«Para reasentamiento en el este»

El tren se detuvo con una sacudida. El coronel Rudolf Freiherr von Kleindorf, que había ido durmiendo mientras el convoy discurría ante incontables estaciones y dejaba atrás innumerables cruces, se despertó en su estrecha litera. Se dio la vuelta, pero era demasiado estrecha y sus brazos tropezaban en los bordes. Sacó un brazo y lo dejó colgando, pero se le cortó la circulación y empezó a dormírsele la mano, por lo que optó por moverlo. Miró el reloj. En el techo no había más que una débil luz rojiza, pero pudo ver la hora: las dos y veinticinco de la madrugada. ¡Uf!

Había vuelto a soñar con Moscú, con el breve período en que había sido comandante de división. ¿Y si no se hubiese replegado? ¿Si hubiese dado la orden de luchar hasta el fin, como decía el Führer que debían hacer todas las unidades? En ese caso no habría sido sometido a consejo disciplinario y degradado a ayudante de un regimiento de fusileros ni habría obtenido el mando del actual regimiento. No, estaría muerto con todos los hombres de su división. Quizá siete meses de segundo en un regimiento de fusileros fuese un precio modesto por la vida de tantos jóvenes estupendos. El general Horner era de esa opinión —le había escrito una carta diciéndoselo exactamente así—, pero no compensaba del todo porque había mandado una división. Habría dado cualquier cosa por tan privilegiado placer.

El coronel Von Kleindorf, hombre de treinta y tantos años, prematuramente envejecido, trató de dormirse de nuevo, pero le resultaba imposible; y aquel tren seguía sin moverse. Seguía allí detenido vibrando molestamente. Cada vez que estaba a punto de adormecerse se producía algún ruido mecánico ferroviario característico: un sonido metálico seco de las cadenas de acoplamiento o un repentino silbido del aire comprimido de los frenos. Tras lo que le parecieron horas, aunque en realidad fue menos de media, saltó de su incómoda litera. Notó el frío del suelo al poner los pies en él. Era un tren militar y el guarnecido no incluía alfombrado, ni siquiera en el pequeño compartimento del oficial de mando. Y si el suelo estaba frío, afuera debía de helar. Llevaba ropa interior larga, con mangas y perneras. Había quien dormía totalmente vestido, hasta con botas en algunos casos, pero en un viaje como aquél Rudi von Kleindorf dormía en ropa interior. Era un término medio. Había muchos términos medios en la vida de Rudi. Incluso lo de ingresar en el ejército en 1920 había sido un término medio.

Encendió la bombilla. No es que diese mucha luz, porque aquellos trenes estaban preparados para su viaje directo a los terminales ferroviarios del ejército, algunos peligrosamente cercanos al frente. Se pasó los tirantes por los hombros, se abotonó la bragueta y metió un brazo en una manga mientras se calzaba las botas altas. Era como una segunda naturaleza: podía vestirse e incluso afeitarse sin estar del todo despierto. En el rincón había un lavabo escamoteable; se echó agua en la cara y se pasó la mano por el pelo, que llevaba muy corto. Volvió a frotarse el rostro. Necesitaba afeitarse, pero no tenía una barba muy poblada y probablemente no se tropezaría con nadie importante. Él era el comandante del regimiento y el oficial de más alta graduación en el tren.

Iba a agarrar el pomo de la puerta cuando alguien llamó. Era el oficial de guardia, el teniente Uhl. Al joven le sorprendió encontrar a Kleindorf ya vestido.

—Señor, ¿cómo lo sabía?

—Los comandantes lo saben todo —contestó Von Kleindorf. Era lo que solía decir Horner en los buenos tiempos. Se preguntó cuántas veces habría creído las premoniciones de Horner en circunstancias similares.

El teniente Uhl —un joven larguirucho con gafas— dijo:

—La vía está obstruida. He situado piquetes por si se trata de una emboscada de la guerrilla. El maquinista ha ido en busca de una caseta de señales para telefonear y averiguar qué pasa.

—¿Una caseta para telefonear? —dijo Von Kleindorf riendo sarcástico—. ¿Se imagina que está en la estación de Wannsee?

—Cree que encontrará una —dijo Uhl.

—¿Dónde estamos, Uhl?

—No lo sé, señor. Supongo que ya en Polonia.

—En Polonia no hay muchas casetas de señales con teléfono, Uhl. Tome nota de ello para el futuro.

—Sí, señor.

A Von Kleindorf le gustaba aquel muchacho. No tendría más de veinte años; había comenzado a estudiar medicina cuando era un crío y, luego, al año de graduarse, al ejército. ¡Qué locura!

—Y no hay guerrilla tan cerca de Alemania; pero ha hecho bien, Uhl. Es una buena costumbre y quiero que los hombres estén alerta y preparados. Que sigan en sus puestos. ¿Ha cubierto los techos?

—Sí, señor; con una batería de ametralladoras.

—Vamos a ver qué es lo que nos impide el paso, Uhl —dijo Von Kleindorf embutiéndose el pesado abrigo de invierno y levantándose el cuello de piel.

Los dos oficiales se apearon con cuidado y avanzaron en la oscuridad. Una noche como aquélla, sin luna, ideal para una emboscada, pero muy improbable en aquella zona de la retaguardia tan alejada. Por otra parte, circulaban curiosas historias. En las zonas de retaguardia, los Einsatzgruppen de las SS no hacían otra cosa que ejecutar sumariamente a partisanos y guerrilleros que atacaban las líneas de abastecimiento; según había oído, estaban matando gente a millares. Así que debía haber peligro. No se ejecuta a la gente sin motivos fundados, ¿no?

Soplaba un viento frío, particularmente cruel sobre la vía. A ambos lados el paisaje era plano hasta donde alcanzaba la vista, que no era mucho en una noche negra como aquélla. Al rebasar la locomotora sintieron el calor de las calderas y levantaron la vista hasta la plataforma en la que se veía al maquinista y a los fogoneros al fulgor anaranjado del horno. Aquellos desgraciados tenían suerte: eran los únicos que no pasarían frío.

—No han hecho nada por averiguar qué pasa —dijo el teniente Uhl.

—Son las órdenes, Uhl. Maquinistas y fogoneros deben permanecer en su puesto cuando el tren se detiene. Ha habido muchos casos en que atolondradamente se dejaron atraer y los mataron. Y entonces el tren queda a merced de los asaltantes.

—Claro está, señor.

—Flota un olor asqueroso —dijo Von Kleindorf.

—Serán los campos, señor. El abono.

—¿En esta época del año? Debe de ser usted de ciudad, teniente Uhl.

—Lo soy, señor.

—¡Vaya peste! Parece un campo después de una batalla.

Siguieron andando. La vía discurría sobre toscas traviesas; las veía a la luz de la linterna: gruesos maderos llenos de perforaciones, indicio de que los habían cambiado y usado muchas veces; cuñas rudimentarias ajustando los raíles y ausencia total de grava para asentar uniformemente las traviesas. No eran como las vías alemanas, tan elaboradas y bien hechas. Estaban en el este.

Más adelante había otro tren bloqueando la vía. Un largo convoy, quizá de cien vagones de mercancías, pintados de verde oscuro y con el águila insignia de los ferrocarriles del Reich.

—¿Qué sucede? —gritó Von Kleindorf.

—¡El jodido eje, eso es lo que pasa!

Era la voz agriada de alguien de mal humor a quien han sacado de la cama en una noche como aquélla.

Al aproximarse los dos oficiales, el que había hablado dijo:

—Excúseme, señor.

Era una voz ronca con acento de Silesia.

—Tienen que moverse —dijo Von Kleindorf—. Detrás de nosotros vienen más trenes.

El hedor del vagón era insoportable. Se preguntó si sucedería igual con los demás.

Un hombre con barba que parecía ser el encargado consultó unas hojas mecanografiadas alumbrándose con la linterna.

—¿Ustedes son el hache zeta uno cuatro ocho nueve? ¿Grupo avanzado del puesto de mando de la división de Panzers, señor?

Tenía una voz tranquila y autoritaria.

—Sí, y nos siguen setenta y dos trenes —dijo Von Kleindorf, aunque estaba seguro de que los ferroviarios sabían el número de trenes necesarios para trasladar una división acorazada.

—¿Puede decirme adonde van los carros blindados, señor? —dijo el hombre, apretándose las manos y echándose vaho para calentárselas.

Von Kleindorf dudaba. La disposición de los tanques y la artillería sobre orugas en los vagones plataforma no era cosa para revelar a cualquiera que lo preguntase. Indudablemente aquellos hombres eran alemanes, pero ¿por qué le preguntarían eso?

Como si le hubiese leído el pensamiento, el hombre entró en detalles.

—Puedo hacer circular vagones corrientes de mercancías o de viajeros, pero los tanques que llevan sobresaldrán de las plataformas. Antes con los tanques pequeños se podía circular por las dos vías, pero los blindados modernos no los puedo hacer pasar sin despejarlas ambas.

—Los blindados vienen en ese mismo tren —dijo Von Kleindorf.

Se oyeron unos ruidos dentro del vagón; ganado o caballos, pensó.

—Tenemos más blindados en el tren en vía muerta, así que no puedo desviarlo ahí —dijo el de la barba, mordiéndose el labio reflexivamente—. Tendremos que apartar este vagón averiado —añadió volviéndose hacia su compañero—. ¿Andi, se te ocurre algo?

—La grúa más próxima está en el muelle, pero si no le importa que lo desguacemos, podemos traer un cabrio, sacarlo de la vía y tirarlo por ese terraplén.

—Están a punto de llegar dos trenes hospital —dijo el de la barba, que se había quitado los guantes para escribir y se los volvió a poner—. Si no me equivoco, ahí llega el primero. Son heridos del frente y tiene prioridad.

Se oía débilmente el ruido de un tren, pero el ferroviario tenía el oído acostumbrado.

—No hay tiempo para esperar grúas ni cabrios —dijo Von Kleindorf—. Mandaré venir a uno de mis zapadores y que le ponga dos cartuchos de dinamita.

—¿Sin estropear la vía, señor?

—Mis zapadores son capaces de cascar un huevo sin romper la yema —respondió Von Kleindorf—. Pero primero tendrá que vaciarlo. Ese vagón será como una caja de cerillas. ¿Qué carga lleva? ¿Ganado?

Los dos ferroviarios se miraron con extrañeza. Qué pregunta. ¿Acaso los militares no lo sabían? ¿No lo olían? ¿No sabían que los trenes como aquél constituían actualmente la mayor parte del tráfico hacia el este y que volvían vacíos?

—Judíos, señor.

—¿Judíos?

—Para su reasentamiento en el este —dijo el hombre enfocando con la linterna el rótulo sobre la madera del vagón en el que se leía en grandes letras negras: A Auschwitz-Birkenau.

Ahora Von Kleindorf los oía. Lo que pensaba que eran animales correspondía al movimiento inquieto de personas, seres humanos que debían de ir tan apiñados que algunos ni podían respirar.

—Coge una sierra y quita los candados —dijo el de la barba.

—¿Y qué hacemos con ellos?

—¿Nos puede dejar un centinela, señor?

—Atrás no puedo dejarlo, si se refiere a eso —dijo Von Kleindorf—. Mejor que traiga a alguien de la localidad.

—No hace falta centinela —dijo el llamado Andi—. No nos causarán problemas. Pueden meterse en el vagón vacío de vía muerta.

En dos minutos hicieron saltar los candados, pero tuvieron que abrir la pesada puerta entre los dos hombres. Y entonces el vagón comenzó a vomitar gente que se derrumbaba en el duro y frío suelo.

El hedor a orina, excrementos y muerte surgió como una llamarada. «¡Dios santo!», exclamó el teniente Uhl retrocediendo espantado. Hasta el endurecido Von Kleindorf contuvo la respiración ante aquel espectáculo. Mujeres, niños, ancianos, jovencitas con niños de pecho en los brazos, se desplomaban tiesos de frío como maniquíes de escaparate. Un hombre muy alto con abrigo negro cayó con tal fuerza a tierra que se quebró y rodó por el terraplén hasta la cuneta.

Y aun así, aquellos primeros guiñapos humanos eran los más fuertes. Eran los hombres y mujeres que se habían abierto paso a codazos o empujado a sus hijos hasta las fisuras que dejaban entrar un rayo de luz o un soplo de aire.

Raus! Raus! —gritó el de la barba enfocando con la linterna lo más recóndito del vagón, donde sólo se veía el brillo de ojos espantados. Aún quedaba mucha gente, docenas. «Fuera, fuera». Pero algunos no podían salir. Había ancianos muertos. Y niños también, claro. Los que se habían ido escurriendo hasta el suelo habían muerto asfixiados; otros se habían desmayado y habían ido todo el trayecto en el suelo, pisoteados hasta quedar hechos unos guiñapos pegajosos y sanguinolentos.

Von Kleindorf sintió malestar. Dio media vuelta y se alejó. El joven oficial le siguió. Así que aquél era el reasentamiento que el régimen concedía a los judíos. Sacó el paquete de cigarrillos. Lo que fuese con tal de olvidar aquella visión y aquel olor. Pero el recuerdo nunca se desvanecería.


Boris Somló estaba a punto de desmayarse cuando comenzaron a serrar el candado de la puerta. Estaba atrapado en un rincón. Siempre le habían disgustado las apreturas, incluso cuando su madre le llevaba a los grandes almacenes de Viena; le molestaba estar aplastado contra la gente. Pero aquello era el infierno. Durante mucho rato estuvo tratando de mantener en pie a un niño, pero de eso hacía varios días. Fue hasta el día antes de que les diesen agua y mendrugos de pan. Antes de la primera vez que se había desvanecido. ¿Dónde estaría ahora el niño? No tendría más de cinco o seis años; un pequeñín de rostro serio, que no decía nada. Boris se restregó la cara e intentó calcular por la barba los días que llevaban encerrados en aquel vagón frío y oscuro. Pero nunca había tenido una barba muy poblada y le resultó imposible.

Oía también las voces de los ferroviarios, pero no podía entender lo que decían; tampoco le importaba mucho. Estaba tan débil que ni hambre sentía. Ya nada tenía importancia. Nada. Por eso, igual que a los demás, le sorprendió totalmente la apertura de la puerta.

Al abrirse la puerta, todos los que llenaban el vagón comenzaron a moverse, y Boris se vio de pronto arrastrado hacia ella y en medio de gente que le rodeaba y caía en la oscuridad. Respiró un aire tan frío que le hizo daño en los pulmones, le empujaron por detrás y él también cayó en aquel negro vacío.

Cayó tan fuertemente a tierra que se le cortó la respiración, pero el impulso le hizo rodar por el terraplén. Al final había una cuneta con agua estancada; la superficie helada se rompió bajo su peso.

De pronto recobró completamente el sentido, pero tenía muy pocas fuerzas y ninguna voluntad, excepto la de salir del agua de la cuneta. El calor de los cuerpos apiñados les había mantenido vivos y ahora el frío viento que azotaba su ropa mojada le hizo tiritar hasta quedar sin respiración. Contuvo la tos con la mano y se arrastró.

Miró hacia atrás, hacia el terraplén de la vía en donde aquellos hombres con linternas seguían dando voces hacia el vagón medio vacío. Se puso en pie y echó a andar despacio hacia la oscuridad.

Fue arrastrando un pie tras otro hasta dejar atrás el convoy de «reasentamiento»; le dolía el cuerpo a causa del frío. Había otro tren detrás. Lo mejor sería alejarse de la vía e internarse en el campo. Las líneas de comunicación siempre estaban muy vigiladas; no había que ser militar para saberlo. Pero no podía ir por el campo con la ropa mojada. Tenía hambre, sed, estaba cansado y se hallaba muy débil. Con aquella temperatura no podría sobrevivir más de media hora.

Siguió dando tumbos, sin pensar lo que hacía ni adonde iba, y se encontró yendo hacia el segundo tren sin saber por qué se dirigía hacia él, salvo que veía el parpadeo de sus luces y le parecía cálido y acogedor. Era un tren del ejército con el emblema de la Cruz Roja en los laterales. Se acercó despacio. Ahora ya sabía lo peligrosos que eran los centinelas, pero no había más que dos soldados armados en el techo. Pensó que los trenes hospital no tendrían suficientes hombres para montar centinelas cuando se detenían.

En algunas ventanillas habían subido las persianas y pudo ver soldados. Estaba lleno de hombres: hombres vestidos de gris, esparcidos por doquier como soldados rotos en un cajón de juguetes.

Muchos iban vendados y casi todos dormían. No se advertía movimiento. Siguió andando, apartándose de la locomotora. En ésta habría gente de servicio despierta. El siguiente vagón tenía literas para los heridos inmovilizados. Estaba, tan lleno como el otro; los soldados, apiñados unos junto a otros. Todos se arropaban con las mantas grises y, con los ojos abiertos, se apelotonaban en las literas como sardinas en lata.

La puerta del tercer vagón estaba abierta y la luz se esparcía al exterior. Sentados en los escalones, dos asistentes médicos fumaban un cigarrillo con las ganas que procura haber estado mucho tiempo sin poder hacerlo. Detrás de ellos, Boris veía un armario abierto con los estantes repletos de mantas del ejército. Codiciaba una de aquellas mantas más que nada en el mundo.

Esperó un largo rato mientras el frío viento le torturaba con sus mil cuchillos. Finalmente los asistentes acabaron su cigarrillo y entraron en el vagón. Los vio por las ventanillas avanzando por el tren. Era la ocasión; subió al estribo y tanteó la puerta. No estaba echado el pestillo. La abrió despacio y montó en el vagón. A la derecha estaba el retrete y detrás la puerta de comunicación con el otro vagón. Desde donde estaba podía ver a lo largo del tren; sentía el calor de la, calefacción y los ronquidos, quejidos sordos y movimientos de los heridos. Nadie miraba hacia allí. Alumbrado por la luz amarillenta, cruzó el espacio, abrió el armario y tiró despacio de una manta, sujetando las otras con la mano libre. La manta salió, desplegándose, y la arrastró hasta la puerta. Pero en aquel momento el tren dio un traqueteo y a unos pasos, junto al suelo, oyó el chocar de los enganches y el silbido del vapor de la locomotora, al tiempo que el tren daba otro tirón y se ponía en marcha.

—¡Enfermero! ¡Enfermero! ¡Venga, éste vuelve a sangrar!

Era una voz chillona, la voz de una persona joven asustada.

—¡Voy, voy!

Un asistente había abierto la puerta de comunicación con el vagón de al lado y permaneció allí un instante. Era uno de los que habían estado fumando fuera. El tren rugió y siguió avanzando, traqueteando sobre los raíles de un cruce. Boris retrocedió en la oscuridad y se arropó totalmente con la manta tapándose el traje negro, lleno de vómitos y excrementos. El enfermero pasó junto a él sin apenas dirigirle una mirada. Ni siquiera su hedor llamaba allí la atención entre enfermos y heridos.

—¿Sangra? —inquirió el enfermero al llegar junto al asustado joven—. ¿Dónde está la hemorragia?

El tren iba tomando velocidad. No tardaría mucho en ir demasiado rápido para saltar sin riesgo de romperse una pierna. Miró por la ventanilla y vio que adelantaban a otro tren, que iba lleno de soldados. Se le quedaron mirando como miraban a todos los heridos, pensando en si ellos volverían así.

De la litera de arriba había goteado sangre sobre la cara del joven y le había manchado la manta.

—No es nada —dijo el enfermero—. Ya le cambiaré el vendaje por la mañana.

—Quiero cambiarme de sitio —dijo el asustado joven.

—Cámbiate si lo encuentras —dijo el enfermero mientras alisaba las mantas con esos melindrosos gestos automáticos de los enfermeros de hospital.

—Has vuelto a cagarte, ¿verdad? —dijo el enfermero.

—No he podido aguantarme —respondió el asustado joven.

—Pues cámbiate de pijama. Pero es la última muda que te doy, ¿entendido?

—Sí —contestó el muchacho.

El enfermero volvió a pasar junto a Boris, pero antes de abrir la puerta de comunicación se le quedó mirando. Boris sostuvo su mirada con el estómago atenazado de miedo.

—Ya me sé vuestros trucos —dijo el enfermero, irritado—. Ya sabes que aquí no se puede fumar. Vuelve a acostarte o al departamento o a donde sea. Ya conoces el reglamento.

Boris asintió con la cabeza.

El enfermero cerró de golpe la puerta de comunicación y desapareció en el vagón contiguo.

Boris vio cómo el muchacho se bajaba de la litera para coger un pijama limpio. Si él pudiese coger un pijama del ejército y esconder su traje negro quizá lograra que le diesen comida como a los demás. Si pudiera comer algo, podría pensar mejor.

Miró por la ventanilla. Había otro tren del ejército en una vía muerta. Éste transportaba tanques, sujetos por cadenas a los vagones plataforma. Lo dejaron atrás despacio. Había cientos de tanques. No parecía haber otra cosa en el mundo.

Winter
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Prologo.xhtml
Texto.xhtml
1899.xhtml
Un_siglo_totalmente.xhtml
Que_buenos_chistes.xhtml
1900.xhtml
Un_terreno_en.xhtml
1906.xhtml
Lo_que_les_dicen.xhtml
1908.xhtml
Hurra_conquistador.xhtml
1910.xhtml
El_fin_del.xhtml
1914.xhtml
Guerra_con_Rusia.xhtml
1916.xhtml
Pero_como_son.xhtml
Es_usted_un_buen.xhtml
Mi_pobre_Harry.xhtml
1917.xhtml
No_tan_fuerte.xhtml
1918.xhtml
La_guerra_esta.xhtml
La_maldita_guerra.xhtml
1922.xhtml
Berlin_esta_muy_lejos.xhtml
1924.xhtml
Quienes_son_esos_hombres.xhtml
Quedate_con_tu_dinero.xhtml
1925.xhtml
No_se_necesita_ser.xhtml
No_hay_porque_llorar.xhtml
1927.xhtml
Eso_es_lo_unico.xhtml
1929.xhtml
No_hay_nada_mas.xhtml
Invierte_cinco.xhtml
No_se_les_puede.xhtml
Al_mando_del.xhtml
Su_asesor_financiero.xhtml
1930.xhtml
Navidades_en_familia.xhtml
Ese_odio_obsesivo.xhtml
1932.xhtml
Que_es_ese.xhtml
Se_como_se_llama.xhtml
El_y_muchos_mas.xhtml
1933.xhtml
Pensamos_que.xhtml
Me_alegra_volver.xhtml
1934.xhtml
Gesunheit.xhtml
Dejar_vacante.xhtml
1936.xhtml
Enjuagate_y_escupe.xhtml
1937.xhtml
Ya_sabes_como.xhtml
1938.xhtml
Ser_inocente_no.xhtml
Caso_Otto.xhtml
No_trabajes_tanto_.xhtml
1939.xhtml
Moscu_dijo_Pauli.xhtml
1940.xhtml
Plato_de_grabacion.xhtml
1941.xhtml
Lo_han_dicho_por.xhtml
Si_Heil_Hitler.xhtml
Discutiendo_la_estrategia.xhtml
1942.xhtml
Sabia_que_esperarias.xhtml
Lo_sentiras_acuerdate.xhtml
La_gente_necesita.xhtml
Ya_eres_viejo.xhtml
1943.xhtml
Feliz_y_victorioso.xhtml
Para_reasentamiento.xhtml
Eres_la_unica_amiga.xhtml
Nunca_te_he_gustado.xhtml
Donde_esta_Fritz.xhtml
1944.xhtml
Lo_decimos_en_serio.xhtml
Hasta_que_muera.xhtml
Asplastad_a_esos_gusanos.xhtml
No_necesitamos_ayuda.xhtml
Quererle_Le_detesto.xhtml
Quien_era_el_sueco.xhtml
Hay_una_visita.xhtml
Un_padre_muy.xhtml
1945.xhtml
Es_una_obra_de.xhtml
No_parece_oro.xhtml
La_hora_de_ser.xhtml
No_era_ni_joven.xhtml
Todo_el_mundo_es.xhtml
Este_ano_la_primavera.xhtml
Un_buen_aleman.xhtml
Y_nadie_sabe.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml