«Un siglo totalmente nuevo»
Todos veían al adusto personaje bajo aquella farola de la Ringstrasse de Viena, pero nadie le miraba a la cara. Era muy delgado, de unos treinta años, pálido, de ojos inquietos y feroces y con un bigote negro bien recortado. Sombreaba sus ojos el ala de su brillante sombrero de copa y la luz de gas hacía relucir el alfiler con diamante de su corbata. Lucía un largo abrigo negro con cuello de piel, un abrigo particularmente elegante, la clase de prenda confeccionada por sastres exclusivos de Berlín. «No puedo esperar más», dijo en un alemán con acento berlinés. Nadie —salvo quizá algunos emigrantes de los Sudetes que por entonces constituían una importante proporción de la población urbana— habría confundido a Harald Winter con un vienés.
La multitud que se había congregado en tomo al llamativo automóvil —un Benz Viktoria— observaba ahora al chófer que, tras examinar el motor, se incorporó limpiándose las manos.
—La gasolina. Está obturado el conducto —dijo.
—Iré a pie al club —replicó el otro—. Quédate aquí con el coche. Mandaré a alguien que te ayude.
Sin esperar respuesta, se abrió camino entre los mirones que obstaculizaban el paso y echó a andar por el bulevar, castigando la acera con el bastón y frunciendo el entrecejo.
Hacía frío en Viena aquella última noche del siglo XIX; la temperatura no había cesado de bajar durante la jornada y por la noche llegó a bajo cero. Harald Winter sentía el frío, pero además le invadía una sensación de frustración. Le mortificaba que se le estropeasen los automóviles. Le gustaba ser el centro de atención cuando adelantaba con su vehículo a amigos y enemigos, o cuando simplemente le señalaban comentando que era propietario de uno de aquellos primeros y costosos vehículos mecánicos. Pero cuando la máquina le causaba trastornos, como ahora, se sentía humillado.
En Berlín era distinto. En Berlín estas cosas eran corrientes. Allí siempre había alguien que se encargaba de aquellas sacudidas y arrebatos, de los pedos y las toses, de los estornudos y recaídas. No debía haber traído el vehículo a Viena. Los austríacos no entendían nada de maquinaría moderna; los únicos automóviles que había visto en la ciudad eran eléctricos, y él odiaba los automóviles eléctricos. No debería haber consentido que su mujer le convenciera para venir en Navidad; odiaba los inviernos lluviosos de Viena, detestaba las convulsiones políticas que muchas veces desembocaban en desórdenes, detestaba la comida y a aquellos vieneses vagos e inútiles con su acento chillón, por no hablar de los miserables y harapientos extranjeros que todo lo invadían chapurrando sus incomprensibles idiomas. Eran incapaces de aprender una palabra correcta en alemán.
Al llegar al portalón que daba paso a la entrada, estaba helado. Como tantos otros edificios de aquella absurda ciudad, el club parecía un palacio. Era una construcción de un barroco subido, recargada de ninfas y náyades con frontispicio soportado por un cuarteto de hercúleos pilares. El portero hizo seña a los bedeles e inmediatamente le franquearon el paso al brillante vestíbulo. A aquella hora de la noche solía estar lleno, pero en esta ocasión estaba extrañamente vacío.
—Buenas noches, señor barón.
Winter contestó con un gruñido. Aquello era otra de las cosas que detestaba de Viena: todos tenían que tener título, y si no había tal título, como en su caso, los criados se lo inventaban. Mientras un criado cogía su sombrero de seda y su bastón, otro le despojaba del abrigo.
Sin sombrero ni abrigo, se vio que Harald Winter aún no se había cambiado para la cena. Vestía una levita oscura, con pantalones gris claro, cuello duro alto y una corbata fina de lazo. Su lívido rostro era ancho y de mentón agudo, lo que le confería cierto aspecto satánico, efecto potenciado por su brillante pelo negro con raya en medio.
—¡Winter! ¡Qué casualidad! Ahora mismo vengo de visitar a su esposa.
El que se le dirigía era el profesor doktor Franz Schneider, cincuentón, y el mejor o al menos el más rico y considerado ginecólogo de Viena. Un hombre pequeño de rostro blanco, rechoncho como un niño, de cutis impecable y ojos azul claro. Nervioso, se llevó la mano a su blanca perilla antes de colocarse las antiparras.
—Bueno… sabrá, claro, que a su mujer le vinieron hace una hora los primeros síntomas. Ahora voy al hospital. ¿Viene conmigo? Tengo el coche esperando.
Hablaba apresuradamente, con voz más chillona de lo normal. Siempre se ponía algo nervioso ante Harald Winter, y en aquel momento no parecía para nada el temido profesor que contestaba a las preguntas de sus alumnos con ingeniosas destemplanzas.
Winter dirigió fugazmente la mirada hacia la puerta por la que había entrado el profesor Schneider, quien se ruborizó. Maldito cerdo arrogante este Winter, pensó. Es capaz de hacerle a uno sentirse culpable sin decir palabra. ¿Qué le importaba a Winter si sólo tomaba media botella de champán para acompañar el faisán frío? Eran los dolores del parto de su mujer los que se habían presentado en Nochevieja, impidiéndole llegar al baile a una hora decente.
—Tengo una reunión —contestó Winter.
—¿Una reunión? —replicó el profesor Schneider. ¿Sería alguna broma? ¿Cómo iba nadie a asistir la noche de fin de año a una reunión en un club prácticamente vacío a excepción de los criados? Y ¿cómo podía alguien concentrarse en un negocio estando su mujer a punto de dar a luz? Miró a Winter a los ojos: una mirada fría, exenta de curiosidad o pasión. Se decía que era uno de los hombres de negocios más hábiles de Alemania, pero ¿de qué le valían su riqueza y su fama si su espíritu estaba muerto?—. Pues yo me marcho. Le enviaré recado. ¿Estará aquí?
Winter asintió con gesto casi imperceptible, y sólo cuando el profesor Schneider se hubo marchado, se dirigió hacia la amplia escalera que conducía al entresuelo. Allí le esperaba otro socio. El rostro de Winter se iluminó al verle. Por fin una cara conocida que él apreciaba.
—¡Foxy! Me dijeron que estabas en esta horrible ciudad.
El pelo rojo de Erwin Fischer se había vuelto ya gris —un enorme casco de bruñido acero—, pero conservaba su apelativo. Era un hombre bajo, delgado y jovial, de ojos oscuros y cutis sanguíneo. Sus bisabuelos habían sido judíos procedentes de la ciudad báltica de Riga, y su abuelo había cambiado el apellido de la familia, aunque fue su padre quien se había convertido al catolicismo mucho antes de que Erwin naciera… Fischer era heredero de una fortuna hecha con el acero, pero su padre, a sus setenta y cinco años, seguía como un roble, y Fuchs Fischer —a sus cuarenta y ocho— tenía expectativas que no eran más que expectativas. Erwin era viudo. Dinero no le faltaba, pero se aburría soberanamente y el dinero no siempre paliaba su aburrimiento. Últimamente su vida se había convertido en una tediosa rutina de obligaciones sociales, grandes fiestas y presentaciones a «casaderas convenientes» que nunca resultaban lo bastante convenientes.
—Le has hecho pasar un mal rato a Bubi Schneider, Harald. ¿Te parece bonito? En esta ciudad tiene muchos amigos.
—No es más que un parásito llorón. No sé por qué mi mujer se pone en sus manos.
—Pues trae al mundo a los hijos de los hombres más importantes de Viena. Las madres confían en él y a los niños los enseñan a considerarle como alguien de la familia. Es un hombre con influencia.
—¿Debo temerle? —dijo Winter fríamente, tras una sonrisa.
—No, claro que no, pero podría perjudicarte. ¿Crees que merece la pena, cuando lo único que te pide es una sonrisa y un apretón de manos?
—El miserable se empeñó en decir que Veronica no podía volver a Berlín y mi hijo tendrá que nacer aquí. Y yo no quiero un hijo austríaco. Foxy, tú, que eres alemán, lo entenderás.
—Así que va a ser niño. Ya lo has decidido, ¿no?
—¿Nos bebemos una botella de borgoña? —replicó Winter sonriendo.
—A ti te gustaba Viena, Harald. Cuando compraste la casa aquí, decías que era mucho mejor que Berlín.
—De eso hace mucho tiempo. Yo era otra persona.
—Conociste a tu maravillosa esposa en Berlín y a Veronica aquí en Viena. Eso es lo que quieres decir, ¿verdad?
—No te pases, Foxy.
El otro ignoró la advertencia. Tenía suficiente confianza con Winter para hacer aquel tipo de comentarios y más aún.
—Seguro que has pensado en la posibilidad de que ha sido idea de Veronica tener aquí el niño.
—¿De Veronica?
—Piensa un poco, Harald. Veronica te conoció aquí cuando estudiaba en la universidad. Y para ella fue la primera experiencia en el amor, en la vida y en todo lo que había soñado de niña en Estados Unidos. Ella adora Viena. Aunque tú la consideres una capital de segunda de un imperio de cuarta, para Veronica sigue siendo la ciudad de los valses de Strauss y de las fiestas en que se ve a duques, duquesas y príncipes de sangre azul. Pese a lo que tú digas, Harald, el Berlín del kaiser Guillermo no puede compararse con Viena en la temporada de fiestas. ¿De verdad que te sorprende que ella haya hecho lo posible por dar a luz aquí al segundo hijo?
—Espero que no hayas…
—No, no he hablado con ella; claro que no. Sólo pretendo decirte que no eches la culpa a Bubi Schneider mientras no estés seguro de que es el responsable.
Winter dio unos pasos y se inclinó sobre el balcón dorado. Apoyando la mano en un querubín, hizo seña a un criado del club en el piso inferior.
—Tráiganos una botella de borgoña. Del mejor. Y tres vasos.
Se dirigieron a un salón largo cubierto de espejos en el que las arañas trazaban miles de reflejos. Al fondo ardía un fuego. La chimenea abierta era una audaz innovación en Viena, ciudad caldeada a base de estufas, pero la dirección había copiado aquel salón de un club de caballeros londinense.
Sobre la chimenea había un enorme retrato al óleo del monarca que aunaba los papeles de emperador de Austria y rey de Hungría y se empeñaba en que se le tratase de «su apostólica majestad, nuestro gracioso emperador y señor, Francisco José I». Aparte de esto, el salón se hallaba vacío. Winter eligió una mesa junto a la chimenea y tomó asiento. Fischer permaneció con las manos en los bolsillos mirando por la ventana. Winter siguió su mirada y vio que en la acera de enfrente habían levantado una tribuna de madera para algún mitin político celebrado por la mañana. Ya no quedaba nadie más que dos policías de uniforme, de pie entre las pancartas arrugadas y las sillas rotas, como si tales objetos no existiesen.
—Nunca he entendido a las mujeres —dijo finalmente Winter.
—Siempre has entendido a las mujeres perfectamente —replicó Fischer sin dejar de mirar por la ventana—. Es a las americanas a las que no entiendes. Que Veronica sea americana es lo que trastorna a veces tu matrimonio.
—Me lo advertiste en su momento, Foxy. Debería haberte escuchado.
—No hay un europeo sensato que se case con una americana. Tú has tenido suerte con Veronica: no te da mucha bronca por tus aventuras, ni te impide que bebas o que vayas a esas fiestas a casa de madame Reiner. Para ser americana es muy comprensiva.
Había un tono de humor en la voz de Fischer, que ahora se volvió para ver cómo se lo tomaba Winter, quien al advertirlo esbozó una sonrisa.
Entró un camarero que morosamente mostró a Winter la etiqueta y con no menor parsimonia y cuidado sirvió los dos vasos.
Fischer dio un sorbo al vino sin dejar de mirar a la calle. La franca conversación había sembrado el hielo entre ambos, y ahora cada uno estaba enfrascado en sus pensamientos.
—El encargado de la bodega te ha buscado una maravilla, Harald —dijo Fischer degustando el vino con deleite y frunciendo los labios para volver a catarlo.
—Tengo mi propio botellero —replicó Winter—. Ya no bebo de la bodega del club.
—Muy acertado.
Winter no contestó. Bebió en silencio. Ésa era la diferencia entre ellos. Fischer, hijo de hombre rico, lo daba todo por sentado y dejaba que las cosas siguieran su curso. Harald Winter, magnate que se había hecho a sí mismo, no creía en nadie y no dejaba nada al azar.
—Estuve aquí esta mañana —dijo Fischer con un gesto hacia la calle en donde se había celebrado el mitin político—. Habló Karl Lueger y cuando acabó hubo jaleo. La policía no daba abasto y enviaron a la caballería para despejar la calle.
—Lueger es un rufián —dijo Winter pausadamente, sin irritarse.
—Es el alcalde.
—El emperador no debió firmar el nombramiento.
—Lo tuvo bloqueado todo lo posible, pero tuvo que plegarse a la voluntad de los votantes.
—¿Votantes? Escoria. Mira esos eslóganes: «Protección a los pequeños comerciantes», «Familia religiosa», «Abajo los grandes negocios judíos». Los cristiano-sociales coquetean con el peor prejuicio, el miedo y la pura envidia. «El guapo Karl» es para ellos todo a la vez. Para los que quieren el socialismo, un socialista; para los beatos, un hombre piadoso; para los que quieren colgar a los judíos o expulsar a los húngaros, hay que votar a su partido. Es un canalla.
—Tú eres hombre de mundo y debes comprender que el odio al extranjero forma parte de la psicología austríaca. ¿Qué votos ibas a obtener diciendo a la gente que los judíos son más listos de lo que son o que los inmigrantes checos o húngaros son más trabajadores?
—Le detesto, Foxy. Lueger se está haciendo tan popular como el emperador. A veces tengo la impresión de que podría convertirse en el emperador. Imagínate que ese odio, ese Judenhass, se organizase a escala nacional. Imagínate que apareciese alguien que tiene el dominio de la multitud igual que Lueger, el ascendiente del emperador sobre el ejército y el instinto de Bismarck para la Geopolitik. ¿Qué sucedería, Foxy? ¿Quieres decírmelo?
—Lo que te digo es que necesitas vacaciones, Harald —dijo Fischer tratando de bromear, pero Winter no secundó su risa forzada—. ¿Para quién es la tercera copa, Harald? ¿Puedo saberlo? —añadió, consciente de que no era para una mujer puesto que no les estaba permitida la entrada en el club.
—El misterioso conde Kupka me ha enviado hoy un recadero a casa.
—¿Kupka? ¿Es amigo tuyo? —inquirió Fischer con un tono chillón inhabitual en su modo de hablar tranquilo.
—¿Amigo mío? Nada de eso. Le conozco, naturalmente, le he visto en fiestas y hasta en la mansión de madame Reiner, pero es todo lo que sé de él, aparte de que es hombre de confianza del emperador y una especie de asesor del ministro de Asuntos Exteriores.
—Tienes mucho que aprender de esta ciudad, Harald. El conde Kupka es el director de la policía secreta imperial. Es responsable ante el ministro de Asuntos Exteriores, y el ministro sólo despacha con su majestad. Basta con una firma de Kupka en un papel para hacer desaparecer a quien sea.
—Qué interesante, Foxy. Siempre me había parecido un hombrecillo rancio y aburrido.
Fischer miró a su amigo. Era evidente que a Harald Winter no le intimidaba Kupka. Era esa valentía lo que a Fischer siempre le había atraído. Admiraba las audaces, por no decir irresponsables, empresas comerciales de Winter y sus descaradas historias de amor, su indiferencia ante la perspectiva de crearse enemigos como el profesor Schneider. A veces le tentaba el pensar que el valor de Winter era el único aspecto atractivo de su personalidad egoísta y sin escrúpulos.
—Harald, nos conocemos hace mucho tiempo. Si estás en apuros, a lo mejor puedo ayudarte.
—¿Apuros? ¿Con Kupka? No puedo ni imaginármelo.
—Es la noche de fin de año, Harald. A media noche comienza un nuevo siglo: el siglo veinte. Todas nuestras amistades estarán celebrándolo. Hay un baile de estado en el que se verá a la mitad de las testas coronadas de Europa. ¿Por qué tenía que verte Kupka precisamente esta noche?
—¿Por qué no te quedas y se lo preguntas tú mismo, Foxy? Lleva ya veinte minutos de retraso.
Fischer apuró su vaso de un trago.
—No pienso quedarme. Ese hombre me produce escalofríos —añadió dejando la copa en la mesa junto a la destinada al conde Kupka—. Pero quiero recordarte que esta noche las calles estarán desiertas, con excepción de algunos jaraneros borrachos. Una noche ideal para meter a alguien en un coche o tirarlo al Danubio.
—Mañana te llevarás una decepción, Foxy —replicó Winter con una amplia sonrisa—, cuando sepas que el conde Kupka sólo pretendía dar un paseo en mi automóvil.
En realidad, Kupka no quería dar un paseo en el automóvil de Winter, o si lo deseaba no manifestó su deseo. Tampoco era el conde Kupka el hombrecillo rancio y aburrido que Winter decía. Kupka era un hombre de anchos hombros, de manazas torpes que no casaban con su pálido rostro arrugado de cejas delicadas, depiladas para que no se juntasen sobre su nariz puntiaguda. Kupka tenía la cabeza grande, como un globo en el que un niño hubiese pintado sus rasgos sencillos e inexpresivos. Y, cual un globo pintado, su pelo con gomina le dejaba perfectamente liso el cráneo.
Kupka entró con abrigo en el salón. Llevaba el sombrero de copa levemente inclinado hacia atrás. Dejó el bastón y se quitó los guantes, sosteniendo el cigarro entre los dientes. Winter no se movió y Kupka tiró los guantes sobre la mesa, mientras Winter echaba un trago de borgoña, mirándole con la atención animada e indulgente con que habría acogido a un actor de teatro de variedades que sale de escena. Sólo recordaba otros dos hombres que fumasen enormes puros llevando el sombrero y el abrigo puestos, los dos criados de su casa de campo. Le divertía que Kupka actuase así.
—Winter, le agradezco mucho que haya tenido la amabilidad de entrevistarse conmigo sin haberle avisado con más antelación —dijo Kupka sacudiendo la ceniza del puro—. Sobre todo esta noche.
—Sabía que era algo urgente —replicó Winter con un hilo de voz que no pensaba cambiar.
—Claro, claro —añadió Kupka en un tono que indicaba que ya estaba pensando en la siguiente frase—. ¿Era Erwin Fischer ese que me he cruzado en la escalera?
—Ha estado conmigo tomándose un borgoña. ¿Le apetece a usted uno, conde Kupka?
—Con sumo gusto, herr Winter… —Antes de que Winter pudiese coger la botella para servirle, Kupka alzó la mano, y sus anillos de oro, algunos con diamantes, brillaron a la luz de las arañas—, pero, por desgracia, tengo trabajo… Seré lo más breve posible —añadió mientras Winter se servía vino.
—Se lo agradezco —contestó Winter—. ¿No quiere sentarse?
—A veces necesito estar de pie. Como en la Ópera; Mahler dirige su orquesta de pie. ¡De pie! Hay que ver; pero me resulta simpático. Yo a veces pienso mejor de pie. Sí… su esposa… Esta tarde he visto al profesor Schneider. Las mujeres son criaturas tan frágiles, ¿no es cierto? El problema sobre el que tengo que consultarle tiene su estricto origen en el maternal afecto de mi querida esposa por un primo lejano. —Kupka hizo una breve pausa para mirar la ceniza del puro—. Un joven algo alocado, aunque no más de lo que yo lo era a su edad, ni más de lo que usted lo fue, Winter.
—¿Alocado yo, conde Kupka?
Kupka le miró y enarcó las cejas fingiendo sorpresa.
—Más que nadie, herr Winter. ¿Ha olvidado ya aquellos exaltados con quienes se trataba cuando era estudiante? Si mal no recuerdo se llamaban ustedes la Sociedad del Águila de Plata. ¡Un estudiante de derecho!
Pese a hacer ímprobos esfuerzos por no perder la calma, Winter había acusado el impacto y replicó con voz quebrada.
—Eso no fue más que una diversión infantil —alegó dando un sorbo para aclararse la garganta.
—Para usted quizá, pero no para todos los miembros. Suponga que le digo que el anarquista que asesinó a nuestra emperatriz el año pasado estaba vinculado también a una organización llamada Águila de Plata —espetó Kupka dirigiendo la vista al retrato del emperador y calentando a continuación sus manos al fuego.
—Si me lo dijese, supondría que está usted jugando a algo pueril.
—¿Y si yo insistiese? —replicó Kupka sonriente. Su rostro no reflejaba ninguna crueldad perceptible. Le divertía la conversación y parecía esperar que a Winter le sucediera lo mismo. Por infundadas que aquellas acusaciones pudieran ser, habría bastado con hacer circular bien el rumor para causar perjuicio para siempre a Winter y a su familia.
—Entonces yo le desafiaría —replicó Winter con lodo el aplomo que pudo.
—¿Un duelo? —contestó Kupka riendo—. Deje esas tonterías para el estamento militar. Yo no soy más que un Einjährig-Freiwilliger, y en un año de voluntariado no se aprende a batirse en duelo —añadió sentándose frente a Winter y tirando despreocupadamente la ceniza a la chimenea—. Ahora que veo la etiqueta de la botella, creo que cambiaré de idea.
Winter le sirvió un vaso. Estaba hecha la faena del picador y descubierto el carácter y la debilidad del toro; el matador Kupka saldría ahora al ruedo.
—Ese individuo —dijo Kupka dando un sorbo al vino— obtuvo dinero de su banco.
—No es mi banco —replicó Winter, que venía preparado por haber mencionado Kupka en su recado a aquel cliente.
—Ese en el que una persona discretamente anónima posee dieciocho mil acciones nominales. En el que usted tiene despacho y secretaria. En el que al director le presentan para su aprobación toda transacción que excede de cierta cantidad. El primo lejano de mi esposa obtuvo dinero de ese banco.
—¿Quiere algún dato?
—Gracias, conozco todos los datos precisos. Sólo quiero darle el dinero.
—¿Adquirir el préstamo? —inquirió Winter.
—Con la debida comisión al banco.
—Su nombre es Petzval; dijo que su familia era de Budapest. El director no estaba muy convencido, pero parecía buena persona.
—Petzval, sí. A mi esposa le preocupa.
—¿Ha dicho usted primo lejano?
—La familia de mi esposa es un laberinto de primos lejanos y parientes. Un vino excelente, Winter. No lo he visto en la carta de vinos —dijo Kupka sirviéndose un poco más—. A ella le preocupa la deuda.
—¿Es que piensa que voy a hacerle algo? —dijo Winter.
—Usted no, querido amigo. Ni mucho menos. Lo que la preocupa es que se retrase en los pagos y recurra a un prestamista. Ya sabe usted a dónde conduce eso. He visto muchas vidas arruinadas —replicó Kupka sin dar muestras de desánimo—. Él quiere escribir un libro, y su familia no tiene bienes. Créame, Winter, es una deuda de la que más le valdría deshacerse.
—Ya me informaré de los datos —contestó Winter.
—El pago puede efectuarse como a usted mejor le parezca: billetes, oro, cheque certificado… y en cualquier plaza, Nueva York, Londres, París o Berlín.
—Me llega al alma su preocupación por ese joven —dijo Winter.
—Soy un tonto sentimental, Winter, ya lo ve. —A Kupka le cayó ceniza en el abrigo sin que se diese cuenta.
—Herr barón, una llamada telefónica para usted —anunció un criado entrando en el salón.
—Será el hospital —comentó Winter.
—Bien, le he entretenido demasiado —dijo Kupka, poniéndose en pie para despedirse—. Por favor, presente mis respetos y sinceras excusas a su bella esposa —añadió sin esperar respuesta, consciente de que a los personajes como él nunca se les niega lo que piden.
—Auf Wiedersehen, conde Kupka.
—Auf Wiedersehen, querido Winter —contestó Kupka juntando los talones con una reverencia.
Winter siguió al criado al piso inferior. El club había instalado hacía poco el teléfono, pero a pesar de ello no se recibían llamadas en el mostrador de recepción, pues un servicio mediante el cual las esposas pudieran fiscalizar la presencia de sus maridos en el club no era una innovación bien recibida. Por lo tanto, el aparato estaba entronizado en una gran mesa de caoba de un cuarto del primer piso, con un criado en permanencia continua para contestarlo.
—Winter al habla —dijo para demostrar tanto al que llamaba como al criado que en Berlín los teléfonos eran algo corriente.
—¿Winter? Le habla el profesor Schneider. Falsa alarma. Son cosas que pasan. Aún puede tardar dos o tres días.
—¿Cómo está mi esposa?
—Muy bien. Le he administrado un sedante suave y ya debe de estar dormida. Le aconsejo que descanse y ya la verá mañana por la mañana.
—Sí, eso haré.
—Su hijo nacerá en mil novecientos; con el nuevo siglo.
—El nuevo siglo no comienza hasta mil novecientos uno. Pensé que un hombre culto como usted no lo ignoraría —dijo Winter colgando del gancho el receptor.
Ya se oían tañidos de campanas de las iglesias de la ciudad, que hacían así gala de la habilidad de sus campaneros como saludo al nuevo año. Pero en la cocina gimoteaba un perro porque el sonido molestaba a sus oídos. Los perros detestan las campanas. Igual que Harald Winter.