«No tan fuerte, la voz
se propaga en la noche»

A Paul Winter le habían llamado tantísimo «pequeño Pauli», que a sus diecisiete años aún seguía considerándose así. Tenía ese rostro angelical que a algunos hombres les hace jóvenes y atractivos toda su vida. Algunos le llamaban «Lucky». Pero era una perra suerte que un miembro del cuerpo de oficiales prusiano en servicio activo en el frente oeste estuviera destinado al maltrecho regimiento de infantería bávaro real. ¿Qué hacía el «pequeño Pauli» sentado en aquella profunda trinchera del frente oeste, escuchando las explosiones amortiguadas de los obuses enemigos? El bombardeo matinal había comenzado sobre el sector anexo, pero cada vez caían más cerca. Trató de desechar el temor y de concentrarse en escribir una carta a sus padres. La trinchera era oscura y sólo disponía de la luz temblona de la vela. Sacó punta con un cortaplumas a su lápiz de tinta y lanzó un profundo suspiro.

Mas aquel análisis interior no significaba que sintiese pena de sí mismo. Los últimos restos los había desechado durante los años en la escuela de cadetes. Pauli aceptaba la vida día a día tal cual, pero eso no quería decir que no se interrogase a propósito de por qué durante tanto tiempo su vida había consistido en comidas espartanas, férrea disciplina y tan escasas diversiones. Régimen al que últimamente se sumaban el barro pegajoso, un peligro mortal y largos períodos de aburrimiento. Pauli era un muchacho bonachón y amante del placer, que sólo quería vivir y dejar vivir.

Queridísimos padres:

 

Gracias por el paquete. Llegó bien. Muy amable la cocinera por hacerme esos calcetines, pero son muy grandes; dos números más. Aunque, no importa, otro compañero los aprovechará. He repartido la lata de carne con mi amigo Alex, pero el resto de las cosas nos las comimos en una fiestecita. No os preocupéis por mí, porque estoy a muchos kilómetros de donde se combate de veras. Casi todo el tiempo estoy en el cuartel general y ni siquiera oigo la artillería.

Dejó de escribir, pensando en que tal vez exageraba, porque los cañonazos se oían desde Bruselas y sus padres debían saberlo. Y añadió:

Salvo cuando el viento sopla del oeste. Peter va a venir a verme hoy y almorzaremos en el cuartel general.

No sabía qué más decir. Varias veces, casi desesperado por el frío, la suciedad, el barro y la cruel pérdida de compañeros, había intentado escribir cartas que describiesen da auténtica realidad, pero siempre desistía y redactaba el mismo tipo de banalidades tranquilizantes que todos escriben a casa para que los padres vivan felices en la ignorancia. Y escribió:

Aquí hace buen tiempo para esta época del año y la guerra nos es favorable. Ahora tengo que terminar, porque es muy temprano y me quedan muchas cosas que hacer.

Ya os escribiré otra vez —más extensamente— después de la visita de Peter.

Vuestro hijo que os quiere.

La firmó cuidadosamente y la releyó antes de meterla en el sobre. Siempre les prometía «una carta más larga», pero nunca la escribía; sólo aquella especie de notas dando las gracias. Mentalmente escribía cartas maravillosas, pero nunca las trasladaba al papel. Siempre tenía mala conciencia por no preocuparse de sus padres, pues sabía cuánto les agradaba tener noticias suyas y lo que se preocupaban por él. Ignoraba si todos los hijos tenían la misma mala conciencia en la relación con los padres, y, concretamente su hermano Peter: ¿tendría él mala conciencia? Pero no hacía falta que se lo preguntase; sabía que no. Peter se preocupaba por ellos y les escribía todas las semanas largas cartas explicativas. Pauli había visto las cartas amontonadas en el escritorio de su padre. Y ellos las leían una y otra vez. Y, sin embargo, sabía que no se preocupaban por Peter como lo hacían por él, sobre todo desde que le habían dispensado de los servicios de vuelo después del accidente. Peter estaba destinado desde las navidades de 1916 a servicios de enlace en Bruselas, y ahora su existencia corría el mismo peligro que si hubiese vivido en Berlín. Allí en el frente sí que era arriesgada la vida; el regimiento había perdido catorce oficiales en cinco semanas: cinco muertos y nueve heridos. Sacó del bolsillo la tarjeta postal en la que Peter le comunicaba su visita. Había mirado miles de veces la fecha, el lugar y la hora. Volvió a guardársela con otras tarjetas de Peter, pero abultaban tanto que no podía abrocharse el bolsillo. Desde que ingresó en la escuela de cadetes, Peter le enviaba tarjetas periódicamente: cada dos semanas como mínimo, nunca pasaban tres. A veces le escribía sólo una frase; una broma, un saludo, un recuerdo del pasado o uno de los repetidísimos proverbios escoceses de su nodriza. ¿Cómo sabría Peter lo que a él le gustaban las tarjetas postales? Porque Pauli no se lo había dicho nunca; ni se las contestaba. Peter, Peter, Peter. ¡Cómo le echaba de menos!

—¡Mensajero! —Era una voz de mando de oficial prusiano y Pauli siempre se sorprendía un poco de oírse a sí mismo.

—Sí, mi teniente —respondió el soldado casi cayéndose en los escalones de la trinchera. Les pasaba a casi todos los campesinos jóvenes que formaban en su mayoría el regimiento. El resto eran hombres mayores con familia o impedimentos físicos que los habían apartado de la guerra hasta el año anterior, cuando las bajas fueron requiriendo cada vez más hombres. Venían con una instrucción mediocre, pues el regimiento no tenía destino en un sector concreto del frente, sino que era un campamento de instrucción para enseñar a aquellos hombres a marchar y a disparar. En el tiro, la mitad de ellos nunca daba en el blanco, y no digamos hacer diana. Los pelotones de ametralladoras eran horrorosamente lentos desmontando las armas o limpiándolas cuando se atascaban. Si la infantería inglesa decidía atacar en aquel sector, les resultaría un paseo. O al menos así se lo parecía a los que no conocían el estado de los soldados ingleses que tenían enfrente. Pero Pauli había hablado con muchos prisioneros y sabía que el invierno y las interminables lluvias, con las trincheras inundadas, había rebajado tanto la moral del enemigo, que los ingleses ansiaban la perspectiva de un campo seco de prisioneros de guerra lejos del frente.

La teoría que sostenían los generales en el cuartel general del ejército imperial era que unos cuantos suboficiales y algunos oficiales prusianos bien preparados en cada compañía operarían una milagrosa transformación en las fuerzas de combate, pero no era así. Los «oficiales prusianos bien preparados» no eran mejores que los muchachos de las escuelas de cadetes, y algunos habían hecho menos instrucción que Pauli. En cuanto a los suboficiales con experiencia, tenían demasiada. Eran veteranos desilusionados, muchos de ellos recién salidos del hospital; hombres que habían imaginado que pasarían el resto de sus días en un destino tranquilo con reclutas. Ahora se veían de nuevo en el frente y, en lugar de estar con sus camaradas, tenían que hacer de niñeras de aquel montón de campesinos desaliñados e imbéciles, algunos ni siquiera bávaros. Muchachos con acentos austríacos incomprensibles o apellidos húngaros impronunciables. No era de extrañar que hubiese murmullos de descontento, panfletos marxistas, y de vez en cuando alguna herida con todos los visos de haber sido autoinfligida.

Metió la carta en una bolsa de hule para protegerla del barro, la lluvia y la porquería de las manos del mensajero.

—Lleva esta carta al cuartel general del regimiento y dile al administrativo que la incluya en el correo de oficiales para que salga esta misma mañana. ¿Has entendido? —Se oyó una explosión que hizo parpadear la vela y caer unos fragmentos de barro seco del dintel—. No ha caído muy cerca: al otro lado de las vías del tren… o quizá más lejos. —Era la reacción instantánea, para tranquilizar al que estuviera al lado. Pauli se guardó el precioso trozo de lápiz de tinta en el bolsillo de la guerrera y se lo abotonó.

—Sí, mi teniente.

El muchacho no se lo había creído, claro; los mensajeros circulaban por todos sitios y conocían la situación. La artillería inglesa estaba batiendo las trincheras de comunicación para que no pudiesen enviar refuerzos cuando atacasen. Corría el rumor de que lo harían dentro de dos o tres días. Últimamente se veían muchas patrullas inglesas, y eso solía ser señal de ataque inminente. Pauli lo sabía perfectamente porque era el único oficial del regimiento que hablaba bien el inglés y le llamaban para interrogar a los prisioneros o examinar los efectos personales de los muertos ingleses antes de enviarlos al servicio de inteligencia. Dos días: tres a lo sumo. Se lo había prácticamente confesado un sargento de los South Wales Borderers.

El soldado cogió el paquetito de hule, tropezó con la culata del fusil y chocó con el casco contra el bajo dintel al subir los escalones de salida de la trinchera. Pauli le contempló sin decir nada: él también era torpe por naturaleza. También él tropezaba con los escalones muy a menudo. ¿Por qué serían así algunas personas, sin remisión? A Pauli le habría gustado ser mañoso y elegante, pero era incapaz de bailar sin pisar los pies a su pareja.

Al volver a cerrarse el faldón antigás de la puerta, un fuerte olor a cordita reciente y el hedor de las letrinas invadieron la trinchera. Bueno, era un cambio respecto al perenne olor a cuerpos sucios y a putrefacción que constituía la atmósfera normal allí dentro.

—¿Qué hora es? —dijo una figura poniendo las piernas en el suelo desde uno de los búnkeres de madera del extremo de la trinchera y desprendiéndose perezosamente de la manta que la envolvía. Alex Horner, el mejor amigo de Pauli en la escuela de cadetes, también había sido destinado al regimiento. Los dos muchachos habían alimentado la esperanza de que los destinasen a alguna unidad prusiana mejor, caballería, guardias o dragones, en lugar de a aquel conglomerado de reclutas forzosos, pero estaban juntos y era el único consuelo en la existencia miserable y sufrida que llevaban.

—La próxima vez que vaya a intendencia te traeré un reloj con esfera luminosa —dijo Pauli con sorna.

—Creo que tardarás —respondió Alex, restregándose la barbilla para ver si le era imprescindible afeitarse para que no le amonestase el comandante. Decidió arriesgarse: a los diecisiete años la barba no crece mucho en un día. El teniente Alex Horner iba adquiriendo aspecto de oficial prusiano. Un duelo en la escuela de cadetes le había dejado en el mentón la cicatriz de un sablazo, y por los piojos que había en el frente casi era conveniente afeitarse incluso la cabeza. Pero aún no era el característico prusiano sobrio e inflexible: para empezar, sonreía demasiado y su nariz era insolente y respingona, más bien el tipo de nariz de hija de granjero que de un oficial prusiano.

—Son las tres treinta y dos —dijo Pauli.

—Una hora horrorosa para despertarse.

—Revista dentro de un cuarto de hora.

Al amanecer se cubrían las trincheras porque era la hora más idónea para que atacasen los ingleses, pero como las trincheras estaban llenas de tropas de infantería, era también un buen momento para bombardearlas violentamente con mortero.

Alex Horner palpó en el suelo buscando sus cigarrillos; los encontró, con las cerillas, en el casco. A diferencia de casi todos los soldados, Alex Horner no podía dormir con el casco puesto. Después de encender el cigarrillo se anudó los cordones de las botas y se abotonó el jersey de lana, la guerrera y el abrigo en que había dormido. Sus gestos eran lentos, como los de un borracho. La tensión, la falta de descanso y el monótono rancho, tan falto de proteínas, los convertían a todos un poco en robots.

—Si al menos el ejército no hubiese disuelto los zepelines… —dijo Alex echando agua de colonia en un pañuelo sucio y limpiándose la cara.

—Pero lo han hecho —replicó Pauli, que había oído contar aquello a Alex mil veces.

—Tenía la solicitud recibida y aprobada, y el examen físico habría sido un simple formulismo. Estoy perfectamente en forma; tú lo sabes, Pauli.

—Lo sé —respondió Pauli. No podía ser cortante con su amigo; los dos necesitaban tener a alguien a quien quejarse. Y como no había con ellos otros amigos, se contaban mutuamente las mismas historias una y otra vez.

—Ahora estaría volando.

—A lo mejor puedes obtener el traslado a la división aérea de la marina.

—Tú ya sabes que eso no lo autorizan.

—Hablaré con mi hermano cuando le vea. A lo mejor él puede echarte una mano.

—Tenía hasta comprados los libros sobre reparación y mantenimiento de motores.

—Las aeronaves son peligrosas. La de mi hermano Peter la derribaron.

—Tú díselo. Si me dejasen entrar de aspirante de marina…

Los dos sabían que no existían posibilidades de traslado a la marina, pero por mutuo consenso hablaban de ello a menudo.

—Alex, ¿tienes la pistolera y la linterna? Es hora de ir.

—A mí lo que me mata es esta rutina. Ahora a pasar revista una hora, helándose, y el capitán se tira una eternidad inspeccionando los fusiles.

—Hoy no; es sábado de Pascua. ¡Despierta, Alex! Tenemos que hacer la ronda de inspección de los centinelas y luego ir a la antigua línea de abastecimiento al regreso de la patrulla de alambradas.

Alex asintió con la cabeza, pero siguió quejándose.

—Luego, cuando vengan con el desayuno, los ingleses acribillarán a morterazos las trincheras de comunicación y esos imbéciles lo dejarán tirado en el barro, como hicieron tres veces la semana pasada. El lunes sólo me tocó un panecillo y media taza de café.

—¿Es que nunca piensas más que en comer y beber, Alex?

—¿Y qué quieres que haga aquí? —Era la «reclamación matinal» de Alex. Pauli estaba acostumbrado al mal humor de su amigo, inmediato al despertar. Al cabo de una hora habría recuperado su ánimo habitual, pero hasta entonces necesitaba quejarse—. Me imagino que estarán a punto de aparecer los aviones.

—Es muy pronto. Los ataques de la semana pasada fueron de aviones que volvían de patrullar. Las patrullas inglesas salen al amanecer y regresan una media hora más tarde. A lo mejor el día de Pascua los pilotos ingleses se quedan en la cama.

—¿Y dónde están nuestros aviones?

—Los ingleses son asiduos a entrar en nuestro espacio aéreo todas las mañanas. Dicen que eso mantiene su espíritu de combate. Envían a las patrullas de infantería a nuestras trincheras por el mismo motivo. Tienen miedo de que la tropa pierda la moral bélica si no la envían a menudo al combate.

—¿De eso te enteras hablando con los prisioneros?

—No lo ocultan.

—¿Está hoy de servicio el teniente Brand? —preguntó Alex como cosa casual, pese a que el inminente encuentro con el temido Brand era lo que más preocupaba a los dos jóvenes.

—Sí, es oficial de día.

—¡Dios! —exclamó Alex tocándose la barba y lamentando no haberse afeitado.

El teniente Heinrich Brand era un hombre tiránico y cruel que buscaba cualquier oportunidad para amargar la vida a sus oficiales jóvenes. Brand tenía treinta y dos años y era hijo de un panadero de un pueblo próximo a la frontera austríaca. Había ingresado de muy joven en la caballería bávara, alcanzando el grado de sargento primero en 1914, y era a lo máximo que habría podido aspirar de no haber estallado la guerra. A fines de 1914 era suboficial de primera en el campamento de instrucción del regimiento, pero había sido en el frente oeste, en la batalla a principios de 1915, en donde había salvado la vida a su comandante. Los cosacos habían destrozado el regimiento de caballería durante una retirada a través de un bosque que resultó ser un pantano y una llanura en la que la caballería rusa pudo demostrar su mayor habilidad e irreflexiva audacia. A Brand le habían concedido la Cruz de Hierro y un nombramiento por su actuación en el terrible combate de aquel día, pero los mismos oficiales que admiraban su valentía evitaban juntarse con aquel aldeano y Brand se vio muy pronto aislado. Y esta vez ni siquiera estaba en caballería.

La noche era cerrada y fría, y lloviznaba. El viento hacía sonar los innumerables alambres de espino que llenaban la tierra de nadie. Pauli y Alex no dejaban de pensar en Brand conforme avanzaban por los tablones que cubrían el fondo de la profunda trinchera. El teniente mostraba particular inquina contra aquellos dos retoños de la escuela de cadetes más selecta del ejército prusiano porque les tenía envidia. Habría dado cualquier cosa por haber tenido el señorío, el estilo y los orígenes de los dos jóvenes, y más aún su puro acento berlinés.

—Le odio —dijo Alex Horner mientras seguían la línea en zigzag de la trinchera con los faldones del abrigo pesados por el barro acumulado. El cielo estaba despejado, con miles de estrellas y una luna casi llena muy amarilla. Hacía mucho frío. Los tablones formaban una masa helada compacta con el barro y no se hundían bajo sus pasos como solía pasar durante el día.

—No hables tan alto —dijo Pauli—, la voz se propaga en las noches como ésta. Anoche pude oír a los camilleros cuando llevaban las bajas al puesto médico junto al cuartel general, y fíjate lo lejos que está.

—¿Y el inglés que la semana pasada quedó en la tierra de nadie? ¿No le oíste sollozar?

—Le oí blasfemar —contestó Pauli.

Ahora hablaban los dos entre susurros mientras seguían avanzando por la trinchera.

—Eso fue después —dijo Alex—. Al final.

—Imagínate, estar ahí con la pierna destrozada. ¿Lo has pensado alguna vez, Pauli?

—No, no pienso nunca en eso —respondió Pauli, pero en realidad, como a todos, ese tipo de ideas le obsesionaban y le producían pesadillas. Los gritos y llantos de los ingleses heridos de muerte afectaban a quienes los oían. Incluso a Brand se le había oído maldecir al agonizante.

Llegaron al primer puesto de centinela. El soldado estaba de pie en el escalón de fuego mirando por encima del parapeto. Incluso los campesinos tenían aspecto heroico en aquella postura, arropados con una manta llena de barro y quietos como una estatua.

—¿Has visto a los de alambradas? —inquirió Pauli.

—No, mi teniente —contestó el centinela sin volver la cabeza. Los centinelas aprendían en seguida lo peligroso que era hacer cualquier movimiento que pudiesen detectar los francotiradores ingleses. La semana anterior habían matado a dos centinelas, los dos con gafas. Se suponía que la luna, o, en un caso, un destello había hecho brillar los vidrios. Un oficial había sugerido que dispensasen de servicio de centinela a los hombres que llevasen gafas, pero en una unidad de segunda como aquélla, con tanta tropa de las categorías médicas inferiores, habría sido injusto recargar al resto de los soldados.

—Ningún movimiento, mi teniente —añadió el centinela.

Igual situación en el segundo puesto y lo mismo en el tercero. Pero eso no significaba que no hubiese nadie allí en la maraña retorcida y confusa de la tierra de nadie. Las patrullas inglesas se movían con rapidez y sigilo y llevaban cuchillos de trinchera y porras. El último mes, en más de una ocasión había penetrado una patrulla inglesa en las trincheras de primera línea alemanas, logrando escapar antes de que se diera la alarma. Trataban de hacer prisionero a algún oficial; ése era generalmente el motivo de aquellas infiltraciones, pues un oficial con documentos secretos podía ser útil al servicio de inteligencia para averiguar el lugar en que se reagrupaban las tropas alemanas, y ése sería el punto idóneo a atacar en el momento de la ofensiva.

—El teniente Brand no debería haber enviado una patrulla de alambradas en una noche como ésta —dijo Pauli—. Hay demasiada luz.

—El alambre estaba roto.

—El alambre siempre está roto. Es criminal enviar hombres a repararlo una noche así.

Dieron la vuelta a la esquina y emprendieron el camino de «la antigua línea de abastecimiento». Aquellas trincheras, capturadas a los ingleses, eran muy deficientes comparadas con las alemanas. La infantería inglesa las improvisaba y montaba unos abrigos poco profundos, con techo de chapa ondulada, y no contaban con los profundos refugios, habituales en las posiciones construidas por los alemanes en primera línea. A nadie le gustaba aquel tramo de la primera línea. Aparte de estar muy mal construido, el sistema de trincheras era un perfecto error; las viejas escaleras de hierro miraban al este y «zapas», secciones de bombardeo y puestos de ametralladoras estaban en el lado contrario y expuestos al fuego enemigo. Lo peor de todo era el olor, porque aquel tramo del frente estaba lleno de cadáveres integrados en las excavaciones.

El temido teniente Brand estaba de pie en el peldaño de fuego mirando el interminable barro brillante de la tierra de nadie. No utilizaba periscopio ni la plancha agujereada de hierro que procuraba cierta protección; le gustaba demostrar su valentía, que pensasen que era de un valor suicida. Los hombres le llamaban «Heini el loco», y él estaba ufano del mote, aunque habría castigado severamente al que hubiera oído llamárselo.

—¡Horner! ¡Winter! —dijo bajando del peldaño—. Llegan tarde; les pondré en el parte.

No llegaban tarde, desde luego; llegaban con tres minutos de adelanto, pero no iban a ganar nada discutiendo. De todas formas, el mayor creería lo que dijese Brand, o al menos fingiría creerlo. El mayor estaba quemado y hacía lo que le parecía más fácil, pues discutir con Brand era una pesadez. Brand se conocía las ordenanzas de pe a pa —se las había aprendido de joven— y el mayor había aprendido por experiencia que Brand no tenía rival en aquella especie de «lenguaje jurídico».

—Los oficiales jóvenes deben dar ejemplo a la tropa —dijo Brand. Siempre decía eso, pero cada vez que lo decía parecía una observación nueva y original de la que había que tomar buena nota—. ¡Horner! No se ha afeitado. Ustedes se creen que pueden hacer la ley, que un regimiento bávaro no tiene categoría para los prusianos. Pues yo los convenceré de que sí la tiene. Y si el castigo es el único medio, ¡pues castigo al canto!

Brand hacía todo lo posible por hablar como un caballero, pero cuando se excitaba se acentuaba su deje bávaro.

Pauli le miró. La primera vez que había oído hablar de aquel sargento primero bávaro que había ascendido a oficial en el campo de batalla había esperado encontrarse con un viejo de rostro coloradote y grueso vientre, con narizota y gran bigote. Pero Brand era más joven que los otros comandantes de la compañía, estrecho de cintura y más bien guapo. Tenía una nariz pequeña y huesuda y una frente alta con cejas bien puestas y ojos vivaces de loco. Los ojos los movía continuamente, como si alguien fuese a atacarle. Cuando se quitaba el casco, como hacía cuando miraba por el periscopio de trinchera, podía verse que no llevaba el pelo cortado al cero como él quería imponer a los que estaban a su mando. Brand llevaba el pelo ondulado, con un corte medio. Y se las arreglaba para estar aseado hasta en primera línea. Vestía una trinchera que había quitado a un oficial prisionero —«trenchcoats» las llamaban los ingleses— y, debajo, el uniforme, con Cruz de Hierro incluida, se mantenía bastante limpio y seco. Brand llevaba en la mano una fusta con la que gustaba de señalar cosas o personas, fustigar a los soldados que lo requerían o simplemente zurrarse el muslo mientras reflexionaba. Ahora se estaba zurrando el muslo.

—Van ustedes a tener hoy buena faena, amigos. Winter, vuelva al pueblo y traiga un equipo de sepultureros al puesto número tres. Ya es hora de que nos deshagamos de esos cadáveres, porque apestan —dijo fustigándose repetidamente la trinchera y volviéndose hacia Alex asintiendo con la cabeza—. ¡Horner!, el mayor necesita a alguien que vigile la reconstrucción del refugio largo. Tenía que haberse acabado hace dos días. Métales prisa. Luego iré yo a verlo.

—Mi teniente, hoy tengo que ir al cuartel general porque viene mi hermano. Tengo permiso del mayor —dijo Pauli.

—Haga lo que se le dice, Winter. Quiero que se entierren esos cadáveres tout de suite. —A Brand le encantaba decir cosas en francés, como había oído a los oficiales del regimiento de caballería.

—Viene mi hermano de Bruselas. El mayor lo solicitó al coronel por vía oficial.

—También la guerra es oficial —replicó Brand. Ahora se estaba divirtiendo. Los miró a los dos con una sonrisita como invitándolos a regocijarse. Luego volvió a fustigarse el muslo—. Las reuniones familiares se efectúan con autorización del comandante en jefe, pero aun así están subordinadas a las necesidades de la situación militar. No sé si su hermano es un badulaque flojo e inútil como usted, Winter. Seguramente sí. Pero si no es un completo imbécil, sabrá que lo primero es el ejército. ¿No es así, Winter? ¿Entendido?

El teniente Brand estaba excitado como nunca aquel día y el motivo se vio claramente cuando el vicesargento primero llegó a informar que aún no había regresado la patrulla de alambradas. Brand volvió a mirar hacia la tierra de nadie, pero esta vez con el periscopio. El cielo ya se había encendido y cada vez había más luz. Si los doce hombres de la patrulla aún seguían vivos en medio de aquel barro, tenían pocas posibilidades de salvarse. Los ingleses dispararían contra todo bicho viviente: era lo que hacían ambos bandos. Había que temer cualquier tipo de arma nueva desde que el año anterior habían aparecido los tanques. Y el parte meteorológico anunciaba que soplaría una leve brisa del oeste, lo que beneficiaba a los ingleses si optaban por otro ataque con gases. ¿Qué sucedería entonces con aquella patrulla? Había salido con el equipo mínimo —algunos incluso sin casco— y dudaba mucho de que llevasen una sola máscara antigás.

—¡Pueden irse! —dijo Brand al recordar que ambos esperaban sus órdenes—. Y que no los vea perder el tiempo. Recuerden lo que he dicho: tienen que ser un ejemplo para la tropa.

El vicesargento asistía a la escena con rostro imperturbable, pero Brand no estaba dispuesto a que permaneciese neutral y, mientras miraba cómo los dos oficiales se apresuraban trinchera adelante, le sonrió para demostrarle que era una buena persona, un exvicesargento que sabía que los oficiales jóvenes eran unos bribones gandules. Pero el hombre no respondió a la sonrisa.

Una vez que Pauli y Alex llegaron al principio de las trincheras de comunicaciones, Pauli dijo:

—Tenía tantas ganas de ver a mi hermano… Le echo mucho de menos. Hace casi un año que no nos vemos y viene de Bruselas…

—Pues hazlo —dijo Alex. Sabía que para su amigo contaba mucho aquella visita porque prácticamente no había hablado de otra cosa en las dos últimas semanas—. La patrulla de enterramientos no necesita tu presencia para nada. Ten por seguro que no van a eternizarse en su faena. Acabarán el repugnante trabajo lo antes que puedan.

—Es que tiene que haber un oficial para recoger las placas de identidad de los muertos —respondió Pauli pensativo.

—¡Bah! —replicó Alex—. Ya lo hará el suboficial. Está Winkel y es buena persona.

—Pero Brand se enterará.

—¿Cómo va a enterarse? ¿Se lo vas a decir tú? ¿Se lo voy a decir yo? Y por Winkel no te preocupes.

—Irá a comprobar el enterramiento.

—¿Brand?, qué va. No se acercará al puesto número tres hasta que estén todos enterrados. A Brand no le gustan esas tareas. Por eso nos manda siempre a nosotros; es lo peor que puede encomendamos.

—Es que le prometí a Peter…

—¡Tú ve! ¡Ve! Hazme caso.

—Iré hasta el pueblo a hablar con el suboficial encargado de la patrulla de enterramiento.

—Ya te he dicho que es Winkel. ¿Qué vas a decirle? ¿Que te da miedo Brand pero que de todos modos vas a desobedecerle?

—Creo que tienes razón.

—No se lo cuentes a nadie. Coge el camión del rancho en el pueblo y te llegas al cuartel general. ¿Has quedado allí con tu hermano?

—Sí.

—Pues vete, que tienes bastante camino. Yo te cubro. Tendré muchas oportunidades de abandonar la patrulla de reconstrucción del refugio, porque aún tardarán lo suyo con lo inundado que está. Sólo a un idiota como Brand se le ocurre mandarlos seguir —añadió Alex dando a su amigo una palmada en el hombro.

—Gracias —respondió Pauli, y sus temores y dudas comenzaron a disiparse mientras apretaba el paso por la trinchera camino del cuartel general de la división. Pediría consejo a su hermano respecto a aquel trato por parte de Brand. Peter sabría qué había que hacer; Peter lo sabía todo. Cuanto más pensaba en él, más contento iba. La perspectiva de ver a su hermano le llenaba de alegría.


Se tardaba en llegar al cuartel general. Primero había que recorrer más de medio kilómetro de trincheras de comunicaciones para llegar a la carretera, pero bajo aquella fría lluvia de abril parecía más lejos. La trinchera estaba hundida en algunos puntos y había constante trasiego de tropas en sentido contrario. Tuvo que ceder el paso a los destacamentos de rancho y dejar que circulasen los refuerzos, por lo que tardó casi una hora en llegar a la carretera hundida, que en algunos tramos apenas era un tosco camino, aunque quedaba oculta incluso para los mejores puestos de observación de la artillería inglesa y a cubierto de todo riesgo, excepto las raras salvas del cañón del veinticinco que saludaban a cualquier nubecilla de polvo que se produjese en los cruces. Pero con aquella lluvia no había polvo.

En el cruce había tres policías militares. Dos estaban en cuclillas en un refugio atrincherado con techo de chapa galvanizada. Los tres eran jóvenes, no mayores que Pauli. Llevaban al cuello la cadena que sujetaba la pequeña gola metálica que los distinguía y que era motivo de que sus compañeros los denominasen «perros encadenados». No era un destino envidiable, porque no sólo tenían que comprobar la documentación de cualquiera que salía de primera línea, sino también hacer circular los transportes en aquel punto tan interesante para la artillería inglesa, y era una tarea que causaba una media de bajas superior a las de la infantería de primera línea. Pauli sintió cierto consuelo al considerar que había destinos más peligrosos que el suyo.

Preguntó el camino a uno de los policías. No es que no lo supiera, pero todavía se sentía nervioso por desobedecer expresamente las órdenes de Brand y quiso tranquilizarse un poco hablando con ellos. El soldado —un muchacho bien alimentado, de rostro pálido con hoyuelos y bigote ralo— le habló animado, sin insubordinación, pero no realmente con la deferencia debida al rango superior. Pauli había observado aquella actitud llana en otros soldados de su regimiento, casi siempre en hombres ya mayores con familia. Generalmente se daba en individuos ya resignados a una muerte inevitable.

—El general se ha buscado una llamativa residencia —dijo el policía militar con cierta soma. En aquel terreno de batalla no eran muy solicitados los lugares llamativos—. Un castillo con dos torres puntiagudas… Estuve allí de servicio el mes pasado. Verá las ruinas de la iglesia al llegar al pueblo. Luego está el burdel de oficiales, ya verá el cartel, y las casetas de los centinelas quedan a la derecha. Pero aún hay bastante camino.

No requirió los papeles a Pauli y éste se preguntó si a un oficial podrían fusilarle por semejante desobediencia. Si Brand citaba la ordenanza exacta, era bastante probable; ahora casi se arrepentía, pero ya era demasiado tarde.

—Tome el carro del rancho —dijo el soldado—, que tiene que volver por aquí. Espere en el refugio, si quiere.

—Seguiré a pie —contestó Pauli, pensando en que los otros dos quizá no fuesen tan negligentes respecto a sus órdenes por escrito, o mejor dicho su falta de ellas.

—Yo no soy alemán; he nacido en Viena —añadió el soldado, sin necesidad porque su fuerte acento nasal era inconfundiblemente vienés.

—Yo también —dijo Pauli.

—¿Ah, sí? Ojalá estuviésemos allí, ¿verdad?

En ese momento Pauli consideró que la familiaridad del muchacho caía en la insubordinación, pero no quiso fastidiarle.

—Pronto estaremos —dijo.

—Sí, mi teniente —contestó el policía militar, saludando al advertir el enojo del joven oficial. La lluvia hacía brillar su casco y le caía por el rostro como lágrimas. Naturalmente que no creía que el teniente fuese de Viena, porque Pauli nunca había tenido acento vienés, aunque era capaz de imitarlo muy bien; no, él se había criado en el habla de Berlín, y su deje, aunque no sus modales, era el del cuerpo de oficiales.

Al reemprender el camino arreció la lluvia. Dejó atrás los cadáveres hinchados y hediondos de dos caballos con una rueda rota al lado, a guisa de lápida. Era un hedor insoportable y Pauli se abotonó el abrigo apretándoselo en el cuello y se quitó el casco para limpiarse el sudor de la cabeza y la cara. Se debía en cierto modo al ejercicio de la caminata, pero también al miedo.

A unos quinientos metros del cruce tomó el carro del rancho que regresaba vacío al almacén. Se sentó junto al conductor —un hombre taciturno, a Dios gracias— y contempló a los caballos holandeses avanzar trabajosamente por aquel camino bajo la lluvia. Su paso no era más rápido que el suyo, pero allí en el pescante se iba mejor que pisando charcos y barro. El paisaje era gris, brumoso y monocromo. Había poco movimiento, aparte del tráfico militar y algunos campesinos que, a pesar de todo, tenían un desesperado apego a sus parcelas.

Eran casi las nueve cuando llegó al cuartel general de la división, situado, como le había dicho el policía militaren una mansión. Tenía un gran cercado para caballos y en él pastaban una docena de magníficos ejemplares de la caballería, que le miraron al pasar y luego siguieron con la hierba. En el huerto descansaban unos funcionarios junto a una cocina de campaña instalada en lo que debía de haber sido un jardín de hierbas aromáticas. Pauli no quería ir a la cantina de oficiales, por lo que pidió algo de comer al sargento primero y éste le dio un tazón metálico con sopa de guisantes de lata con dos trozos miserables de salchicha flotando. Estaba templada y casi no sabía a nada, pero le calentó el cuerpo.

En la majestuosa entrada con suelo de mármol había un suboficial con uniforme del regimiento de fusileros de Baviera sentado ante una mesa. A su alrededor se producía un constante ajetreo de mensajeros y al pie de la imponente escalera había un ruidoso grupo de oficiales de estado mayor. No eran las voces que Pauli había oído en el terreno de desfiles en Lichterfeld, sino las voces chillonas y excitadas de saludables jóvenes aristócratas. Todos fijaron la mirada en Pauli. Raras veces se veían en la retaguardia hombres que viniesen directamente del frente, y el suboficial de la mesa —que nunca había estado en las trincheras— tampoco había visto en su vida un oficial tan sucio.

Tras informarse, Pauli subió por la imponente escalera y encontró a Peter en un cuarto hablando con un capitán muy elegante. Era un hombre de unos cuarenta años, con las insignias de un importante regimiento de caballería. Por el galón en la manga vio que era un oficial del estado mayor de la división. Peter y el capitán reían cuando Pauli entró y saludó.

¡Peter! Era el momento por el que tanto se había arriesgado, el encuentro que tanto había ansiado. ¡Peter! Deseaba echar los brazos al cuello de su querido hermano y darle un apretón, pero no podía hacerlo delante de un desconocido, y se quedó quieto sonriéndole.

—Así que éste es el hermano… —dijo el capitán, y los dos volvieron a reírse. Pauli envidiaba la facilidad de Peter para hacer en seguida amistad. Peter sabía cómo superar la brecha creada por el rango y la edad. Peter incluso podía reírse de un chiste con su padre, mientras que a él le trataban siempre como a un niño, tanto la familia como los desconocidos. Siempre que él se libraba de un castigo por alguna faena, era por su encanto, pero Peter hablaba con los otros como iguales, y eso era lo que Pauli admiraba tanto. Aquel hermano refinado nunca habría soportado los abusos del teniente Brand; habría sabido evitárselos. ¿Cómo? Sólo Dios lo sabía.

Peter se levantó y dio un apretón de manos a su hermano.

—Pauli, Pauli —dijo.

Sin quitar un solo momento los ojos de su hermano, Pauli tomó asiento en una dura silla de madera. Resultaba raro sentarse en una silla auténtica después de tanto tiempo en las trincheras.

—Os dejo solos —dijo el oficial de estado mayor—. Este fin de semana de Pascua no hay mucho que hacer, y seguramente casi todos los del estado mayor están de permiso en Bruselas.

El jovial militar dejó en el despacho a los hermanos y les envió un ordenanza que les sirviese café y aguardiente.

—Tienes un aspecto fatal —dijo Peter cuando estuvieron a solas, mirando los ojos hundidos de su hermano, su cabeza rapada, aquel tabardo mojado y las botas llenas de barro. Al aflojarse Pauli el cuello advirtió también la sucia camiseta—. ¿Es que no has tenido tiempo de ponerte un uniforme limpio? —añadió con voz de hermano mayor que regaña al pequeño por mancharse de salsa el babero, pero Pauli no quiso que se estropease el encuentro.

Por un instante no replicó. Sabía, claro, que los civiles no se hacían idea de que la primera línea era una simple zanja asquerosa en la que el ruido de las toses bronquíticas se oía al otro lado de la tierra de nadie y en la que la neumonía era tan mortífera como las balas y granadas enemigas. Pero que su hermano pensase que era un lugar en el que dispusiesen de uniformes limpios y planchados, le sorprendió.

—No he tenido tiempo —contestó. Le habría gustado llevar a Peter a las trincheras para enseñarle cómo eran. Si no, no lo entendería. La gente no podía hacerse una idea. Era inútil explicarlo.

—La primera obligación de un oficial es dar ejemplo —dijo Peter, muy estirado—. Te lo habrán enseñado en la escuela de cadetes. —Dios mío, igual que el teniente Brand, pensó Pauli, pero Peter sonrió de repente y cambió de humor—. Cuánto has crecido, Pauli… Te has ensanchado de hombros.

¿Sería el modo cortés de Peter de decirle que no había aumentado mucho de estatura? Pauli siempre había deseado ser tan alto como su hermano, desde siempre; pero ahora sabía que nunca sería alto, esbelto y elegante. Sería siempre bajo, rechoncho, cuadrado y torpe.

—Has ascendido —dijo Pauli. A lo mejor aquel nuevo círculo dorado en la bocamanga de su uniforme naval tan limpio y planchado se le había subido a la cabeza.

—En Bruselas un teniente primero es poco más que un bedel —respondió Peter pero, con un gesto que desmentía su modestia, se tocó la manga mientras lo decía.

—Tienes muy buen aspecto, Peter. —No dijo nada de la mano mutilada; procuraba no mirarla. La herida de Peter le asustaba de un modo como no lo hacía la primera línea. Peter era de su sangre y una herida suya le mortificaba.

—No hay ningún motivo para que no me reintegren al servicio de vuelo. Siendo teniente, y con mi experiencia, probablemente me den el mando de uno de esos nuevos zepelines que vuelan a gran altura. He intentado incluso que me destinasen a la flota de alta mar, pero el maldito cuadro médico no lo autoriza. A veces me pregunto si nuestro padre no se las habrá arreglado para separarme del servicio activo.

—No te quepa la menor duda de que lo intentaría si pudiese —dijo Pauli. Los dos sabían que su padre habría hecho lo que fuese por evitarle a Pauli ser destinado al frente oeste, y era evidente que sus intentos habían sido inútiles.

—Ahora que el ejército no utiliza zepelines, seguramente él tiene menos influencia. Pero en la marina todavía tiene peso.

—¿Cuándo le viste por última vez? —inquirió Pauli rascándose. Las pulgas y los piojos estaban a la orden del día en las trincheras pero advirtió que su hermano le miraba con horror al ver que tenía piojos.

—En Navidad. Me dieron una semana de permiso. Todos esperábamos que tú vinieras también.

—Tuvimos maniobras. En Navidad me dieron un pase de veinticuatro horas, pero a nadie se le autorizó a abandonar el cuartel. Hasta el coronel se quedó aquí.

—La infantería está ganando la guerra —dijo Peter.

—No estamos ganando la guerra —replicó Pauli—. Nos disparan y respondemos, pero no estamos ganándola. La ganaremos, desde luego, eso nadie lo duda, pero de momento es una especie de empate. Ningún bando avanza más que unos cuantos metros y los ingleses se están dejando batallones enteros en las alambradas.

—Al menos los rusos están kaputt —dijo Peter.

—Aquí no nos llegan muchas noticias.

—En marzo comenzaron los desórdenes en Petrogrado por falta de alimentos, y cuando enviaron a la tropa, ésta fusiló a los oficiales y se unió a la revuelta.

—¡Dios mío!

—¿No lo sabías?

—Sólo que el zar había abdicado y se había formado un gobierno provisional. ¿Es cierto que las tropas se han sublevado?

—Incluida la guardia imperial. Hay quien dice que todo comenzó en la guardia imperial, pero incluso en Bruselas es difícil tener noticias fidedignas. Los periódicos se contradicen unos a otros. Lo poco que sé me lo contó una persona que conozco en el mando supremo en Spa.

—¿Y qué va a pasar ahora?

—Los rusos no podrán seguir luchando mucho tiempo. En Berlín corren rumores de que el kaiser ha dispuesto expedir pases de libre circulación por Alemania a los marxistas revolucionarios para que regresen a Rusia.

—¿El kaiser autorizar semejante cosa? ¡Jamás!

—Los revolucionarios se han opuesto siempre a la guerra, por su solidaridad internacional, etcétera. Y si toman el poder en Petrogrado ordenarán inmediatamente un alto el fuego. Si no hay enemigo que combatir en el este, dispondremos de todas nuestras divisiones frente a franceses e ingleses y la guerra podría concluir en un mes.

—Demasiado bonito para ser verdad.

Peter asintió con la cabeza.

—Pauli, ¿qué harás cuando acabe? —dijo—. ¿Seguirás en el ejército?

—¿Y qué si no? Yo no valgo para la banca ni los negocios, y aunque valiese, no creo que me lleve bien con papá para trabajar con él todos los días. ¿Y tú qué piensas hacer?

—Se acabó lo del piano —respondió alzando su mano enguantada—. Iré a la universidad. Si papá quiere que estudie leyes, lo haré. Luego, si no me entiendo con él, puedo entrar en cualquier bufete.

—Háblame de mamá. Hace tanto tiempo…

—Sigue con su horrible acento americano, pero ya habla mucho mejor el alemán, porque advirtió que la gente la trataba mal pensando que era inglesa. Eso le hizo mejorar increíblemente su alemán.

—¿Tratarla mal? ¿Y quién iba a tratar mal a mamá?

—La gente en las colas de racionamiento.

—¿Mamá en las colas de racionamiento?

—Pauli, mamá ha cambiado. Igual que los judíos se muestran tan resueltos a probar su patriotismo, mamá y otros alemanes de origen extranjero están convencidos de que hay que hacer toda clase de sacrificios para ganar la guerra. Ahora ayuda a los soldados heridos a escribir cartas a sus familias, prepara vendajes y hasta pronuncia discursos en las reuniones para ayuda bélica.

—Pero si estaba muy enferma…

—Pues la guerra la ha curado. Cuando vuelvas a Berlín no la reconocerás.

—¿Y papá?

—Trabajo, trabajo y trabajo. ¿Te enteraste de que Hauser se incorporó al ejército?

—¿El viejo Hauser? ¿El mayordomo de papá? Pero si por lo menos tiene cuarenta años…

—Treinta y ocho. Me extraña que le admitiesen, pero se afeitó su horrible barba y dio una edad falsa en reclutamiento. Ahora está de profesor de conducción en una escuela de transportes de Frankfurt, y por lo que me ha dicho papá no hace más que alardear de cómo conducía el viejo Itala.

—¿Y cómo se las arregla papá sin él?

—Es increíble, pero conduce casi siempre él mismo.

—¿Y de mujeres?

Su hermano dudaba. Era un tema tabú, o al menos lo había sido hasta entonces.

—Va mucho a Viena —respondió finalmente.

—Creía que eso había acabado.

—Eso creo que pensaba también la pobre mamá.

—Papá debería darse cuenta del ridículo que hace con eso —añadió Pauli. Quería a su padre y le respetaba casi de un modo reverencial, pero ya había alcanzado la edad en que también se juzga.

—¿Tú crees que hace el ridículo? Casi todos sus amigos le admiran y le envidian. Es a nosotros a los únicos que nos parece ridículo, pero es porque lo sentimos por mamá.

—Quizá habría sido más feliz con el inglés.

—¿Qué inglés?

—No me digas que no te diste cuenta de que Piper, el inglés, quería que se fuese con él…

—¿Mamá?

—Tuvo una historia amorosa con el inglés. En Travemünde; cuando perdimos el Valhalla.

—Pauli, ¿estás loco?

—Tardé mucho en entender lo que había habido entre los dos, pero ahora que lo pienso, me doy cuenta de lo desesperadamente desgraciada que fue durante los años que siguieron.

—¿El inglés? ¿El espía?

—No era espía. Para papá era la mejor manera de atacarle.

—¿Dices que mamá tuvo una historia amorosa con el inglés y que papá lo sabía?

—Encontré su reloj de pulsera debajo de la cama de mamá… —Lo había dicho. Había tenido aquel secreto mil veces en la punta de la lengua, pero ahora lo había dicho. Y lo sentía.

Peter cerró los ojos.

—Es increíble —dijo finalmente.

—Increíble o no, es la verdad. Yo creo que mamá temía que yo dijese algo que la descubriese.

—No lo harías…

—Hasta años después no me di cuenta de lo que significaba haber encontrado allí el reloj, pero luego, cuando mamá se tomó el cloroformo el verano de mil novecientos catorce, y frau Wisliceny vino a cuidarla… Aquella noche, cuando fui a dar un beso a papá antes de acostarme, vi que había estado juntando los trozos de una carta. Debía de ser una carta del inglés a mamá.

—Ojalá no me lo hubieses contado —dijo Peter—. Me siento sucio.

—No seas absurdo —replicó Pauli—. ¿No tiene derecho mamá a estar con alguien que la quiera?

—Tiene a papá.

—Y él tiene medía docena de mujeres. Por mamá no siente verdadero amor. A veces pienso que debió de casarse con ella sólo por el dinero de los Rensselaer.

Peter se sintió injuriado. No podía creer que Pauli hubiese cambiado tanto. Pauli había sentido terror por su padre…

—Si no fueses mi hermano, te diría que salieras.

—¿Para un duelo? —replicó Pauli riendo—. ¿Crees que me iba a arriesgar a perder la vida en un duelo? Donde ahora estoy veo a diario hombres mutilados y moribundos. La semana pasada estaba al lado de un centinela al que la metralla le trepanó la cabeza. Sus sesos me salpicaron la cara. Me reprochas que lleve un uniforme sucio. ¿Sabes de qué son las manchas de la guerrera? De sangre: sangre de los muchachos que se descuidan y no agachan la cabeza en el momento preciso o hacen demasiado ruido reparando las alambradas por la noche. ¿Y sabes de qué son las manchas del pantalón, Peter? ¡De heces! Me cago de miedo cada vez que oigo el silbido de un mortero o una granada, o cuando por la noche oigo las ratas que se mueven, que en realidad pueden ser una patrulla inglesa infiltrada que viene a degollarme. Gran sigilo y, ¡zas!, a la garganta. ¿Comprendes? Aprendes a degollar a un hombre poniéndole con fuerza una mano en la boca para que no grite.

—¿Tú has hecho eso, Pauli? —Su hermano se lo preguntaba con los ojos muy abiertos y lívido—. ¿Has matado con un cuchillo?

—Seis veces. Tengo un oficial superior, un despreciable déspota, que opina que los jóvenes graduados de Lichterfelde como yo deben exponerse al máximo peligro. Eso nos dice. Y también me dijo que no viniese hoy aquí. Supongo que eso también te sorprenderá. He venido, con este sucio uniforme que tú me echas en cara, desafiando las órdenes reglamentarias de un oficial superior. Y volveré a hacerlo cuando me parezca.

—Estás loco, Pauli.

—No, no estoy loco, pero a veces pienso que su majestad sí debe estarlo para continuar con esta guerra demencial.

—Pauli, tienes que ver a un médico. Estás loco —insistió Peter mirando temeroso a su alrededor, atónito de oír hablar a su hermano en aquel tono alevoso.

—Quizá tengas razón. Pero ven a primera línea conmigo, Peter, y quizá tú también te vuelvas loco. Pero te aseguro que perderás cualquier miedo a la muerte, la desgracia o lo que el destino nos tenga reservado —replicó Pauli cogiendo el vaso de aguardiente que les había hecho servir el capitán y vaciándolo de un trago.

Cuando Peter reanudó la conversación, su voz era suave y baja y su tono más conciliador.

—Sea lo que sea, Pauli, te ruego por tu propio bien y el de nuestra familia que no expreses esas ideas. Puede ser peligroso. La gente puede incluso pensar que te juntas con esos grupos radicales excéntricos que se manifiestan abiertamente en contra de la guerra.

—Después de la guerra quiero que las cosas cambien, y mucho, pero no soy un espartaquista si es a lo que te refieres.

—Ya lo sé que no. El Liebknecht ese es un traidor y un cerdo. Bien merecida tiene la cárcel. Pero ahora que el zar ha sido derrocado, cualquier persona que habla en contra de la guerra es etiquetado como revolucionario. En la flota del mar del Norte hemos tenido ya algunas graves insubordinaciones que han llegado casi al amotinamiento. El almirante intervino enérgicamente, eso sí. A mí me enviaron a Wilhelmshaven con los del tribunal. ¿Sabes a quién vi allí? A Fritz Esser.

—¿Al bribón de Fritz? —dijo Pauli riendo—. ¿Él era el cabecilla? No sé cómo le admitieron en la marina con toda su descarada adoración por Karl Liebknecht.

—Si era el cabecilla, ha sido lo bastante astuto para que no le descubrieran. Tiene un destino tranquilo de suboficial en intendencia.

—¿Suboficial? Yo creí que era analfabeto.

—¿Esser? Qué va. ¿No te acuerdas de los libros y panfletos que nos leía sobre la inminente revolución?

—Es verdad.

—Tú le tenías un alto concepto.

—Los dos, Peter —respondió Pauli—, pero también nos reíamos de él.

—Pues yo ahora no me río, Pauli. Esser y los de su calaña son peligrosos. Ten por seguro que en Alemania hay muchos locos sin instrucción y traicioneros que venderían a su patria si llegase la ocasión.

—¿Vender a su patria? ¿A quién?

—No sé… ni ellos tampoco… por una fantasía de revolución mundial y hermandad entre los hombres. Quieren el poder, Pauli. Vi a esa gente de cerca mientras preparábamos las pruebas para el consejo de guerra en Wilhelmshaven y muchos eran hombres sencillos, fogoneros en su mayoría, pero había entre ellos agitadores profesionales, bien dotados para argumentar sus absurdas teorías políticas con abogados o con quien sea.

—¿Ya ha concluido todo?

—No —respondió Peter mirando nervioso a su alrededor—, creo que no. Hemos metido entre rejas a algunos alborotadores, pero hay demasiados Esser sueltos. En Berlín, la población trabaja veinticuatro horas y no hay casi alimentos por el bloqueo naval inglés. Tantos obreros cansados y hambrientos son terreno abonado para los que azuzan a la canalla. Si no mejora pronto la situación, me temo que aumente cada vez más la agitación entre la tropa y los civiles.

—Es la primera vez que oigo esto, Peter.

—No pensaba decírtelo.

—En el frente no nos enteramos de nada.

—Esa revolución en Rusia envalentonará a Liebknecht y a esa tal Rosa Luxemburgo. Los radicales esperarán el momento y cuando vayan a por el poder no les importará que corra la sangre. ¡Ni siquiera la suya!

Permanecieron los dos sentados mirándose y tomando el estupendo café de que podían disfrutar los afortunados que hacían la guerra detrás de un escritorio. Luego se oyeron voces en el pasillo, unas exclamaciones intempestivas extrañas en aquellos tranquilos corredores. De pronto se abrió la puerta y entró el capitán, muy excitado. Se limitó a dirigir una inclinación de cabeza a los dos oficiales y cogió apresuradamente unos papeles de la bandeja del escritorio y otros de encima de un archivador.

—Los americanos han declarado la guerra —comentó por encima del hombro mientras examinaba los documentos.

—¿Está seguro? —dijo Peter. No lo podía creer. Estados Unidos era un país situado a miles de kilómetros y su ejército no era nada. Aunque los reforzasen, los submarinos se encargarían de que no llegasen tropas americanas a Europa.

—El Congreso americano lo ratificó ayer. ¡Vaya regalito de Pascua! —añadió metiendo unos papeles en un archivador—. ¿Se dan cuenta de lo que esto significa?

—¿Van a enviar tropas a Europa? —inquirió Pauli, que se daba cuenta de que a duras penas mantenían el frente.

—Tenemos que dejar a los rusos y aplastar a los franceses con una ofensiva rápida en todos los frentes antes de que lleguen los americanos —dijo el capitán como repitiendo unas instrucciones.

—¿Es posible eso? —inquirió Peter.

—Lo veremos a su debido tiempo —contestó el capitán dejando en el escritorio un montón de papeles—. Si para Navidad no hemos ganado la guerra, será el fin de la patria. El final de todo por lo que luchamos.

Peter miró al oficial de estado mayor y le impresionó su inquietud. Quizá los americanos hicieran cambiar las cosas. Eran muchos y con recursos ilimitados.

Cuando el capitán abrió la puerta para marcharse, Pauli pudo ver en la parte de arriba de la escalera al general de la división con dos ayudantes. Iban magníficamente ataviados: sables, cascos con punta, botas relucientes y el pecho lleno de medallas y condecoraciones. Sólo los vio de refilón, pero toda su vida recordaría la escena con todo detalle, incluso el de cómo el general fumaba un cigarrillo turco en boquilla de jade.

Los dos hermanos no habían reanudado la conversación cuando oyeron la explosión lejana de un obús enemigo. La charla se había desarrollado con el tronar de la artillería como música de fondo, pero esto ya era más cerca, a unos cinco kilómetros. Se acercaron a la ventana a tiempo de ver el penacho de humo oscuro que marcaba el punto de impacto. En aquel momento otra explosión hizo temblar los cristales. Había caído un poco más cerca.

—Es la primera vez que me bombardean —dijo Peter.

—Es un cañón de gran calibre —comentó Pauli—. Debe de haber ahí arriba un avión de observación tratando de localizamos. Yo no entiendo cómo les cuesta tanto siendo una gran mansión con dos torres de aguja.

—No es tan fácil desde ahí arriba —dijo Peter—. Con tan poca luz, a través de la neblina, se ve todo gris. Cuando hay sol, por la tarde o por la mañana, es más fácil por la proyección de las sombras.

—Entonces, ¿por qué siempre vienen cuando hace mal tiempo? —inquirió Pauli.

Peter sonrió. A los que estaban en tierra les parecía de lo más sencillo.

—Así los pobres diablos pueden esconderse entre las nubes si se les aproximan nuestros cazas o el fuego antiaéreo.

Apenas acababa de decirlo cuando hacia el sur se vieron en el cielo las explosiones negras del fuego antiaéreo, pero no vieron el avión detectado por la artillería.

—Esos aviadores no se entretendrán mucho —dijo Pauli—. Los cañones de largo alcance sólo pueden efectuar unas cuantas descargas seguidas, porque se les desgasta el ánima. La guerra es un asunto muy caro, como estarán comprobando los contribuyentes.

—Cuando venzamos, los franceses pagarán reparaciones como hicieron la última vez.

—¡Ah!, cuando venzamos —repitió Pauli.

Permanecieron callados contemplando el torturado paisaje. Los alrededores del castillo habían sido amorosamente cultivados durante dos siglos, pero ahora todo lo habían destrozado los soldados. En el huerto no quedaban más que tres tocones y todo era un cenagal. Más allá, el bosque había sido talado para obtener leña en aquellos tres inviernos de guerra; los caminos, destinados a carros y carrozas, estaban machacados por el tráfico de vehículos de tracción animal de la división y los escasos camiones y coches del estado mayor.

—¿Han sido muy horribles los vuelos en zepelín para bombardear Inglaterra? —inquirió Pauli sin apartar los ojos de la ventana—. ¿Y el accidente?

—Los bombardeos, bien. Yo no me había imaginado el peligro que corríamos hasta el último vuelo en que vi arder una aeronave en el cielo. —Ahora la voz de Peter era distinta; era la voz que Pauli recordaba de cuando se hacían confidencias a oscuras en su cuarto de niños—. Me entró tanto miedo, Pauli, que me temblaban las manos. Desapareció… aquel aparato inmenso desapareció en cuestión de segundos. Con tantos amigos…

—Y el tuyo se estrelló.

—Eso no fue tan terrible, aunque me han operado la mano tres veces; me temía que volvería a sentir miedo… y que gritaría o descubriría mi cobardía bajo los efectos de la anestesia.

—¿Y qué?

—Sólo Dios lo sabe.

—Papá me dijo que murió la mayoría de vuestra tripulación.

—Nos alcanzó un disparo de artillería en la costa inglesa y la barquilla de control quedó dañada y perdimos parte de los oficiales. Regresamos como pudimos sobrevolando el mar del Norte, perdiendo continuamente altura. Yo pensé que llegaríamos enteros, pero no fue así. Casi todas las bajas se produjeron al chocar contra los árboles. El oficial de observación, un hombre mayor llamado Hindmann, al ver ahora al capitán de estado mayor me he acordado de él, sí murió. En vida era una persona en quien ni se me ocurría pensar, pero una vez muerto me di cuenta de cuánto le debía. Era quien me cuidaba en todos los vuelos de entrenamiento y en nuestras primeras misiones sobre Inglaterra. Una vez que alguien ha muerto no se le puede dar las gracias.

—¿Hennig iba contigo?

—Ese cerdo insolente no pereció.

—He oído que se ha casado con Lisl Wisliceny.

—Sí, fue una ceremonia relámpago. Todo lo arregló la señora Wisliceny; luego hubo una recepción en el Adlon.

—Mamá me lo contó en una carta.

—Mamá tuvo que ir: frau Wisliceny es su mejor amiga. Es una mujer estupenda. Sí, mamá fue, pero papá estaba en Friedrichshafen con los de los dirigibles —dijo Peter con satisfacción. Le gustaba que su padre hubiese tenido un motivo de peso para no asistir a la boda del detestable Hennig.

—¿Tú querías casarte con ella?

—¿Con Lisl? Sí, lo había deseado. O al menos me lo parecía, pero luego, al darme cuenta del juego que se traía conmigo y con Hennig, enfrentándonos, dejé de quererla.

—Son muy guapas las Wisliceny.

—Al principio yo tenía más amistad con Inge… ¡Dios mío! —exclamó de pronto volviéndose—. Se me acaba de ocurrir una cosa. Si Estados Unidos ha declarado la guerra, mamá es una extranjera enemiga. Pauli, a lo mejor nos hacen renunciar a nuestro rango.

—Eres un cerdo egoísta, Peter. En vez de preocuparte por tu grado, deberías pensar en la pobre mamá, que debe estarlo pasando muy mal. Roguemos porque no la envíen a un campo de concentración como han hecho con los ciudadanos ingleses.

—Sí, claro, tienes razón. Tenía que haberme preocupado por ella, pero a nosotros también nos afectará, Pauli. Las cosas pueden irnos muy mal.

Se oyó una discreta llamada y la puerta se abrió inmediatamente, dando paso a un hombre de imponente aspecto; un capitán de unos cuarenta años, de ojos grises y boca enorme, que dirigió a Peter una inclinación de cabeza y sin rodeos pidió a Pauli su documentación. Nada más ver su gola metálica, Pauli comprendió que estaba perdido. Era un auténtico oficial de la Feldgendarmerie con su chacó estilo bávaro y sable con nudo de adorno.

—Está usted ausente sin permiso, teniente Winter. Ha abandonado su puesto en el servicio activo. Y del frente… Se castiga con pena de muerte. Supongo que lo sabe.

Tenía un leve acento bávaro, y no eran la voz ni los modales del militar de carrera, sino ese deje de campechanía que emplean los policías profesionales para arrestar a los hombres dóciles. Pauli imaginó que anteriormente debía de haber sido policía en Munich o una ciudad parecida.

No contestó. Sabía cómo debe comportarse un oficial prusiano. Permaneció tieso y firme, como había estado tantísimas horas en las revistas en Lichterfelde. En lo más profundo de su ser sabía que iba a ocurrir. Los intestinos le torturaban, pero en cierto modo era un alivio. Ahora sólo era cuestión de enfrentarse al castigo. Siempre le había resultado más fácil atenerse a las consecuencias que pensar en ellas.

Tuvo tiempo de sobra para pensar en lo que había hecho. Estuvo encerrado dos días en el calabozo del cuartel general de la división hasta su comparecencia ante el consejo de guerra. De no haber sido por el coronel, Pauli habría acabado seguramente ante un pelotón de fusilamiento, pero fue su coronel —envejecido prematuramente por mandar tantos jóvenes a combate— quien habló en términos encomiables de su valor y su entrega al deber, fue el coronel quien insistió en el factor de su extrema juventud y fue el coronel quien se las arregló para que no compareciese en juicio el teniente Brand.

Pero el testimonio escrito de Brand estaba minuciosamente redactado. Debió de pasar horas elaborándolo, porque en él se mencionaban todos los pormenores, incluso el nombre del policía militar con el que Pauli había hablado en el cruce de carreteras.

El veredicto fue inevitable.

La sentencia fue como una bofetada, pero Pauli permaneció imperturbable. Seis meses con un batallón de castigo. Nadie ignoraba que la condena a un batallón de castigo era como la pena de muerte diferida. Ese tipo de unidades se empleaban sólo cuando la lucha era muy encarnizada porque se consideraba a su tropa carne de cañón. Su único consuelo fue que las señas de correos no revelaban la naturaleza de la unidad, y sus padres creyeron que se trataba de un simple traslado a un regimiento normal de infantería.

Y así padeció Pauli los peores combates de aquel año, a tal extremo que, después, muchos no creían que hubiera estado en tan horrendos campos de batalla. Pero aquello le marcó realmente, y, aunque su piel estaba intacta, se le endureció el alma «como el acero de Krupp», decía él mismo a veces después de haber tomado unas copas. Aprendió a sufrir sin quejarse, a hacer daño sin lloriqueos y a matar sin titubeos.

Sin embargo, paradójicamente, había aspectos en él que no cambiaron. Por fuera parecía una persona simpática, despreocupada, torpe. El torpe Pauli. Demasiado deseoso de agradar y hacerse verdaderamente sofisticado. Ahora más que nunca era el Pauli que se deleitaba en los placeres de la vida, a diferencia de su hermano Peter, que era austero, culto y lleno de ambición. Pauli cumplió la pena y volvió al servicio activo, contentándose con sentarse de vez en cuando ante un plato de estofado, fumar veinte cigarrillos diarios y disponer de media hora más en la cama el domingo por la mañana.

Winter
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