«Es una obra de amor»
A mediados de enero de 1945 el ejército rojo lanzó la mayor ofensiva rusa de la guerra. Ciento ochenta divisiones se emplearon en aquel ataque que en dos semanas había aislado Prusia oriental del Reich dando a los rusos la región industrial de Silesia que abastecía la mayor parte del carbón y el acero que Alemania utilizaba en su esfuerzo bélico.
El puesto de mando de Adolf Hitler fue trasladado a la Cancillería del Reich y al bunker del sótano. El 19 de enero llegaron del Obersalzberg Martin Bormann y Eva Braun, la querida del Führer. En la tarde del 27 de enero se trazaron sobre los mapas dispuestos en las paredes de la nueva sala de operaciones de Berlín los puntos en que las unidades de punta de lanza del ejército de Zhukov habían cruzado el río Oder situándose a tan sólo 160 kilómetros de la capital. A fines de mes, Hitler hizo una de sus escasas excursiones y acudió a tomar el té en casa del doctor Josef Goebbels en Schwanenwerder, una isla en el río Havel. Temiéndose un envenenamiento, Hitler se llevó su propio termo con el té y un paquete de galletas.
Aquel mismo día, en Weissensee, en el otro extremo de Berlín, otro doctor ofrecía el té a sus colegas. Aquel día no había entierros en el gran cementerio judío de Berlín. El doctor Isaac Volkmann, antaño famoso dentista de la capital, celebraba su cumpleaños. Volkmann había trabajado varios años de enterrador y daba gracias a Dios por la suerte de haber sobrevivido. Aquel día se había procurado un puñado de té; no auténtico, claro, sino una mezcla de hojas de menta y otras yerbas que los alemanes se habían acostumbrado a tomar estoicamente.
Volkmann tenía que estar sobradamente agradecido. Cada noche volvía a casa con su mujer y su hijo, y el duro trabajo de cavar fosas y trabajar de bracero le resultaba más fácil que a otros. Volkmann siempre había sido fornido y musculoso y en la universidad ya destacaba en los deportes: hockey, remo y atletismo. Para los otros era más difícil. Estaba Benjamín, el rabino, con su hombro artrítico; el viejo Simon «el profesor», catedrático de física en Frankfurt del Oder, con una tos bronquítica que le dejaba sin respiración, y el doctor Segismund Weiss, que tenía pavor a ir al hospital a que le diagnosticaran el dolor torácico, por temor a ser enviado a un campo de concentración.
Había otros tres hombres que eran los que más cavaban. Eran jóvenes, muchachos de clase obrera habituados a los trabajos pesados. El único discordante era el séptimo: el extraño Boris Somló, que era el más torpe de todos. Al doctor Volkmann le preocupaba Somló. Oficialmente se le conocía por «Fromm», pero el dentista había visto su verdadero apellido en un viejo carné de conducir austríaco que un día se le había caído del bolsillo; era un documento de antes del Anschluss y ya no servía, por lo que era una locura conservarlo. También conservaba unas fotos; de una mujer que se le parecía mucho. Debía de ser su madre.
El misterio de aquel huidizo Boris Somló radicaba en que una vez había dicho que su padre no era judío. Siendo mestizo, seguramente podría haber vivido trabajando en mejores condiciones, sin que le persiguieran, y no se comprendía que trabajase en el cementerio. Para él no era la opción entre la vida y la muerte como en el caso de los demás. El doctor Weiss decía que era un desastre y que Boris debía marcharse y dejar el puesto a un judío de verdad que estuviese en peligro, pero Boris alegaba que ya había estado en un tren de transporte y que no quería volver a arriesgarse. Nadie le creía, pero era la historia que contaba. Tren de transporte: nadie se escapaba de un tren de transporte y volvía para contarlo. Habían tardado en comprender cuál era el destino exacto de las familias judías que enviaban para «el reasentamiento en el este», pero que nunca escribían tarjetas ni cartas diciendo que habían llegado. Sin embargo, ahora sí se sabía: no regresaban jamás. Por eso no creían a Boris.
Isaac Volkmann era el único del cementerio que tenía amistad con Boris. Le daba pena, puesto que, aunque tenía más de cuarenta años, Boris era un torpe desgraciado incapaz de organizarse en cosas tan elementales como lavarse la ropa o afeitarse. Cuando no los oía, los otros decían que era un shlemiel.
El lamentable comportamiento de Boris no le habría hecho objeto de irrisión de no haber sido por aquel horrible deje vienés, tan nasal que a veces hacía sonreír a Isaac Volkmann, pese a su decisión de no complicar más la vida al pobre hombre.
Pero aquel día, con vasos de té caliente en las manos y la puerta cerrada para protegerse del horrible frío berlinés, todos estaban de buen humor. Volkmann los contemplaba. Eran todos buena gente, aunque ninguno de ellos gozaba de lo que podría denominarse un adecuado cuidado dental. Estaban en el cobertizo, en la parte trasera del depósito, hablando aquella tarde del avance ruso, o, mejor dicho, de los rumores que circulaban sobre el avance, pues ninguno de ellos había oído en la radio alemana nada de que el ejército ruso hubiese cruzado el Oder. Quizá alguno hubiese oído la BBC, pero ni siquiera entre amigos de infortunio se lo confesaban.
¿Qué harían si llegaban los rusos a Berlín? Aún decían «si llegaban», pese a la proximidad del enemigo.
—Los rusos son unos bárbaros —dijo el doctor Weiss, que tenía un primo en el ejército—. Si entran en Berlín matarán a todo el mundo.
—A nosotros, no —replicó el profesor—, a los judíos no. —La revolución rusa debía su origen al intelecto y dinamismo de los judíos—. El ejército rojo no hace daño a los judíos.
—¿Y cómo van a saber que somos judíos? —adujo el doctor Weiss.
—No hay que tener miedo —dijo Benjamín, el rabino. Era el último rabino vivo en todo Berlín, y por lo que sabían, el último rabino de toda Alemania. Pero siempre mostraba ánimo.
Mientras hablaban, Boris se dirigió a las taquillas metálicas en donde guardaban la ropa de calle. Abrió la suya y sacó un paquete envuelto en papel de embalar. Le miraron en silencio mientras desataba parsimoniosamente el cordel y vieron que sacaba una especie de rebujo de tela color rojo. Lo agarró por un extremo y lo alzó para desplegarlo hasta el suelo.
Todos contuvieron la respiración estupefactos al verlo extendido: era una bandera roja con la hoz y el martillo.
—¿De dónde has sacado eso? —inquirió el doctor Weiss.
—La he hecho yo —respondió Boris.
Ahora nadie se reía de su deje. Weiss se inclinó y tocó el dobladillo de la bandera cual si fuera a explotar.
—¿Que la has hecho tú?
Ahora veían claramente que la bandera estaba formada por pequeños trozos de tela cosidos con admirable habilidad. La hoz y el martillo estaban hechas con tela amarillo rabioso que brillaba como el oro. Un trabajo de miles de pacientes puntadas. Una obra de amor, y así lo dijo respetuosamente el profesor.
—Cuando lleguen la pondremos en el mástil —dijo Boris.
—Es una obra de amor —repitió el profesor.
—Así nos distinguirán —dijo Boris.
—Guárdala inmediatamente —dijo Benjamín el rabino, que era por consenso la voz de la autoridad y del sentido común—. Buen trabajo, Boris. Ahora guárdala hasta que la necesitemos.
—Buen trabajo, Boris —dijeron los demás con un nuevo tono de respeto en la voz. ¿Quién iba a figurarse que un individuo tan melancólico como él iba a confeccionar en secreto aquella magnífica bandera y a traerla allí sin que se dieran cuenta?
Pero Isaac Volkmann sabía ahora que había motivos para el miedo exagerado del mestizo y su cambio de apellido. Se imaginó que Boris Somló había sido militante del partido comunista austríaco antes del Anschluss. Claro, eran lógicos sus temores.