse al bichero. Ella lo lleva lo más a prisa que puede hasta la plataforma de baño y Björn se sujeta al borde. El bichero resbala de las manos de la chica y lo ve alejarse por el agua.
—¡Viola está muerta! —grita, y oye la desesperación y el pánico mezclándose en su propia voz.
En cuanto Björn se ha agarrado a la escalera, ella vuelve corriendo al puente de mando y acelera a fondo. El trepa por la borda y Penélope lo oye gritar que vaya en línea recta hacia la punta de Ornas.
El rugido del motor de la lancha de goma se les acerca por detrás.
La embarcación de Penélope describe un arco cerrado, el casco retumbando bajo sus pies.
—Ha matado a Viola —gime ella.
—Cuidado con el islote —advierte Björn castañeteando los dientes.
La lancha negra ya ha rodeado Stora Kastskär y ha aumentado la velocidad en las aguas quietas y abiertas.
La sangre corre por la cara de Björn.
Se están aproximando rápidamente a la gran isla. Él mira hacia atrás y ve la lancha a unos trescientos metros de distancia.
—¡Al pantalán!
Penélope gira, mete marcha atrás y, cuando apaga el motor, la proa choca contra el pantalán con un crujido. El lateral araña la húmeda escalera de madera. Las olas que se han levantado con la brusca maniobra se estrellan contra la roca y luego retroceden. El barco se escora y la escalera queda hecha trizas. El agua empieza a entrar por la borda. Abandonan la embarcación y saltan al embarcadero. Mientras se alejan a toda prisa oyen el ruido del casco chocando en su balanceo contra la pasarela. Corren hacia tierra firme mientras la rápida lancha de goma se aproxima con un bramido. Penélope resbala, apoya la mano en el suelo y, resoplando, sube por la empinada playa hasta la linde del bosque. El motor de la lancha de goma enmudece allí abajo y Penélope sabe que su ventaja es insignificante. Björn y ella corren pegados entre los árboles adentrándose cada vez más en el bosque, al tiempo que sus pensamientos fluyen aterrados y su mirada busca un lugar donde esconderse.