«Este año la primavera llega con retraso»
La cárcel estaba formada por cinco brazos a partir de una rotonda central, cada uno de ellos con tres pisos de celdas. Había alambre de espino hasta más arriba de la cabeza para impedir los intentos de suicidio, los guardianes vestían uniforme americano, y desde la oficina del fondo llegó el sonido retumbante de la melodía Este año la primavera llega con retraso, uno de los éxitos musicales del momento. Fritz Esser estaba en la galería del piso inferior, casi al fondo. El suelo de la celda era de losas desiguales y las paredes de yeso basto con manchas de humedad bajo la pequeña ventana alta. En un rincón, un retrete que apestaba a desinfectante.
Pauli entró en la celda sin estar preparado para el cambio que aquel breve período de cárcel había causado en su amigo. El recluso tenía cincuenta y dos años, pero aparentaba sesenta cuando menos; había ido perdiendo pelo con los años, pero de pronto se había convertido en un viejo calvo. Allí estaba, sentado en el camastro, absorto y abatido, con los codos apoyados en las rodillas y una mano sujetando su barbilla sin afeitar. Le habían quitado cinturón, tirantes y corbata, y tenía sucio y arrugado el elegante traje confeccionado a medida por el mejor sastre de Berlín. Sin embargo, aquellos ojos subrayados de oscuro eran los mismos, y por el hoyuelo de su barbilla puntiaguda se le reconocía inmediatamente como una figura del III Reich, uno de los colaboradores íntimos de Hitler.
Pauli esperó a que Fritz Esser hablase, pero como no decía nada, fue finalmente él quien dijo:
—¿Me ha mandado llamar, señor ministro?
—No soy ningún ministro —respondió el preso levantando la vista—, el Reich ya no existe, Alemania está hundida; no soy más que un número —añadió. Pauli no sabía qué contestar a aquel viejo quisquilloso al que estaba acostumbrado a ver detrás de un suntuoso escritorio tallado a mano en su despacho con tapices del ministerio, rodeado de ayudantes, secretarias y funcionarios—. Sí, doctor Winter, le he hecho, llamar. Siéntese.
Se sentó. No se había equivocado; Fritz Esser quería guardar los formulismos: doctor Winter, no Pauli. Bueno, mejor. En la cárcel es preferible hablar con formulismos a tu antiguo jefe.
—Le he mandado llamar, Winter, y le diré por qué. Me han dicho que estaba usted preso en Londres a la espera de ser interrogado, y como dicen que los que esperamos juicio podemos elegir cualquier abogado alemán para la defensa, y que si éste se halla en la cárcel le dejan salir a tal efecto, he pensado que una persona presa se imaginará mejor lo que para mí supone estar aquí.
Pauli le miró. Fritz le recordaba a alguien que había conocido hacía mucho tiempo, y cuando éste levantó los ojos, lo vio claro: Esser se había convertido en el vivo retrato de su padre, el porquero. No sabía si ofrecer al exministro un cigarrillo; cuando, aun sin haberse decidido, sacó el paquete, el policía militar apostado en el pasillo le gritó por la puerta entreabierta:
—¡Nada de fumar!
El exministro del Reich hizo como si no hubiese oído la voz del guardián y siguió explicándose.
—Segundo: usted habla inglés… con soltura. Tercero: es usted muy buen legalista; me consta por haber trabajado con usted muchos años. Cuarto, y lo más importante: es usted oficial de las SS… ¿Sucede algo, Winter? —añadió al ver que a Pauli se le demudaba el rostro.
Winter se inclinó hacia adelante con gesto confidencial y de compromiso.
—Ahora mismo, a cien metros de aquí, hay más de cien abogados americanos redactando un decreto para procesar a las SS como organización ilegal. El veredicto será penas de prisión y quizá sentencias de muerte para los que formaron en sus filas.
—Muy bien —replicó impaciente el preso. Siempre había detestado lo que calificaba de «detalles trapaceros sin importancia»—. Pero no irá a pretender de pronto que no ha sido miembro de las SS, ¿no?
Por primera vez, Winter se percataba de que el ministro quería que formase parte del equipo de la defensa, y se sobresaltó; miró por la celda temiendo que hubiese micrófonos, cosa bastante probable, pues recordaba aquel centro de cuando había trabajado en la Gestapo de Nuremberg y sabía que la mitad de las confesiones presentadas en juicio contra los camisas pardas disidentes se habían obtenido de notas taquigrafiadas tomadas por funcionarios a la escucha de las conversaciones de los detenidos y captadas a través de micrófonos ocultos.
—No puedo contestar —respondió en voz baja.
—No me venga con esas dubitaciones… sí, no, no sé. No quiero un liberal farragoso, pusilánime y filosemita que trate de anular mi proceso merced a subterfugios de leguleyo. Le he mandado llamar porque fue usted quien me metió en esto. Recuerdo todo lo que hizo por el partido; recuerdo los buenos tiempos que vivimos antes de siquiera soñar con hacernos con el poder. Y me acuerdo de que su padre me prestó dinero cuando los demás ni se dignaban recibirme en su despacho. Vamos, Winter, cobre ánimo. ¡O pone todo lo que hace falta para asegurar mi defensa o se marcha ahora mismo!
Así que su padre había dado dinero al partido a pesar de todo lo que él había hecho y aconsejado. Y Fritz había sido el gestor. Muy propio de su padre y característico de Fritz. ¡Y también del partido! ¡Dios, qué cínicos eran todos!
—¿Me ha oído? —inquirió Esser.
—Sí —contestó Pauli sonriendo para animarle. Admiraba el valor de su viejo amigo. Las apariencias engañaban, porque no era el personaje que él había creído: seguía siendo el mismo malnacido sin escrúpulos a cuyo servicio había estado. Recordaba la primera concentración política en la Postdamer Platz en los años veinte y el discurso que había pronunciado: «Bajo las cenizas aún arde el fuego». Una frase recurrente en todas sus alocuciones hasta el final en 1945.
—Nos enfrentaremos a ellos —replicó Pauli—. Agarraremos a esos jueces por los tobillos y los sacudiremos hasta que se les caigan los calzoncillos.
—Exacto —añadió Esser. Otra de sus muletillas. ¿Sería eso lo que le había hecho al padre de Pauli hasta hacer caer el dinero al suelo?—. Exacto —repitió Esser casi sonriendo. Cómo se parecía a un oso. No ya el elegante oso que cazaba peces a zarpazos en los arroyos, sino un ejemplar apolillado tras los barrotes del zoo. Pero aún conservaba afilados dientes y garras; y aguda la mente.
—¡Ha concluido la visita!
Pauli miró su reloj; faltaban dos minutos, pero los americanos eran así. Hablaban de justicia y libertad, de democracia, pero no regalaban un ápice. Eran los vencedores. Todo aquel maldito proceso de Nuremberg no era más que un montaje; una ocasión para que americanos, ingleses, franceses y rusos esgrimiesen la elaborada pretensión de legalidad previa a la ejecución de los vencidos. Pero era preferible que el exministro no alcanzase a ver con exactitud el ineluctable veredicto y sentencia. Mejor seguir luchando y caer en la lid; así, al menos, conservarían íntegro el ánimo. Así podrían revivir los viejos tiempos, aunque sólo fuese en el recuerdo.
Cuando Pauli llegaba a la puerta, Esser le llamó.
—Ah, una cosa, Winter —Pauli se volvió—. He oído que hay un agresivo coronel americano que forma parte de la acusación; uno alto, delgado, de impecable uniforme y uñas de manicura… uno que habla perfectamente alemán con acento de Berlín. Por lo visto odia a los alemanes y no da ninguna tregua; parece que, en las comparecencias, los trata a todos con invectivas. Bien; me han dicho que le han enviado específicamente de Washington para que estructure mi acusación… —Hizo una pausa y se le quedó mirando, irradiando aquella cólera que hacía temblar a todos los de su ministerio y a los de otros organismos—. No la de Göring, Speer, Hess u otro, sino concretamente la mía. ¿Qué sabe usted de ese maldito Schweinehund?
—Le conozco. Es mi hermano.
Casi disfrutó al ver el gesto de consternación de Fritz Esser.
—¿Tu hermano?… ¿Peter?
—Exacto.
Pasó un guardián silbando tranquilamente.
—¿Y los americanos le han hecho coronel de su ejército? Pero si es alemán…
—Los americanos hacen las cosas de otra manera, Fritz. Cuesta un poquito acostumbrarse.
—¡Dios, ya lo creo! ¡O sea, que era una especie de espía! Y yo salvé la vida a ese malnacido… El año pasado: aquella noche en Berlín. Tú le sacaste de la ciudad.
—Él lo sabe.
—No sé yo si lo sabrá —dijo Esser.
—No lo hiciste por él, ¿verdad? Fue por el Reichsführer de las SS.
—Tú le salvaste la vida —añadió Esser apuntándole con un dedo regordete.
—No me vengas con detalles trapaceros sin importancia —replicó Pauli.
Fritz Esser esbozó a duras penas una sonrisa. ¡Dios mío, cómo se parecía al porquero! Pauli dio en pensar si no estaría él comenzando a parecerse a Harald Winter del mismo modo.