«Sí, ¡Heil Hitler!, coronel Weizsäcker»
Era diciembre. La pequeña granja solitaria estaba casi cubierta por la nieve y aún seguía nevando. En la oscura casa un grupo de oficiales de estado mayor estaba congregado en torno a la mesa de cocina, dando patadas y palmadas para calentarse mientras esperaban al comandante de la división. Era de día, pero habían tapado las ventanas para tratar de combatir aquel horrible viento ruso. Hablaban de la 258 división de infantería que había destacado un batallón de reconocimiento hasta el suburbio de Khimki, en Moscú.
—Un soldado fue hasta la parada del tranvía y sacó un billete. Se lo ha enseñado a todos.
El capitán de señales hablaba levantando la voz por el viento.
—Habrá billetes de tranvía para todos cuando entremos —gruñó el coronel Weizsäcker, que tras las últimas bajas era el oficial más antiguo de aquel «grupo de batalla».
—No estuvieron mucho allí —dijo el capitán del regimiento de Panzers—, los tanques rusos los repelieron en seguida —añadió tocándose la nariz. La tenía helada. Esperaba no perderla como les había pasado a algunos soldados que se habían quedado sin dedos y sin nariz. Volver a casa sin nariz por congelación no era una cosa heroica precisamente.
—Esto es Moscú —dijo Weizsäcker—. En Moscú lucharán con más ganas. Ya se sabe.
Oyeron al centinela dar afuera la voz de firmes y a continuación se abrió la puerta; se inundó todo de luz e hizo su aparición el general como el coco de un guiñol infantil.
Los oficiales se pusieron firmes y saludaron. Todos temían un poco al general Alex Horner. Era alto y delgado, un personaje intimidante, con un rostro huesudo como una calavera y una cicatriz de sable en la mejilla. La clase de oficial prusiano que aparecía en las caricaturas de periódico… cuando no estaban prohibidas.
El general volvía de alguna incursión en su vehículo semioruga. Dios sabe adónde iba en aquellas excursiones; no llevaba a nadie con él y era inútil preguntárselo a su chófer. El joven Winkel era hijo de un antiguo camarada del general y todo lo que hacía éste era como un secreto militar.
—Buenos días, caballeros. ¿Se han recibido los informes de la situación? —dijo quitándose el casco y sacudiéndose desdeñoso la nieve de los hombros y del capote.
—¡La radio está estropeada, mi general! —dijo un asustado joven agachado en un rincón, mirándole con cara de terror.
—¿Ha probado otras válvulas? —dijo Horner gritando; el viento soplaba con más fuerza, ululando como una bandada de espectros y además se oía el ruido constante del generador. No había mucha luz, pero era suficiente para ver los mapas, el generador y los cables que lo conectaban a las bombillas y la radio. Y luz de sobra para ver las salpicaduras y manchas en las paredes en que habían estado atados animales, y el suelo de estiércol que seguramente apestaría cuando no hiciera tanto frío. Costaba creer que seres humanos viviesen en semejante precariedad junto a las bestias, pero en una de las paredes había una larga repisa de madera basta, entarimada, en la que habían dormido seis campesinos rusos.
—Las he probado casi todas, mi general.
Horner echó una mirada al formulario en blanco de los mensajes. Sólo habían escrito la fecha: 6 de diciembre de 1941. Ahora no existían muchas posibilidades de materializar aquel brindis —el día de Navidad en Moscú— que aquel loco de Weizsäcker había propuesto en junio cuando los ejércitos alemanes habían iniciado la ofensiva.
—Siga probando —dijo.
—Sí, mi general.
El general Alex Horner se volvió hacia los oficiales congregados alrededor de la mesa. Estaban todos recubiertos y abrigados con toda clase de trapos disponibles; algunos habían encontrado, comprado o robado prendas civiles: bufandas, guantes de lana y jerseys. ¡Vaya cuadro! Parecían más una pandilla de refugiados que oficiales alemanes. Horner miró el mapa y mantuvo fija en él la vista un buen rato. Cerró los ojos. El mapa le hipnotizaba, le obsesionaba. En la primera guerra mundial había asistido a la misma situación: los mandos miraban los mapas, paralizados igual que un chófer o un piloto, incapaces de pensar nada o de dar una orden. Irritado, apartó el mapa. Sin los informes pertinentes del puesto de mando y sin contacto con las posiciones de primera línea, aquello no servía para nada.
—¿Ha enviado gastadores que conozcan el puesto de mando, coronel?
—Sí, mi general. —Claro que lo había hecho; no era ningún zoquete.
—Retrocederemos hasta el río.
—¿Todos, mi general?
—No, todos no. Que quede una retaguardia. Bastará con uno de sus regimientos de fusileros.
—Sí, mi general. —El coronel Weizsäcker carecía de experiencia y había creído que por entonces ya estarían desfilando ante el Kremlin, del mismo modo que había hecho el capitán Weizsäcker entrando con su compañía en París, sonriendo a las chicas bonitas y al tanto de un buen restaurante para cenar aquella noche. Pero la segunda no era como la primera.
Horner se aproximó a la ventana y atisbó por una fisura en las maderas. Proseguía el fuego de artillería y los relámpagos que producía iluminaban el gris del cielo en el horizonte. El día anterior el termómetro había descendido a treinta y dos grados bajo cero, pero hoy hacía más frío. Estaba muy oscuro; miró el reloj sin acabar de creerse que fuesen las once de la mañana. Todo el paisaje era de nieve gris. No como la nieve que él había conocido de niño en Prusia, ni como la que le echó a Pauli Winter por el cuello en Lichterfelde el día que habían subido de curso y les habían dado la bayoneta. Tampoco era como la nieve de Bernau, en las cercanías de Berlín, por la que ponía al galope a Pola. Esta nieve era gris; que se lo preguntasen a cualquiera de los miles de soldados alemanes que morían de congelación. Que se lo preguntasen a los atormentados centinelas, con el rostro amoratado, que hacían guardia afuera con los pies recubiertos de paja con la esperanza de que no se les quedasen en las botas. Que se lo preguntasen a cualquiera de los hombres que tiritaban en sus uniformes de verano porque había escasez de uniformes de invierno, o a los afortunados de intendencia que empezaban a descubrir que los uniformes de invierno no estaban pensados para aquellas temperaturas polares.
Volvió a la mesa y trató de mirar el mapa fríamente. El mariscal de campo Walther von Brauchitsch había sufrido un ataque cardíaco y había solicitado el relevo. No era difícil imaginarse por qué. Los ejércitos en tomo a Moscú se hallaban en una situación muy peligrosa, y la tropa no estaba entrenada ni equipada para combatir, ni siquiera sobrevivir, en aquellas condiciones.
—¿Enviamos primero tropas de refresco, mi general?
—No —contestó Horner. Hizo una pausa al oír que el generador fallaba y la bombilla se ponía amarillenta y luego naranja antes de apagarse del todo. Se quedaron un instante a oscuras con sólo el resplandor de la luz que se filtraba por las rendijas de las planchas de la ventana. El motor se recuperó y volvió a lucir la lámpara.
—Tenemos que pensar en abrirnos paso —dijo Horner.
—¿Retirarnos, mi general?
—Mírelo usted mismo —replicó en tono neutro—. No tenemos radiocomunicación con el segundo regimiento de Panzers ni con él de ingenieros. El puesto de mando del regimiento de fusileros tampoco contesta. ¿Qué deduce? Mírelo usted mismo, coronel.
Estaba claro. Había visto encogerse el frente en los últimos días y todas las patrullas y unidades de reconocimiento habían sido rechazadas con inusitada rapidez: tenía que haberse imaginado lo que iba a suceder, y habría optado por el repliegue, pero el servicio de inteligencia del IV ejército seguía insistiendo en que al ejército rojo no le quedaba nada para resistir. ¡Nada!
—¡Malditas radios! —exclamó el coronel Weizsäcker. Estaba perplejo. ¿Es que los rusos tendrían algún arma secreta para inutilizarlas, o era aquel tiempo infernal?
—¿No lo entiende? —inquirió Horner—. ¡Mire, hombre, mire! —exclamó levantando el brazo y bajándolo lentamente sobre el papel para cubrir todas las posiciones silenciadas. No respondían porque las unidades, incluido el puesto de mando, desalojaban. La otra posible explicación daba miedo pensarla.
—¡Dios mío! —exclamó el coronel. El resto de los oficiales no abrió la boca. Eran jóvenes, salvo un par de hombres mayores de la reserva. Quizá no entendiesen del todo lo que sucedía, pero Weizsäcker sí: él había estado en Francia en 1940, y sucedía lo mismo que Guderian había hecho a los franceses.
Para descartar cualquier posibilidad de malentendido, Horner dijo:
—Los rusos han lanzado un ataque y han abierto brecha en el frente.
—¿Con este tiempo? Imposible.
—Lo harán seguramente en trineos: infantería en trineos, artillería en trineos y divisiones de cosacos reforzadas con tropas de esquiadores. —Weizsäcker no dijo palabra—. Avanzan hacia el río —añadió Horner; no tenía pruebas de ello, pero sabía que no se equivocaba.
—¡Santo cielo!, con perdón, mi general.
—El Altísimo está muy ocupado en estos momentos —dijo Horner frunciendo el entrecejo—. Hay que salvar lo que podamos e intentar reagrupamos aquí en la orilla del río. —No habría debido decir «intentar»; tenía que ser optimista, afirmativo y seguro—. Reagrupamos aquí, luchar y morir defendiendo la línea.
El coronel Weizsäcker se quedó mirando al general, sorprendido por su dramática prosa.
—Los puentes están aquí… y aquí —dijo señalando otro tramo del río.
—Sí —respondió Horner asintiendo con la cabeza—, a los puentes enviaremos la Feldgendarmerie. —Hizo una pausa. No disponía de policía militar. Estaba exhausto. Por un instante había olvidado que no estaba con Von Kleindorf en el puesto de mando; estaba con aquellos idiotas en el puesto de mando de su «agrupación de combate». Sobre el papel era un regimiento de fusileros, un regimiento de Panzers con ingenieros, algunas tropas de transmisiones y un batallón de artillería. En realidad, una serie de restos acosados por el cansancio, la angustia, la congelación, con gasóleo helado y motores rotos y, además, diseminados por un frente muy amplio, en el que la radiocomunicación fallaba—. Organice una compañía de infantería y bloquee los puentes. Esos puentes, que no los cruce nadie. Nadie; sea cual sea su rango, sus heridas o sus órdenes verbales o escritas. Nadie. Que disparen contra los que se acerquen a cien metros de esta orilla. Hágalo inmediatamente y mande tropas responsables. —Hizo otra pausa—. Que sean dos compañías. Puede que a algunos locos, en su desesperación, les dé por querer cruzar en los témpanos de hielo.
—Tengo al hombre adecuado, mi general.
Horner se volvió hacia los otros oficiales.
—Primero la infantería, por supuesto. Si no hay suficientes vehículos oruga en servicio, el resto que vaya a pie. Los tanques se mantendrán en las carreteras, donde están. Mantengan contacto visual. Von Kleindorf comenzará seguramente a replegarse en cuanto vea lo que sucede. Digan a los comandantes que el movimiento de tropas al nordeste puede ser de los nuestros, aunque con este maldito tiempo Dios sabe cuánto hay que acercarse para verlo bien. —Miró al coronel—. Queda usted al mando, Weizsäcker.
—¿Y usted, mi general? —dijo el coronel Weizsäcker pasándose la lengua por los labios.
—Probaré hacia el norte —respondió Horner.
—Como usted diga, mi general —dijo Weizsäcker—, pero seguro que así se mete usted en pleno avance ruso. —Estaba nervioso, pensó Horner. No quería dirigir el repliegue de la agrupación de combate hasta la orilla del río. No quería conducir a nadie a ningún sitio. ¿Era porque no confiaba en el plan expuesto, porque no confiaba en el diagnóstico que les había dado, o porque estaba cagado de miedo?
Horner miró al comandante de la agrupación de combate para tomar una decisión. ¿Debía relevarle del mando? Era algo terrible para un oficial. Si lo hacía, la carrera militar de Weizsäcker estaba acabada. Y ¿quién de los otros sería mejor? Miró sus caras: jóvenes decididos, con enorme reserva de energía y entusiasmo, pero ahora estaban perplejos. No desmoralizados, pero sí perplejos. Ninguno de ellos se había visto en una situación bélica como aquélla, ni habían soñado que pudiera darse. Ni el propio Horner. Nadie lo había imaginado. Nadie, menos los rusos.
—No lo creo, coronel. Si yo fuese el comandante rojo dejaría el centro débil y echaría el resto en el flanco para abrir brecha por el río. No pretende hacernos retroceder por el centro ni capturar el puesto de mando de la división. En estos momentos Von Kleindorf habrá comenzado a replegarse y eso quiere decir que trasladará el puesto de mando de la división por las carreteras en que hemos perdido toda esa artillería antitanque que tan útil nos sería ahora. No le queda otra opción.
—Salvo a campo través —dijo el coronel.
—¡Por Dios bendito! Espero que no lo intente con transporte de puesto de mando —dijo Horner—. Usted aguante en esta orilla, coronel Weizsäcker. Cuando encuentre el puesto de mando de la división, podré efectuar la reagrupación con su equipo de comunicaciones y mandarle refuerzos. Lo consiga o no, usted manténgase en posición. ¿Está claro? —Miró al coronel y luego a los demás—. Que ningún hombre de esta división se retire más allá de la orilla del río bajo pena de muerte.
—¡Heil Hitler! —exclamó Weizsäcker, nervioso, alzando el brazo al estilo nazi sin que nadie respondiese.
¿Estaba loco aquel hombre? Horner le dirigió una de sus parcas sonrisas.
—Sí, ¡Heil Hitler!, coronel Weizsäcker. Y que Dios le acompañe.