«Lo decimos en serio»

—Otra vez Berlín esta noche —dijo el teniente de vuelo de la RAF. Era un hombre mayor con insignia de tripulante de observación de la primera guerra mundial y las correspondientes medallas. Ahora trabajaba en el Bloque de Operaciones como oficial de servicios de inteligencia; aparte de instruir a las tripulaciones cuando no estaba su colega, sus obligaciones eran muy superiores a las de un alto funcionario. Vestía la cazadora de combate propia de los aviadores en lugar de la guerrera corriente de oficial. Era un detalle de afectación, igual que el bigote «de manillar» que llevaba.

—Eso he oído —dijo el coronel Peter Winter.

No había que preguntarle a qué se refería, pues desde noviembre de 1943 Berlín había sido el objetivo de los bombardeos aliados. Suficientes bombarderos pesados habían alcanzado la capital alemana —a pesar de los cielos nubosos habituales en Berlín en invierno y las grandes extensiones de construcciones elevadas que dificultaban la detección de la ciudad en las pantallas del radar H2S— para devastar zonas enteras. La mayoría de los ministerios habían quedado inutilizables, al menos de momento, y lo mismo la quinta parte de las viviendas urbanas. Los servicios de información ingleses denominaban a aquella serie de ataques «la batalla de Berlín».

—Estas largas noches de invierno —dijo el hombre— les permiten llegar a tan lejano objetivo y volver a Inglaterra a cubierto en la oscuridad.

—Claro —dijo Peter.

—Espera al general Rensselaer, ¿verdad?

—Sí —contestó Peter. Se inclinó algo más sobre el ejemplar de Picture Post con la esperanza de que el hombre dejase de hablar. Ahora el aeródromo estaba tranquilo y el Bloque de Operaciones en silencio. Todos los bombarderos estaban en camino y no había nada que hacer hasta su regreso.

—Pero usted no es yanqui. —Era una extraña observación para una persona que vestía el uniforme del cuerpo de señales del ejército estadounidense con insignias y galones, aunque por aquel aeródromo de bombarderos de la RAF habían pasado toda clase de individuos en los más variados uniformes.

—Sí lo soy —respondió Peter.

—Pues no habla como un yanqui.

—Es que me eduqué en Europa —alegó Peter.

—Ah, ya —dijo el hombre—. ¿Dónde?

—¿Dónde?

—Dónde estudió. Ya sé que es una pregunta personal, pero tengo curiosidad por saber dónde aprendió a hablar tan buen inglés.

—Mi madre es americana —respondió Peter. Aunque le vino la tentación de explicar que su buen inglés lo había aprendido en Berlín de su nodriza escocesa, sabía por anteriores conversaciones que eso conducía a una serie interminable de preguntas que no tenía necesidad de contestar. Y le habían advertido mil veces que su misión era supersecreta, lo que significaba que había que mantener ocultos sus orígenes y su país de nacimiento.

—Sí, esta noche Berlín va a llevarse otra vez lo suyo. Les viene bien a esos cabrones; ya lo creo.

—Sí —dijo Peter—, les viene bien a los cabrones.

—El que me preocupa es mi muchacho.

—¿Su muchacho?

—Mi hijo. Vuela en los Lancaster y lleva ya cuatro misiones. Me preocupa. Los alemanes los llaman «aviadores terroristas», ya ve. Se sabe de casos en los que a nuestros muchachos los matan cuando se lanzan en paracaídas. Va en contra de la convención de Ginebra, pero los hunos son así.

—Hace calor aquí —dijo Peter dejando la revista—. La atmósfera está cargada y no hay ventilación.

—No se pueden abrir las contraventanas por la luz.

—¿Y no podrían camuflar las ventanas con cortinas para que entrase el aire?

—Lo probamos pero siempre había rajillas.

—¿Rajillas? —inquirió Peter. Eso era lo difícil del inglés: siempre inventaban palabras nuevas.

—Fisuras que dejan pasar la luz —dijo el hombre—. Ya veo que hace mucho que no está en Inglaterra.

—Parece una eternidad —añadió Peter.

—Eso es por la guerra —dijo el hombre—. A veces pienso que va a continuar después que yo haya muerto. Ya voy camino de los sesenta.

—¿De verdad? Pues parece más joven.

—Sí, me lo dice mucha gente. Es por el pelo, supongo —dijo el hombre mirando la taza vacía de Peter. Le habían puesto también platillo y sabía que era una deferencia por su rango, porque los ingleses no ponían platillo a todo el mundo—. ¿Más té, coronel?

—No, gracias.

—Me he fijado en que lo toma sin leche.

—No me gusta la leche en polvo.

—Así la toman los alemanes. No habrá nacido usted en Alemania…

—No. En Encino, California. —Daba siempre Encino como su lugar de nacimiento porque era un lugar que conocía y era lo más alejado de Europa que cabía pensar.

—Siempre me acuerdo de los alemanes cuando veo tomar el té solo —añadió el hombre levantándose—. ¿Seguro que no quiere más? Voy a decir a la chica que haga otra. Yo soy muy tetero.

—No, gracias.

—¿Prefiere café?

—No me gusta el café.

—A los alemanes les encanta. Me han dicho que los prisioneros alemanes no quieren creer que hayamos aguantado todos estos años de guerra sin racionar el café.

—Se lo creerían si lo probasen —replicó Peter intencionadamente.

—¡Ah! —exclamó el hombre, sorprendido de pronto, y luego soltó una carcajada corta—. Sí, ya le entiendo.

A los ingleses no les gustaban los chistes sobre su café. Peter ya lo había advertido. Se podía bromear sobre sus frías e incómodas casas, sobre el nefasto servicio de correos y teléfonos, sobre el gobierno e incluso sobre el rey, pero los chistes sobre la cocina inglesa o su poca maña para hacer buen café se consideraban una descortesía.

—Yo no tomo nunca café —dijo Peter.

En aquel momento se abrió la puerta y entró Glenn Rensselaer. Su oposición a vestir uniforme había desaparecido al nombrarle general de brigada. Tenía un estupendo aire castrense; su pelo gris le daba distinción en lugar de hacerle viejo y aún sonreía con frecuencia.

—Ahora mismo voy a preparar té, general Rensselaer —dijo el hombre.

—No, gracias, señor Parker. Tenemos prisa. Venga, coronel. ¿Tiene sus cosas de viaje?

—Su chófer las llevó al coche —respondió Peter.

—Vamos; conduciré yo. Usted abríguese, vamos en un jeep y es más frío que un dormitorio inglés.

La noche era oscura. Glenn Rensselaer despidió al chófer y se sentó al volante. Era un largo viaje hasta Londres, pero no le importaba conducir, aunque fuese en las estrechas, serpenteantes y oscuras carreteras inglesas. El jeep resultó ser ligeramente mayor y algo más cómodo que cualquier otro transporte de armas Dodge de tres cuartos de tonelada, pero también con laterales y techo de lona, sobre la que el frío viento tamborileaba un tatuaje antes de azotar a los pasajeros como una corriente de agua helada. Delante hacía menos frío, le dijo Glenn a su sobrino. Peter asintió con la cabeza y se abotonó el cuello.

Viajaron en silencio durante un rato. Peter iba pensando en Lottie. Reduciendo la condena al máximo por buena conducta, ya debería estar en libertad. Había escrito a su madre pidiendo noticias, pero no estaba seguro de si le llegaban las cartas.

Se preguntaba qué habría pensado el oficial de la RAF de haber podido leer sus pensamientos.

—Adivinó que era alemán —dijo de pronto.

—¿Quién? ¿Nosy? Le gusta probar a ver lo que averigua. La próxima vez que nos veamos me hará un aparte para decirme que lo sabe todo de ti. Fue interrogador en un campo de prisioneros de guerra. Cuando estaba allí quería estar aquí, y ahora que está aquí querría haberse quedado allí. Es esa clase de persona.

—Le llamaste «señor» Parker.

—Es lo habitual en Inglaterra para los oficiales de grado inferior.

—¿Habla alemán?

—Muy bien. Era aviador y le derribaron en mil novecientos dieciséis. Pasó el resto de la guerra entre alambre de espinos. Él se cree un experto en «mentalidad alemana».

—Es muy latoso.

—Un teniente de vuelo de la RAF es equivalente a capitán. Tú eres coronel; así que mándale callarse.

—No me siento coronel.

—Pues ahora ya debías hacerlo.

—Y ése ahí sentado con el pecho lleno de condecoraciones y el ala de insignia…

—¿Quieres ponerte las tuyas con la insignia de la división de zepelines?

—No es igual.

—Sí lo es. Tú no tienes por qué escuchar bobadas de Nosy ni de nadie como él.

—¿Ha llegado bien SIXPACK?

—¡Sí! Se recibió la señal de radio del avión a la hora prevista de lanzamiento. Ahora a ver qué pasa.

—Le irá bien —dijo Peter.

—¡Ah, qué raro que lo digas tú! ¿Por qué estás tan seguro de SIXPACK?

—Porque es un rufián —respondió Peter—. No tiene ninguna intención de seguir las órdenes. Él va a aprovecharse.

—¿Cómo exactamente?

—No lo sé, pero hay algunos que son así, Glenn. Oportunistas. Sólo les interesa el dinero.

—¿Le has comentado a alguien más lo que piensas de nuestros agentes?

—No todos son así, pero creo que no debemos dar mucho a SIXPACK si no estamos seguros de lo que recibamos.

—¿Te refieres a dinero?

—Claro. Pedirá más y más. Ya verás.

—Espero que te equivoques.

—No tiene gran importancia, ¿verdad?

—SIXPACK conoce a mucha gente, ¿no es cierto? —inquirió Glenn Rensselaer.

—Ése no volverá. Se esconderá.

—Tienes buen instinto para esa clase de tipos, Peter —dijo Glenn pensando en que las anteriores previsiones de Peter se habían cumplido.

—No es instinto, Glenn, es lógica. He vivido toda mi vida entre alemanes y los conozco muy bien; igual que te pasa a ti con los americanos.

—Claro —asintió Glenn aminorando la marcha en un cruce circular que los ingleses llaman «rotonda». Muchos americanos, al llegar de repente a esa clase de intersecciones, continuaban rectos y provocaban accidentes de tráfico—. Me gustaría algo de esa «lógica» en el avispero que me espera mañana. Ha pasado algo gordo —añadió reduciendo la marcha y rodando despacio hasta encontrar sitio para aparcar.

—No quería que viniese el chófer porque es algo muy importante —dijo apagando el motor. No se veía una sola luz ni se oía un ruido en la noche, con excepción de una lechuza y unos trenes en la lejanía.

—¿De qué se trata?

—Hace más de un año que los ingleses han podido sondear ciertos intentos de propuesta de paz.

—¿De Hitler?

—No, no de Hitler. De unos que pretenden derrocarlo y entablar negociaciones.

—¿Quiénes son?

—Ahí está. ¿Quiénes son? Hay distintos grupos. Uno se llama el Círculo Kreisau y lo constituyen pacifistas e intelectuales y muchos «von», «condes», etcétera. Apellidos rimbombantes. Eso por un lado.

—Von Moltke —dijo Peter.

—Tal vez.

—La finca de Moltke está en Kreisau, en Silesia —añadió Peter.

—¿Ah, sí? —dijo Glenn—. Creo que necesitan un poco más de discreción, porque si se adivina a la primera…

—¿Estoy en lo cierto?

El general Rensselaer no contestó a la pregunta.

—Los del Kreisau consiguieron que unos prelados de la iglesia viajasen a Estocolmo y hablaran con un obispo inglés que se encontraba allí. Él fue quien trajo el mensaje a Londres.

—¿Y cómo obtuvieron autorización para salir de Alemania?

—Eso es lo que a mí también me intriga. De todos modos, hay otros contactos. ¿Has oído hablar de un tal Goerdeler?

—Sí; Cari Goerdeler. Fue alcalde de Leipzig. Es un protestante monárquico antinazi.

—¿Qué clase de persona es?

—Duro, valiente, activo e inteligente.

—No está mal.

—Pero bocazas e impulsivo. Demasiado señalado como opuesto a Hitler para ser el centro de una conjura.

—Bien, pero ¿y si Goerdeler estuviese en contacto con el ejército?

—¿Con el ejército?

—Goerdeler ha intentado vender su revolución a los generales. Incluso viajó a Smolensk para reclutar al mariscal Kluge, comandante en jefe del cuerpo de ejército del centro en el frente este.

—¿Con qué resultado? —inquirió Peter.

—No lo sabemos. Sabemos, o creemos, que Ludwig Beck, que era jefe de estado mayor, es un prosélito.

—¿Y qué poder tiene actualmente?

—Influencia, dicen. El proyecto es derribar a Hitler, utilizar el ejército de reserva del general Fromm para tomar Berlín y luego entablar negociaciones de paz. Decimos inmediatamente sí y ellos consolidan el poder.

—La tropa del ejército de reserva la forman reclutas recientes y cambios de destino.

—Pero tiene armas y está ahí mismo en Berlín y otras ciudades.

—¿Y todo esto está maquinándose sin que se enteren los nazis?

—Los expertos dicen que Himmler no piensa esgrimir la daga contra Hitler, pero que está dispuesto a encabezar el gobierno en el momento en que alguien lo haga.

—Ése es el hombre a quien llaman Leal Heinrich —dijo Peter.

—Bueno, tal vez Himmler sea una cabeza muy visible, pero el almirante Canaris está con los conspiradores.

—¿Quién es Canaris?

—El director de la Abwehr. Por eso los generales están tan confiados, porque el jefe del servicio de inteligencia del ejército está con ellos.

—¿Y qué tiene que ver todo eso con nosotros?

—No tenía nada que ver, era un simple quebradero de cabeza para los ingleses, hasta que descubrieron nuestra oficina del OSS[11] en Berna y quisieron acelerar el asunto. Nuestro hombre en Berna lo comunicó a Washington, y ahora Washington nos pregunta si se le da crédito.

—¿Washington está dispuesto a llegar a un acuerdo?

—Washington es una águila con muchas cabezas. Yo imagino que lo que quieren es mantener la conspiración a fuego lento y nada más.

—¿Para ver si pueden aprovecharla?

—Si les dan un no rotundo, podrían irse a Moscú a hablarlo con el tío José.

—¿Tan cínico es Washington?

—Claro.

—¿Y qué es lo que tenemos que hacer?

—Los conspiradores van a darle el palo a Adolfo muy pronto; quizá en marzo. Aunque aun están por fijar la fecha y el método. Quieren que aportemos un agente y conexión radiofónica porque quieren emitir en seguida un comunicado de alto el fuego. Entonces, si las SS permanecen leales al régimen nazi y presentan batalla, ellos esperan inmediata ayuda militar. ¿Qué te parece?

—Sabía que sucedería esto —dijo Peter conteniendo su alegría. Siempre había confiado en que los alemanes recobrasen el sentido común y se librasen de los gángsteres nazis. Ahora la vieja Alemania, la Alemania imperial que él había aprendido a amar y honrar, recobraría su verdadero lugar en el mundo.

—Bueno, aún no ha sucedido, pero toquemos madera. Una solución política así podría ahorramos la invasión del continente. Quizá ahorrase millones de vidas.

—¿Y los rusos?

—Esperaba que no me lo preguntases, Peter.

—Lo digo en serio.

—Claro; yo también. Todos hablamos en serio: los ingleses, los rusos y quizá también Washington. Pero ¿hablan en serio esos hijos de puta de Berlín? Eso es lo que necesitamos saber, Peter.

—Marzo… No queda mucho tiempo.

El general Rensselaer no contestó. Dio la vuelta a la llave de contacto y reemprendió el viaje dejando que Peter Winter se lo fuese pensando con la mirada fija en la oscuridad.

Llegaron a Londres al amanecer. El cielo estaba irisado de rosa y se oía a las palomas, estorninos y gorriones de los árboles de la plaza. La casa londinense de Cyrus Rensselaer había sido cedida a la Cruz Roja americana y al Club de Oficiales, pero Glenn conservaba la dependencia de las caballerizas del callejón trasero adoquinado. Abrió las puertas de lo que había sido el establo y metió el Dodge.

—Si lo dejo en la calle, según los reglamentos, tengo que quitar el brazo del rotor —dijo—, y, a decir verdad, no tengo la menor idea de lo que es el brazo del rotor.

Peter sonrió y le ayudó a cerrar las puertas. Nunca sabía si dar crédito a las autoinculpaciones de su tío. Acomplejado por sus sesenta y tres años, Glenn últimamente había empezado a hablar de sí mismo como si fuese un redomado idiota. Quizá fuese porque la guerra la llevaba gente más joven; los que pilotaban los aviones, mandaban los barcos y ganaban medallas. Ahora hasta algunos generales eran poco menos que muchachos.

—¡Brazo del rotor! —siguió mascullando Glenn Rensselaer—. Total, cualquier ladrón podría ir por la calle con un puñado de brazos de rotor apoderándose de todos los vehículos que quisiera.

Comenzó a subir por la vieja escalera de madera. Poco había cambiado aquello desde que fuera cochera y establos, y aún se veían los pesebres y los desagües.

—¡Ah, qué bien! Ha estado Sally —dijo.

—¿Sally? ¿Quién es Sally?

—No es mi querida —respondió Glenn riéndose—. Es lo que los ingleses llaman asistenta: la mujer que me hace la limpieza —añadió acercándose al fregadero meneando afirmativamente la cabeza al ver lo limpio y ordenado que estaba todo; encendió la luz—. Estas viviendas de caballerizas son muy oscuras. Es lo malo que tienen.

—Está muy bien —dijo Peter, mirando el lugar con cierta reticencia. No sólo era oscuro, sino muy pequeño; la «cocina» era un simple hornillo en la entrada y el cuarto de baño un precario retrete. El superadaptable Glenn —que había pasado toda su vida en viviendas de fortuna— no parecía advertir el inconveniente—. ¿Quién vivía aquí?

—El chófer de papá… ¡con la mujer y los hijos! —dijo Glenn sacándose del abrigo una botella de whisky que dejó en la mesa—. Cuando empezaron a racionar el gas, encontró otro trabajo y se fue. —Haciendo equilibrios en una silla, Glenn abrió un armarito que ocultaba los contadores eléctricos y una maraña de cables viejos, y pulsó un botón con el tosco letrero de Agua caliente. Luego se bajó de la silla, acalorado por el esfuerzo, y echó un vistazo a la correspondencia que le había dejado la asistenta en un pequeño escritorio recuperado de la casa paterna. Revisó rápidamente las cartas y tiró un ejemplar del Saturday Evening Post sobre un montón de revistas sin abrir—. Papá me envía revistas y me dice que así no olvidaré mis raíces —dijo riendo mientras enchufaba una estufa eléctrica—. Se calienta en nada. —Y antes de que se calentase, se quitó el abrigo y la guerrera y los tiró encima de una silla. Después miró en el frigorífico a ver si le había comprado leche. Peter se dijo que los americanos eran muy aficionados a los lácteos. Hasta los hombres pedían vasos de leche en los restaurantes o entraban a una cafetería a tomarse un helado. Después de una escaramuza con un cuchillo, Glenn consiguió desprender una bandejita de hielo—. Asistenta —dijo como hablando consigo mismo—, ¿verdad que estos ingleses son la monda? Hasta en los urinarios de hombres pone Caballeros —añadió poniendo el hielo bajo el grifo—. Quítate el abrigo y ponte cómodo. ¿Whisky?

—No, gracias.

—A lo mejor te apetece un sueñecito —añadió echando cubitos de hielo en un vaso alto.

—No —respondió Peter.

—Si tienes hambre, tengo ahí huevos auténticos. Sally los consigue de estraperlo.

—Gracias, no tengo ganas.

Afuera, en el callejón adoquinado, se oyeron llegar unos taxis y voces de gente que salían de una fiesta y se despedían. Peter antreabrió la cortina para mirar. En la casa de enfrente, un chófer limpiaba un Daimler con la manguera, mientras dos niños hacían carreras de fósforos de madera en el riachuelo. En los taxis montaron unas mujeres con abrigo de pieles, un par de oficiales ingleses de mala catadura, un marinero polaco y un hombre vestido de esmoquin. Así era Londres en aquella época, una curiosa mezcla de elementos incompatibles, y aquel tipo de viviendas se alquilaban con frecuencia a gente de paso.

—A mediodía tengo que hablar con Boy Piper. Voy a bañarme y arreglarme —dijo Glenn abriendo la botella de whisky obtenida en el economato del ejército americano y sirviéndose; se aflojó la corbata y se sentó en un sillón. Puso los pies en una mesita y dio un sorbo.

—¿Por lo del putsch contra Hitler?

—Sí. Han dispuesto que yo le tenga informado.

—¿Sigue sir Alan trabajando para los ingleses?

—Oficialmente, no, pero su sustituto le ha confiado asuntos de responsabilidad. A los ingleses se les da muy bien dividir el mando sin pelearse. De eso deberíamos tomar ejemplo. En los barcos que transportan tanques los oficiales del ejército y de la marina tienen el mismo mando. Intenta hacerlo en un barco americano y se organiza una batalla campal a puñetazos.

—Pero ¿la última palabra la tienes tú?

—Sé lo que estás pensando, Peter. Olvídalo.

—¿La última palabra la tienes tú?

—Cuando hemos perfilado un plan, se lo presento a Boy y él lo aprueba.

—¿Y si no lo aprueba?

—Es porque tiene motivos fundados, y yo lo reviso.

—Confías en él, ¿verdad?

—Claro. Es un viejo amigo. ¿Es que no debería confiar?

Peter no contestó. Todavía le molestaba la antigua historia de Piper con su madre.

—¿A qué clase de hombre vais a lanzar para que entre en contacto con esa gente?

—A nadie importante. Washington ha cursado instrucciones sobre lo que no debemos hacer. No tiene que ser un político ni un asesor político. No tiene que ser un oficial superior. Un operador de radio, alguien de quien se pueda prescindir, imagino.

—Esa gente no negociará con un sargento del cuerpo de transmisiones —dijo Peter, espantado.

—Por Dios, quítate el abrigo, siéntate y descansa. Me pones nervioso ahí de pie como si estuvieras de guardia. —Y como para dar mayor énfasis a sus palabras, Glenn se quitó los zapatos y los tiró a un rincón, junto a la silla donde había dejado el abrigo y la guerrera—. ¿Negociar? ¿Quién habla de negociar?

—Claro, porque el que enviéis será representante de los gobiernos aliados.

—¡Ni mucho menos!

—Eludes la realidad porque quieres eludirla. Esos generales y mariscales ni siquiera darán los buenos días al emisario que vosotros planeáis.

—¡Pues que se vayan al cuerno!

—¿Es ése el enfoque oficial? ¿Preferiríais realmente que esto no hubiera sucedido? ¿Queréis estar seguros de que fracasa? ¿Acaso es el modo de demostrarles que los aliados no toman parte en la conspiración contra Hitler? ¿Enviándoles un operador de radio reenganchado sin formación?

—Peter, eres un ingenuo.

—Anoche me dijiste que con esto podrían salvarse millones de vidas —dijo Peter quitándose la chaqueta.

Los americanos se pasaban de la raya; lo que para ellos era comodidad, a él le incomodaba.

—No sé qué pensar, Peter; ésa es la verdad.

—Tienes que tomártelo en serio, Glenn. Sería horrible dejar a esa gente sin apoyo. Arriesgan sus vidas y las de sus familias. Ya sabemos cómo actúa la Gestapo.

—Entonces, tú mandarías a un general americano…

—Tenéis que enviar un general que hable alemán.

—Menudo golpe de propaganda para Goebbels si lo capturan.

—No tan fuerte como el de que Hess, delegado del Führer, volase a Escocia. Y el régimen nazi lo superó.

—Un general…

—O alguien a quien consideren de su mismo nivel social —insistió Peter—. Alemania es el país más clasista del mundo, por mucho que se diga de los ingleses, y el cuerpo de oficiales alemán es su fibra más sensible.

—Creo que de esas cosas sabes tú mucho más que yo, Peter.

—Sí, Glenn. Yo los conozco.

—Pero consideras que es una oportunidad para que los alemanes demuestren que no apoyan a Hitler…

—Sí, los buenos alemanes.

—Quieres decir los alemanes de clase alta: el cuerpo de oficiales prusiano, los intelectuales, los académicos y las personas de buena familia.

—¿Y qué? ¿Qué hay de malo?

—Nada. Sólo quería llegar a la terminología correcta.

—Ha habido muchas oportunidades para que los trabajadores derrocasen a Hitler, y de ellos no ha salido nada porque Hitler tiene popularidad entre la clase obrera. Hitler ha acabado con el paro y ha dado a los obreros el mejor nivel de vida de Europa, mucho mejor que el de Inglaterra, y los obreros con buen nivel de vida no reclaman con urgencia libertad de prensa y de expresión.

—Es una lástima.

—Pero es la verdad —replicó Peter.

—¿Así que la contrarrevolución depende de los generales? —dijo Glenn en tono burlón.

—Te parecerá divertido —replicó Peter—, pero quizá no te das cuenta de lo que arriesgan los conspiradores.

—De acuerdo, Peter. Tienes razón. Supongo. Pero tengo la corazonada de que si te dijera que íbamos a lanzar en paracaídas sobre Berlín al kaiser para que encabezase una revolución contra Hitler sentirías más entusiasmo.

—El kaiser murió en Holanda en mil novecientos cuarenta y uno —replicó Peter, tajante y lacónico, esperando en parte que su tío le dijese que estaba equivocado.

—La gente dice que los alemanes no tenéis sentido del humor —añadió Glenn.

—Tienes que dejarme ir —dijo Peter, haciendo caso omiso de la pulla.

—Bueno, los dos sabíamos perfectamente lo que tenías en la cabeza desde que te lo conté anoche, pero yo no creo que sea una buena idea.

—La gente que has mencionado tiene aproximadamente mi edad y es de mi clase social. Yo soy alemán y puedo hablarles.

—Tú eres un desertor.

—No, no lo soy —replicó Peter, casi con lágrimas en los ojos.

—Para ellos, sí —insistió su tío.

—La guerra me sorprendió en Estados Unidos.

—¡Peter! Llevas el uniforme de coronel del ejército de Estados Unidos. Estamos en guerra con Alemania. ¿Crees verdaderamente que a tus compatriotas les va a parecer un capricho del destino?

—Con tu permiso, ahora sí voy a tomar una copa —dijo Peter.

—Hay más bebida en el escritorio. Tengo que guardarla bajo llave para que no se la lleve Sally para la gripe de su marido. Sufre mucho de gripe. Hay vasos en el armario de encima del fregadero. Ponme otro whisky, por favor.

—Yo sé lanzarme en paracaídas —dijo Peter al regresar con la botella.

—Lo sé. Te estuve viendo y casi me muero del susto.

—¿Ah, sí? —Sirvió otro whisky a su tío y él se puso un poquito.

—Tenías que llevar el grupo a Gales a la semana siguiente, y si te hubieses roto la crisma tendría que haber ido yo. Y detesto esos viajes a Gales.

—Yo puedo hacerlo, tío Glenn.

—Ah, ¿ahora soy «tío Glenn»?

—En serio.

—Peter, no era broma cuando dije que era una misión para una persona que no fuese imprescindible. Y tú lo eres.

—Vale la pena correr el riesgo.

—Tú crees que vale la pena, pero no eres quien dirige el departamento. Lanzar a alguien en paracaídas es bastante fácil, pero si falla la sublevación militar, los nazis te tendrán en sus garras y entonces no habrá manera de sacarte.

—En ese caso ninguno tendrá mejores posibilidades de supervivencia que yo. Conozco Berlín, he vivido allí, tengo familia que puede esconderme.

—Y tu madre es mi hermana.

—Exacto —respondió Peter, sabiendo que cualquier posibilidad de poner en peligro a Veronica jugaría muy en contra de que le confiasen la misión. Cogió su whisky, pero nada más levantar el vaso, el olor dulzón le revolvió el estómago y volvió a dejarlo.

Su tío le observaba atentamente.

—Claro que hay motivos para designarte a ti, pero los factores en contra pesan mucho más.

—Explícamelos.

—¿Los factores a favor…? —El propio Rensselaer se había metido en la trampa y ahora tenía que seguir. Peter esperaba que lo tratase como un igual y así iba a ser—. El general Fromm está muy comprometido con los conspiradores, y en su estado mayor está un general llamado Horner que fue cadete con tu hermano.

—¿Horner? ¿Alex Horner? Claro; le conozco. Es uno de esos prusianos íntegros: honorable, listo, serio. Nunca formaría parte de algo que pudiese fallar.

—Tranquilo. No sabemos si Horner está también con ellos. Únicamente Fromm sí, y Horner es de su estado mayor.

—¿Y mi hermano?

—¿Pauli? No, no hay ningún dato de que Pauli esté implicado.

—Horner debe de ser su amigo más íntimo. Pensé…

—La política separa a amigos y familias —dijo Rensselaer—. Supongo que ya lo has comprobado.

—Sí, hace mucho.

—Pauli no es el tipo de persona revolucionaria, Peter. Tú lo sabes. Pauli nada a favor de la corriente.

—Él me salvó en el mar.

—De acuerdo, no ha sido una analogía muy acertada; pero Pauli no es la persona que se une a una conjura. Pauli es el clásico sabueso que huele lo que hay y lo comunica obediente a sus superiores.

—Eso no es justo, tío Glenn. Pauli es la persona más amable y liberal del mundo.

—Te confieso que me preocuparía si me enterase de que Pauli está implicado en este asunto. Yo le quiero, Peter, de verdad que sí; pero Pauli tiene su estilo propio de hacer las cosas. Cosas que pueden ser estupendas, pero no se puede confiar en la gente que tiene su propio modo de hacer las cosas.

—Quiero ir. Solicito ir. Oficialmente.

—Tranquilízate, Peter. Ya lo hablaremos mañana.

—Dile a Boy Piper que quiero ir —insistió Peter—. A ver qué dice.

—Yo sé lo que va a decir —dijo Glenn.

—¿El qué?

—Te diría en seguida que sí.

—¿Entonces?

—Otra cosa —prosiguió Glenn Rensselaer que ya se sentía obligado a poner todas las cartas sobre la mesa—. No disponemos de nadie que reciba a un agente en la región berlinesa. Los ingleses tendrán que montar la recepción en Bernau, lugar que les gusta porque está situado en el tramo directo a Berlín. Y sé de buena tinta que su hombre allí es ese Samson.

—¿Brian Samson? ¿El que le di el empleo en la fábrica de Bremen?

—Ése. Le ordenaron volver hace unos seis meses.

—¿Y por qué no puede hacerlo Samson?

Glenn apuró su vaso e hizo una mueca.

—Samson no sabe nada de estos asuntos, y además tiene su propio trabajo y no podemos comprometerlo revelando su identidad a los conspiradores. El que enviemos tiene que ser minuciosamente aleccionado. Y Samson no debe de tener ni radio. Seguramente no le han enseñado a manejar un transmisor. No hay manera de explicarle las longitudes de onda. Hay miles de razones… pero, aunque se superasen esos inconvenientes, los ingleses no consentirían que un agente suyo del SIS hiciera un trabajo como ése. Los ingleses mantienen sus actividades totalmente al margen de los servicios comunes de información. Todas las «operaciones» las dirige el SOE en esa oficina de Baker Street, y se centran en los países ocupados. Actualmente no operan en las cercanías de Berlín.

—Samson —repitió Peter—. Yo confiaría en Samson.

—Pero ¿confiaría él en ti? —replicó Rensselaer—. Hasta ahora los del SIS británico se han negado a colaborar con los nuestros porque dicen que somos aficionados y que los agentes nuestros son renegados —añadió mirando el reloj—. Ya debe de estar caliente el agua. Tengo que organizarme si quiero cumplir todos mis compromisos hoy.

—Habla con Boy Piper —insistió Peter.

Glenn Rensselaer le miró. No se había mencionado el nombre de Lottie. Mejor.

—Le hablaré —dijo conectando la radio para oír las noticias. La tenía sintonizada con la emisora de las fuerzas americanas: una orquesta interpretaba Do nothing till you hear from me[12].

El general Rensselaer llegaba tarde a la entrevista con sir Alan Piper, o «sir Boy» como le llamaban algunos bromistas. Glenn detestaba llegar tarde, pero iba pensando en que la conversación con Peter había merecido la pena. Le hicieron pasar al nuevo despacho de su amigo, un cuarto que daba a un solar bombardeado lleno de yerbas, ahora que Piper ya no dirigía el departamento.

Aunque la habitación era más reducida que la que ocupaba anteriormente, estaba en el mismo descansillo de la cocina y de las señoras que se encargaban del té. Piper, un empedernido bebedor de té, opinaba que, en el fondo, había sido un cambio ventajoso. Había también otros cambios; en particular un joven con ojos muy abiertos, nariz afilada y pelo lacio, nombrado ayudante especial de Piper. Glenn Rensselaer estrechó cortésmente la mano de aquel nervioso joven que había salido de la universidad con inmejorables notas en griego. A Glenn le parecía un extraño candidato para un trabajo en el Servicio Secreto de Inteligencia, pero los ingleses preferían gente que tuviese estudios de poca aplicación práctica.

—El señor Frank Harrington —dijo Piper— tomará unas notas, si te parece bien.

—Por supuesto —respondió Glenn, mientras el joven se quitaba el abrigo y salía en busca de las imprescindibles tazas de té.

—Es un joven muy inteligente —dijo Piper a la defensiva una vez que Harrington hubo salido—. Es uno de los jóvenes seleccionados para las tareas de seguridad en Alemania una vez que ganemos la guerra. Existe el proyecto de montar una oficina en Berlín dirigida por Gaunt, al que ya conoces. Harrington y unos cuantos seleccionados más trabajarán allí.

—¿Ya estáis pensando en eso? —inquirió Rensselaer, sorprendido—. ¡Dios mío! Pero si aún no hemos invadido Europa…

—Sí, ya sé —dijo Piper—. A veces me resultan chocantes estos preparativos para el futuro.

Glenn Rensselaer miró a su amigo y sonrió. Piper tenía setenta años. Sólo Dios sabía cómo se las había arreglado para seguir trabajando. La guerra, pensó; la misma guerra que a él le había servido para obtener un nuevo empleo cuando ya tenía edad de jubilarse. Volvió a entrar Harrington haciendo equilibrios con dos tazas de té. Las dejó respetuosamente en el escritorio y fue a coger una lata de galletas caseras reservada para visitas especiales.

—Bien, ¿qué ha dicho? —inquirió Piper.

—¿El joven Winter? Ha dicho que sí, lo que imaginábamos. De hecho casi tuve que contenerle para que no viniese aquí a echarte su discurso.

—¿Qué discurso?

—El mismo que tú me largaste, con algunas variantes.

—Sí, habrá unas variantes. No creo que un alemán lo vea exactamente como yo.

—Nunca he sido capaz de odiar a los alemanes de la manera que tú lo haces, Boy —dijo Rensselaer a su amigo.

—Yo no odio a los alemanes, pero sí su actitud para con los demás. Odio esas lágrimas de cocodrilo que vierten por sus propias víctimas. Cuando estuve en Alemania, antes de la guerra, vi por todas partes carteles que decían: Los judíos son nuestra desgracia. Ellos hacen víctimas a los judíos, les roban, los encierran y los matan, y dicen que los judíos son su desgracia. Eso es lo que odio de los alemanes. —Sacó una caja de puros del cajón del escritorio y ofreció uno a Rensselaer. Era un gesto de consideración porque veía a Glenn preocupado—. Y sólo Dios sabe lo que vamos a encontrar en esos campos de concentración cuando lleguemos allá. Los informes que nos llegan son tan horrorosos que casi no pueden creerse, pero cada día se confirman esos horrores. ¡Es como si tratasen de exterminar a la población judía… en toda Europa!

Rensselaer cogió un cigarro y lo mantuvo sin encender. Los puros encendidos son para pensar, abstraerse o deleitarse y no para momentos de inquietud como aquél. Piper le dejó que pensase y hubo un momento de silencio. ¡Maldita sea!, ¿por qué se habría metido en aquel atolladero? Peter era familiar suyo.

—Quisiera tener un par de días para buscar otra alternativa —dijo.

—Desde luego —respondió Piper asintiendo con la cabeza y sirviendo té—. Ya sé que te resulta difícil, viejo amigo. Pero tu sobrino parece ser la persona ideal.

—Tenemos que hacerlo con un avión, ¿verdad? —dijo Glenn, aceptando cortésmente el té y dejándolo en la mesa. No aguantaba aquel té inglés tan fuerte.

—Me temo que sí, Glenn. A todos tenemos que lanzarlos en paracaídas. También a ese respecto tu sobrino es adecuado.

—¿Habéis lanzado alguna vez a gente no entrenada?

—Sí, y siempre se lesionan. A veces sólo es un tobillo dislocado, pero verse impedido en la zona de toma de tierra equivale a una condena de muerte. Lo de la radio es mucho más fácil; actualmente tenemos transmisores que podría manejarlos un niño —dijo Piper sonriendo y tomando el té.

—¿Y regresaría por Suiza?

—Es posible, pero creo que debo serte sincero, Glenn. Las probabilidades de que vuelva sano y salvo no son del ciento por ciento.

—Pensé que Samson iba a volver; me dijiste que su mujer iba a tener un hijo y le habíais prometido el regreso.

—Samson es un caso especial. Es uno de nuestros mejores agentes. Le llevamos hasta Estocolmo en un Mosquito y fue directamente a Alemania en un barco sueco. Tiene documentación de primera calidad y saldrá muy pronto. Silas Gaunt quiere que Samson sea su agente número uno porque los equipos de seguridad del gobierno militar tienen que estar a punto cuando lancemos la invasión, y tienen mucho trabajo que hacer. No puedo ponerle en peligro por ayudar al que vosotros enviéis… La documentación que le deis va a ser algo improvisada y no puedo arriesgarme, Glenn; de verdad que no.

A Glenn se le estaba revolviendo el estómago. Siempre había tenido a gala mantener una actitud neutra y profesional en todo lo que hacía, pero Peter era pariente suyo y durante el último año había crecido su relación.

—O sea, que no es imprescindible… —dijo con voz neutra.

—Sabes que no he querido decir eso. Haremos todo lo que esté en nuestra mano para sacarlo, pero no hay grandes probabilidades.

Glenn golpeó absorto el puro contra la palma de la mano.

—¿Debo entender por lo que has dicho que no dais muchas probabilidades al asesinato de Hitler?

Piper se levantó, fue hasta la ventana y contempló el espacio vacío en donde no hacía mucho se había alzado una bonita casa estilo reina Ana, del que habían retirado los escombros y ahora estaba lleno de ortigas y yerba.

—No muchas. Es algo muy difícil. Esperamos que salga bien y prevemos lo que hay que hacer si falla. Es lo único viable, ¿no?

Se volvió y observó que su amigo había comenzado a deshacer el puro. Aquello era infumable.

Winter
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