10
La joven ahogada
Joona Linna conduce su coche por la calle Fleminggatan de camino al instituto Karolinska de Solna. Piensa en el cuerpo colgado de Carl Palmcrona, la cuerda tensa y el maletín en el suelo.
Mentalmente intenta dibujar dos círculos de pisadas alrededor del hombre muerto.
Sabe que ese caso no acaba ahí.
Gira por la vía Klarastrandsleden hacia Solna. Avanza a lo largo del canal, donde los árboles ya han arrojado sus frutos llenos de semillas y se inclinan sobre el agua acercando las ramas a la superficie lisa y reflectante.
De nuevo acude a su mente la imagen de Edith Schwartz, recuerda cada detalle, las venas de sus grandes manos sujetando las bolsas de la compra, y su respuesta: «En todas partes hay gente solícita». El Departamento de Medicina Forense se encuentra en el gran campus del instituto Karolinska, entre árboles reverdecidos y parcelas de césped bien cuidado. Es un edificio de ladrillo rojo en el número 5 de la calle Retzius Väg, rodeado de grandes construcciones por todas partes.
Joona estaciona su vehículo en el aparcamiento para visitantes. Observa que el médico forense Nils hlén, se ha subido al bordillo y ha aparcado su Jaguar blanco encima del césped, junto a la entrada principal.
Joona saluda a la mujer de la recepción, que le responde levantando el pulgar, continúa por el pasillo, llama a la puerta de Nålen y entra. Como de costumbre, en el despacho del forense no hay ni un solo objeto innecesario.
Aunque las persianas están bajadas, el sol se cuela por entre las lamas. La luz se refleja en las superficies blancas de la sala, pero desaparece en las zonas grises de inmaculado acero.
Nålen lleva unas gafas de piloto de montura blanca y un jersey también blanco debajo de la bata de médico.
—Le he puesto una multa de aparcamiento a un Jaguar de ahí fuera —dice Joona.
—Bien hecho —repone el forense.
Joona se detiene en el centro del despacho y su expresión se torna seria. Sus ojos adquieren una oscura tonalidad plateada.
—¿Cómo murió? —pregunta.
—¿Palmcrona?
—Sí.
Suena el teléfono y Nålen empuja el informe forense hacia el comisario.
—No hacía falta que vinieras hasta aquí para que te respondiera a eso —dice antes de levantar el auricular.
Joona se sienta enfrente de él, en un sillón blanco de piel. La autopsia del cuerpo de Carl Palmcrona ya está terminada. Joona ojea el informe y lee algunos puntos al azar:
74. Peso de los riñones: 290 gramos. Las superficies son lisas. El tejido, de un gris rojizo. Su consistencia es firme, elástica. El dibujo es claro.
75. Las vías urinarias presentan un aspecto normal.
76. La vejiga urinaria está vacía. La membrana mucosa se ve pálida.
77. La próstata tiene un tamaño normal. El tejido se ve pálido.
Nålen se acomoda las gafas de piloto en su nariz aguileña, termina la llamada y luego levanta la vista.
—Como ves —dice mientras bosteza—, no hay nada inesperado. La causa de la muerte es la asfixia, o sea, ahogamiento…, aunque en los casos de ahorcamiento rara vez se trata de ahogamiento en general, sino más bien de un taponamiento de las arterias.
—El cerebro se asfixia porque se corta el flujo de sangre oxigenada.
Nålen asiente con la cabeza.
—Compresión arterial —explica—, obstrucción bilateral de las carótidas… Huelga decir que el proceso es muy rápido, se pierde la conciencia al cabo de unos segundos…
—Pero ¿estaba vivo antes de ser ahorcado? —pregunta Joona.
—Sí.
Nålen va bien afeitado, su rostro tiene un aire lúgubre.
—¿Puedes determinar la altura de la caída? —pregunta Joona.
—No hay rotura en las cervicales ni en la base del cráneo, así que apuesto a que se trata de unos pocos decímetros.
—Sí.
Joona piensa entonces en el maletín con las huellas de los zapatos de Palmcrona. Vuelve a abrir el informe y pasa las hojas hasta el examen exterior del cadáver, el análisis de la piel del cuello y los ángulos estimados.
—¿En qué piensas? —pregunta Nålen.
—En si cabe la posibilidad de que lo estrangularan con la misma cuerda y luego sólo lo colgaran del techo.
—No —responde el forense.
—¿Por qué no? —se apresura a preguntar Joona.
—¿Que por qué no? Sólo hay un surco, y es perfecto —empieza a explicar Nålen—. Cuando alguien se ahorca, la soga hace un corte en el cuello y…
—Pero el agresor podía saber eso —lo interrumpe Joona.
—Aun así, es prácticamente imposible reconstruir… Verás, en un ahorcamiento, la soga que rodea el cuello debe tener forma de llama, con el extremo apuntando hacia arriba, justo como en el nudo…
—El peso del cuerpo estrecha el lazo.
—Exacto… y, por el mismo motivo, la parte más profunda del surco tiene que estar justo en el lado opuesto al extremo de la cuerda.
—O sea, que murió ahorcado —constata Joona.
—No cabe duda.
El forense, alto y delgado, se mordisquea suavemente el labio inferior.
—Pero ¿podrían haberlo obligado a suicidarse?
—No con violencia. Por lo menos, no hay señal de ello.
Joona cierra el informe, lo acomoda sobre la mesa con las dos manos y piensa que la insinuación de la asistenta acerca de que hay más personas involucradas en la muerte de Palmcrona no fue más que fruto de la confusión. Aun así, no consigue olvidarse de las dos clases de pisadas distintas que Tommy Kofoed ha encontrado.
—Entonces, ¿estás seguro de la causa de la muerte? —pregunta Joona mirando a Nålen a los ojos.
—¿Qué esperabas?
—Esto —responde el comisario tras un instante, y pone un dedo encima del informe forense—. Esto es justo lo que esperaba, pero al mismo tiempo hay algo que me hace dudar.
Nålen sonríe discretamente.
—Llévate el informe y léelo antes de acostarte, como si fuera un cuento.
—Vale —responde Joona.
—No obstante, creo que puedes olvidarte de Palmcrona… La cosa no irá más allá de un suicidio.
La sonrisa de Nålen desaparece y su mirada se hunde, pero los ojos de Joona siguen brillando penetrantes, concentrados.
—Supongo que tienes razón —dice.
—Sí —contesta Nålen—. Y puedo especular un poco, si quieres… Probablemente, Carl Palmcrona estaba deprimido: tiene las uñas descuidadas y sucias, no se había cepillado los dientes en varios días y tampoco se había afeitado.
—Entiendo —dice Joona asintiendo con la cabeza.
—No te cortes si quieres echarle un vistazo.
—No, no es necesario —responde, y se levanta con pesadez.
Nålen se inclina entonces hacia adelante y explica con voz expectante, como si hubiera estado aguardando ese momento:
—Esta mañana me ha llegado otro asunto sin duda mucho más interesante. ¿Tienes un minuto?
Se levanta de la silla y le hace un gesto al comisario para que lo acompañe. Él le sigue los pasos por el pasillo. Una mariposa azul celeste ha conseguido colarse en el edificio y aletea delante de los dos hombres.
—¿Se ha ido el chico? —pregunta Joona.
—¿Quién?
—El que trabaja aquí, el de la coleta y…
—¿Frippe? Ni de coña. Y que no se vaya. Hoy libra. Megadeth tocaba ayer en el Globen con Entombed como teloneros.
Atraviesan una sala oscura con una mesa de autopsias de acero inoxidable. En el aire flota un intenso olor a líquido desinfectante. Continúan hasta una sala más fría donde se guardan en cajones refrigerados los cadáveres que ya han sido examinados.
Nålen abre una puerta y enciende la luz del techo. Los fluorescentes titilan y luego esparcen su brillo por una sala con azulejos blancos en las paredes y una mesa de autopsias con funda de plástico, dos bateas y canalones de drenaje.
Sobre la mesa yace el cuerpo de una mujer joven y hermosa.
Tiene la piel bronceada y el pelo largo y negro le cae en mechones gruesos y brillantes por la frente y los hombros. Da la impresión de que está observando la habitación con una mezcla de duda y asombro.
Tiene un aire casi travieso en las comisuras de la boca, como si fuera alguien que sonríe a menudo.
Pero el brillo de sus grandes ojos oscuros se ha desvanecido y, en su lugar, han empezado a aparecer unos puntos amarillentos.
Joona observa durante unos instantes a la mujer de la mesa. Apuesta a que no puede tener más de diecinueve o veinte años. Hace nada era una niña que dormía con sus padres, después pasó a ser una adolescente y ahora está muerta.
Por encima de los senos, en la piel justo encima del esternón, se ve una débil línea curva, como una boca sonriente trazada en color gris, de quizá unos treinta centímetros.
—¿Qué es esa línea? —señala Joona.
—Ni idea, quizá la marca de un collar o el escote de un jersey, lo comprobaré más tarde.
El comisario observa el cuerpo inerte, inspira profundamente y vuelve a sentir, como siempre que se topa con el irrefutable hecho de la muerte, una congoja que se apodera de él, una soledad incolora.
La vida es tan tremendamente frágil…
La chica tiene las uñas de las manos y de los pies pintadas de un tono beige, casi rosado.
—Bueno, ¿qué tiene de especial? —pregunta Joona a continuación.
Nålen le dirige una mirada seria y, cuando vuelve a girarse hacia el cuerpo, sus gafas destellan con el reflejo de la lámpara.
—La ha traído la policía marítima —explica—. La encontraron sentada en el catre de proa de una gran embarcación de recreo que navegaba a la deriva en el archipiélago.
—¿Muerta?
Nålen se cruza con su mirada y de pronto su voz se vuelve melodiosa:
—Se había ahogado, Joona.
—¿Ahogado?
Nålen asiente con la cabeza y sonríe, vibrante.
—Se ha ahogado a bordo de un barco que estaba flotando en el mar —dice.
—Lo más probable es que alguien la encontrara en el agua y la subiera a bordo.
—Sí, pero en ese caso no te estaría haciendo perder el tiempo —observa Nålen.
—¿De qué se trata, entonces?
—No hay rastro de agua en el resto del cuerpo. He enviado la ropa a analizar, pero en el Laboratorio Nacional de la Policía Científica tampoco van a encontrar nada.
Nålen guarda silencio, ojea el análisis preliminar y luego mira a Joona para ver si ha conseguido despertar su interés. El comisario permanece inmóvil. Está observando el cuerpo con una expresión atenta, registrando los detalles. De pronto saca un par de guantes de látex nuevos de una caja de cartón y se los calza. Nålen lo mira satisfecho mientras él se inclina sobre la chica y luego le levanta cuidadosamente los brazos para estudiarlos.
—No encontrarás ninguna señal de violencia —afirma el forense en un tono apenas audible—. No se entiende.