«No se necesita ser matemático»
—¿Explicarlo? —dijo Glenn Rensselaer—. No puedo explicarlo mejor de lo que lo expongo en el informe por escrito.
El joven americano calvo de detrás del escritorio le miró perplejo, y Glenn Rensselaer prosiguió.
—Supongo que se refiere a exponerlo comparándolos con sus equivalentes americanos. Pues tampoco puedo. Esos grupos del Freikorps son bandas de hombres armados con uniformes de pacotilla. Sus jefes suelen ser capitanes o mayores, a veces algún coronel y, en raras ocasiones, un sargento. Actúan a las órdenes de quienes les pagan, y algunos oficiales se comportan como gángsters; hay voluntarios que son carne de horca, aunque los hay también patriotas e idealistas. Es imposible generalizar a propósito del Freikorps, salvo decir que, a Dios gracias, no hay nada en Estados Unidos que se le parezca.
El de detrás del escritorio siguió sin decir nada. Glenn Rensselaer miró a su alrededor en el triste despacho de la calle K de Washington. Paredes cubiertas con viejo papel de motivos florales, un escritorio antiguo, unos archivadores abollados, una alfombra gastada y en el rincón una enorme escupidera de latón, muy brillante. Así que aquello era el concepto que tenía el Departamento de Estado de la oficina idónea para la «subsección de investigación e inteligencia»… ¿Sería cosa de clandestinidad, parsimonia o abandono?
—Por otra parte —prosiguió Glenn Rensselaer, más por romper el silencio que porque le pareciese que al de detrás del escritorio le interesase—, para mucha gente, en este momento Alemania es el centro del mundo. Películas, buen teatro, ópera, música popular, opereta, música selecta, ciencia, desde física atómica hasta psicología, arquitectura, diseño industrial, pintura… todo lo que se quiera. —Aplastó el cigarrillo y continuó—. ¿Le aburre todo esto? Tengo la impresión que tiene otros asuntos que hacer…
—Ni mucho menos —respondió el joven funcionario—. Encuentro fascinante todo lo que me cuenta, pero es muy probable que sea yo el único del Departamento de Estado que lea su informe de cabo a rabo.
—¿Ah, sí?
—Estados Unidos ha perdido interés por Europa, salvo por saber los acorazados que construyen los ingleses según las cláusulas del nuevo tratado.
—Me habla usted en clave.
—Perdone, pero no era mi intención. Lo que quería decir es que en este momento lo único que interesa es la potencia naval de Japón. Estará usted al corriente de las cláusulas de la conferencia de mil novecientos veintidós, relativa a la proporción de cinco buques importantes ingleses y tres japoneses por cada cinco nuestros. No hay que ser matemático para comprender que, según ese tratado, la potencia naval combinada de japoneses y británicos nos desplazaría de los dos océanos.
—No hay que ser matemático —asintió Glenn Rensselaer—, basta con estar loco.
De nuevo aquella mirada inescrutable y ninguna respuesta. Quizá no habría debido presentarse con aquella vieja chaqueta de franela, la vistosa corbata de lazo y el jersey de punto. El de detrás del escritorio vestía un traje formal con cuello duro. A Glenn se le había olvidado lo que era Washington DC.
—No estará usted insinuando en serio que es probable que tengamos que hacer la guerra a los ingleses, ¿verdad? —insistió Glenn.
—Nuestro deber es tener en cuenta la más improbable eventualidad, señor Rensselaer.
—Están ustedes locos. Si nos enzarzamos con los japoneses, los ingleses estarán de nuestra parte —dijo poniéndose en pie, secundado por el funcionario.
—Estoy convencido de que tiene razón, señor Rensselaer —dijo el hombre en un tono que no dejaba traslucir sus pensamientos—. De todos modos, ha sido muy atento en venir. No obtenemos muchas noticias de primera mano en los tiempos que corren.
Glenn Rensselaer regresó con satisfacción a la casa de sus padres, en Nueva York. Para él era su hogar, pues sus viajes al extranjero hacían que para su esposa fuese conveniente y más sociable compartir la gran mansión de su padre. Ella se llevaba bien con Dot, la segunda esposa de Cy Rensselaer, y ahora que los tres hijos de Dot habían crecido y vivían su vida, hacía compañía a la anciana.
Al regreso del viaje a Washington, su padre le preguntó qué tal le había ido, pero Glenn no fue muy explícito. Le contó cómo le habían recibido en la oficina «secreta» de los burócratas, aunque su padre seguramente le habría agradecido que eludiese aquella descripción. El partido republicano controlaba con firmeza el Congreso y el Senado, con Calvin Coolidge en la Casa Blanca, y el anciano prefería creer que los que mandaban en Washington sabían lo que se hacían. Pero era un punto de vista difícil de sostener después de un viaje a la capital; motivo por el que quizá su padre nunca viajaba allá.
Por consiguiente, Glenn habló de Alemania con su padre.
—Desde la guerra, las calles están llenas de proletarios desenraizados. La mayoría, del este de Europa: polacos, checos, rusos, húngaros, rumanos, gitanos, pequeños propietarios y campesinos desposeídos, obreros de fábricas y Dios sabe qué. Para echar a esas gentes mal vestidas y forasteros molestos la culpa de todos los males, desde delitos menores hasta cierres de fábricas, se necesitaba una etiqueta y los alemanes han decidido que sea la de «judíos».
—No hagas chistes con los judíos, hijo. Nunca los he soportado ni los soportaré.
—Hablo en serio. El antisemitismo lo domina todo; se respira en el ambiente.
—Pero Glenn, eso no es sólo en Europa.
—No, pero en Francia, Inglaterra y aquí en Estados Unidos el antisemitismo es una especie de envidia. Va más dirigido a los ricos, los inteligentes y los triunfadores. Los antisemitas desprecian al judío que lleva alfiler de corbata con diamante, un gran automóvil, fuma puros y pasa por su fábrica a recoger las ganancias. También en Alemania existe esa envidia antisemita. Y es particularmente fuerte porque los judíos desempeñan un papel vital en la vida cultural alemana, El mundo del cine, el teatro, la edición y el arte lo dominan claramente los judíos. Pero hay también otro tipo de antisemitismo.
—Bueno, ¿y qué importa?
Su padre estaba molesto, pero Glenn prosiguió.
—Es un antisemitismo de cabeza gacha. Me refiero al temor de cualquier viandante de aspecto extraño, sin dinero. Súmalo a la envidia y la mezcla es explosiva. Por eso es singular Alemania, por ese doble antisemitismo que procede de la situación geográfica del país tan distinto al que se observa en cualquier otra nación. Y yo te digo que hay muchísimos políticos alemanes que saben perfectamente cómo remover la mezcla.
—¿Te refieres a los nazis? Precisamente la semana pasada aparecían fotos de ellos en las revistas.
—No son los únicos, pero los nazis son los más tercos y los más peligrosos. Ese Hitler ha cobrado mayor fuerza desde que está en la cárcel. Políticamente es lo mejor que podía haberle sucedido. Ese tipo es una especie de romántico que entiende muy bien esa mezcla de sentimentalismo y crueldad característica de los alemanes; él sabe cómo atraerse a muchos descontentos bávaros de toda laya. ¿Que hay partidarios de restaurar la monarquía? Hitler es su hombre. ¿Gente convencida de que los buenos católicos bávaros están oprimidos por los perversos protestantes prusianos? Hitler. ¿Gente que desea oír que los burócratas de Berlín son la causa de los desórdenes de Baviera? ¿Que el alto mando, todos protestantes, fue el culpable de que perdieran la guerra? ¿Que te has quedado sin empleo? Te lo ha quitado un judío. ¿Tu fábrica ha dejado de funcionar? Por culpa de un judío que se ha beneficiado. ¿Que los socialistas organizan una huelga que no te gusta? ¿Que los comunistas luchan en la calle? Claro, ya se sabe: en Moscú mandan los judíos. ¿Que no estás de acuerdo? Pues es que eres tonto o judío y formas parte del contubernio.
—Puede que eso les suene bien a los electores bávaros, pero no creo que el señor Hitler llegue muy lejos si aspira al gobierno central. Por lo que me dices, Hitler es prácticamente un desconocido fuera de Baviera y a mí me parece que seguirá siéndolo.
—Tú no lo conoces. No creas que ha redactado una especie de manifiesto que pueda rebatirse. Ese hombre es el ídolo de todos y juega con los sentimientos, nada de hechos. Cuando se presente a las elecciones al Reichstag tendrá respuesta para todo. Es auténtica dinamita. Mi empresa tiene una oficina en Munich y yo he oído algunos discursos suyos. La gente los escucha embobada. Es un tipo lleno de despecho, que rebosa odio y desprecio, y en todo lo que dice no hay nada constructivo; no sabe más que amenazar con lo que va a hacer a aquellos a quienes achaca todos los males.
—Todos los políticos son negativos —dijo su padre—. La promesa de castigar a los afortunados y vapulear a los ricos siempre procura unos cuantos votos.
—Pero en Alemania hay demasiada gente dispuesta a creer en la solución rápida y fácil.
—Ya pasará —dijo su padre. Se notaba en su voz cierto cansancio. Era un hombre con tanta energía, que costaba creer que tuviese setenta y cuatro años, salvo cuando a veces se le caía la máscara—. Es la herencia de la guerra: la derrota, la frustración, el hambre. Ya pasará.
—Ojalá sea así, papá, pero lo cierto es que ese veneno se da más entre los estudiantes que entre otros sectores sociales. Los estudiantes, universitarios en su mayor parte, demasiado jóvenes para haber vivido la guerra, están más resentidos que los soldados que lucharon en el conflicto. Los veteranos, en el fondo de su corazón, saben que Alemania fue vencida en el campo de batalla, pero los muchachos que no participaron optan por creer eso de la «puñalada a traición». Y esos muchachos son los violentos. Están llenos de energía y de odio. Buscan una bandera, y Hitler se la va a dar.
—Por Dios, Glenn, no les cuentes nada de esto a los Danziger. El padre de Lottie está preocupadísimo porque ella se quede a vivir en Berlín. Siempre que viene a la ciudad me llama y solemos almorzar en el club. Algún imbécil amigo suyo le envió unos recortes de periódicos alemanes y en su oficina se los tradujeron. No sé lo que dirán, pero está muy preocupado. Así que no le digas nada, ¿eh?
—¿En el club? ¿El señor Danziger es ahora socio del club?
—Pues… no —contestó su padre, abochornado—. Aún existe ese reglamento absurdo, pero no hay inconveniente en invitar a un judío.
Glenn no sabía qué decir, y permanecieron callados unos instantes. De fuera llegaba el ruido continuo del tráfico; parecía mentira que cuando él era pequeño aquella casa hubiese sido tan tranquila.
—Ahora ha cedido sus naranjales a no sé qué compañía cinematográfica que construye unos estudios.
—¿Danziger? —inquirió Glenn.
—Por un puñado de dinero y el veinticinco por ciento de la compañía cinematográfica.
—¿Es un buen negocio?
—A mí me parece que ha perdido el juicio. El veinticinco por ciento de nada es cero. ¿Qué activo tiene una empresa de cine, salvo los terrenos?
—¿Tú se lo has comentado?
—El dice que hay contratos. Contratos con los actores. ¿Te imaginas cómo se inscribe eso en los libros de contabilidad?
—Pero las películas son un buen negocio, ¿no?
—¿Sabes lo que tardará en volver a obtener fruta de calidad?
—Bueno, Danziger se puede permitir algún error.
—No estoy tan seguro —replicó su padre—. Los Danziger no son ricos.
Glenn sonrió.
—En serio.
—Te creo, papá, pero recuerdo que me comentaste que tenía un activo de unos cinco millones de dólares. ¿Eso no es ser rico?
Al anciano no le hacía gracia la objeción y no contestó de inmediato. Glenn Rensselaer había advertido que su obsesión por el dinero, el crudo parámetro que representaba el dinero, era uno de los pocos signos por el que se advertía la edad de su padre.
—Hablando con franqueza, no me gustó que su hija mayor se casase con un miembro de nuestra familia. Lottie está muy bien, sí, pero no es la mujer adecuada para el pequeño Peter.
—Ese «pequeño Peter» que tú dices es ya un abogado con título y socio en el holding de Winter.
—Eso no puedo decírselo a Danziger, claro —prosiguió su padre como si no hubiese oído.
—No, claro —asintió Glenn. Lo cierto es que nadie había pedido la opinión del anciano Cyrus Rensselaer sobre si Lottie Danziger era o no adecuada para aquel matrimonio: ni Harald Winter, ni Veronica, ni Peter. Y eso le había dolido.
—Echo de menos a tu hermana —dijo de pronto el anciano.
—¿A Veronica? Ella ya tiene su vida…
—No debí dejarla marchar a Europa. Tenía una extraña premonición.
—¿Ah, sí?
—Pero ella estaba decidida a ir y yo deseaba que fuese feliz. —Lo decía con una pasión que Glenn no le había visto nunca. Haber perdido a su hija era un tormento que le abrumaba constantemente.
—Papá, pero de eso hace más de treinta años…
—Ya verás lo que es cuando tus hijos se marchen de casa.
—¿Y a mí? ¿Me echabas de menos?
—Claro, pero Veronica me preocupaba. Era una chica tan dulce, tan desamparada, tan inocente… Odio a ese malnacido. Lo sabes, ¿verdad?
—¿A Harry?
—Pero se lo haré pagar. —Por primera vez el anciano sonreía. Era esa sonrisa artificiosa propia de los viejos—. Sufrirá lo que yo he sufrido, y así sabrá lo que me hizo.
—No le eches la culpa a Harry. Él era un hombre atractivo; poderoso y sin escrúpulos, de un modo que a Veronica le recordaba… —replicó Glenn, deteniéndose de pronto.
—¿Le recordaba a mí? ¿Es eso lo que ibas a decir?
—Sí —admitió Glenn, reticente—, Harry tiene un estilo parecido.
—¿Y tú no lo admirabas?
—No es lo mío, papá. Y es mejor así, porque habríamos reñido.
—Tienes razón, Glenn. Tú nunca has reñido conmigo; has sido un buen hijo. ¿No te lo había dicho?
—Nunca, papá.
—Un hijo fiel. Y la fidelidad me gusta. Del mismo modo que me vengo de una traición. ¿Quieres saber lo que le he hecho a Harry?
—Pues, no sé.
—Me las he arreglado para que a Peter le ofrezcan un empleo fijo. Y Harald adora a su hijo mayor.
—¿Un empleo?
—En un banco de Los Ángeles. No hace mucho compré unas acciones. A Peter le ofrecerán una vicepresidencia, y así vendrá a vivir a Estados Unidos.
—¿Un banco en Los Ángeles?
—Allí les conseguí empleo a dos hijos de Dot, y les va muy bien. —Glenn asintió con la cabeza; sabía que el anciano se había preocupado mucho por sus hijastros y que éstos en agradecimiento habían aceptado el apellido Rensselaer—. Y a Peter le irá bien también.
—Yo no habría hecho nada, papá. Eso es interponerse entre padre e hijo.
—¿Y entre padre e hija, qué? —replicó el anciano con voz chillona—. Eso es lo que hizo el cerdo de Harald Winter.
—Fue algo natural; se enamoró. No fue por hacerte daño, papá.
—Se enamoró del dinero de Rensselaer, de eso se enamoró. Lo sabe todo el mundo.
—Le iba perfectamente sin ese dinero.
—Camino de la ruina, iba. Avalé a ese farsante dos veces nada menos, y ha tenido el descaro de devolverme una miseria.
—Déjalo, papá. Veronica te quiere y te vendrá a ver. Ten paciencia.
—Ahora ya es tarde. Así se enterará. Se enterará y yo me reiré de él.
—No seas así, papá.
—Así sabrá lo que es perder el hijo preferido.
Glenn Rensselaer asintió con la cabeza sin decir nada. Siempre había sabido que no era el hijo preferido, pero le dolía oírlo. Le dolía mucho.