«Lo han dicho por la radio»

Lottie había luchado contra el sistema. No había sido insolente ni desobediente: había luchado contra la rutina de la cárcel no sometiéndose a ella. Había hecho todo lo que había podido por ser amable y ayudar a los otros presos. Reía y hacía bromas y seguía sonriendo del modo que le había enseñado su padre a reír ante la adversidad, pero ya llevaba mucho tiempo presa y empezaba a cansarse. Y aquel día hacía calor; mucho calor. El clásico día para navegar, nadar o tomar el sol en los estupendos lagos de Berlín.

—El problema es que una se acostumbra —dijo la mujer regordeta.

—¡Silencio!

La fuerte voz de la celadora retumbó en el patio de adoquines en el que las presas marchaban erguidas y rápidas, como prescribía el reglamento, hacia las cocinas. Hacía un calor húmedo y a las mujeres se les pegaba el vestido. Todo era un hastío.

Una vez entregadas a la guardiana de las cocinas, cerraron la puerta y la disciplina se relajó. La enorme cocina era distinta al resto de la cárcel. Sólo allí había luz natural en abundancia; la luz del sol entraba por arriba y hacía brillar las limpísimas mesas de madera y las humeantes cacerolas. Pero aun con las claraboyas abiertas, la atmósfera era más húmeda y calurosa que en ninguna dependencia de la cárcel.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Lottie a la mujer de busto generoso que se había ganado la reprimenda en el patio.

—Me refería a la cárcel. Que acabas dependiendo de ella y ya no piensas en ti misma: sólo obedeces órdenes.

—Pero igual sucede fuera —dijo Lottie.

La mujer no sonrió. Era una entusiasta nazi y no les guardaba rencor porque la hubiesen encarcelado por aborto. El hecho de que su última paciente hubiese muerto por una infección era simple mala suerte. Algo reprochable a Dios o al negligente joven soldado; no tenía nada que ver con la policía, el tribunal ni los nazis.

—¿Quién de vosotras dos hizo ayer el estofado?

Era una auxiliar de policía femenina; una neurótica quisquillosa que lucía ufana su uniforme verde con el pequeño gorro echado sobre la frente.

—Yo —contestó Lottie.

—Ven conmigo.

Era una mujer de unos cuarenta años, con cara imperturbable pero no perversa. El día anterior le había contado a Lottie que su marido era artillero de tanques y estaba en una división acantonada en Polonia, lejos de la guerra con Inglaterra, por lo que daba gracias al cielo.

Se quitó la chaqueta del uniforme y la colgó cuidadosamente en la percha antes de ponerse el delantal. Luego envió a Lottie a por el pan y comenzó a pesar los ingredientes para 1220 internas.

—La mitad de estas chicas no saben leer ni escribir… —dijo quejándose.

Lottie sonrió sin decir nada. La mujer tenía los ojos enrojecidos, como si hubiese estado llorando.

—… Y no puedo fiarme de cómo pesan los ingredientes.

Miró cómo Lottie echaba mendrugos de pan en una caja para pesarlos. No habría mucho hígado en las «albóndigas de hígado a la bavaresa»; las harían con pan, ajo y un poco de grasa picada, como las guisaban desde que había estallado la guerra, en 1939.

—¿Qué tal por casa las cosas? —inquirió Lottie en su alemán fluido pero imperfecto.

La mujer le corrigió la frase de un modo automático, sin énfasis, casi inconscientemente.

—Sí, todo bien —contestó.

Lottie siguió pesando en silencio. Luego la mujer miró furtivamente a su alrededor y dijo:

—Hemos invadido Rusia.

—¿Qué? —inquirió Lottie.

—Nos han dicho que no lo digamos a las presas —añadió la mujer cogiendo una medida para ir echando los mendrugos.

—¿Está segura? —insistió Lottie, no muy convencida de haber entendido bien el alemán. A veces le pasaba.

—Lo han dicho en la radio. Con música militar de vez en cuando. El doctor Goebbels ha leído la declaración del Führer y lo han transmitido esta mañana todas las emisoras. La mayor ofensiva en la historia.

Era evidente que la mujer estaba deseando contárselo a alguien; se le notaba por la manera de contarlo.

—¡Rusia! —exclamó Lottie tratando de interpretar el acontecimiento.

—Esta mañana al amanecer. Mi Karl estará en pleno combate. Los tanques siempre están —añadió la mujer mostrando sus temores con cierto orgullo. Los servicios de propaganda habían elogiado en particular las divisiones de Panzers a partir de las victorias en Francia el año anterior.

—No le pasará nada —dijo Lottie.

—Tenemos cuatro hijos —dijo la mujer. Le sudaba la frente—. Cuatro, siete, diez y trece años. Sin Karl no podría arreglármelas —añadió sin dejar de medir mendrugos a toda velocidad, como dando ejemplo a Lottie.

—Deje de preocuparse —dijo Lottie.

—Grupo de Ejército Centro —dijo mecánicamente la mujer—. Segundo grupo acorazado. Dicen que para Navidad estarán en Moscú.

Lottie bajó los ojos y vio que la mujer había tirado distraídamente al suelo los mendrugos.

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