«¿Moscú?, dijo Pauli»

—Bueno, dije que lo conseguiríamos y ya está —dijo Fritz Esser frotándose las manos de alegría. Vestía otro de sus innumerables y estupendos trajes hechos a medida, pero por la frente ya empezaba a estar calvo.

Pauli Winter le miró a través del enorme escritorio de aquel despacho del Ministerio del Interior y sirvió dos copas de schnapps. Ahora casi nunca bebía, pero se trataba de una celebración.

—Por el próximo ministro del Interior —dijo brindando.

Fritz Esser levantó exageradamente su copa, que brilló al sol de agosto.

—Por el próximo ministro del Interior, con tal que sea yo —dijo.

Se echaron a reír y bebieron. Era un gran despacho del Ministerio del Interior. Una habitación en una esquina del edificio con una de las mejores vistas de la ciudad. Por una de las dos grandes ventanas se veía el tráfico de Unter den Linden y por la otra la Pariser Platz y la puerta de Brandeburgo. Desde que Hitler había cumplido cincuenta años, en abril, fecha en que se había inaugurado el magnífico bulevard Este-Oeste con un desfile militar de cuatro horas bajo aquel arco, aquello era el centro de la nueva y enérgica Alemania imperial. Pero en el ministerio todo seguía como años atrás, con paredes recubiertas de madera, ricas alfombras y confortables sillones. Lo único nuevo era la fotografía sepia de Adolf Hitler en la pared.

—No durará mucho el ministro —dijo Pauli—, y el Führer quiere que ocupes su puesto.

—Eso ha dicho.

—Pues el cargo es tuyo —afirmó Pauli.

—No siempre se puede hacer caso de lo que dice el Führer —añadió Esser con cautela mirando a su alrededor—. Le gusta enfrentar a la gente, y no tengo la seguridad de que no haya ofrecido el cargo a otro… a Heini o a Reini, por ejemplo.

—Ésos ya tienen bastante —dijo Pauli. Se había acostumbrado a aquella muletilla de Esser de llamar a la gente por su nombre de pila y sabía que se refería al Reichsführer de las SS Heinrich Himmler y al Gruppenführer de las SS Reinhard Heydrich. A veces Fritz Esser se complacía en los formalismos y nombraba a todos por su rango y título, y así, algunas veces, cuando había visitas, a él le llamaba doctor Winter o Winter a secas. Pero otros días sucedía exactamente lo contrario y se refería al Führer llamándole Dolfo—. Ahora que por fin trabajamos juntos, les demostraremos lo que valemos —concluyó diciendo.

—Me temo que tendrás que estar yendo y viniendo a Prinz-Albrecht-Strasse —dijo Esser—. Querían que dimitieses oficialmente en el SD de Heydrich para darte otro despacho aquí en Wilhelmstrasse, pero yo dije que preferías quedarte donde estabas.

—Ya lo he hablado con ellos —dijo Pauli—. El SD sigue siendo una organización del partido y Heydrich depende de los fondos del partido. No quiero tener un futuro tan incierto. En la Gestapo cobraré mi pensión del estado y tendré asistencia médica.

—Sí —asintió Esser.

—Tengo casi cuarenta años y tengo qué ser práctico —dijo Pauli—. ¿Qué tal ha estado la reunión? —añadió cambiando de tema.

—¿Quieres que te diga algo que siempre me sorprende? —dijo Esser sirviéndose otra copa y prosiguiendo sin esperar respuesta de Pauli—. Pues ese deseo oculto de todos los que conozco de formar parte del estado mayor del ejército.

—¿Ah, sí? —dijo Pauli, que en sus más recónditos sueños también lo deseaba.

—A los generales todos les reverencian y les hacen la rosca. Es asqueante.

—¿Y el Reichsführer de las SS no? —inquirió. Pauli. Esser acababa de entrevistarse con Himmler.

—Él es igual. Todos tratan a los militares como a dioses, y la última obsesión de Heini es tener sus propios soldados.

—Ya los tiene.

—Pero es que quiere todo un cuerpo de ejército para él solo. Y dice que entonces tendrán que hacerle del estado mayor. «¿Para qué demonios quieres formar parte del maldito estado mayor?», le he dicho. «No lo entenderías, Esser —prosiguió éste poniendo cara triste e imitando la voz de pito de Himmler—. Tú no eres militar», me contesta esa cabra loca —añadió Esser echándose a reír—. Me han dado ganas de decirle que él tampoco ha sido militar, salvo quizá unas semanas en la escuela de cadetes al final de la guerra.

—Y les ha dado uniformes grises de campaña; en el ejército están que trinan.

—Waffen SS, dice que los va a llamar. Pero todo quedará ahí, en un nombre. El ejército ya ha tomado medidas para que esa estupidez no prospere.

—¿Ah, sí?

—Mira, Heine no puede enrolar a nadie, ¿no? El servicio militar obligatorio descarta la posibilidad de un ejército de SS. Como el mismo Heini dice cuando adoctrina y entrena a sus muchachos, el ejército se los lleva y se queda sin ellos.

—Pueden incorporarse a las SS al salir del ejército —dijo Pauli.

Cuando salgan del ejército —repitió Fritz Esser con una mueca—. Y si salen del ejército. Pero Heini no quiere los restos del ejército; quiere su propio ejército. Está loco. Ya sabes, se le ocurren ideas disparatadas y luego no hay quien se las quite de la cabeza.

—No sería difícil superar el problema —dijo Pauli.

—¿Cómo? —replicó Fritz Esser con un bufido—. El departamento jurídico del ejército sigue diciendo a gritos que sólo ellos tienen derecho a reclutar, y Heini lo ha revisado todo con sus mejores leguleyos para encontrar algún resquicio.

—¿Sus mejores abogados? —dijo Pauli—. ¿Esos trapisondistas del departamento jurídico de las SS?

—Es el ejército el único que tiene potestad para las levas —dijo Esser con esa obstinación a la que recurren las personas cuando desean de todo corazón que les contradigan.

—Sí —asintió Pauli—. El ejército tiene el derecho a enrolar a los civiles aptos para servicio en edad militar, pero hay exentos.

—Los que no son aptos —dijo Esser—. Él ya se lo ha mirado.

—No, no sólo los inútiles —replicó Pauli—. Los policías están exentos.

—No se puede gobernar un país sin policía —dijo Esser.

—Cierto —contestó Pauli sonriendo—, pero Himmler es el jefe de las fuerzas policiales y podría enrolar a sus hombres en ese ejército que quiere organizar y reclutar más policías para reemplazarlos.

—¿Es legal eso? —inquirió Esser con cara de palo.

—Más o menos —respondió Pauli, reflexionando sobre las posibilidades—. Y podría hacer lo mismo con los guardianes de los campos de concentración. Firman por doce años, ¿no? Podría formar un cuadro con sus cinco regimientos de Totenkopf de las SS y estructurar una división a partir de eso. Y luego reclutar más guardianes para los campos.

—Así tendría un gran batallón de Totenkopf y una Polizeidivision… —dijo Esser—. Casi tendría su deseado cuerpo de ejército de SS —añadió no muy convencido—. ¿Dices que eso es legal?

—Sí —contestó Pauli.

—Si tienes razón, Heini te dará un beso —dijo Esser.

—Entonces dile que es idea tuya —contestó Pauli.

—Sacaría casi dos divisiones.

—Y ahora que ya no existe Checoslovaquia podría reclutar en el nuevo protectorado del Reich y quizá en la república eslovaca. Con la cantidad de Volksdeutsche[10] que viven allí, seguro que le llegan para formar dos divisiones.

Volksdeutsche… Eso sería legal, ¿verdad? —inquirió Esser tocándose la parte superior del cráneo, donde llevaba cuidadosamente peinado el pelo que le quedaba.

—Claro, el ejército no podría quejarse de eso. El ejército únicamente tiene derecho a reclutar dentro de las fronteras de Alemania, no pueden reclutar alemanes que vivan en otros países.

—Estupendo, Pauli —añadió Esser con una sonrisa traviesa que surcó su rostro de torta, recreándose en pensar en el momento en que se lo dijera al ambicioso Himmler.

—¿Tú crees? No estoy muy seguro de que debamos animar al Riechsführer de las SS a saltarse las competencias del ejército.

—¡Bah, tonterías! —exclamó Esser, regocijado—. Démosle un ejército para que lo organice: necesita hacer algo. ¿No podrías pasarme a máquina esas ideas en forma de una especie de informe, con un apéndice reseñando las referencias jurídicas? Lo guardaría en mi caja fuerte. No quiero que lo lea ningún intruso.

—Si así lo deseas, lo dictaré esta tarde, Fritz.

—Basta con que lo tengas para el fin de semana. Me voy al Obersalzberg a ver al Führer y en cuanto vuelva me marcho a Moscú en avión con Ríbbentrop y su pandilla.

—¿A Moscú? —inquirió Pauli.

Fritz Esser hizo un guiño.

Pauli sonrió y pensó que sería una de sus bromas, lo que decía cuando iba a desaparecer unos días con alguna nueva novia.

—Si no he vuelto para el cumpleaños de Inge, dale un fuerte beso y dile que no la olvido. —Siempre había sido un enigma para Pauli lo bien que se llevaban Inge y Fritz. A ella parecían gustarle, a pesar del fuerte deje, los rudos modales y los chistes groseros. «Ay, si te hubiera conocido yo antes que Pauli», solía decirle con un guiño descarado, dándole un azote en el trasero—. La felicitas de mi parte.


Pauli olvidaba a veces la fecha del cumpleaños de su mujer, por lo que había decidido encargar a la florista que le enviara muchas flores con una tarjeta en la fecha en cuestión todos los años. A veces resultaba un chasco, como sucedió una vez que habían ido a Italia y al volver se encontraron con la casa llena de flores. En otra ocasión las flores llegaron cuando estaban en plena pelea.

Pero generalmente funcionaba bien. Esta vez llegó a su casa y se encontró todo bien adornado con flores y a Inge de muy buen humor. Se cambiaron para salir a cenar. Inge estaba maquillándose sentada en combinación ante la coqueta; se había dejado crecer el pelo y le caía ondulado por las orejas y la nuca, en un estilo más femenino. Tendría que ir unas cuantas veces a la peluquería, pero podían permitirse esos pequeños lujos.

En el marco del espejo había colocado las tarjetas de felicitación recibidas de las familias de ambos. Los Winter siempre le regalaban alguna joya; este año un reloj. El profesor Wisliceny había enviado un valioso jarrón antiguo con flores. Pauli le había obsequiado con el nuevo vestido y Fritz con un kilo de caviar ruso. Había tarjetas de todos; incluso los Horner se habían acordado, igual que Peter, Lisl y Erich.

Inge había puesto sobre la cama el esmoquin de su marido con la camisa almidonada y los calcetines negros. Pauli estaba buscando en la cómoda todo lo demás: corbata, botones de nácar para la camisa, gemelos de oro y el reloj de bolsillo que se había comprado cuando Inge le había dicho que, con esmoquin, sólo los camareros llevaban reloj de pulsera.

En costosa ropa interior de seda negra con encajes, sentada ante el espejo, Inge se depilaba las cejas. Tenía movimientos felinos, y Pauli se preguntaba muchas veces dónde los aprendería. En una percha junto a la puerta estaba el vestido nuevo; en lugar de los ceñidos vestidos al bies que solía llevar, éste era a la última moda: una falda doble larga con corpiño de encaje de malla, escote recto bajo y hombreras de tira. Había pasado dos horas aquella tarde probándose chaquetas para ver cuál se pondría. Estaba muy contenta y Pauli aprovechó su buena disposición para pedirle un favor.

—Querida, quisiera invitar a cenar a mi hermano este fin de semana.

—Claro, Pauli, naturalmente.

—Quizá no volvamos a vernos durante mucho tiempo. Ha sacado pasaje para irse a Estados Unidos.

—¿Cuándo?

—La semana que viene. El abuelo le ha mandado el billete. Primera clase, con puente para paseo. El Bremen, creo que se llama el barco.

—¿Se sabe algo de Lottie? —dijo Inge. De quién iba a ser si no. Peter no se había recuperado desde que habían encarcelado a Lottie. Inge se puso en pie y se alisó la combinación en las caderas mirándose en el espejo. Tenía cuarenta y dos años y lamentaba que sus plegarias para tener un niño no hubieran sido atendidas, pero al menos tenía buen tipo, mejor que su hermana pequeña Lisl, que estaba poniéndose regordeta—. Estados Unidos. Sí. Es que por ella no hacía más que echar pestes contra todo lo alemán. —Era un sarcasmo cruel y se dio cuenta nada más decirlo, pero lo cierto era que Inge nunca le había perdonado a Peter que prefiriese a Lottie en vez de a ella. A pesar de que había sublimado su amor por él, su amor propio seguía resentido.

—Hablé de ello con él la semana pasada —dijo Pauli—. El abuelo cumple este año ochenta y nueve años y aún está en plenas facultades. Es amigo de Herbert Hoover y Peter va a ver si logra que el Departamento de Estado solicite la liberación de Lottie a condición de que vaya a vivir a Estados Unidos —añadió embutiéndose la tiesa camisa almidonada y comenzando trabajosamente a meter los botones.

—¿Peter va a quedarse a vivir allí? —Inge nunca había sido capaz de hablar ningún idioma y la idea de vivir en un país que no fuese Alemania la aterraba.

—Si Lottie pudiera salir, sí. Yo le he animado a hacerlo, porque tiene más oportunidades de conseguir algo en el ámbito del cuerpo diplomático. Es imposible sacar a nadie de la cárcel por los conductos normales. El Ministerio de Justicia no nos ayudaría. Ya le he dicho a Peter que ni el propio Reichsführer de las SS puede sacar a ningún preso. Lo sé porque le he visto intentarlo.

—¿Y a quién quería sacar el Reichsführer? —inquirió Inge siempre a la caza del último cotilleo.

Pauli tenía ya la camisa puesta con gemelos y comenzó a colocarse el cuello y a meterlo por el pasador de atrás, pero aquel esfuerzo con los brazos en la nuca le cortaba la respiración. Estaba fatal de forma, y decidió hacer más gimnasia a partir del lunes.

—¿Sacar? A nadie. Me refiero a cuando intentamos sacar gente de las cárceles para enviarla a campos de concentración. Gente particularmente detestada por las SS.

Inge asintió muy sería antes de levantar el vestido sobre su cabeza y dejarlo deslizar cuidadosamente hacia abajo para no despeinarse ni alterar el maquillaje.

—¿Se lleva a Helena?

—Sí, yo le arreglé la documentación.

—Tiene sólo doce años; cumple trece en septiembre —dijo Inge asomando la cabeza por el traje.

—La madre de Lottie y los demás estarán deseando verla y el viaje por mar le sentará bien. Últimamente no se encontraba muy bien. Verdaderamente nunca ha superado que se llevaran a su madre.

—Pobre niña —dijo Inge—. ¿Cómo habrá sido Lottie tan irresponsable? Y no ayuda nada que Peter se pase todo el tiempo lloriqueando.

—Peter trabaja mucho —replicó Pauli.

—Se pasa las noches casi enteras en el piso tocando el piano. No come bien y tiene el trabajo abandonado. Los otros directores le aguantan en el consejo porque su padre es el fundador de la compañía.

—Le mantienen en el consejo porque Peter sabe dirigir esas empresas mejor que todos ellos juntos —corrigió Pauli.

—Suerte tuvo que no le hicieron dimitir al casarse con Lottie.

Pauli se echó a reír: a veces su mujer exageraba.

—Lo veo difícil, cariño. Eso fue mucho antes de que Hitler accediera al poder.

—¿No tiene miedo de que haya una guerra? —dijo Inge—. Se vería atrapado en Estados Unidos.

—No habrá guerra —contestó Pauli—. Peter lo sabe; lo sabe todo el mundo.

—Los polacos no cederán el corredor —replicó Inge—. Yo sé cómo son esos polacos.

—Déjaselo al Führer —dijo Pauli—. Los austríacos cedieron y los checos cedieron. Ocupamos Memel. ¿Quién va a ayudar a los polacos si se enfrentan a nosotros?

—Los ingleses.

Intentó por cuarta vez hacerse el nudo de la corbata pero no le salía bien. Lo deshizo.

—No seas tonta, Inge. ¿Qué van a hacer los ingleses? Mira el mapa y lo verás claramente.

—¿Y Francia? Francia podría atacar por el frente oeste, como hizo la última vez. Mira el mapa —replicó despechada; no soportaba que se descalificase así la opinión de las mujeres.

—Ven aquí, Inge, y te diré un secreto. Esta vez es un secreto de verdad. —Fue a la puerta y se asomó a ver si la criada no estaba en su habitación. Era su día libre, pero había que tener cuidado—. Fritz acaba de regresar de Moscú, donde estuvo de plenipotenciario especial del Führer, que lo envió para que estuviera al tanto de lo que hacía el tonto de Ribbentrop. Se va a firmar un pacto: Stalin está de acuerdo en todo y Polonia será partida por la mitad, media para Rusia y media para nosotros.

—¿Un pacto con Stalin? —inquirió Inge, a punto de dejar caer el pendiente que tenía en la mano.

—¿Sorprendida, verdad? Pues imagínate los franceses y los ingleses… El Führer lo va a anunciar poco antes de que nuestras tropas crucen la frontera. Las potencias occidentales están demasiado aterradas para hacer nada. ¡Son gusanos! Lo dijo el Führer. «Nuestros adversarios son unos gusanos», les dijo a los generales. «Cierren el corazón a la piedad. Procedan brutalmente».

—¿Qué quería decir? —inquirió Inge.

—No lo sé —respondió Pauli—, pero él sabe cómo hablar a los generales. Alguien tiene que infundirles valor —añadió dejando la corbata y cogiendo el calzador para ponerse los zapatos de charol. Aquello de vestirse era una complicación, pero Inge disfrutaba.

—¿Un pacto con Stalin? —dijo Inge. No acababa de hacerse a la idea. Se daba por sentado que los rusos eran bestias infrahumanas y Stalin la encarnación del diablo.

—Fritz dice que en Moscú los recibieron con los brazos abiertos. Muy por encima del trato diplomático, con unas fiestas increíbles. Bebida, caviar, comida estupenda. Había juerga hasta el amanecer y los abrazaban como a viejos hermanos. Stalin brindó a la salud del Führer. Y Fritz dice que los rusos son una maravilla: como viejos camaradas nazis.

—No se lo habrás contado a Peter…

—Fritz llegó anoche —dijo Pauli desabrochando los cordones y poniéndose los zapatos.

—¿Le has preguntado a Fritz cuándo tiene libre en septiembre?

—¿Por las vacaciones en Obersalzberg? —Se levantó y dio una patada con un pie y luego con el otro.

—Si esperamos mucho no veremos al Führer. Es mucho más interesante cuando está él.

Ella se refería a que deseaba asistir a otro de aquellos tes. Generalmente Bormann conseguía incluir a los Winter en la invitación, pero el año anterior Bormann había llamado a Pauli aparte y le había hablado de comprarle la casa. Le explicó que el Führer quería quedarse con toda la ladera, lo que ahora llamaban el Führergebiet. Era un proceso en marcha desde 1933. Bormann no se había andado por las ramas y le había dicho que algunas casas se habían conseguido con amenazas y otras por simple confiscación. A Inge le aterraba perder la casa de veraneo, y estaba dispuesta a tener un aparte con el Führer y decírselo, y a Pauli le horrorizaba pensar en semejante conversación. Inge a veces iba demasiado lejos. Y en cuanto al tema de la casa de campo —y su proximidad al Berghof del Führer—, Inge era una apasionada. ¿Cómo iba a poder decirle a Lisl que ya no tenían aquel estupendo signo suntuario?

—No sé cómo dejar limpio mi escritorio, querida. El Führer ha enviado al jefe de la Cancillería, Philip Bouhler, su maldita nota sobre la eutanasia y ha aterrizado en mi escritorio.

—¿Y por qué, cariño? —dijo Inge tirándole de la camisa para engancharle los tirantes. Pauli la contemplaba; ella, que lo advirtió, le sonrió.

—Fritz ha estado con el Reichsführer Himmler y se ha ofrecido, y cuando Fritz asume una tarea el que la hace soy yo.

—Qué aburrido —comentó ella estirándose las medias de seda y enderezando las costuras.

—Nos falta gente.

—No estaremos todo un mes, Pauli. Si pudiésemos marcharnos el sábado nueve de septiembre… —Dejó que el nuevo vestido cayese por su peso y le pareció bien. Volvió la cabeza para verse de espaldas en el espejo.

—Querida, sé razonable —dijo Pauli en respuesta a las reflexiones de Inge—. El Führer ha ordenado matar a todos los locos y enfermos crónicos e incurables de Alemania, y tienen que hacerlo los médicos de las SS. ¿Te imaginas la cantidad de trabajo que va a darme eso?

—Un mes entero, no —prosiguió ella acercándosele para besarle en la nariz, o casi, para no mancharle con el pintalabios. A continuación le hizo sin ningún problema el nudo de la corbata.

Pauli estaba indignado. Su mujer no se daba cuenta del trabajo que tenía. Cogió la chaqueta.

—Para empezar tendré que redactar una especie de definición legal de lo que es incurable y de lo que es locura.

—Bueno, resultará obvio —comentó Inge con petulancia.

—Pero no les puedo decir a los médicos que resulta obvio —replicó Pauli; sacó los gemelos por la bocamanga y se estiró para mirarse en el espejo. Le haría falta un esmoquin nuevo: uno más grande—. Quieren que redacte una definición. ¿Cómo voy a hacerlo? Yo no sé medicina…

—Yo no pensaría en eso —dijo Inge.

—No; es verdad —respondió Pauli algo más tranquilo—. La gente ordena cosas sin darse cuenta de lo que representa a nivel administrativo. Incurable. ¿Y eso qué significa? Una persona puede tener un dolor incurable en el trasero; ¿significa eso que tengo que hacer que Fritz firme una orden para que ese individuo muera por el simple hecho de que los médicos digan que no pueden curarlo? Y además está el problema de montar los centros de eutanasia. Van a construir uno en Schloss Hartheim, pero con uno no habrá bastante. Será un trabajo ingente encontrar edificios adecuados y equiparlos. Alguien tendrá que dedicarse a viajar. Espero que no me toque a mí. Y luego habrá que explicárselo cuidadosamente a los médicos de las SS, para que no empiecen a protestar. Esos malditos médicos forman una casta. Imagínate que dicen que no…

—Pobrecito Pauli —dijo Inge abrazándole y apretándole—. A los médicos no les importará hacerlo si se lo dice el Führer. —Notaba que su marido estaba preocupado y optó por no sacar a colación el asunto de las vacaciones hasta después de cenar. Después de la cena estaría de mejor humor. O a lo mejor esperaba para comentárselo en la cama.

Pauli lanzó un gruñido y se miró en el espejo.

—¿Cuánto tiempo va a estar fuera Peter? —preguntó ella para cambiar de tema.

—Tiene que ir a California a ver a la madre de Lottie, y mamá le ha hecho prometer que hará visitas a toda la familia Rensselaer. Supongo que la pobre tiene mala conciencia por no haber ido en tanto tiempo. Papá insiste en que se tome un buen descanso, porque lleva mucho tiempo sin vacaciones. No creo que regrese antes de Navidad.

—¿Tú crees que podrá realmente sacarla de la cárcel?

—Al principio pensaba que no, pero ya sabes cómo es Peter, ha estado escribiendo al abuelo y al tío Glenn. El tío Glenn tiene buenos contactos en el Departamento de Estado, y los dos se muestran bastante optimistas, pero dicen que no pueden hacer nada hasta no contar con más datos e insisten en que vaya él personalmente. Dicen que con una gestión personal ante las personas clave en Washington todo cambiaría.

—Peter habla bien el inglés.

—Ah, claro; en eso no hay ningún problema. Lo habla perfectamente; mucho mejor que yo —dijo, sonriente, recordando algo—. Al abuelo no le gustaba Peter; recuerdo que de pequeños Peter le daba patadas, pero ahora el viejo ha decidido que el que le gusta es Peter. Yo soy el nazi malo —añadió conteniendo la risa—. «Nazi malo», decía, sí, «nazi malo».

—¿Te lo ha contado Peter?

—Inge, querida, el correo de Peter está censurado. Se lo abren todo. Un hombre con la mujer en la cárcel por delitos contra el estado no puede escribir cartas al extranjero sin que se averigüe de qué tratan.

—¿Lo has dispuesto tú? —dijo Inge probándose primero los pendientes y luego el collar de oro. Una cosa u otra, se dijo; las dos no.

—Yo no; un miserable llamado Steiner, antiguo policía, me enseñó las cartas. Es el que detuvo a Lottie; y me hace un favor de vez en cuando, siempre asegurándose de que por cada favor que me hace yo le devuelvo dos o tres. Pensé que me lo había quitado de encima cuando me trasladé al nuevo departamento con Fritz, pero se las arregla para localizarme.

Inge optó por el collar. El oro siempre queda bien; llamativo, pero discreto.

—¿Qué clase de favores? —dijo mirándole y viendo que también estaba listo. Por una vez llegarían al restaurante a la hora. Iban a Medvej, su restaurante ruso preferido; una adecuada elección después del notición de Pauli.

—Nada, cosas que no me roban tiempo. En el fondo no debería quejarme. Firmarle órdenes de prisión preventiva y asuntos así. Generalmente cosas que no le firmaría su superior. Espera la ocasión y me las pasa a mí —dijo encogiéndose de hombros—. Ajustes de cuentas. Hacen desaparecer a gente que detestan.

—Deberías mandarle a por Brand —dijo Inge con petulancia, dando una vuelta para que Pauli admirase el bonito vestido que le había regalado.

—Sí —contestó éste—, debería mandarle a por Brand.

Winter
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