«Ese odio obsesivo al Führer»

Veronica Winter, suegra de Inge, había conocido a Adolf Hitler casi dos años atrás, también en su casa de Obersalzberg y en circunstancias similares. A Veronica le pareció un hombre horrendo, servil y sonriente como los que solía tratar en los salones vieneses, esa clase de individuos que, en el mundillo del arte, besan la mano y se muestran complacientes con las damas ricas.

Pero Inge y Pauli conocieron a un Hitler mucho más seguro, pues, aunque el éxito en las elecciones no le había dado el poder, sí le había conferido la esperanza del mismo. Ahora ya no se excedía en el besamanos. Era un hombre de mediana edad, con indudable energía y resolución. No como un campesino; era con toda evidencia un ingenioso hombre de ciudad a quien fácilmente se habría tomado por un capataz semiespecializado de las factorías metalúrgicas de Harald Winter. Su pelo, cuidadosamente peinado con raya en medio, era de un negro casi artificioso y tenía ojos vivaces, pero su cutis era macilento. Vestía un traje cruzado con la insignia del partido nazi en la amplia solapa y hacía constantemente leves gestos de ansiedad: mano apoyada en la cadera, metida en el bolsillo, puño alzado, índice enhiesto y manos apretadas.

A pesar de los discursos violentos y espectaculares que había pronunciado durante el período preelectoral, y los más recientes en Offenburg y Erlangen, Hitler, aquel día, mostraba una actitud de estadista respetable.

Para los obreros y los estudiantes, Hitler se concentraba en lo que querían oír. Prometía trabajo obligatorio para todos y la abolición de intereses en las inversiones; los trabajadores se verían libres para siempre de la «esclavitud» de los reembolsos, se nacionalizarían todas las corporaciones y los grandes almacenes serían cedidos a comerciantes particulares. La tierra sería repartida a los campesinos.

Pero aquel día, ante sus ricos vecinos, habló de la injusticia del Tratado de Versalles, de la colaboración entre trabajadores y empresarios para hacer una Alemania más próspera, de su pasión por la montaña, de la penuria en sus años mozos y de su ambición de ver unificadas Alemania y Austria.

Al oír que Pauli Winter había nacido en Viena, el dirigente nazi inició un interminable relato de lo mal que lo había pasado allí; sólo una luz le había guiado en las tinieblas: la inspirada carrera de Karl Lueger, un hombre al que Adolfo Hitler admiraba mucho. Una vez concluida la apología, sus ayudantes uniformados le abrieron paso y el Führer dejó a las visitas sin más.

Inge quedó muy impresionada. Fue como si rejuveneciese y su rostro adquirió como un resplandor infantil; excitada como una niña, se llevó nerviosa la mano a la mejilla y a la nuca, cogiéndose la cabeza cual si tratase de despertar de un sueño.

En la casita de paredes enteladas, flores secas y celosías de madera había mucha gente. Demasiada para sus pequeñas habitaciones, y habían tenido que apartar sillas y mesas para hacer sitio. Se veía en un rincón un piano —regalo de la familia Bechstein, que vivía cerca—, que Hitler tocaba en ocasiones. Aparte de ayudantes, camaradas, secretarios, guardaespaldas y advenedizos, había un montón de invitados. Seis de ellos eran diputados recién elegidos, entre ellos Fritz Esser. Inge tenía interés por ver a la media hermana de Hitler, frau Angela Raubal, que era una mujer mayor, jovial, quien, a juzgar por su aspecto —pensó Inge—, no había perdido la esperanza de casarse. Estaba también su hija Geli, y si Inge hubiese sido más perspicaz, habría observado con mayor detenimiento a aquella rubia regordeta de veintidós años que ofrecía pasteles de crema a los invitados. Antes de que transcurriera un año, encontrarían a Geli Raubal muerta de un tiro en el apartamento de Hitler en Munich, y a su lado la Walther de 6,35 mm que pertenecía al Führer, lo que dio pie a todo tipo de especulaciones a propósito de los amoríos de «tío Alf».

Para Pauli, sin embargo, la media hermana y la sobrina de Hitler, junto con otros habitantes de la casa y los capitostes nazis, eran de interés secundario en comparación con la presencia entre ellos de Heinrich Brand. Aquello le aterró. Había oído las anécdotas de Esser y había leído informes en los periódicos del partido sobre la fulgurante carrera de Brand como oficial de los camisas pardas, y Alex Horner le había contado su encuentro durante unas maniobras; pero volver a ver a Brand cara a cara era muy distinto.

Ahora era un Obersturmbannführer de las SA —teniente coronel— y lucía unos elegantes y bien cortados pantalones de montar con una no menos elegante camisa parda en cuyo bolsillo ostentaba una Cruz de Hierro de primera clase, exactamente igual que la del Führer. Si hubiese estado preparado para el encuentro, podría haberlo soportado, pero la repentina aparición de aquel sádico le revolvió el estómago.

Pauli y Brand se dieron la mano y sólo una sombra de sonrisa en el rostro de éste reveló el odio que deseaba evidenciar al joven. El Obersturmbannführer Brand, explicó Fritz Esser, estaba organizando el cuartel general para el regreso del recientemente nombrado jefe de las SA, Ernst Röhm.

«El loco Heini» tenía cuarenta y cinco años y, del mismo modo que su Führer, se había ido normalizando progresivamente a su ascenso en la escala de la fortuna. Brand había envejecido como todo el mundo; tenía grises el pelo y el bigote, pero conservaba los mismos ojos que tantas veces había visto Pauli en pesadillas. No era sólo que los tuviese demasiado pegados a su huesuda nariz, es que eran unos ojos duros y como de vidrio, casi inánimes, aunque siempre movedizos y parpadeantes como los de una muñeca cara.

Pauli hizo corteses comentarios a propósito de la importancia del nuevo cargo, manifestándole sus mejores deseos de volver a verle en Berlín. Brand se tocó el bigote y le miró, respondiendo a su cortesía prácticamente con un gruñido. Pauli se puso nervioso; necesitaba angustiosamente un cigarrillo, pero les habían advertido que el Führer no dejaba que se fumase en su presencia.

De pronto vio a Fritz Esser a su lado, animándole a que contase un chiste que terminaba con una larga cantinela en dialecto austríaco, que él tan bien imitaba. Iba por la mitad, cuando recordó el pronunciado deje de Hitler. Dirigió la mirada al otro lado de la atestada habitación. Hacía mucho calor con la chimenea y toda aquella gente. Hitler estaba junto a la ventana rodeado de aduladores sonrientes y complacientes; no podía oírle, pero Pauli tenía la impresión de que alguien repetiría al Führer el inoportuno chiste, y era sabida la animadversión de Hitler hacia los abogados.

Ya era de noche cuando regresaron a casa. En la montaña anochecía pronto; eso era allí lo peor del invierno. Inge subió a cambiarse para la cena y Pauli se sirvió una buena copa de coñac y la apuró en seguida. Le había trastornado el encuentro con Brand y necesitaba hablar de ello con alguien, pero era un temor que no quería confiar a Fritz Esser. Esser le respetaba y Pauli deseaba que siguiera haciéndolo. Se miró las manos; le temblaban de tal modo que había derramado coñac al servírselo. Tal vez debiera consultar a uno de aquellos psicólogos que estaban de moda.

Aunque primero hablaría del asunto con su hermano. Peter le entendía mejor que nadie. Peter no se reiría de sus temores. Le tranquilizaría y le aconsejaría; le aconsejaría racionalmente, no le echaría un sermón santurrón como hacía su padre sin que nadie se lo pidiera. Era un verdadero milagro que Peter se hallase allí en aquel momento en que le necesitaba. Subió a la habitación principal de invitados, la que tenía el balcón con vistas al legendario Untersberg. Como no respondían a su llamada, probó a abrir la puerta. No estaba cerrada, pero Peter no estaba y Lottie tampoco. No se veía rastro de ropa ni de objetos personales. Había un sobre en el tocador. Lo abrió.

Era una nota de cortesía dándoles las gracias por la hospitalidad y las molestias que les había causado su visita, con una propina para la servidumbre. Habían tenido que regresar repentinamente a Berlín. Estaban seguros de que lo comprenderían.

Pauli releyó la nota dos veces seguidas. Oía correr el grifo del baño de Inge, pero era una tontería acudir a ella. La quería mucho, pero Inge no le entendería: necesitaba a Peter. Deseaba gritar, o al menos sollozar, pero sus lágrimas se habían secado en los días en que lloraba para dormirse en la escuela de cadetes de Lichterfelde.

Volvió a bajar y se tomó otra copa. Inge siempre tardaba mucho en tomar el baño, cambiarse y acicalarse. Le gustaba tomarse su tiempo. Cuando Inge bajó, el fuego estaba casi apagado y Pauli dormía en el sofá. Le zarandeó y vio que la botella de coñac estaba vacía y él muy borracho.

—Pauli, ¿tienes hambre? Hay jamón y pollo —dijo tocándole el brazo para despertarle—. No te has cambiado… ¡Pauli! —exclamó encendiendo la lámpara rinconera—. ¡Pauli!

—Peter se ha marchado —balbució.

—Lo sé.

—Quiero a Peter —farfulló Pauli.

—Sí, quieres a tu padre y quieres a Peter, pero ¿no te das cuenta que eso demuestra lo mucho que dependes de ellos?

—Dependo de ellos.

—¡Pues ya está bien! Tienes que sobreponerte, Pauli. Sé un hombre. Empieza a vivir tu propia vida y a tomar decisiones propias. No aguanto ver cómo te rebajas ante Peter. Tú vales tanto como él; más, en realidad.

—¿Por qué se ha ido?

—Se han enfadado porque hemos ido a ver al Führer —respondió Inge—. Le oí pedir un coche por teléfono. Fue cosa de Lottie, claro, con su odio obsesivo por el Führer.

—Deberías habérmelo dicho —dijo Pauli—. No habría ido si hubiese sabido que iban a tomárselo así.

—¡Ah, claro! Te habrías negado a ir, ¿y entonces qué nos habría pasado? —exclamó arrodillándose en la alfombra a su lado, abrazándole con fuerza y besándole. Quería a aquel torpe y tonto de Pauli, que nunca le enviaba flores ni se acordaba de su cumpleaños y que daba por sentado que la quería, igual que suponía que hacía ella. Le quería tanto porque sabía que necesitaba su cariño. Alemania era un país con millones de parados, muchos de ellos abogados. Ojalá Pauli se diese cuenta de la suerte que tenía con aquel estupendo sueldo por su empleo con los nazis. De acuerdo que Lottie diera su opinión de cómo debían ser las cosas, pero su marido Peter estaba bien tranquilo con la seguridad de los negocios de la familia Winter. A veces sentía resentimiento por el trato que Pauli había recibido de sus padres—. Pauli, cariño, te quiero. Te quiero.

Winter
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Prologo.xhtml
Texto.xhtml
1899.xhtml
Un_siglo_totalmente.xhtml
Que_buenos_chistes.xhtml
1900.xhtml
Un_terreno_en.xhtml
1906.xhtml
Lo_que_les_dicen.xhtml
1908.xhtml
Hurra_conquistador.xhtml
1910.xhtml
El_fin_del.xhtml
1914.xhtml
Guerra_con_Rusia.xhtml
1916.xhtml
Pero_como_son.xhtml
Es_usted_un_buen.xhtml
Mi_pobre_Harry.xhtml
1917.xhtml
No_tan_fuerte.xhtml
1918.xhtml
La_guerra_esta.xhtml
La_maldita_guerra.xhtml
1922.xhtml
Berlin_esta_muy_lejos.xhtml
1924.xhtml
Quienes_son_esos_hombres.xhtml
Quedate_con_tu_dinero.xhtml
1925.xhtml
No_se_necesita_ser.xhtml
No_hay_porque_llorar.xhtml
1927.xhtml
Eso_es_lo_unico.xhtml
1929.xhtml
No_hay_nada_mas.xhtml
Invierte_cinco.xhtml
No_se_les_puede.xhtml
Al_mando_del.xhtml
Su_asesor_financiero.xhtml
1930.xhtml
Navidades_en_familia.xhtml
Ese_odio_obsesivo.xhtml
1932.xhtml
Que_es_ese.xhtml
Se_como_se_llama.xhtml
El_y_muchos_mas.xhtml
1933.xhtml
Pensamos_que.xhtml
Me_alegra_volver.xhtml
1934.xhtml
Gesunheit.xhtml
Dejar_vacante.xhtml
1936.xhtml
Enjuagate_y_escupe.xhtml
1937.xhtml
Ya_sabes_como.xhtml
1938.xhtml
Ser_inocente_no.xhtml
Caso_Otto.xhtml
No_trabajes_tanto_.xhtml
1939.xhtml
Moscu_dijo_Pauli.xhtml
1940.xhtml
Plato_de_grabacion.xhtml
1941.xhtml
Lo_han_dicho_por.xhtml
Si_Heil_Hitler.xhtml
Discutiendo_la_estrategia.xhtml
1942.xhtml
Sabia_que_esperarias.xhtml
Lo_sentiras_acuerdate.xhtml
La_gente_necesita.xhtml
Ya_eres_viejo.xhtml
1943.xhtml
Feliz_y_victorioso.xhtml
Para_reasentamiento.xhtml
Eres_la_unica_amiga.xhtml
Nunca_te_he_gustado.xhtml
Donde_esta_Fritz.xhtml
1944.xhtml
Lo_decimos_en_serio.xhtml
Hasta_que_muera.xhtml
Asplastad_a_esos_gusanos.xhtml
No_necesitamos_ayuda.xhtml
Quererle_Le_detesto.xhtml
Quien_era_el_sueco.xhtml
Hay_una_visita.xhtml
Un_padre_muy.xhtml
1945.xhtml
Es_una_obra_de.xhtml
No_parece_oro.xhtml
La_hora_de_ser.xhtml
No_era_ni_joven.xhtml
Todo_el_mundo_es.xhtml
Este_ano_la_primavera.xhtml
Un_buen_aleman.xhtml
Y_nadie_sabe.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml