«Él y muchos más»
Pauli había vuelto a entrar en contacto con el capitán Graf con ocasión de una carta que llegó a la sede central del partido en Berlín pidiendo que le remitiesen a su dirección de Munich una serie de libros de una lista adjunta. El funcionario que autorizaba el pago de tales demandas requirió el visto bueno del pedido porque los libros eran muy distintos a los que solían solicitar las unidades de las SA. El capitán Graf quería antiguos libros de texto editados por el ejército del kaiser. En la lista figuraban manuales tales como Forraje y abrigo para caballos de combate y acémilas en condiciones de servicio activo, Construcción y mantenimiento de letrinas de campaña, Órdenes de desfile para oficiales de infantería y Operaciones de la división: exámenes para instrucción de oficiales.
Las noticias sobre el capitán Graf —antiguo camarada de armas y comandante en el Freikorps— siempre interesaban a Pauli Winter, y no pudo evitar advertir que el visto bueno al pedido del capitán lo daba una carta oficial del jefe de personal de las SA. Decía el escrito que el capitán Graf realizaba un trabajo de suma importancia y se le debía procurar cualquier libro o materiales que solicitara; y lo que era aún más singular, la carta la firmaba no sólo el secretario de Röhm, sino que éste había también estampado su firma.
Pauli se fijó en la dirección y, diciéndole a Inge que tenía que ir a Munich «por negocios», tomó el coche-cama del tren que llegaba a la estación central de Munich a las ocho de la mañana.
Pauli no solía ser persona que se preocupase en exceso, pero la tensión de los últimos meses le había hecho engordar unos seis kilos. Pauli era de los que pican entre comidas y comen cada vez más en situaciones de tensión. Debido a aquellos kilos de más, vestía sus pantalones bombachos Tracht de loden verde y una vistosa chaqueta que siempre le había venido grande.
Los Tracht eran lo idóneo para un viaje a Baviera. Cualquiera que vistiese el traje local era bien recibido en el sur. Era la indumentaria adecuada para cualquier actividad: trabajo o boda; y Pauli, nacido en Viena, tenía un inalienable derecho a tal atuendo.
Salió de la estación de Munich y vio que hacía una mañana espléndida y nítida, con ese viento frío de los Alpes que tan imprevisible hacía el tiempo de la capital de Baviera. Normalmente, Pauli se habría dirigido a la Casa Parda —antiguo palacio Barlow, ahora sede central del partido—, pero la noticia de su presencia habría llegado a Brand, y eso quería evitarlo. Tenía que ser una visita estrictamente privada; ni siquiera Inge sabía a dónde iba. Era en el barrio de Giesing, un antiguo pueblo absorbido por la ciudad. Al final de la calle había un puentecito sobre un arroyo y un par de granjas, ahora ensombrecidas por los grandes bloques de apartamentos del siglo XIX. Pauli abrió la cancela de uno de los mugrientos edificios y entró en un portal oscuro de paredes recubiertas de azulejos verdes rayados. Se abrió paso entre una docena de bicicletas que casi formaban una maraña y cruzó las puertas que daban a una escalera con poca luz.
Localizó el nombre de Graf en uno de los veinticuatro buzones y subió la escalera. Estaba sin aliento cuando llegó al último piso; muy distinto a sus tiempos en el ejército, en que corría cinco kilómetros antes de desayunar con auténtico placer. Tocó el timbre y esperó. Se oyeron voces detrás de la puerta y le hicieron aguardar un buen rato. Pauli miró por la sucia ventana; se veía el patio con una fila de cubos rebosantes de basura y un perro inquieto.
—¿Qué desea? —Era un atractivo joven rubio quien había abierto la puerta—. ¿Cuál es su nombre? —El joven llevaba pantalones de cuero y una camisa estilo bávaro. Estaba prohibido el uniforme de las SA.
—Winter. Teniente primero Winter. He telefoneado.
Inmediatamente se dio cuenta de que habría debido decir su rango honorífico de las SA, pero era lo bastante esnob para seguir prefiriendo el grado militar. Y, a juzgar por la placa de la puerta, igual sucedía con el capitán Graf.
—El capitán le espera. Pase. Es la tercera puerta a la derecha.
Pauli recordaba al capitán Graf como hombre de acción, un hombre con el que había realizado varias marchas, junto al que había luchado; un comandante duro, implacable y cruel que imponía el mando por temor y combatía inmisericorde. No esperaba verle en aquel marco.
La amplia habitación tenía las paredes llenas de libros: centenares, quizá miles, colmando unas rudimentarias estanterías y apilados en el suelo. Graf estaba sentado detrás de un anticuado escritorio tallado, rodeado de montones de volúmenes. Había algunos libros abiertos para consulta y otros con tiras de papel como señal entre sus páginas. Ante él tenía un cuaderno de páginas intercambiables en el que escribía. De la habitación anexa llegaba el teclear de una máquina de escribir.
Graf miró impertérrito a Pauli antes de saludarle. Los Tracht que Pauli había elegido como atuendo eran significativos. En aquellos tiempos los vestían los hombres y mujeres partidarios de la autonomía de Alemania meridional. El traje se había convertido en un símbolo patriótico y tradicional de la vida rural y los nazis eran muy dados a poner de relieve tales valores.
—¡Winter! Siéntese. ¡Quite esos libros de la silla! Me alegro de verle. ¿Café o schnapps? ¿O las dos cosas?
Graf seguía siendo aquel hombrecito de cara de hurón, pero ahora aquel rostro curtido tenía arrugas y su torso acusaba el encorvamiento. Se quitó las gafas de montura dorada y las dejó en el escritorio. Calzaba botas altas de cuero brillante y cazadora ajustada. Habiendo vestido uniforme toda su vida, no se habría sentido cómodo de otra manera.
—Las dos cosas —dijo Pauli.
—¡Hans! —gritó Graf—. Café y mi botella. —Observó a Pauli desplazar los volúmenes para sentarse—. Está gordo como un cerdo, Winter. Ejercicio. Hay que hacer ejercicio. Está fondón. Todo el mundo está demasiado fondón en estos tiempos.
—Tiene razón, mi capitán.
—Media hora cada mañana. ¡Mire estos músculos! —dijo tensando el brazo y volviendo a mirar a Pauli—. Dios mío, Winter, está fofo. Es una pena.
—Sí, mi capitán. He venido a consultarle y sé que está usted muy ocupado.
—¿Ah, sí? «Muy ocupado». ¿Y qué más sabe?
—Que el jefe de estado mayor ha cursado órdenes para que se le envíe lo que pida.
—Lo sé, lo sé. Hablé con él por teléfono. No tolero que ningún mierda de chupatintas cuestione mis instrucciones. ¿Le dio usted una patada en el culo?
—No trabaja conmigo —dijo Pauli—. Yo estoy en el departamento jurídico.
—Bah —exclamó Graf—, telefoneé directamente al jefe. Conozco a Röhm desde que era niño. Le podría contar unas cuantas historias… No lo haré, pero podría. Yo le castigué a diez días de calabozo. Bueno, de eso hace mucho tiempo.
Trajeron el café y el aguardiente en una bandeja de teca con un mantelito de lino, cucharillas de plata y un jarrito de leche. El joven que lo entró se mostraba receloso y mantenía la vista baja.
—¿Azúcar, leche… schnapps frío? Bien —dijo Graf verificando la bandeja al estilo castrense—. Vete.
El muchacho salió sin decir palabra. Pauli estaba nervioso. Se lo diría en seguida.
—¿Conoce usted a un oficial llamado Heinrich Brand, que es Obersturmbannführer…?
—¿Que si lo conozco? Claro que lo conozco. ¡Un insolente malnacido! Lo sé todo de él. Empezó de soldado raso en un regimiento de caballería… Y algún imbécil le nombró oficial. Lleva buena carrera. De casta le viene al galgo, Winter. Siempre lo he dicho.
—Lo recuerdo.
—Brand. Un palurdo ambicioso. Claro que le conozco.
—Me está haciendo la vida difícil, capitán Graf.
—¡Un palurdo! ¿Quién le nombró oficial? ¡A ver, dígamelo!
—Ahora es Obersturmbannführer.
—El grado no tiene nada que ver. Es cuestión de influencia.
—Brand está vinculado al jefe de estado mayor.
—¿Ah, sí? —exclamó Graf, inquieto—. ¿Quién se lo ha dicho? ¿Sabe lo que estoy haciendo yo, Winter? Se lo voy a enseñar —dijo dirigiéndose a un armario y sacando un rollo de papel que enarboló ante Pauli—. En cuanto lleguemos al poder, las SA quedarán incorporadas al ejército. Todos nuestros hombres se convertirán en soldados. El jefe de estado mayor me ha designado para que trace los planes de ese gran día —añadió desplegando el organigrama, que extendió sobre el escritorio sujetándolo por las esquinas con libros. Era un complicado esquema de las unidades del ejército alemán hasta el nivel de compañía, con su actual acantonamiento por Wehrkreis o regiones militares.
En la parte superior, en tintas de colores, figuraban los nombres y cifras de las unidades de las SA; a los Standarten de las SA se les habían asignado siempre cifras equivalentes a los antiguos regimientos del ejército imperial, y el organigrama de Graf mostraba cómo cada regimiento del ejército contaría con un nutrido contingente de camisas pardas para garantizar su lealtad al régimen nazi.
Graf se ajustó las gafas en las enormes orejas y clavó ufano el dedo en el organigrama.
—El Reichsheer[6] será ampliado para que cada regimiento cuente con un batallón corriente, Allgemeines Bataillon, y un batallón de camisas pardas —dijo desplazando el dedo por la hoja—. Las disposiciones relativas a la oficialidad son algo más complejas. En definitiva, los oficiales de los camisas pardas estarán representados en todas las armas, pero de momento los cuerpos técnicos, ingenieros, artillería y Panzers seguirán siendo monopolio de los oficiales con instrucción del Reichsheer.
—¿Y el Führer está de acuerdo con esto? Yo creía que había prometido a los generales que serían los «únicos portadores de armas».
—¿El Führer? Vamos, muchacho, ¡despierte! Las SA son cuatro veces mayores que el ejército, casi medio millón de hombres. No tenemos que hacer ninguna reverencia a los militares, ni al Führer. Nosotros somos el nuevo ejército del nacionalsocialismo. Cuando el pequeño austríaco llegue al poder será porque le hemos puesto nosotros.
Pauli reprimió un estremecimiento. Ya había oído hablar de esas cosas, y a pesar de que Ernst Röhm era un soldado intrépido y un oficial competente, la idea de que aquel homosexual regordete con el chirlo en la cara y sus modales groseros fuese el comandante en jefe del ejército alemán era impensable.
—¿Eso lo dice Röhm? —inquirió.
—¿No será usted un maldito espía, verdad, Winter?
—No, claro que no, capitán Graf, pero no sabe cómo me sorprende todo esto.
—Y sorprenderá a más de uno en Berlín, ¿eh? —dijo Graf con un guiño.
—¿Y Brand?
Graf miró un instante a Pauli dudando en confiárselo.
—Ya nos ocuparemos de Brand. No se preocupe por el amigo Brand. Está en la lista.
—¿La lista?
—La lista de enemigos, muchacho. No se hace la tortilla sin romper los huevos. ¿Había oído esa expresión? Sí, Brand es uno de ellos. El jefe de estado mayor mantiene a Brand en ese puesto para tenerlo vigilado. Sabemos que Brand informa a su maldito Führer de todo lo que ve y oye —añadió Graf contemplando el organigrama, muy ufano e interesado.
—¿Van a matarlo?
Graf alzó la vista.
—No hay más remedio. Está decidido en las altas esferas. A él y a otros muchos como él.
—¿Cuándo?
—¿Cuándo…?
—¿Cuándo será eso? —insistió Pauli.
—Cuando asumamos el poder —respondió Graf, quitando los pesos del organigrama y volviéndolo a enrollar.
—¿Este año?
Graf se encogió de hombros.
—Yo no soy político. Pregúntele a su amigo Esser, que es uno de los gerifaltes.
—¿Ve usted a Fritz? —inquirió Pauli. Era una pregunta que en el fondo quería decir «¿conoce Fritz Esser los planes de Röhm para apoderarse del ejército sin importarle lo que digan o hagan los demás?».
—¿A Esser? Hace años que no le he visto —respondió Graf rascándose pensativo la cabeza—. Me debe un par de favores. Espero que lo recuerde.
—Fritz nunca olvida a un amigo.
—Yo no soy amigo suyo —replicó Graf con pedante precisión—. Pero me debe favores.
—Brand me está haciendo la vida imposible —insistió Pauli.
—Podría hablar con Röhm, pero detesta ese tipo de quejas.
—No, no diga nada a nadie; yo sólo quería su consejo.
—Aguante. Ése es mi consejo. Brand y sus compinches desaparecerán de su vida para siempre al mes siguiente en que accedamos al poder. Aguante, muchacho.
—Sí —contestó Pauli dispuesto a hacerlo. Respetaba el consejo de Graf y necesitaba a alguien a quien recurrir: en la escuela de cadetes, cuando Peter no podía ayudarle, confiaba en Alex Horner, en asuntos del partido solía tratar con Fritz Esser, y en este caso, como Esser no podía ayudarle, recurría a Graf. Admiraba a los hombres seguros y decididos. Ojalá él fuese así, pero era muy agobiante ser decidido, y los decididos se buscan muchos enemigos. Él prefería seguir la corriente; la vida era demasiado corta para tomársela en serio. ¿Cómo era aquello que decían sus hombres durante los terribles combates de 1918? «Si te lo tomas demasiado en serio no saldrás de ello vivo». Por eso los soldados rasos no querían ascensos; era más fácil ser soldado y vivir al día cumpliendo órdenes, sin tener los problemas que planteaba la obligación de adoptar decisiones. ¡Qué demonio, claro que aguantaría!
—Tómese el café, Winter.
—Veo que está usted ocupado, mi capitán.
—Pero no como para no poder charlar un rato con un antiguo camarada. Tómese el café.
—Luego me marcharé para que pueda trabajar.
Estuvieron sentados unos minutos en extraño silencio; luego fue Graf quien habló.
—Aquel hombre de la puñalada…
—Hauser. El mayordomo de mi padre.
—¿Está bien?
—Muy bien. Sigue con mi padre.
—Había bebido mucho, Winter.
—Es cosa pasada, capitán Graf.
—Gracias a usted se ha olvidado, supongo.
—Está olvidado —insistió Pauli, molesto por la mención del antiguo incidente del navajazo en su fiesta. Apuró el café y el schnapps de un trago y se puso en pie.
Cuando estaba en la puerta, Graf añadió:
—Nunca olvido un favor, Winter. Déjeme ese Brand a mí. Hablaré con el jefe de personal.
—Gracias, capitán —dijo Pauli.
Tenía tiempo, y Munich era una de las ciudades medievales más bonitas de Europa. Fue dando un paseo; cruzó el río y se internó por el casco antiguo. Detrás de Marienplatz se estaba formando una manifestación nazi con sus grandes estandartes, pancartas y docenas de banderas con la cruz gamada. En un lado de la plaza abierta formaban los camisas pardas, con banda incluida; tras ellos, docenas de hombres y mujeres con el típico traje de encajes de la alta Baviera. Era corriente que los nazis aunasen su nuevo credo autoritario a signos sentimentales de su afición por las cosas naturales, tradicionales y rurales.
Pauli se desvió del lugar para no encontrarse con alguien conocido. Bajó hasta el Viktualienmarkt: le gustaba el olor de la fruta y las verduras, y allí había tenderetes abiertos en los que vendían cerveza y gran cantidad de buenas salchichas. Era casi la hora del almuerzo y el sol era agradable. Se sentó ante una mesa de hierro y pidió Maibock, la cerveza negra muniquesa que se hace en mayo y salchichas con pan de centeno.
Estaba comiendo tranquilamente y contemplando a las chicas que paseaban por la plaza del mercado, cuando oyó decir a sus espaldas:
—En Munich se pelan las salchichas antes de comerlas, Winter, viejo camarada.
—¡Koch! —exclamó Pauli. Era Lothar Koch, su sargento primero de la compañía de asalto, luciendo un elegante abrigo de cuero negro y un sombrero tirolés. Ya no era aquel jovenzuelo con acné; se había hecho un hombre de mirada triste de treinta y tantos años, con una gran nariz bulbosa, pobladas cejas negras y bolsas oscuras bajo los ojos.
Se dieron la mano y el rostro de Koch se iluminó con una sonrisa que dejó ver un molar de oro entre sus sanos y blancos dientes.
—¿Qué haces en Munich? ¿No vivías en Berlín?
—Viaje de negocios. Vuelvo en el tren de la tarde. ¿Y tú?
—Hace más de cinco años que vivo aquí. Trabajo en el partido —dijo Koch, evitando la palabra nazi, como hacían muchos por entonces, y sentándose sin que Pauli se lo indicase. Koch no era nada puntilloso en urbanidad.
—Yo también —dijo Pauli, tranquilizado por no tener que aguantar una carga que a veces dificultaba las relaciones sociales.
—Lo sé. He oído hablar de ti. Yo estoy con el Sicherheitsdienst Reichsführer de las SS —dijo sonriendo como si fuese un trabajo inadecuado para él. El Sicherheitsdienst o SD era el nombre oficial del servicio de seguridad privado del partido nazi.
—¿Y qué haces, Lothar?
En aquel momento llegó la camarera y Pauli pidió salchichas para su amigo.
—Trabajo para un joven campeón de esgrima llamado Reinhard Heydrich. ¿Le conoces? Uno que era demasiado joven para ir a la guerra… es de esos jóvenes lunáticos que piensan que se han perdido algo. Ya sabes cómo son; Alemania está llena de ellos.
—¿Y qué es ahora? —inquirió Pauli.
Les trajeron las salchichas, con cerveza, pan y la mostaza especial dulce y oscura.
—Mi superior pertenece a la jefatura del Reichsführer Himmler; tenemos una oficinita en el veintitrés de Türkenstrasse, aquí en Munich, y como el gobierno ha prohibido las organizaciones nazis, oficialmente nos denominamos Presse und Informationsdienst.
—¿Y oficiosamente? Bueno, ¿qué es lo que haces, Lothar?
—Mi admirable «Reini» convenció al Reichsführer de que toda la organización está infestada de infiltrados comunistas y de la policía y nos dedicamos a localizar elementos indeseables dentro del partido. Descubrimos a los comunistas y llevamos un archivo con los sospechosos —dijo riendo y pinchando una salchicha del plato con agua caliente, que a continuación peló hábilmente y comenzó a comer. Lothar había sido siempre un comilón entusiasta: era raro que no estuviese gordo. Quizá tenía muchas preocupaciones, pensó Pauli; pero no tenía aspecto de ser persona que se preocupase. Triste, quizá, pero no preocupado.
—¿Tantos espías hay dentro del partido? —inquirió Pauli.
—Si Reini Heydrich quiere que los haya, yo se los doy —contestó Koch.
—Vamos, Lothar, seriedad.
—Lo digo en serio. Por Dios, Pauli, ese Heydrich acaba de ingresar en el partido y en cuestión de nada entra en la jefatura del Reichsführer y, bueno, a partir de ahí ya es imposible seguir sus ascensos. Anoche se recibió un télex diciendo que a partir del diecinueve de julio se le nombra jefe supremo del SD con el rango de Standartenführer, con efecto oficial diez días después. ¿Te imaginas lo que ganará? Y ahora, para remate, está haciendo un viaje para visitar las oficinas del SD en todo el país.
—¿Cuántas oficinas tenéis?
—Bah, un puñado de confidentes aquí y allá —respondió Koch metiéndose un trozo de pan en la boca sin dejar de hablar—. Un simple pretexto de Reini para hacer una excursión: mujeres, hoteles de lujo y buenos restaurantes a cuenta del partido —añadió comiéndose un trozo de salchicha.
—¿Y se lo consienten?
Lothar tenía la boca llena, pero sonrió.
—¿Quién va a decirle que no? ¿Tú? ¿O un oscuro funcionario del despacho del cajero? No. Ya sabemos cómo se hacen las cosas en el partido, Pauli, ¿no? El que se interponga en el camino de esta apisonadora se verá incluido en un archivo y al borde del agua, muy caliente además.
—¿Qué agua caliente?
—No me refiero a un baño con sales. Reini sabe como tratar a sus oponentes: eso sí lo sabe. —No había servilletas y Koch metió la mano en el bolsillo y se quitó la mostaza de los labios con el pañuelo.
—Qué barbaridad —dijo Pauli.
—Es un cachondeo —prosiguió Lothar—. El cachondeo más grande que he visto desde que al cabrón de Woermann le alcanzó un tiro en tierra de nadie, ¿te acuerdas?
—Sí. —Claro que se acordaba; de aquello y de otras mil pesadillas, pero nunca le había hecho gracia recordarlo.
Desde Marienplatz llegó el sonido de la banda de los camisas pardas. Comenzó a tocar una vigorosa marcha bávara del tiempo de la monarquía para congregar a la multitud: viejos y jóvenes. Después atacarían los solemnes himnos nazis y al final las canciones sentimentales, creando un ambiente de respeto para los discursos. Y luego, al final, las melodías alegres y pegadizas para pasar las huchas de la colecta. Todo estaba minuciosamente previsto.
—Maldita sea, Pauli, relájate, hombre. Si eso del promedio fuese cierto, no estaríamos aquí. Seríamos estiércol en tierra francesa. Si esos cabrones imbéciles quieren espiarse unos a otros, yo no digo nada. Y la paga es buena.
—¿Ah, sí? —comentó Pauli.
Koch se echó a reír de nuevo y enarboló un dedo ante la nariz de Pauli.
—Mucho más del doble de lo que habría ganado si me hubiese quedado en la policía de Munich; y era inspector. —Así que era policía… Eso explicaba aquella manera de devorar la comida: los policías comían sobre la marcha por imposiciones de su trabajo—. Tú eres abogado, ¿verdad?
—Sí —contestó Pauli.
—Reini busca un abogado. Hace una semana me lo dijo. Después tendremos una buena oficina en Berlín. Si sigues mi consejo, ahí podrías tener un buen cargo.
—No estoy muy seguro de poderlo conseguir.
—No seas tonto. Nadie mejor que tú. Tienes experiencia ante los tribunales, no eres un abogado de bufete y estás al corriente de la realidad.
Pauli asintió con la cabeza y se preguntó cómo sabría Lothar Koch tanto sobre su persona.
Como si le leyese el pensamiento, Koch añadió:
—Te he visto más de una vez actuar en los juicios cuando me enviaban de servicio a Berlín. Eres muy inteligente, Pauli. He visto cómo te desenvuelves y eres rapidísimo.
—¿Y en qué consistiría mi trabajo?
—Mira lo que te digo: en casi nada. A Reini se le abren las carnes de pensar que pudiese caer en manos de uno de esos abogados liberales que actualmente se dedican a crear problemas a todo el mundo. Quiere que todo sea legal; ah, sí, sí, él sí. Ahora nos llevan los asuntos los abogados de la Casa Parda, y eso es una seguridad para no fiarse. Queremos tener un abogado propio que nos supervise y avale los planes. Serías nuestra tapadera legal.
—No me parece mal.
—Más fácil que pelar una salchicha, viejo camarada. ¿Quieres que le dé tu nombre a Reini cuando vuelva exhausto de su olimpíada femenina?
—Sí, gracias, Lothar.
—Estarás más a gusto con nosotros, Pauli. Más divertido y con más libertad. A ti no te va eso de trabajar con esa morralla de los camisas pardas ni esos tíos raros estirados del partido.
Siguieron tomándose otra cerveza, charlando de los viejos tiempos. De las trincheras de 1918 y de los amigos que habían perdido en ellas.
—Ahora tengo que irme si no quiero perder el tren —dijo Pauli mirando el reloj de bolsillo.
—Te acompaño hasta la parada de taxis —dijo Lothar Koch.
Cruzaron la plaza del mercado, y al despedirse, Lothar Koch dijo:
—No te arrepentirás de trabajar con nosotros, amigo; tú eres de los nuestros.
De pronto la banda de Marienplatz dejó de tocar y se produjo una breve pausa antes de iniciarse el siguiente discurso. Tenían amplificadores y altavoces, y desde tan lejos la voz llegaba distorsionada en una incomprensible vibración de sonidos en la que sólo se distinguían algunas palabras.
—Lothar —dijo Pauli dejándose llevar por una súbita idea—, ¿sabías que yo iba a venir a Munich? ¿Me has estado siguiendo? ¿Me has seguido desde la estación hasta el sitio a donde fui y luego hasta el Viktualienmarkt antes de saludarme?
Lothar se echó a reír y esta vez Pauli le vio dos dientes de oro.
—¡Así me gusta, Pauli, viejo camarada! Ya te dije que con nosotros te encontrarías a gusto.