«Quédate con tu dinero»

Pauli quería y temía a su padre, pero había llegado el momento de hablar por sí mismo o dejarse aplastar por la personalidad paterna. Miró al retrato del kaiser que colgaba de la pared, respiró hondo y se encaró con su padre.

—Dices que es mi fiesta, pero ¿a quién invitas a tu mansión? A tus amigos ricos y a gente que quieres impresionar. Nada más. ¿Sabes lo que pienso de tus amigos y de tu fiesta…? —Se detuvo. Su madre estaba lívida y mostraba tal mirada de angustia que no pudo seguir hiriéndola. Oía a través de la puerta a la orquesta interpretar Pobre mariposa. Recordó el primer día de la ofensiva de 1918, la batería inglesa capturada, el gramófono.

—Continúa —dijo Harald Winter sin perder la calma. Le había herido profundamente aquel exabrupto filial, y no pudo reprimir un secreto sentimiento de satisfacción porque Veronica fuese testigo de que sus predicciones se cumplían. Él había dicho más de una vez que Pauli era un maldito desagradecido. Era por sus horribles experiencias en la guerra, desde luego; porque Harald Winter siempre había sido muy expeditivo en explicar las faltas de quienes le rodeaban, y Pauli había pasado por todo tipo de situaciones terribles, cosa que le había afectado. Si no, habría sido para que el muchacho se hubiese sentido complacido por aquella sensacional fiesta dada en su honor. En cuanto a que Pauli le reprochase que la mayoría de los invitados fuesen amigos de ellos y no suyos, pensaba que habría debido tener la sensatez de comprender que era una ocasión que le ofrecía para volver a tratar a gente importante. En cualquier caso, una cena formal de aquella categoría no era algo que supiesen apreciar los pendencieros del Freikorps ni sus jaraneros compañeros de estudios. A juzgar por lo que a él le habían dicho en el club, la fiesta se habría convertido en una orgía en cuestión de minutos.

Así, Harald Winter optó por decir a su hijo:

—El capitán Graf fue invitado porque te empeñaste tú, tengo entendido. ¿Puedes explicarme su lamentable conducta criminal?

—Yo he combatido con Graf y hay muchos otros que le aprecian. Lucharon contra los comunistas y siguen haciéndolo… para que Alemania sea un país seguro para ti y los tuyos. ¿Quién eres tú para juzgarle? ¿Qué has hecho tú en la guerra, salvo ganar dinero?

—Pues no he observado que declines la oportunidad de gastar parte de él. Tienes una asignación generosa, una motocicleta… te pago las matrículas, los libros, tienes cuenta en mi sastre… —Harald se detuvo, sofocado de indignación y cólera.

—Quédate con tu dinero…

—No, Pauli, no. No digas cosas de las que puedas arrepentirte —intervino la madre.

—¿Qué lealtad muestras tú a tus amigos? —insistió Pauli—. Esta noche has invitado a todos tus amigos aristócratas rusos refugiados: príncipes, duques y duquesas, y hasta a ese idiota que dice ser sobrino del zar. ¿Saben ellos que los aviones que se construyen en tus fábricas sirven para entrenar al ejército rojo que los echó de sus grandes fincas?

—El ejército no me pidió mi opinión sobre dónde utilizar sus aviones —replicó Harald Winter sin perder la calma.

—No puedo seguir viviendo aquí —añadió Pauli—. Nunca debí volver. Es sofocante, aplastante, como una cárcel… un museo. Mejor es que me marche, mamá —añadió con voz suave dirigiéndose a su madre—. Vivimos en dos mundos muy distintos. Detestáis a mis amigos y yo he llegado a repudiar vuestros valores.

—¿La decencia y el respeto? ¿Son ésos los valores que dices? —replicó Harald Winter—. Al pobre Hauser le apuñaló ese loco de Graf, tu amigo Esser ha bebido sin freno, ha vomitado en la alfombra de la sala de estar y ha tirado una vitrina llena de porcelana. ¿Cómo te atreves a decirme que detestas a mis amigos y mis valores?

Pauli se encogió de hombros. Siempre sucedía lo mismo cuando se dejaba arrastrar a una discusión: se encontraba despotricando en apoyo de conclusiones en las que no creía. Quería a Hauser y despreciaba a Graf, pero eso no cambiaba el hecho de que el mundo de su padre fuese arcaico, un lugar ajeno del que deseaba escapar.

—Lo siento, papá. Perdóname, pero es mejor que me vaya. Iré a Hamburgo, a Munich o a donde pueda volver a empezar. De todos modos no habría aprobado los exámenes. Soy demasiado bruto para el derecho. Peter colmará tus esperanzas.

—Pauli… —dijo su madre.

—Déjale que se vaya —dijo Harald Winter—. Ya volverá cuando se le acabe el dinero. Es una historia que me conozco. Déjale que compruebe lo que es ser un mendigo en esta época horrorosa. Ya verás cómo llama a la puerta antes de que acabe el mes.

Veronica no dijo nada. No creía que Pauli fuese a volver suplicando ayuda a su padre. Y, en realidad, tampoco el padre lo creía.


Pauli trasladó, efectivamente, sus cosas de la casa, pero no fue ni a Hamburgo ni a Munich. Se fue a vivir a un cuarto en una pensión del cercano barrio de Wedding dirigida por una viuda de guerra, una amiga íntima de Fritz Esser. No quiso aceptar ninguna subvención más de su padre, pero no abandonó los estudios de derecho.

Fue Peter quien pasó horas rompiendo lanzas en favor de su hermano y quien recordó a su padre lo mal que Pauli lo había pasado en la guerra, y era Peter quien en contubernio con su madre intercedía ante Harald cuando éste se encontraba de buen humor.

Aunque Pauli no aceptó más dinero de su padre, su hermano Peter ingresaba mensualmente dinero en su cuenta. Los padres de Pauli aceptaron aquel arreglo financiero encubierto y el honor quedó a salvo. Pauli se hallaba satisfecho de creerse que no recibía dinero de su padre, y éste, contento de que en realidad sí lo aceptase. Como Harald Winter señaló a su esposa, no quería que Pauli se viese arrastrado a una situación de penuria que le obligase a vender la casa del Obersalzberg.

Pero lo más importante fue que Pauli obtuvo permiso en la universidad para cambiar al siguiente curso de derecho de empresas a derecho criminal. Era una materia que en seguida le interesó por la importancia que vio en ella, y para sorpresa de todos, incluido el propio interesado, pronto se puso a la altura de sus compañeros de curso y en los exámenes obtuvo el quinto puesto.

No tuvo igual éxito en la ayuda que facilitó a Fritz Esser, aunque éste, con gran esfuerzo, logró aprobar el examen preparatorio antes de abandonar los estudios. Esser se juró volver algún día a estudiar derecho para obtener el título, pero entretanto entraría de funcionario con paga fija en el partido nazi para dedicarse por completo a la política.

Poco después de que Pauli se marchara de su casa, su tío, Glenn Rensselaer, le localizó en la mísera pensión. Glenn trabajaba para una firma americana de maquinaria cuya agencia principal estaba en Leipzig y en sus frecuentes visitas a Berlín traía regalos a su sobrino. A Pauli le gustaba Glenn; le gustaba la manera de presentarse en su habitación de la buhardilla sin fijarse en el linóleum roto, las hojas de periódico con que tapaba los cristales rotos de la ventana, el orinal bajo la cama ni la desnuda bombilla. Glenn parecía encontrarse perfectamente a gusto en aquella vivienda llena de ratas. Siempre que llegaba, aprovechaba para obsequiar a la patrona y a otros inquilinos con botellas de aguardiente. Él decía que le salían baratas, pero Pauli sabía que las compraba a precio normal en la tienda de la esquina. Glenn era así.

Cuando Pauli aprobó el examen de fin de carrera, Glenn convenció a Harald para que asistiera a la ceremonia de entrega de diplomas; el propio Glenn organizó la cena para veinticuatro comensales en Medvej, un bonito restaurante de Bayreuther Strasse, y complementó la celebración con blinis y caviar, borschy y kulibiaki, un trío zíngaro y todo lo necesario, en aquel local de moda al que los exiliados rusos de Berlín solían acudir cuando su bolsillo se lo permitía. Cuando Glenn preguntó a Pauli, como quien no quiere la cosa, qué pensaba hacer, y Pauli le dio una larga y encarecida explicación a propósito de una empresa que le había prometido despacho y secretaria para que trabajase en sus asuntos jurídicos, la enhorabuena de Glenn pareció entusiasta y sincera. Pero Glenn Rensselaer no era tonto, y en seguida se dio cuenta, igual que Peter y Harald Winter, de que la «empresa» que iba a hacer de hada madrina de Pauli era el partido nazi, y que su sobrino iba a trabajar de defensor de algunos de los peores malhechores implicados en todas aquellas reyertas callejeras, asaltos y asesinatos, que ya formaban parte habitual de la política alemana de entonces.

Cuando, al llegar octubre, Peter anunció que quería pedir la mano de Lottie Danziger, Glenn Rensselaer regaló a la muchacha un broche de jade con las iniciales de Peter en el engarce de oro y a Peter un reloj con la fecha grabada de la fiesta de compromiso. «Ahora tenéis que seguir adelante», les dijo Glenn Rensselaer. Y lo hicieron. Hubo otra gran fiesta, esta vez en casa de los Wisliceny, pero los padres de Lottie no acudieron. Tenían previsto de mucho tiempo atrás que Lottie se casase con el hijo mayor de un magnate petrolero de la costa oeste y les indignó aquel matrimonio de su hija con Peter Winter, un alemán. «No tanto como a mí», comentó Harald Winter a su mujer cuando se enteró; después, repetiría infinidad de veces: «No sé qué me aterra más, si verle casado con una americana o con una judía».

Su esposa no lo tomó como ofensa personal. Durante la guerra se había acostumbrado a oír insultar y denigrar a sus compatriotas, por lo que le contestó tranquila:

—¿Cómo puedes decir eso cuando los Fischer son tan amigos nuestros?

—Los Fischer son distintos —contestó él.

—Y Peter y Lottie van a vivir en Alemania. Piensa en esos pobres padres, a nueve mil kilómetros, que no volverán a verla.

Con ello Veronica expresaba su propia culpabilidad, pues ahora que su padre ya iba siendo anciano, cada vez pensaba más en él.

Harald Winter lanzó un gruñido. No sentía agradecimiento por el destino ni por la muchacha. Por supuesto que vivirían en Alemania. A Dios gracias, Peter no había perdido totalmente el sentido.

Winter
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