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Cuando sucede
Joona Linna se despierta en su piso, en la calle Wallingatan. Abre los ojos y se queda mirando el cielo de verano. Nunca corre las cortinas, prefiere la luz natural.
Es temprano por la mañana.
Cuando se vuelve en la cama para tratar de dormirse de nuevo, empieza a sonar su móvil.
Sabe de qué se trata incluso antes de incorporarse para contestar. Coge el teléfono y, mientras abre la caja fuerte donde guarda la pistola, una Smith & Wesson plateada, escucha el nervioso resumen del desarrollo de la maniobra. El sospechoso se encuentra dentro del mercado de Östermalm y la policía acaba de asaltar el edificio sin haber planificado ningún tipo de estrategia.
Sólo han pasado seis minutos desde que dieron la alarma y el asesino se ha escondido en el interior del mercado. Ahora los mandos de la operación están intentando organizar la maniobra, restringir la zona y reposicionar los grupos sin dejar de vigilar a Penélope Fernández.
Un nuevo equipo de fuerzas especiales accede por la entrada de Nybrogatan. En cuanto cruzan la puerta giran a la izquierda, pasan por la tienda de chocolates y por entre las mesas del restaurante marisquería con las sillas del revés y los mostradores de hielo picado llenos de bogavantes y rodaballos. Los agentes avanzan a toda prisa, sus pasos resonando en el suelo. Se dispersan y buscan cobertura detrás de las columnas. A la espera de nuevas órdenes, oyen a alguien sollozando en la oscuridad: un compañero yace gravemente herido en un charco de sangre detrás del mostrador de la charcutería.
El cielo de verano ha empezado a clarear por encima de los tiznados cristales del techo. El corazón de Mira late de prisa. Se acaban de efectuar dos disparos contundentes, los siguieron cuatro tiros rápidos de pistola y luego sonaron dos disparos más. Un policía está en silencio, el otro herido, grita que lo han alcanzado en el vientre, que necesita ayuda.
—¿No me oye nadie? —gimotea.
Mira observa el reflejo en el cristal, la figura que se mueve detrás de un puesto de venta con faisanes colgados y carne de reno ahumada. Por señas, le dice al compañero que tienen a alguien enfrente, en ángulo. Él llama a la central de comunicaciones y pregunta si saben si hay algún policía en el pasillo central. Mira se seca el sudor de la mano y coge la pistola otra vez, acompañando el singular movimiento con la mirada. Se acerca poco a poco, en cuclillas, con el costado pegado al mostrador de la verdulería. Huele a perejil y a patatas terrosas. La Glock le tiembla entre los dedos, la baja, toma aire y se acerca al extremo. Su compañero le hace una seña. Está coordinando un equipo de tres colegas que han entrado por Nybrogatan. Se mueve hacia el asesino junto al mostrador de caza. De repente se oye el disparo de una arma de alta velocidad en dirección al restaurante. Mira oye el chasquido opaco cuando el proyectil atraviesa el chaleco antibalas de un compañero, rompe las placas de carburo de boro y penetra en su cuerpo. El casquillo de la bala repiquetea en el suelo a pocos metros de allí.
El limpiador ve cómo su primer disparo penetra en el pecho del policía y sale por entre sus omóplatos. Está muerto incluso antes de que se le doblen las rodillas. El hombre no se molesta en mirarlo cuando resbala hacia un lado y vuelca una de las mesas en su caída. Un pequeño set de sal y pimienta acaba en el suelo y los recipientes ruedan por debajo de una silla.
El limpiador no se detiene, se adentra un poco más y comprueba de forma rutinaria distintos ángulos de tiro. Sabe que hay otro agente escondido detrás de un muro de ladrillo al lado de la pescadería. Un tercero se acerca con la luz de tiro encendida, por el pasillo donde están las liebres y la carne de ciervo. El limpiador ladea el cuerpo y dispara dos veces seguidas mientras sigue avanzando hacia la cocina del restaurante.
Mira oye dos tiros más y ve cómo el cuerpo de un joven compañero se sacude y la sangre salpica desde el orificio de salida que la bala le ha abierto en la espalda. Su fusil cae al suelo. Tropieza y se desploma tan bruscamente que el casco se le cae y se aleja rodando. La luz de su arma enfoca directamente a Mira. Ella se aparta y se acurruca junto al mostrador de la frutería. De repente el mercado es asaltado por veinticuatro policías, seis por cada entrada. Ella intenta informarles, pero no logra contactar con ninguno de ellos. Al instante siguiente ve al asesino a apenas diez metros de distancia. Se mueve con una rapidez y una exactitud fuera de lo común. En su paso hacia la cocina de la marisquería, Mira alza su Glock, apunta y le dispara tres veces.
Justo cuando cruza las puertas de vaivén para entrar en la oscura cocina, el limpiador es alcanzado por una bala en el brazo izquierdo. Pasa junto a la gran mesa de trabajo, tira al suelo unas fuentes de acero inoxidable y se dirige hacia una pequeña puerta de hierro. Nota que la sangre caliente le corre por el dorso de la mano. La bala le ha abierto una herida. Era munición de punta hueca y sabe que tiene la parte de atrás del brazo seriamente desgarrada, pero la arteria se ha salvado. Sin detenerse a examinar la herida, abre la puerta de un montacargas, entra, abre la puerta del otro lado, sale a un pasadizo estrecho y de una patada abre otra puerta de hierro gris. Al otro lado se encuentra con un patio interior asfaltado, bañado por la luz de la mañana y con ocho coches aparcados. La pared grande y alta del mercado es lisa, de color amarillo. Como el reverso de un bastidor. Dobla la culata del rifle, corre hasta un viejo Volvo rojo y rompe una luna trasera de una patada, introduce el brazo y abre la puerta del conductor. Suenan nuevos disparos en el interior del mercado. Se sienta y rompe la tapa del tambor de arranque, hace saltar el seguro del volante, tira de la parte de atrás del mecanismo de encendido y pone en marcha el motor con la ayuda de la hoja de su cuchillo.