Capítulo 33

Después de dejar a Ismal, Esme caminó lentamente hasta la habitación que Jason le había reservado. Se lavó, se puso el vestido que habían dejado allí para ella y se comió casi todo el almuerzo, antes de tumbarse rendida en la cama. No se despertó hasta media tarde, cuando Varian y Jason regresaron para recogerla.

Sin hacer caso de sus súplicas de que se quedaran en Newhaven para descansar, la metieron en un carruaje. Minutos después, toda su atención estaba puesta en Jason y en la historia que les estaba contando. Empezaba veinticinco años atrás, cuando se había enamorado de Diana y la había perdido, a ella y sus propiedades, por culpa de la traición de sir Gerald. Le contó la confesión de su tío en el lecho de muerte, junto con la sorprendente revelación acerca de la tía de Esme, algo que había envenenado la mente de sir Gerald, y cómo ella lo había chantajeado con sus propios actos y con sus propios malentendidos.

—Admiro a mi tía por la manera en que se las arregló para castigar a mi tío —dijo Esme interrumpiendo el relato de su padre—. Pero eso no cambia lo que hizo él. Destrozó tu vida.

—Intenté decírtelo antes —le contestó Jason—. Estaba condenado a arruinarme de todas maneras. Gerald solo aceleró lo inevitable. Hace años me di cuenta de que casarme con Diana habría sido un desastroso error. Los dos éramos díscolos y egoístas. Tú no me conocías entonces. No tienes ni idea de cómo me cambió Albania, y sobre todo tu madre. Lo mismo que las experiencias de Diana la cambiaron a ella. Cuando nos volvimos a encontrar el año pasado, los dos éramos personas diferentes.

—Puede que hayas sido díscolo, pero lo de egoísta no puedo creerlo —dijo Esme—. Le enviaste a ella un juego de ajedrez que valía sus buenas cinco mil libras en un momento en que estabas muy necesitado de dinero.

—Mi querida niña, no tenía ni la más remota idea del valor que tenía —dijo él con impaciencia—. Gané ese maldito juego de ajedrez en una partida de cartas.

Esme no volvió a abrir la boca hasta que el relato de Jason llegó a los acontecimientos de aquella mañana, cuando había estado en el puerto esperando para capturar a Ismal... y se dio cuenta de que aquella tarea iba a ser bastante más complicada, cuando vio a Esme salir del carruaje al lado de Ismal.

Entonces ella se vio obligada a explicar cómo se las había apañado para acabar allí. Cuando hubo acabado su relato, Jason se la quedó mirando fijamente. Varian solo miraba distraído por la ventana.

—Maldita sea, Esme, ¿es que no conoces todavía a tu abuela? —le preguntó su padre—. ¿No te das cuenta de que ella conoce perfectamente a su propio hijo? Me apostaría la vida a que sabía que Gerald estaba desesperado y tramando huir; y seguro que ella estaba dispuesta a ayudarle. Habría hecho cualquier cosa por librarse de él.

—Entonces, ¿por qué no darle la reina negra y dejarle que se llevara todo el juego de ajedrez? —preguntó Esme.

—Porque se habría conformado con menos. Aunque imagino que ella sospechaba que estaba dispuesto a robar también el juego de ajedrez. Puede que tuviera en mente hacer algo a ese respecto..., pero la drogaron antes de que pudiera hacerlo.

—Percival pretendía hacer algo —intervino Varian con calma—. Incluso sospechaba que Ismal estaba involucrado en todo este asunto. El pobre chico jamás se habría imaginado que lo iban a drogar a las pocas horas de haber llegado a casa de su padre.

—Como los dos habríais deseado que me pasara también a mí —dijo Esme con voz firme.

Ninguno de los dos hombres replicó, lo cual ya era una respuesta bastante clara. Como era normal, todo lo que pasaba acababa siendo culpa de ella. Esme cerró la boca y no la volvió a abrir, excepto para comer, cuando hicieron una parada en el Dorset Arms, en East Grinstead.

Varian sintió que la tensión iba aumentando a lo largo de la cena. Jason también parecía haberla notado, porque prefirió pasar el resto del viaje en el pescante, con el cochero. Hacía una noche muy buena, dijo Jason, y no había visto su patria desde hacía un cuarto de siglo.

Después de pasar los cinco primeros minutos a solas con Esme en el interior del coche, en silencio, Varian empezó alegrándose por haber hecho las paces con su suegro. No tenía ganas de meterse en nuevas confrontaciones. Todavía tenía los nervios destrozados después de todo lo que había sucedido. Y aquel había sido, sin duda, el peor día de toda su miserable existencia. Apenas podía mirarla a ella sin ver la hoja mortal de aquella daga junto a su cuello. Mirando hacia la oscuridad de la noche, Varian deseó que Esme mantuviera la boca cerrada durante todo el viaje hasta Londres.

—Quería estar contigo —dijo ella con voz entrecortada y lastimera—. Quería darte el juego de ajedrez, para que no tuvieras que seguir trabajando tan duro, ni destrozándote las manos.

—Dios bendito —murmuró él hacia la ventana—. Mis manos.

—Antes eran suaves y blancas. Y míralas ahora. Están morenas y llenas de callos y..., también llenas de cortes y rozaduras. Y supongo que todo es culpa mía. Pero tú estás enfadado porque yo intentaba...

—¡Porque has estado a punto de conseguir que te maten! —Él se volvió hacia ella y de nuevo apareció ante él, por enésima vez, la misma imagen: el destello de un disparo y el humo, y Esme cayendo al suelo—. ¿Por qué no te quedaste quieta y me lo dejaste a mí? Por el amor de Dios, ¿acaso crees que iba dejar a Ismal, o a cualquier otro, que te secuestrara? ¿Crees que soy tan inepto?

—¡Estaba pensando en ti! ¡No podía dejar que él te deshonrara!

—¡No podías dejarle que lo hiciera! ¿Qué demonios te crees que hacía yo allí? ¿Darme un baño en la playa? —Él cerró los ojos—. ¿Por qué te lo pregunto? Piensa. Nunca piensas nada.

—Lo siento —dijo ella—. No pretendía insultarte. Ya sé que viniste para salvarme.

—Pero no creías que fuera capaz de conseguirlo. «Venga a Jason. Véngame a mí.» Eso era lo que querías que hiciera: vengaros. Pero nunca pensaste en los demás, ¿no es verdad? —le preguntó él—. O lo que iba a significar para mí pasarme el resto de la vida culpándome y maldiciéndome por no haber encontrado la manera de mantenerte a salvo.

—Entonces, ¿por qué no me dejaste que me quedara contigo? —gritó ella—. Te lo pedí, pero tú no quisiste oírme.

Él hizo una mueca de dolor. Debería haberla dejado quedarse con él, debería haber sabido que no podía perderla de vista. Pero ella ya no era una niña, y él no podía jugar a ser su niñera durante el resto de la vida. No podía vivir con el miedo constante de que ella pudiera hacer alguna locura si él no estaba allí para prevenirlo.

—Me parece que me expliqué bastante claro en Mount Eden —dijo él con voz calmada—. Creí que me habías entendido. Pero tienes tan poca fe en mí, que ni siquiera me consultaste. Deberías haberme escrito explicándome lo que pensabas hacer. Solo estaba a tres horas de camino. Sin embargo, en lugar de eso decidiste escaparte con ese maldito juego de ajedrez. Y hacerlo todo tú sola, en plena noche. En Inglaterra, donde una dama no pone un pie en la calle de noche a no ser que vaya acompañada.

Ella se apretó las manos con fuerza sobre el regazo.

—Ya sé que fue un error. Pero había perdido la cabeza. Y ya sabes cómo me pongo, Varian.

—Posesión demoníaca.

—Sí —contestó ella con tristeza.

Lo había llevado a un callejón sin salida. Él no podía pelearse con aquel demonio que la dominaba.

Varian se quedó pensativo un buen rato, consciente de las miradas preocupadas que ella le dirigía.

—Muy bien —dijo él finalmente—. Si no puedes dominar tu carácter, posiblemente no podremos tener niños. Nunca.

Ella dejó escapar un suspiro que más parecía un agudo chillido.

—No, no puedes...

—No hago más que tratar de imaginarte como madre. La primera vez que el pobre diablo te haga perder la paciencia, puedes perder la cabeza y tirarlo por la ventana. Y por supuesto, sentirte terriblemente mal después de eso. Luego prometerás no volver a hacerlo de nuevo y me insistirás para que te haga otro. Y ya sé qué pasará después: cuando el bebé te despierte en medio de la noche, lo tirarás contra la pared.

—Yo nunca, nunca en la vida le haría daño a un niño.

—No te creo. —Él se cruzó de brazos—. No me creo que vengas a decirme: «Varian, el niño me está volviendo loca, ¿qué podemos hacer? Podemos —recalcó él—. Como pidiéndome ayuda a mí. Consultando mi opinión. Como si tuvieras un mínimo de confianza en mi buen juicio. En mi honor. En lo que siento.

El labio inferior de ella empezó a temblar.

—Ya entiendo lo que tratas de decirme. Lo siento, Varian. Solo quería darte lo que por derecho te pertenecía —dijo ella con voz apagada.

Él la cogió entre los brazos y la sentó en su regazo.

—No vas a distraerme con tus lágrimas. Cuéntame toda la verdad.

—Ya lo he hecho —masculló ella bajando la cara.

—Solamente me has contado la mitad. La otra mitad es que querías probarme, ¿no es así? Querías comprobar qué hacía cuando te fueras de Mount Eden por mi culpa.

Ella levantó la cabeza de golpe. Él miró fijamente sus brillantes ojos verdes.

—Solo porque no sea tan enrevesado como una parte de tu familia no quiere decir que sea estúpido —dijo él—. Estoy seguro de que todavía te estás preguntando qué haré. Dios, qué pequeña idiota. —Él la oprimió contra su pecho—. Qué muchacha tan estúpida, tozuda, imprudente y apasionada.

Podría haber sido peor, se dijo Esme a sí misma. No debería importarle que le dijera aquellas cosas, siempre y cuando la tuviera sentada en su regazo. Al cabo de un rato, hasta él se quedó dormido con los brazos todavía rodeando la cintura de ella. La sarta de acusaciones parecía haberlo calmado, además de que seguramente no habría dormido en toda la noche. También ella se sentía más tranquila, ya que había oído sus quejas y había comprendido que estaba enfadado porque ella lo había asustado y herido. No se habría sentido así si ella no le hubiera importado lo más mínimo. Se tranquilizó, y pensó que podría haber sido peor: él podría haber decidido que se merecía una paliza, aunque ella no pensaba realmente que la mereciera.

Esme deseó quedarse así, protegida entre los brazos de él para siempre. Aunque, al cabo de unas horas ya habían llegado a Londres; y, minutos más tarde, a la casa de los Brentmor.

Percival salió corriendo a la calle, con una tropa de sirvientes tras él, incluso antes de que el carruaje se detuviera. Sin embargo, la noble anciana Brentmor no llegó a tanto y ni siquiera salió a esperarlos a la entrada.

Tiesa como un palo, estaba de pie en el salón, aguardando la llegada de la familia al completo. Miró a Varian con el ceño fruncido, cuando lo vio entrar llevando a Esme en brazos, se quedó mirando a Esme cuando Varian la dejó en el sofá, y luego miró a Percival, quien venía trotando un paso por delante de su tío. Fue a Jason —el hijo que no había visto desde hacía más de dos décadas y media— a quien la noble anciana dedicó la más oscura de sus miradas.

Jason sonrió, dejó en el suelo la bolsa de viaje que contenía el juego de ajedrez, se acercó a ella y le dio un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. Luego se echó un paso atrás y se la quedó mirando con franca admiración.

—Mi querida mamá, qué bien se te ve.

Su aguda mirada de color avellana lo escudriñó de arriba abajo.

—No puedo decir lo mismo de ti. ¿Has estado peleando en el frente? Con un puñado de marinos y bárbaros infieles. Por no mencionar a tu retoño y a ese marido majadero que tiene, que parece que ha recibido una buena paliza. Y tu hermano se ha salvado de la horca, solo para presentarse al Juicio Final. Eso es algo que hay que agradecerle..., al menos nos hemos evitado tener que verlo colgando de una soga, demacrado y descuartizado.

Después de que los demás la saludaran, la anciana se dejó caer en un sillón, le dijo a Jason que le sirviera un brandy y le pidió que le explicara todo lo que había pasado.

Lo que obtuvo fue un rápido resumen del relato que Jason les había hecho en el carruaje. Pareció quedarse satisfecha con eso —por el momento, dijo—. Entonces se volvió hacia Esme dirigiéndole una de sus miradas de azufre.

—Tu padre y yo no nos hemos visto en veinticinco años, pero él ya sabe lo que pienso al respecto. ¿En qué demonios estabas pensando tú?

—Estaba enfadada —contestó Esme con calma—. No podía pensar en nada con claridad.

—Si estabas enfadada, deberías haber venido a consultar conmigo. Nunca antes te habías mordido la lengua. Más bien la tenías muy suelta, de hecho —murmuró la anciana—. No ha estado bien lo que has hecho.

—Lo sé, abuela. Soy imposible. Pero si quieres regañarme, al menos deja que los hombres se vayan a la cama. Los dos están muy cansados, aunque son demasiado orgullosos para confesártelo.

La anciana se quedó mirando a su hijo, que se había sentado junto a ella, al otro lado de la chimenea, y luego a Varian, que estaba sentado en el brazo del sofá, al lado de Esme.

—La verdad es que no tienen buen aspecto —se quejó ella—. Y tú tampoco. Podéis iros a la cama. —Luego miró a Percival asintiendo con la cabeza—. Tú también. Y no te quedes despierto para fisgonear detrás de las puertas. Creo que ya lo has hecho suficiente para el resto de tu vida.

Percival se sonrojó.

Varian fijó su fría mirada en la anciana.

—Espero que diga eso como un cumplido, señora. Creo que todos nosotros tenemos razones para estarle agradecido a su nieto.

—Solo porque Dios no lo ha querido, las cosas no han acabado mucho peor... —le soltó ella.

—Pero así ha sido. Y si no hubiera sido así, ninguna persona razonable podría reprocharle que intentara hacer lo que era su obligación. —Varian se levantó y se acercó al chico—. Me parece que la historia de tu tío habla por sí misma. Y en algunas partes en las que, evidentemente, no lo hace, me las puedo imaginar. Te agradezco profundamente, Percival, el valor y la inteligencia que has demostrado poseer.

Percival se sonrojó aún más.

—¡Oh, cielos...! Pero si yo no... Tengo que confesar que le mentí y le escondí secretos... y la verdad es que lo siento mucho.

—No me imagino que pudieras haberlo hecho de otra manera —dijo Varian alargando una mano hacia el chico.

El remordimiento de Percival pareció calmarse y le estrechó a Varian la mano que este le ofrecía.

«Gracias», le dijo Esme en silencio a su marido. Incluso ella se había olvidado de Percival. También ella tenía que recordar lo mucho que le debía a su primo: lo que tenía que agradecerle y las disculpas que le debía, porque en más de una ocasión lo había juzgado mal.

Oyó a su padre haciéndose eco de los sentimientos de Varian, y a su abuela farfullando que el chico había hecho lo que había podido, después de todo, y que nadie le podía pedir más que eso. Lo que Esme podría decirle le parecía redundante. Por eso, prefirió acercarse a su primo y darle un abrazo.

Él se lo devolvió bastante avergonzado.

—Ayer por la noche estaba muy preocupado —le dijo a ella en tono de confidencia—. Pero estaba seguro de que su excelencia daría contigo. Mamá me había dicho que era mucho más inteligente de lo que aparentaba. Me dijo... —Parpadeó dos veces y luego se quedó muy quieto.

Cuando se apartaba de él, Esme se dio cuenta de que Jason y su abuela se habían quedado también en silencio. Todos estaban mirando a Varian.

Este estaba sacando las piezas de ajedrez de la bolsa de viaje y colocándoles en la mesilla que había al lado del sofá. Cuando acabó les devolvió las miradas con ojos inocentes.

—Pensé que estabas cansado —le dijo la anciana—. No estarás pensando en jugar ahora, ¿verdad?

—Detesto el ajedrez —respondió él—. Es tediosamente complicado. Solo mirar a otros jugando me pone frenético.

—No es necesario que te guste —dijo Jason impaciente—. Lo único que tienes que hacer es venderlo.

Varian alzó las cejas.

—Los St. George no se dedican a los negocios. Y no puedo vender la herencia de Percival a ningún precio.

—Dios mío... ¡oh!, pero yo no. Es la dote de Esme, señor. Mamá me lo dijo, y también lo dejó por escrito.

Varian miró a Esme. Ella no dijo nada, ni hacía falta que dijera nada. Bastante hizo con mirar hacia el juego de ajedrez.

—No tiene nada que ver conmigo —dijo ella—. La dote ha de pasar al marido, y este dispone de ella como le place.

—Como hice ayer por la noche —dijo Varian—. Se lo prometí a sir Gerald. Cumpliría su parte del trato solo si yo no podía disfrutar de la recompensa. De todas formas, al igual que el resto de sus propiedades, deberán pasar a su heredero.

Percival tragó saliva con dificultad.

—Gracias, señor, pero yo... es decir, papá... no hacía falta que lo sobornara. Debería haber pensado que yo... —Parpadeó varias veces—. Mamá quería que lo tuviera la prima Esme.

—Solo para asegurarse de que podría conseguir un buen marido. Tu mamá no podía saber que Esme sería capaz de encontrar un buen marido por sí misma. De ser así, te habría dejado el juego de ajedrez a ti.

Percival empezó a protestar, pero enseguida lo dejó correr, a punto de echarse a llorar.

—Gra... gracias, señor, es muy...

—Viejo —terminó Varian la frase bruscamente—. ¿Por qué no vas a ver si le puedes encontrar un embalaje apropiado? No creo que quieras volver a guardarlo entre la ropa interior de Esme otra vez, ¿verdad?

El chico salió corriendo. Justo cuando la puerta se cerraba tras él, Esme lo oyó sollozar. Su propia garganta se cerró. Se dio cuenta de que su padre tenía un brillo sospechoso en los ojos. A su lado, la anciana aspiró con fuerza por la nariz, y Varian hubo de reconocer que la noble viuda era capaz de echar alguna lágrima. Dos, para ser precisos, que se limpió de los ojos con indignación.

Porque ella había entendido, al igual que todos los demás, lo que aquel regalo significaba para Percival. No tenía nada de su querida madre, nada para poder recordarla. Su padre se había encargado de que así fuera. Todo lo que quedaba de las posesiones de Diana era aquel juego de ajedrez. Que valía una fortuna.

Limpiándose sus propias lágrimas, Esme le lanzó una mirada cansada a su marido.

Su excelencia bostezó.

—Si me disculpan —dijo él—. Ha sido un día muy largo. Será mejor que les dé las buenas noches.

—Me haces sentir avergonzada —dijo Esme.

Varian se estaba acomodando entre las almohadas, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. A través de los ojos entornados se quedó mirando a su esposa, quien se había sentado con las piernas cruzadas en la cama de al lado.

—Supongo que no puedes evitarlo —dijo él—. Soy tan noble, tan indeciblemente santo... Por supuesto que me adoras, y besas el suelo por el que piso. Después de todo soy la gran luz de los cielos, tu hermoso dios.

La melancólica mirada de Esme se paseó de la cara de él a su torso desnudo, y luego se detuvo en sus propias manos, entrelazadas sobre el regazo. Suspiró.

—Es verdad. Eso es lo que siento.

—A veces. En tus raros momentos de tranquilidad.

—No es fácil estar tranquila teniéndote cerca. Te miro, y luego me miro a mí misma... —Ella dudó.

Ella hizo un leve gesto de impotencia.

—No entiendo por qué Dios ha podido juntar a dos personas tan diferentes.

—¿Crees que el Altísimo ha cometido un terrible error y, siendo tan inteligentes, nosotros deberíamos corregirlo de alguna manera?

Ella se movió incómoda.

—Sí, a veces pienso eso, y me pone muy nerviosa.

—A veces incluso te vuelve loca —la corrigió él—. Y te hace pensar cosas idiotas: que no quiero vivir contigo, por ejemplo, y que no quiero tener hijos contigo. Sin embargo, estoy dispuesto a hacerte comprender lo equivocada que estás al respecto.

Ella alzó la cara.

—¿Entonces me vas a llevar a Mount Eden?

Él asintió con la cabeza.

—Y... ¿Y tendremos una familia? —dijo ella sonrojándose.

Él se encogió de hombros.

—No tengo otra elección. Encuentras repugnantes todos los métodos de prevención del embarazo. No quisiera volver a herir tu tierna sensibilidad otra vez, ni la mía —añadió un poco entre dientes.

—Pero ¿eso es lo que quieres? —insistió ella—. Quizá... es posible que ellos sean como yo. Haré todo lo que pueda para evitarlo, pero no existe remedio para eso. No se hacen los niños con la facilidad que se prepara una cataplasma.

Él sonrió ligeramente.

—¿Estás tratando de persuadirme o de quitarme la idea de la cabeza?

—Pensaba que, a lo mejor, cuando piensas en niños, te haces una idea de hijos que se parezcan a ti. Los hombres suelen hacer eso —dijo ella a la defensiva.

Él asintió con la cabeza.

—Así los había imaginado. Y me llena de un horror indescriptible. Afortunadamente, me parece que es científicamente imposible que tenga niños exactamente como yo, incluso aunque los pudiera hacer yo solo, lo cual es un hecho científicamente mucho más imposible. En tanto que tengo que hacerlos contigo...

Se la quedó mirando pensativamente.

—Eres bastante menuda y tienes un temperamento horrible. Pero has prometido que madurarás y, a fin de cuentas, me parece que tu temperamento es excitante. Los gritos y los insultos, quiero decir —le aclaró él—. No los aspectos suicidas u homicidas. Por suerte, pienso tenerte muy ocupada criando a nuestros hijos y cuidándome a mí, de modo que no te quede tiempo para la violencia.

—No me provoques —dijo ella dándole un empujón con la rodilla—. No soy tan salvaje como dices.

—Solo me preocupa que la vida doméstica te parezca aburrida.

—¡Bah!, tú no lo entiendes —dijo ella acercándose a él—. Hay otras maneras para comprobar el valor de una persona que las guerras y las enemistades de sangre. Hoy has luchado como un bravo guerrero. Lo mismo que has luchado todas las semanas pasadas, y fue una batalla muy dura en todos los sentidos. —Ella apoyó una mano sobre el pecho de él—. Esta es la batalla que realmente quiero pelear, Varian..., a tu lado.

Su caricia lo calentó. Y sus palabras lo excitaron.

—Lo sé —dijo él amablemente—. Desgraciadamente, yo estaba dispuesto al martirio. Fui en busca de la redención con una venganza, tratando de demostrarme que soy mejor, supongo, que la hermosa criatura con la que me he casado.

Ella apartó la mano.

—No soy maravillosa. Pregúntale a mi padre. De todas formas, puedo...

—Maravillosa —repitió él con firmeza—. ¿Por qué te parece siempre tan fácil enfrentarte con las feas verdades y tan difícil aceptar las que son hermosas? Cuando tengo algo tierno o sentimental que decirte, me obligas a camuflarlo con agudezas y bromas tontas. No me importaría, si no fuera porque siempre te empeñas en ver el aspecto más oscuro de todo.

—¿El aspecto bromista, quieres decir?

—El aspecto más enrevesado de todo. —Se sentó en la cama y tomó las manos de Esme—. Te quiero —le dijo—, tal y como eres.

—Sí, no hace falta que digas...

—Escúchame —dijo él.

Ella inclinó la cabeza.

—¿Recuerdas la noche que pasamos de camino a Poshnja, cuando te dije que tú eras la llama y yo la polilla? —le preguntó él.

Ella empezó a sacudir la cabeza, al estilo albanés, y enseguida rectificó y asintió al estilo inglés.

—Sí, me acuerdo.

Aquel gesto mínimo, hacia él, hacia aquella Inglaterra que ahora era su casa, casi lo desarmó. Pero estaba empeñado en hacer que ella le entendiera, y le creyera totalmente.

—Te dije que eras como una llama que ardía continuamente. —Varian entrelazó sus dedos con los de ella—. Me haces arder. Deseos, sueños, cosas que tenía guardadas tan dentro que ni siquiera sabía que existieran. Eran como madera muerta, como leña. Y tú has hecho que toda esa leña se pusiera a arder.

Ella tenía la vista fija en sus dedos entrelazados.

—Aquella noche te referías al deseo.

—El deseo me dominaba, es verdad. En aquel momento, era lo único que comprendía. Pero me quedé a tu lado, cuando mi antiguo yo me decía que me marchara de allí, como siempre he hecho en cuanto me parecía que podría tener algún problema. Me escapaba del mañana, de la vida misma, creo.

—No eres tú el único que ha tenido deseos de escapar —dijo ella con culpabilidad—. Pero tú no lo has hecho ni una sola vez, desde que te conozco, y yo lo he hecho varias veces.

—Pero no para escapar de tus problemas, sino para enfrentarte a ellos cara a cara. Para luchar por tu honor y tu independencia. Anoche, esta mañana, estabas luchando por tus derechos, por tu matrimonio, por mí.

—De todas maneras, no te he causado más que problemas.

—Puede que fuera necesario. —La manera en que él chasqueó la lengua hizo que ella alzara la mirada—. Parece que solo soy capaz de aprender con las lecciones más duras —le explicó él—. Por ti he aprendido que puedo luchar no solo contra rivales sin escrúpulos, sino también contra las circunstancias. Lo quiera o no. La mayoría de las veces, no, como ya has visto. He estado dando puntapiés y gritando todo el camino. Porque fue horrible, Esme.

—Sí, horrible —convino ella con tristeza.

—Y glorioso —añadió él—. Como tú. Como tu vida. Crees que el Altísimo ha cometido un error. Pero yo estoy convencido de que un ángel te envió a mí. —Varian le soltó las manos y, sonriendo, le acarició las mejillas—. Uno que seguramente había leído Childe Harold y decidió que era mejor transformarlo en comedia.

—¿Childe Harold? —dijo Esme haciendo un gesto con la mano—. ¿Te refieres al poema de lord Byron? ¿El que habla sobre Albania?

—Albania no es más que una parte de un largo relato sobre un vagabundo infeliz. La noche que estaba en Bari, con Percival, y este me mintió sobre lo de la reina negra, él estaba leyendo el canto primero.

Cerrando los ojos, Varian citó:

—«Por entre los largos laberintos del pecado ha corrido / pero no pudo expiar sus faltas / ha suspirado por muchas, aunque solo a una amaba / y esa una, ¡ay! nunca pudo ser suya.» —Se acercó a Esme y le susurró al oído—: ¿Te suena esto de algo?

Esme se estremeció y se echó hacia atrás.

—Sí, aunque ese no es todo el pasaje. Percival me prestó el libro hace unas semanas. No me lo sé de memoria, pero recuerdo que sigue contando cómo el hombre corrompe a la chica que ama y luego la traiciona con otras, mientras se gasta todo el dinero de ella.

Varian abrió los ojos.

—Veo que conoces bien el texto. ¿Sabías también que tu tía le había dicho a Percival que yo soy como Childe Harold?

—Puede que ella te viera así. Pero conmigo tú no has vagabundeado sin rumbo fijo, enfurruñándote y actuando de manera trágica.

—Porque el pícaro ángel había decidido que mi peregrinación tenía que ser diferente, y puso a Percival en mi camino. Todo lo que ha pasado desde la noche que me mintió sobre la reina negra, cada uno de los problemas, cada miedo y cada dolor de cabeza, ha sido necesario, todo eso era parte de un viaje iniciático.

Echándola sobre los almohadones a su lado, Varian le acarició el pelo.

—Lo más importante de ese viaje es que nos descubrimos el uno al otro —continuó diciendo él—. Y yo quiero seguir descubriendo cosas, Esme: los niños, la familia, el hogar, toda la vida y todo el amor, contigo.

—Yo siempre pensé en la vida como una batalla —dijo ella con voz ronca—. Un viaje, incluso uno difícil, es lo mejor para mí. —Los ojos empezaban a empañársele, y Esme parpadeó varias veces con fuerza—. Y es mucho mejor si tú quieres hacer ese viaje conmigo.

—Si no te hubieras distraído con cuestiones de honor, venganza y todo lo demás, habrías llegado a esa conclusión tiempo atrás. —Varian se la quedó mirando fijamente—. Por suerte no soy un esposo demasiado exigente. No me importa que mi mujer no tenga una lógica brillante en todos los ámbitos. Porque, de lo contrario, mi romántico discurso no conseguiría que se le saltaran las lágrimas. No se puede tener todo.

—No querrás que me eche a llorar —dijo ella—. Después me pongo de muy mal humor. Y no quiero ponerme de mal humor contigo. No esta noche, aunque sea para hacerte reír —añadió ella con una sonrisa—. Porque me gusta mucho hacerte reír, lo sabes, incluso aunque al mismo tiempo esté irritada.

—Porque me aceptas tal y como soy, ¿no es así? No has intentado reformarme, solo ayudarme a seguir adelante. Tampoco yo quiero reformarte o cambiarte, solo quiero mantenerte a salvo a mi lado, para siempre.

Él le alzó la barquilla y se perdió en la profundidad de los ojos verdes de ella.

—Te quiero —dijo él—. Solo tienes que creerme.

—Lo hago —dijo ella—. Y lo seguiré haciendo.

—Entonces, dime algo. Lo que quieras.

—Te amo, Varian Shenit Giergi —susurró ella—. Con todo mi corazón.

Él se inclinó sobre ella y le rozó dulcemente los labios con los suyos.

Hajde, shpirti im —dijo él en voz baja—. Ven, amor, y demuéstramelo.