Lo sentirás, acuérdate

Lothar Koch sabía que en el armarito de Fritz Esser había siempre un buen surtido de botellas y que Pauli tenía la llave. Lothar jamás habría osado entrar en el despacho y decir al ministro que le diese una copa, pero últimamente, en sus periódicas visitas al cuartel general de la Gestapo, a tres manzanas de distancia, entraba en el despacho de Pauli a ver si había salido Esser y le sugería tomar un schnapps. A Pauli le fastidiaba a veces, pero no lo demostraba. Deseaba que Lothar desapareciese de allí. Miró por la ventana. Abajo en la calle los tilos estaban cubiertos de hojas; las ventanas, abiertas para que entrase el aire cálido de olor dulzón.

Aquel día el habitualmente melancólico Lothar, con su traje nuevo, se mostraba eufórico y extrovertido. Estaba en medio del amplio despacho de Fritz Esser gesticulando y haciendo muecas. A Lothar le gustaba entrar en el despacho de Esser cuando éste no estaba y fingirse ministro. Lothar era así.

—Sale el Führer a la calle a preguntar a la gente qué piensa de Hitler. Va disfrazado incluso con barba falsa.

—Lothar, eres un desastre con tus chistes —dijo Pauli, que pensaba en el trabajo qué tenía que despachar.

Pero nada: Lothar se creía muy gracioso.

—Escucha —prosiguió Koch—, se acerca al primero que ve y le dice: «¿Qué te parece ese Hitler?». El tipo agarra al Führer del brazo y se lo lleva al zoológico. Se meten por la yerba hasta un sitio en que nadie los oye y el tipo se inclina hacia él y le dice en voz baja: «A mí no me importa gran cosa» —concluyó Koch con una risotada palmoteándose el muslo.

—Ya lo conocía —dijo Pauli.

—¡«A mí no me importa gran cosa»! —exclamó Koch repitiendo la frase y enseñando los dientes de oro.

—Al cómico autor del chiste lo detuvieron en el Admiralspalast la semana pasada —dijo Pauli, que bebía una agua Apollinaris.

—Eso he oído. ¿Y qué decía? ¿Era divertido? —inquirió Koch.

—Salió al escenario y miró al público durante varios minutos sin decir nada; luego, cuando la gente empezaba a ponerse nerviosa, dijo: «Bien, ya basta de hablar de política; ahora vamos con los chistes».

—¿Y por eso lo detuvieron? —dijo Koch—. Qué exagerado.

—Había un grupo de dirigentes del partido con sus esposas, y hubo quejas. Fritz creyó conveniente que hiciésemos algo.

—¿Y le han mandado a un campo?

—Es que no se le podía llevar ante un tribunal —respondió Pauli.

—Me lo imagino. Pero es una exageración. Y ni siquiera era judío.

Koch dejó su copa en el mueble bar, junto al cual había un fregadero y un estante para vasos. Enjuagó la copa y la puso con las otras. Nunca se tomaba una segunda. Eso formaba parte de su oficio de policía: una copa de gorra era propina; dos, corrupción.

De pronto, mientras Koch se hallaba de espaldas, Pauli dijo:

—Por cierto, Lothar, ¿es verdad que están matando sistemáticamente a los judíos en los campos?

Lothar siempre estaba al corriente de todo.

Lothar Koch se le quedó mirando un buen rato antes de contestar.

—Sí, es cierto. En algunos campos.

—¿Matándolos sistemáticamente?

Koch volvió a hacer una pausa.

—Ha sido una decisión de las altas esferas. Heydrich estuvo presidiendo en enero unas reuniones en Wannsee. El Endlösung, solución final al problema judío, es un secreto muy bien guardado. ¿Cómo lo has sabido? —contestó Koch ya con mayor aplomo, casi recobrando su personalidad melancólica y cautelosa.

—No es que me lo hayan dicho, pero estuvieron aquí los abogados de I. G. Farben y han estado sirviendo a los campos uno de sus productos químicos. Y ahora hay un contencioso.

—¿Abogados?

—El asunto lo llevaba Fritz, pero al venir la Farben con sus abogados me lo ha pasado a mí. Ya sabes cómo es.

—¿Tu opinión legal sobre productos químicos?

—Se trata de un gas venenoso; un insecticida llamado Zyklon-B. Bueno, pues hay un gran pedido a punto, pero quieren que se entregue en los campos sin que se note una especie de mal olor que al difundirse en la atmósfera sirve de «indicador». La Farben no quiere servirlo hasta estar segura de que si elimina ese indicador no peligran sus derechos de patente. No hago más que ir y venir a la oficina de patentes de Gitschiner Strasse, me paso el día leyendo fórmulas y especificaciones y ya no sé en qué va a acabar la cosa. Por eso se me ocurrió pensar qué diablos hacen en los campos con ese gas venenoso inodoro.

—¿Por qué no se lo preguntas a Fritz Esser?

—Eso hice. Se echó a reír y me aconsejó que adquiriese acciones de Degesch.

—¿Degesch?

—Es la filial de la Farben que fabrica el producto.

—Esser conoce perfectamente el asunto —respondió Lothar Koch volviéndose de espaldas.

—¿Y qué es lo que tú sabes? Mírame, Lothar. ¿Tú qué sabes?

—No gran cosa, pero he oído que a la mujer de un oficial la internaron por error en un campo de la muerte y, cuando vio todo el proceso, el comandante dijo que tenía que acabar como los demás. Figúrate si es secreto.

—¿Y eso puede ser verdad? ¡Dios mío!, ¿qué vería? ¿Se trata de una matanza en gran escala?

—Yo he oído historias como ésa —respondió Lothar encogiéndose de hombros—, y sé lo que me cuentan los que llevan a los presos a esos campos, pero es mejor no saber mucho, y mis compañeros no ven los campos de exterminio. Están muy lejos.

—¿Dónde?

—Siempre fuera de las fronteras del Reich —respondió Koch—, Fritz Esser lo organizó… Tú habrás estado en las reuniones. Había un representante de las compañías de seguros. Le vi en tu despacho.

—Las aseguradoras se quejaban de que pagaban muchas pólizas de seguro de vida por las muertes que se producían en los campos.

—Exacto. Y tú le dijiste a Fritz Esser que, según la actual ley, la gente que emigra de Alemania pierde todos sus derechos. Y Fritz Esser explicó a todo el mundo lo listo que eres.

—Yo no sabía que tuviese nada que ver con la matanza de presos. Fritz me dijo que en los campos había mucha gente vieja y enferma. Creí que se trataba de muertes naturales.

—Bien, pues ahora ya se cubren las espaldas construyendo todos los campos de exterminio fuera del Reich. Llevan a los presos a Polonia sobre todo. Así mueren fuera de las fronteras y las compañías de seguros no tienen que indemnizar.

—Serán hijos de puta…

—¿Las compañías de seguros?

Pauli no contestó.

—Lothar, el mes que viene dejan en libertad a mi cuñada. ¿Qué crees que le sucederá?

—¿El mes que viene? A ver… cumple sentencia aquí en Berlín, es decir, en la cárcel de mujeres de Barnimstrasse. Seguramente la recogerá en la puerta uno de los nuestros con una orden de custodia preventiva. Actualmente es el procedimiento que se sigue.

—¿Para llevarla a un campo?

—¿Dónde si no?

—¿Podrías enterarte del día y la hora y del número de la orden de custodia preventiva en el registro de Prinz-Albrecht-Strasse?

Koch ofreció a Pauli uno de sus pequeños y malolientes puros.

—Ni pensarlo, Pauli. Es muy peligroso.

—Es que allí no puedo hacer gestiones discretas porque lleva el apellido Winter y la gente lo notaría. Y tampoco voy ya tanto por allí. A ti te sería fácil.

—Es una extranjera enemiga, Pauli. Convicta de un delito contra el Estado.

—Es la mujer de Peter.

—Olvídalo, Pauli. Oye el consejo de un amigo. Ya no es como en los buenos tiempos en que falsificábamos firmas y teníamos horas extras y papeleo atrasado en interés propio. Ahora es distinto, y todo se hace con órdenes desde arriba. De lo más alto. Si te entrometes en esto e incomodas a alguien, no saldrás vivo. —Hizo una pausa para que Pauli lo entendiese claramente—. Tú no sabes lo que sucede al final de todo este papeleo. Es muy duro. Te hablo en serio.

Era como si Pauli no hubiese comprendido la tajante advertencia.

—Escríbelo a máquina en una hoja con membrete de aquí: cárcel, fecha y hora. Luego anula la orden de custodia en el registro. Si yo voy allí, levantaré sospechas, pero tú vas todos los días por el registro. ¿De acuerdo?

—No. No estoy de acuerdo.

—Lothar, por favor.

Lothar Koch encendió su puro y lanzó una bocanada de humo antes de contestar a la petición de Pauli.

—Tú estás en este precioso despacho de Unter den Linden. Ahora no vas mucho por Prinz-Albrecht-Strasse, Pauli. Y cuando vas, subes al tercer piso y te fumas un buen puro con los jefazos de arriba y charlas sobre las artimañas legales mirando al parque. Me gustaría que fueses al sótano.

—¿Qué pasa en el sótano? —inquirió Pauli, derrumbándose en el sillón que tenía Esser para las visitas.

—Sabes igual que yo lo que pasa en el sótano.

—Nunca he estado en el sótano.

—No, te guardas bien de ensuciarte las manos. Estás aquí, en el Ministerio del Interior, en el que los sótanos están llenos de archivos y en donde lo único que les sucede a los del sótano es que se llenan las manos de polvo. En los sótanos de Prinz-Albrecht-Strasse hay celdas en las que se tortura a los presos cuando tú y gente como tú necesitan urgentemente una declaración. No es muy divertido, Pauli. Hay muchos presos que no aguantan esos interrogatorios. Yo procuro distanciarme lo más posible y no te reprocho que hagas lo mismo, pero no me mires a los ojos diciéndome que no sabes lo que pasa allí. Y no pienso coger una orden de custodia para que tú la hagas pedazos con la esperanza de que nadie se dé cuenta de que tu cuñada no va a parar a Oranienburg en la fecha prevista.

—Perdona, Lothar. No debería habértelo pedido.

Ante aquellas palabras, Lothar Koch sintió vergüenza por dejar a su amigo en la estacada.

—Podría hacerme con la orden y la hoja de entrega, pero no puedo borrar nada del registro. Falsificar un documento así en tiempo de guerra seguramente es traición, y por cosas así están ejecutando a gente, Pauli. A mucha —dijo Koch con una risita nerviosa—. Mejor es que organice algún lío en la cárcel y le prolonguen la condena. Dile que pegue a una celadora: hoy día es bastante corriente, porque la gente sabe que los esperan en la puerta para llevarlos a un campo de concentración. Que pegue a una guardiana: es lo mejor que puede hacer.

—Consígueme la orden y la hoja de entrega. ¿Qué pondrá… Señora Winter, judía, no alemana por raza o nacionalidad?

—No sé qué te traes entre manos, Pauli, ni quiero saberlo. Cuando esa señora Winter no llegue a la hora prevista al campo de Oranienburg se va a armar una buena. Créeme. Sé cómo son. No habrá quien te salve por soltar a un preso.

—Gracias, Lothar.

—Lo sentirás, créeme.

«¿No podría Inge trabajar en Berlín?»

Pauli quería a sus padres, los quería de todo corazón, y sin embargo nunca había sabido expresárselo. Ahora que su padre no se encontraba bien, le visitaba casi todos los días, pero, aun así, era incapaz de manifestarle su profundo cariño.

Aquel domingo de principios de junio había ido allí con su viejo amigo Alex Horner para tomar el té. Horner vestía el magnífico uniforme que el ejército alemán siempre ha reservado para sus generales. En el cuello lucía las insignias prerrogativa de los generales y la codiciada ancha raya roja adornaba sus pantalones. Pero el general Horner había pagado un triste precio por el rango, la autoridad y las medallas, porque el destino en el frente ruso había avejentado a Alex Horner exageradamente.

Pauli estaba sentado al lado de su amigo, y enfrente de ellos, Harald Winter. El padre de Pauli había hecho que le trajesen al salón su sillón preferido y, a pesar del brillante sol que se derramaba sobre la alfombra en aquella maravillosa tarde de junio, se hallaba sentado arropado por mantas. El sillón de orejas tapizado de oropel resultaba incongruente en medio de aquellos muebles modernistas cromados de la Bauhaus y los relucientes espejos con marco lacado, encuadrados por las paredes llenas, no de óleos, sino de viejos carteles, entre ellos uno del Graf Zeppelin en su ruta de Sudamérica.

Harald Winter era demasiado tozudo para obedecer la prescripción facultativa de estar encamado. No se cansaba de repetir a los médicos que sólo tenía setenta y dos años y que no era una edad tan provecta. En los tiempos de la medicina moderna, setenta y dos años era una edad mediana avanzada.

—El mariscal Göring cometió el gran error de su vida destruyendo los dirigibles en mil novecientos cuarenta —dijo Harald Winter al ver cómo su hijo lanzaba una mirada al cartel del zepelín.

Pauli advirtió que Göring era su mariscal, signo inequívoco de que el anciano tenía ganas de discutir. Quizá fuese buena señal. A lo mejor estaba mejorando.

—La Luftwaffe necesitaba la aleación de aluminio —dijo.

—¡Bah! —replicó su padre—. Mis fábricas suministraban a los fabricantes de aviones más de la que necesitaban hasta que el Ministerio del Aire nombró a todos esos nazis en el consejo.

—Eso fue lo que alegaron —dijo Pauli, a quien le tenía sin cuidado el asunto.

—Göring no podía lograr que las empresas Zeppelin bailasen al son de su música; ésa es la verdad. Y les está muy bien empleado. Göring es la persona menos indicada para ese cargo. Ese payaso gordinflón sigue en las nubes, volando en su triplano Fokker de mil novecientos dieciocho.

—Tienes razón —dijo Pauli. Su padre detestaba a Göring; una animosidad que le venía de haber tenido que tratar con los incompetentes burócratas del enorme Ministerio del Aire del mariscal, que por entonces ocupaba toda una manzana de la Wilhelmstrasse, diez veces mayor que cualquier otro edificio ministerial.

—Se pinta los labios, se empolva la cara y se pinta las uñas.

—Lo sé —dijo Pauli, mirando a su amigo pero sin sonreír por si su padre lo advertía.

—¡Qué asco! —exclamó Harald Winter.

—Mejor no hablar de eso —dijo Pauli, consciente de que había gente en la cárcel por decir cosas mucho menos importantes.

—¿Mejor para quién?

—Para ti —replicó Pauli—. Estamos en guerra, papá. Y decir esas cosas puede interpretarse como traición.

—Mil bombarderos de la RAF atacaron Colonia el domingo pasado —prosiguió su padre—. Es horrible, dicen. ¡Que se lo digan a Göring!

—Se derribaron treinta y siete aparatos ingleses —alegó Pauli, que había recibido un informe interno del SD especificando que el bombardeo había causado «pavor» entre la población civil.

—Colorete y polvos. ¡Qué asco, qué asco! —repitió su padre, como un niño respondón al que le han regañado por decir una palabrota—. Y ese gordinflón idiota se complace en que le llamen Férreo. ¡El Férreo! —repitió con una risita.

Veronica Winter regresó de la cocina con una gran bandeja de plata con el servicio de té.

—Trae, mamá —dijo Pauli poniéndose en pie de un salto. Le chocó ver a su madre entregada a aquellas tareas caseras—. ¿Y los criados?

Veronica no dejó la bandeja a Pauli, porque aunque ya fuese un hombre de mediana edad, ella seguía considerándole el niño torpe y desmañado que había roto su precioso juego de porcelana.

—El novio de la doncella ha vuelto del frente ruso y he tenido que dejarle el día libre; la más joven está enferma y Cook está en el mercado haciendo cola para el racionamiento. A Hauser no puedo pedirle que se meta en la cocina, seria como ponerle a las órdenes del cocinero. La servidumbre es muy quisquillosa y hoy día es muy difícil conseguir servicio. Las chicas prefieren trabajar en las fábricas. No sé por qué. Gracias, Pauli, cariño. Pon las flores en la mesita; así habrá más sitio. Así. Dale una taza a Alex, que yo sirvo.

—Pero, mamá, no deberías hacer ese trabajo. A Inge no la dejo que lleve pesos.

—Inge tiene suerte —dijo Veronica sirviendo el té—. Me temo que está muy flojo. ¿Sabías que estuve tomando el té la semana pasada con la baronesa Munte y tenía limones? Se los había traído un pariente de Grecia o de no sé dónde. Casi se me había olvidado el sabor del limón. ¿En Rusia teníais limones, Alex?

—No, señora Winter.

—Este té de racionamiento no es té ni es nada; es té de hojas de herbáceas, y sin limón casi no tiene sabor. He empezado a tomarlo otra vez con leche, como en Inglaterra.

—Podías tener criados del este. Ahora hay muchos —dijo Pauli.

—Tu padre no admitiría criados polacos en casa. Dice que huelen mal.

—Tonterías —dijo Pauli mirando a su padre—. ¡Tonterías! —repitió.

—Ya lo sé, cariño —dijo su madre—, pero no puedo contradecir a tu padre.

En realidad, Veronica Winter había decidido que no podía tener una criada polaca porque se sentiría violenta. Desde que Estados Unidos habían entrado en guerra con Alemania, los polacos eran aliados de facto. No habría estado bien tener una criada polaca y pagarle casi como a una esclava. Oficialmente ella era alemana, pero seguía siendo lo bastante americana para mantener la convicción de que el trabajo debe darse con arreglo a un sueldo estipulado.

—¿Ha vuelto Inge? —añadió cambiando de tema.

—Vuelve el domingo por la noche —respondió Pauli.

—Últimamente viaja mucho.

—Lo detesta, pero se empeñó en hacer algo por el esfuerzo de guerra.

—No sé qué es exactamente lo que hace —dijo Veronica acercándose a cerrar la ventana, a pesar del calor que hacía. En aquellos días entraba mucho ruido de la calle: coches, camiones, caballos, gente desfilando. Era un pandemónium.

—Tiene un empleo en el partido. Trabaja en la oficina central de la Liga de Muchachas Alemanas y coordina sus actividades con las de otras organizaciones femeninas.

—¿No sería mejor que estuviese en casa cuidándote a ti, Pauli? —inquirió su madre.

—Todos tenemos que hacer algo por la guerra, mamá; y nosotros no tenemos hijos. Inge ha querido ese trabajo.

—Pero tanto viaje… Silesia, el Ruhr… ¿No podría Inge trabajar en Berlín?

Eran cosas imposibles de explicar a los padres. A ellos la guerra no los afectaba prácticamente, salvo las dificultades del racionamiento y alguna bomba de vez en cuando. Y a su madre siempre la encantaba tener una oportunidad de criticar a la pobre Inge.

—Ya lo explicó Fritz, mamá. Había un puesto en Berlín, pero no habría sido idóneo para una persona con la formación de Inge. Yo la hecho de menos, pero no va a estar siempre de viaje.

—¿Y tu hijo, Alex? —dijo Veronica volviéndose de pronto hacia su invitado—. ¿Qué tiempo tiene ya?

—El pequeño Christian cumple cuatro años el domingo.

—¿Ya tiene cuatro años? —inquirió Pauli. Sabía que Alex se estaba acordando del día en que había ido a esperarle a las cuadras en Bernau. ¿Cómo se le habría ocurrido que Alex previniese a Fritsch? Había sido una estupidez tratar de hacer nada por impedir los acontecimientos. Ahora ya estaba curado de espantos. Ahora se mantenía al margen… o lo intentaba.

—Es estupendo que esté de permiso. Su esposa estará encantada. Tiene que traerla un día de visita antes de que se le acabe el permiso. ¿Se las arregló para conseguir ese permiso por el cumpleaños del pequeño, general Horner? —inquirió Veronica con malicia.

—No seas tonta, mamá. Te he dicho que Alex ha venido por el funeral oficial del martes.

—Ah, claro. El funeral de Heydrich, el dirigente de las SS.

—Alex asiste en representación de la Wehrmacht —añadió Pauli, ufano.

Si Alex Horner pensaba que las excentricidades de Harald Winter eran manifestaciones seniles, cambió de idea cuando Winter se inclinó hacia él y preguntó:

—¿Qué le pasó a Heydrich?

—Le mataron a tiros —contestó Alex, que no sentía la pérdida de un dirigente nazi.

—Ya lo sé, Alex; aún no chocheo. ¿Quién le disparó y por qué?

—Aún no se sabe con certeza, señor Winter, pero la Abwehr dice que los asesinos eran checos y que llegaron en paracaídas.

—Entonces los periódicos están en lo cierto. ¿De Rusia?

—No, de Rusia no. Los soviéticos no tienen hombres ni aviones para una operación así.

—Entonces, ¿de Inglaterra?

—Sí, de Londres. Creen que al gobierno checoslovaco en el exilio presidido por Eduard Benes empezaba a preocuparlos la popularidad de Heydrich.

—Yo creía que había ido allí a aplastar la resistencia —dijo Harald Winter.

—Al principio estuvo dándoles palos —dijo Pauli—, pero una vez que eliminó a los alborotadores, reorganizó la seguridad social de los trabajadores y los campesinos y se ganó una gran popularidad. En Bohemia y en Moravia no hay terrorismo contra nosotros.

—Ahora lo habrá —dijo Alex Horner, lacónico—. Es muy posible que haya represalias, y eso es lo que quieren los ingleses.

—Ya han empezado —dijo Pauli—. Han cercado a miles de checos y los han fusilado.

—¡Qué horror! —exclamó Veronica.

—Así es la guerra —dijo Harald Winter—. ¿No es cierto, general Horner?

—Me temo que sí, señor Winter. Perdemos muchas tropas a manos de los partisanos rusos, y en las zonas de retaguardia hay unidades especiales de las SS dedicadas estrictamente a reprimir la guerrilla. Es una tarea fea, sangrienta y repugnante, y no la clase de guerra que desea el ejército. Eso puedo asegurárselo.

—¿Cuándo regresa al frente ruso, general Horner? —inquirió Harald Winter.

—Aguardo nuevo destino.

—Espero que se quede en Berlín —dijo Veronica—. Los niños crecen tan de prisa…

—¿No te he dicho que mamá ha tenido carta de Peter? —dijo Pauli a su amigo.

—Sí, pero ¿cómo es posible? —respondió Alex—. ¿Está en Estados Unidos, verdad?

—Hay un servicio de correos con los países enemigos a través de Lisboa —dijo Veronica, dejando la taza de té en el cristal de la mesa, sacando la carta del bolso, extrayéndola del sobre y desdoblándola cuidadosamente. Estaba ya desgastada porque la había leído mil veces y la guardaba como una joya—. Tarda siglos. Supongo que tendrán que verificar si hay algo escrito con tinta invisible, en clave y cosas así, pero ha sido una suerte tener noticias suyas. ¿Lee usted inglés, Alex?

—Me temo que no, señora Winter.

—Entonces nada —dijo contenta por tener una excusa para leerla otra vez. Se la puso sobre las rodillas y se inclinó. La escritura pequeña y cuidada de Peter era inconfundible; sobre el pliego, en diagonal, había una raya amarilla de un producto químico para la detección de tintas invisibles—. Sólo dice que está bien, que la pequeña Helena va al colegio en California y que ha visto al abuelo, que tiene noventa y un años, ¿no es maravilloso?

—¿No ves? —terció Harald Winter—. La gente vive mucho más hoy día. Comemos mejor y nos cuidamos.

Veronica hizo una larga pausa para estar segura de que su marido había acabado de hablar y siguió con la carta.

—Dice que toca mucho el piano y que trabaja en una compañía cinematográfica. Claro, habla de generalidades. Supongo que por temor a que la censura la interceptase y no la dejase pasar si decía algo concreto. Dice que nos ocupemos de su esposa Lottie, que está en la cárcel, ¿sabe? —concluyó Veronica alzando la vista.

—Sí, lo sé —contestó Alex Horner.

Ella le miró: parecía mucho más viejo que Pauli, que tenía la misma edad. Por lo que le habían contado de Rusia, no había nada peor que la guerra allí, salvo quizá enviar al frente a gente más joven. ¿Qué aciago destino había enviado a aquel pobre hombre, y al resto de su generación, dos veces a la misma carnicería de una guerra mundial?

—Pero las autoridades de la cárcel no han contestado a mis cartas y no sé cuándo la pondrán en libertad.

—Deja que me ocupe yo, mamá —dijo Pauli—. Te dije que me lo dejases a mí.

—Pero si no sabemos…

—Ya me enteraré.

—Pauli, tú no te metas en líos —dijo Veronica.

—No te pongas así, mamá.

—Pauli es un tesoro —dijo Veronica al general Alex Horner.

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