Capítulo 12
—¿Estás seguro de que no quieres venir? —Preguntó Percival por enésima vez—. La prima Esme dice que el paseo te haría bien.
Varian estaba de pie en el umbral de la puerta de Mustafá, con la mirada perdida en el estrecho camino por el que se adentraban Mustafá, Mati y Agimi.
La casa de Mustafá estaba situada en la parte alta del barrio de Magalen, un pueblo ubicado en la base de una montaña rocosa en la orilla izquierda del río Osum. Sus casas de piedras se arracimaban por la colina formando estrechas y sinuosas callejuelas.
Sin embargo, no estaba lejos de Berat. En la parte alta de la montaña había una fortaleza que se asomaba al precipicio. Sus murallas albergaban varias iglesias y el palacio de Ibrahim —el oficial del pachá en Berat, actualmente encarcelado en una de las prisiones de Alí, en Girokastro—, muchas de las cuales se habían edificado con piedras de remota antigüedad.
Antiguas o no, Varian no estaba dispuesto a castigar su recién recuperado cuerpo con una larga y casi perpendicular escalada a aquella montaña.
—Lo que tu prima quiere decir es que a ella le haría bien verme caer en picado desde lo alto de un risco hasta el fondo del río, donde me haría añicos la cabeza —dijo él.
—Por el amor de Dios, estoy seguro de que la prima Esme no puede desear tal cosa, e incluso si lo hiciera, aunque esto es una simple suposición, no creo que se lo planteara de una manera tan rocambolesca. No es una persona que diga las cosas con tantas indirectas. Pero, por supuesto que no era eso lo que quería decir. No me parece lógico que te haya estado cuidando durante dos semanas para que ahora desee que te hagas daño. Obviamente...
—Estaba tratando de calmarme con una falsa sensación de seguridad —murmuró Varian.
—¿Qué quiere decir con eso, señor?
—Nada. —Varian se cruzó con la mirada intrigada del chico—. Solo estaba bromeando. No estoy delirando, Percival, te lo prometo. Vete tú, los demás te están esperando. Yo prefiero quedarme aquí de espectador.
Percival se quedó pensando un instante. Luego se encogió de hombros y echó a correr. Al cabo de un rato, Varian perdió de vista a las cuatro figuras que fueron rápidamente engullidas por una calleja entre las apiñadas casas blancas de la ladera.
Varian pensó que Berat era un lugar hermoso, a su manera, con sus casas de piedra que parecían crecer de la roca gris de la montaña como si fueran blancas gemas. Mustafá le había dicho que aquel lugar tenía más de doscientos años de antigüedad. Había sobrevivido a cientos de batallas, conquistas y destrucciones. Había sido reconstruido y vuelto a reconstruir en muchas ocasiones, pero seguía tozudamente aferrado a la dura piedra de la ladera. Igual que la gente del lugar, pensó Varian.
En el cielo podían verse aquel día algunos claros, aunque enormes masas de nubes grises cruzaban a ratos sobre su cabeza, empujadas por el viento helado. No era un cielo como los que se veían en Inglaterra. Aquí el cielo siempre parecía estar mucho más lejos y las nubes eran más salvajes. Incluso la enorme masa de piedra coronada por la antigua fortaleza parecía estar animada. Se percibía allí una presencia tumultuosa, como si todavía habitaran en ese paraje los antiguos dioses. Incluso en medio de aquel paisaje tranquilo se sentía una tormenta de emociones que arrebataba los sentidos.
Era aquel sitio, se dijo Varian a sí mismo, y algo que se notaba en el aire. Tenía la sensación de estar atrapado por aquello, como si estuviera bajo los efectos de algún tipo de droga. Cuando se marchara de allí, volvería a sentirse libre de nuevo.
Se apoyó en el marco de la puerta y cerró los ojos. Cuando había salido de la opresiva niebla de la fiebre y el dolor atormentador se había sentido sorprendentemente lúcido y fuerte. Había sonreído y Esme a su vez le había sonreído a él. Pero la sonrisa de ella era tan impenetrable como las inolvidables montañas de Berat. Aunque era amable y agradable, y diligente en los cuidados que le prodigaba, parecía haberse escondido detrás de una sonrisa y de una mirada de ojos verdes que no le decían nada.
Al principio Varian se había dicho que aquel cambio podría ser causado por la presencia de Percival, que estaba todo el tiempo a su lado y no dejaba de hablar ni un momento. Pero conforme pasaban los días —cada uno más lentamente que el anterior—, Varian acabó dándose cuenta de que la causa de aquel cambio en la actitud de Esme no era Percival.
También había entendido —con una comprensión que había llegado lentamente, mediante una serie de pequeños e impactantes momentos— que nada de lo que él pudiera decir o hacer iba a tener ya efecto alguno sobre ella. Se sentía como si lo que él decía o hacía no fuera más que algo imaginado por él, mientras que para ella él no fuera más que un objeto inanimado al que había que cuidar o examinar, tal y como Percival solía hacer con sus piedras.
Aquella sensación le hizo sentirse ansioso y enfadado al principio, luego se sintió miserable, y ahora —eso suponía— se había simplemente resignado. Miserablemente resignado. Se sentía tan desesperado como seguramente tenía que estar. Era mejor así. ¿Qué otra cosa había esperado?
Oyó unos pasos y abrió los ojos, pero solo se trataba de Petro, que volvía por el camino empedrado del bazar, andando a grandes zancadas y murmurando algo entre dientes. Unas semanas antes de su llegada había pasado por allí un oficial de Alí, junto con su enorme séquito, y se habían llevado todos los buenos caballos del pueblo. Mustafá había oído que hoy habían devuelto por fin los caballos, y Petro había ido con uno de los familiares de aquel para asegurarse de que los animales estarían listos para su viaje hacia el oeste. El gordo marinero, como siempre, había intentado buscar alguna excusa para eludir aquel trabajo.
—¿Ya los han devuelto? —preguntó Varian a Petro mientras este se acercaba.
—Sí, ¡válgame Dios!, aunque no en tan buen estado como cuando nosotros los trajimos a este maldito lugar.
—Esme me ha dicho que debemos mandárselos a Maliq. Los necesita.
—Sí, claro. Y si a mitad de camino a Fier se le ocurre que alguien necesita esos caballos, nos va a hacer seguir el resto del viaje a pie; pero si caigo muerto de cansancio por el camino, tendré que alegrarme y todo, porque de ese modo se iban a acabar todos mis sufrimientos —dijo Petro, y soltando un sonoro quejido se sentó en un banco de piedra que había al lado de la puerta.
—No seas ridículo. Si a duras penas le ha permitido a su joven primo que haga hoy una dura excursión por la montaña.
Petro se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos.
—No tiene conocimiento. Esa chica no está bien de la cabeza. Se lo veo en los ojos. Habita en ella un espíritu diabólico, y estoy seguro de que sobre ella ha caído alguna maldición. Todo nos iba bien hasta que la encontramos en Durrës. Y en un instante, en menos de cinco minutos, nos cayeron encima todo tipo de calamidades; y desde entonces no han dejado de perseguirnos los problemas. En el río Shkumbi, en Poshnja, y aquí mismo, donde has estado gravemente enfermo.
No estaba bien de la cabeza. Eso era... No, pero ¿qué hacía escuchando las sandeces que decía aquel gordo y supersticioso borrachín?
—De momento, yo tengo intención de hacer lo que quiero hacer —le soltó Varian—. Lo cual me parece que también será acorde con tus deseos: que nos marchemos de Albania lo antes posible.
—Pero yo no tengo ningunas ganas de marcharme de aquí con ella —se quejó el marinero—. Deje que se vaya por su camino y que se lleve con ella su maldición.
—Los hombres que rescataron a Percival quieren que la llevemos hasta Corfú. Y eso es lo mínimo que puedo hacer por ellos —le contestó Varian impaciente.
¿Y luego qué? A Percival se le había metido en la cabeza llevar a Esme a Inglaterra con él, lo cual era ridículo. No se podían presentar con aquella muchacha ante sir Gerald. No valía la pena ni planteárselo, se dijo Varian a sí mismo. Era absurdo. Mustafá le había dicho que Jason tenía amigos en Corfú. Ellos cuidarían de la chica. Ellos se encargarían de arreglar todo el asunto. Esme no podía quedarse en Albania, eso era cierto. Lo único que le esperaba allí era violencia y, si el amante que la perseguía tenía éxito, degradación y esclavitud.
—Pero ella no quiere irse —dijo Petro—. Ella quiere seguir metiéndose en problemas. Lo puedo sentir. Se lo veo en los ojos. Su primo le habla, y ella sonríe y le contesta con delicadeza, pero en sus ojos... —Petro dejó escapar un suspiro teatral.
Discutir con aquel hombre era una pérdida de tiempo, y Varian no sabía por qué se estaba molestando en hacerlo. Después de todo, él era el jefe allí.
—¿No tienes frío? —Le preguntó Varian—. Creo que un poco de ejercicio te haría bien. ¿Por qué no empiezas a hacer el equipaje? Si ya tenemos los caballos, no hay razón para que nos quedemos aquí ni un día más.
Varian se cubrió con la capa y, sin hacer caso a la fulminante mirada que le lanzó el marinero, ni a sus maldiciones entre dientes, echó a andar por el camino que conducía al bazar.
Varian no se había aventurado nunca antes por ningún lugar de Albania sin un intérprete. Sin embargo, no estaba de humor para aguantar las quejas lacrimosas de Petro. Agimi y Mustafá se habían ido con Percival, y Esme estaba encerrada en casa. Preparaba algún tipo de pócima para Eleni, quien tenía dolores en las articulaciones. En cualquier caso, estaba bastante claro que lo último que deseaba la chica era la compañía de Varian.
En el mercado encontró a uno de los amigos de Mustafá, Victor, quien en un griego torpe invitó al lord a tomar una taza de café con él, en uno de los locales que había por los alrededores del bazar. Unos cuantos lugareños más se unieron a ellos y se estableció una amable conversación que retuvo a Varian en el kafenío más de una hora. A pesar de que hablaba el griego tan mal como Víctor, aquello era suficiente para hacerse entender y pasaron un rato muy agradable.
Pero para cuando ya había tomado la tercera taza de aquel brebaje turco, Varian empezó a estar crispado. Tras despedirse amablemente de sus acompañantes, decidió tratar de calmar los nervios dando un largo paseo.
Para la hora que era, aquella parte del centro del pueblo estaba extrañamente tranquila. Aparte de él mismo, solo se veía por la calle uno de los carros tirados por bueyes que, en aquellos lugares, utilizaban para transportar madera y otros útiles domésticos, y que ya había visto antes por las calles de Berat.
A pesar de que el carro avanzaba a cierta distancia por delante de él, aquello era lo más cerca que Varian había estado de uno de esos animales de carga; y lo que veía allí delante no le daba en absoluto confianza: las ruedas del carro —pobremente aseguradas en sus ejes— se doblaban hacia fuera como si estuvieran borrachas, e iban dando trompicones sobre el camino, amenazando con quedarse atrapadas en algún bache de la calle embarrada. Varian se puso tenso cuando el carro describió un giro en una angostura del camino, allí donde este iba a dar a un escalón que se abría a un pequeño acantilado sobre la orilla del río.
Sin embargo, las precauciones que estaba tomando el conductor del vehículo consiguieron que el carro casi llegara a detenerse mientras tomaba la curva. En ese momento, un delgado y harapiento chaval subió escalando desde el río y le gritó algo al conductor, quien le contestó con un tono alegre de voz. El chico echó dos bolsas de cuero en el carro y luego saltó al lado de ellas sobre el remolque.
Con sorpresa, Varian observó que aquel chico hacía una madriguera en el heno que transportaba la carreta y se escondía dentro. Soltando un juramento Varian echó a correr hacia el vehículo.
Al cabo de un momento estaba ya a la altura de la carreta. Se agarró a la parte trasera de la misma y saltó encima. Pero, en ese instante, el carro pisó una rodera de camino y Varian perdió el equilibrio y cayó encima del heno.
Una cabeza cubierta con un gorro de lana apareció de entre el montón de heno, justo delante de él, y la mirada de Varian se cruzó con unos ojos verdes que lo observaban. Él se la quedó mirando enfadado. Esme le tiró un montón de paja a la cara y a continuación trató de bajarse a toda prisa por la parte trasera de la carreta. Él alargó una mano y logró agarrarla por una pierna y detenerla. Esme se tambaleó. Trató de mantener el equilibrio moviendo los brazos a un lado y a otro, pero acabó cayendo hacia atrás y aterrizando encima de él, antes de que Varian pudiera rodar a un lado para apartarse de ella.
Esme no debía de pesar más de cincuenta kilos, pero su cabeza chocó contra el hombro derecho de Varian con una fuerza capaz de romperle un hueso —de eso estuvo seguro él al sentir el dolor que le rebotaba desde la nuca hasta el brazo—. Aunque no tuvo tiempo de reaccionar, porque ella se puso enseguida a forcejear tratando de liberarse de él. Varian le pasó el brazo dolorido por encima, la echó hacia el otro lado y acabó colocándose encima de ella. En ese momento, Esme se quedó quieta.
Varian se la quedó mirando fijamente. El gorro de lana se le había deslizado tapándole la cara. Se lo quitó de un manotazo y lo tiró fuera de la carreta.
Hacía un rato que el vehículo acababa de detenerse, y el conductor les estaba gritando algo. Pero Varian no le hizo caso.
—Nos vamos a bajar de aquí —le dijo Varian a ella—. ¿Tengo que darte un puñetazo o vas a venir conmigo sin oponer resistencia?
—No me pegues —suspiró ella casi sin aliento—. Me bajo.
Varian se apartó de encima de ella, agarró sus bolsas y las tiró al camino.
Ella se levantó frotándose la cabeza, y con los ojos verdes abiertos como platos en una expresión de tristeza mientras miraba a su alrededor. Varian saltó del carromato y le ofreció una mano para que bajara. Esme se quedó mirando su mano un momento, pero al final bajo sin apoyarse en ella. En cuanto sus pies tocaron el suelo, se tambaleó y tuvo que agarrarse a la carreta para no perder el equilibrio.
Varian la tomó en brazos y la llevó hasta una piedra grande y blanca que había al lado del camino, a unos cuantos pasos de ellos.
El conductor les dijo algo en albanés y luego se rió. Esme se sonrojó.
Varian metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una moneda. Sin perder de vista a Esme se acercó al conductor de la carreta.
—Faleminderit —le dijo al conductor—. Disculpe por las molestias que le he causado.
A continuación Varian le ofreció la moneda. El albanés dudó durante un instante, pero luego inclinó la cabeza y chasqueó la lengua.
—¡Oh, sí, por favor! —Insistió Varian—. Para que se tome un rakí.
El conductor miró a Varian, luego a Esme, y al final sonriendo y encogiéndose de hombros tomó la moneda que le ofrecía el inglés. Tras soltar un par de incomprensibles frases más, volvió a ponerse en marcha.
Varian agarró las bolsas de viaje del camino y regresó al lado de Esme. Se acercó a la piedra y dejó las bolsas a sus pies.
Le dolía todo el cuerpo de rabia. Sentía una presión en el pecho y un zumbido en los oídos que hacían que el tranquilo paisaje que les rodeaba pareciera un mar en plena tormenta. Se quedó mirando a Esme en silencio.
Bajo la luz plomiza de la tarde, su cabello arrojaba brillantes chispas cobrizas. Tenía el pelo completamente enmarañado y varios mechones rizados le caían sobre la cara como si fueran enredados zarcillos. Se había vuelto a poner sus viejas ropas de hombre y tenía aspecto de pordiosero.
Si Varian se hubiera entretenido unos minutos más en el kafenío, ella habría logrado escapar. Y a lo mejor debería haberla dejado escapar, ¡por todos los demonios!, si es que era eso lo que ella quería. A fin de cuentas, él no era el responsable de aquella chica. Y no quería ser el responsable de nadie. Le habían pagado para que cuidara de Percival, pero ni siquiera había sido capaz de hacerlo de manera adecuada. ¿Quién era él para andar vigilándola a ella? ¿Qué tenía él que ver con ella?
Varian miró a su alrededor, hacia el río cuyas aguas brillaban bajo la luz del crepúsculo, hacia el pueblo de casas amontonadas que se apiñaban en la otra orilla. Hacia las colinas que encerraban el pequeño valle. En Berat, incluso desde la ciudadela, no se podía ver nada de lo que se extendía más allá de las montañas.
Y Varian no quería ver, ni quería pensar en lo que se extendía al otro lado, más allá de ellos. Lo único que quería era estar lejos de allí desde mañana mismo. Pero no podía. Por muy lejos que se marchara, Esme siempre lo perseguiría. Dio la vuelta en redondo para enfrentarse a ella.
—¿Qué es lo que te pasa? —le preguntó—. ¿Adónde demonios te pensabas que ibas a ir? ¿Creías que ibas a llegar muy lejos, una chica sola y sin un céntimo? ¿Que te ibas a escapar tan lejos antes de que el que quiere convertirse en tu amante diera contigo, o antes de que te toparas con otros tipos mucho menos amables que él?
—Te estás metiendo en un buen lío, Varian Shenit Giergi —le dijo ella—. Y si me fuerzas a seguir contigo será peor todavía. No puedo ir a Corfú. —Esme alzó la cabeza y se lo quedó mirando fijamente, con sus verdes ojos inflamados de rabia—. De entre todos tú deberías saberlo mejor que nadie. Eres un hombre de mundo. Conoces el mundo. Y me has visto. Me conoces muy bien.
Él apretó los puños. Tenía ganas de darle unos azotes. Hacía solo un momento la había amenazado con pegarle un puñetazo. Ya no recordaba cuándo había sido la última vez que se había sentido tan furioso. O tan desesperadamente furioso. Sabía que aquello era una locura. Sabía que se estaba comportando como un bruto, pero aun así no podía controlarse. Incluso aunque no dejara de decirse para sus adentros que tenía que calmarse y pensar. Pero la furia que sentía se le agolpaba en la garganta y casi no le dejaba respirar.
—¡Pues vete, maldita sea! —le gritó él—. Vete al infierno. Ve a que te rapten o te asesinen. ¿Qué me importa a mí lo que te pase, pequeña lunática? Toda la gente que se preocupa por ti, personas más sabias y viejas que tú, está dispuesta a remover el cielo y la tierra para que vayas a Corfú. Pero tú crees que sabes qué es lo mejor para ti, ¿no es así? No te preocupa romperle el corazón a Percival. No te importa que unas pocas semanas viajando contigo vayan a ser las únicas alegrías que podrá recordar durante los próximos diez años. No es más que un chico de doce años que no ha conocido nada mejor. Y los demás no somos más que un puñado de tipos estúpidos, irracionales, insensatos, ciegos, porque solo deseamos que estés a salvo.
—Escúchame —dijo ella alargando una mano—. Dame la mano, Varian, seamos amigos y escúchame.
Él tenía miedo de tocarla. Su rabia podía desaparecer y tenía miedo de descubrir qué se escondía detrás de aquella rabia. Se dio la vuelta y se quedó mirando hacia la distancia, sin ver nada.
—Por favor, Varian, ¿es que quieres destrozarme la vida sin darme una oportunidad de que me explique?
Varian podía soportar sus enfados y sus reproches, así como el azote de ira del que ella era capaz. Pero aquella súplica demasiado tranquila no podía soportarla. La oleada de furia que sentía empezó a decaer y Varian se maldijo a sí mismo por eso.
Ella había estado cuidándole, atendiéndole con paciencia, haciendo que su viaje fuera todo lo cómodo que podía ser. Y a cambio, él había tratado de interponerse en su camino. Había ensuciado su inocente boca con sus besos corrompidos y había ensuciado su carne inocente con sus manos inmundas. Y sin embargo, la seguía deseando, ahora más que nunca. Había evitado que se escapara no para protegerla a ella, sino por su propia lujuria. En su mente retorcida, creía que Esme le pertenecía. Él la necesitaba. Y por eso, ella debía quedarse a su lado.
Varian dejó escapar un suspiro de fracaso y se dio de nuevo la vuelta hacia ella. Tomó la pequeña mano de Esme entre las suyas y se puso en cuclillas a los pies de la chica.
—Te escucho —dijo él.
—Mi padre ha muerto —dijo ella con un tono de voz neutro—. Eso me deja solo con el padre de Percival y mi abuela como únicos parientes ingleses. Y ellos no me quieren. Me podrían tolerar por hacerle un favor a Jason, pero no me van a tener a su lado. Solo aceptarían como hija a una refinada joven dama, ni siquiera Jason podría haberme convertido en eso. ¿Piensas que me equivoco, Varian? —le preguntó ella con calma—. Dime la verdad.
Varian quería mentirle. Pero no podía. No mientras ella lo escrutaba con aquellos verdes ojos de mirada resuelta.
—No.
—Es posible que alguien, incluso mi joven primo, pudiera persuadirlos para que se comportaran bien conmigo, por caridad. Pero eso, que ya es bastante malo en cualquier parte, en Inglaterra, y siendo extranjera... Bueno, no creo que pudiera soportarlo. Quizá sea culpa mía, pero soy demasiado orgullosa.
—Sí. Orgullosa.
—Aquí, en mi propio país, no tengo más familiares que mi abuela, que vive en Girokastro. Podría ir a vivir con ella, pero es demasiado anciana, y cuando ella muera me quedaré sin casa y sin familia. Me convertiré entonces en propiedad de Alí, y serviré para satisfacer sus deseos. Así que ya lo ves, mi única esperanza es convertirme en esposa.
—¡Oh, Dios!
Varian sabía qué era lo que iba a venir a continuación. Él mismo había estado dándole vueltas a aquel asunto, buscando alguna solución. Y sabía cuál era. Sabía que solo había una respuesta. Algo que le ponía enfermo hasta destrozarle el corazón.
—Me voy con Ismal —dijo ella.
—¡Oh, querida! —dijo él con voz tensa—, ¿con el hombre que mató a tu padre?
Ella chasqueó la lengua, produciendo el típico sonido que en albanés significaba a la vez, con un solo gesto, negar algo y quitarle importancia.
—Ni siquiera Mustafá se lo cree. Lo he estado pensando mucho, y he llegado a la conclusión de que tampoco yo puedo creerlo. Ya te dije algo de lo que había pensado en Poshnja. Eso no tiene sentido, ni para mí ni para nadie. El único que culpa a Ismal es Bajo, pero estoy segura de que Bajo diría lo que fuera con tal de convencerme para que me vaya del país. No piensa en nada más que en el deseo de mi padre de que vaya a Inglaterra. Ni siquiera se da cuenta de cómo lo cambia todo el hecho de que Jason haya muerto. Y es lo mismo que le pasa a mi pobre primo. Quiere cumplir el último deseo de su madre; un deseo muy amable, si Jason viviera, o si al menos viviera ella. Pero los dos se han ido. Y con ellos se han ido sus deseos. Son imposibles.
Varian inclinó la cabeza. Quería discutirle, pero lo único que podía ofrecerle era dulces palabras tranquilizadoras para enterrar la amarga verdad. Si la llevaba con él a Inglaterra, la obligaría a vivir de una manera desdichada. Vivir en el exilio ya es bastante duro incluso en las mejores circunstancias. Pero ¿vivir en el exilio entre personas que la desprecian a una, o que no sienten por una nada más que pena, en un mundo al que nunca se podrá pertenecer? Su espíritu no lo soportaría. Y Esme era una persona valiente. El peligro físico no le daba miedo. Pero seguramente la vida que la esperaba en Inglaterra acabaría por matarla, y eso ella lo sabía.
Varian notó que ella le apartaba un mechón de cabello de la frente, como había hecho tantas veces cuando estaba enfermo. Y Varian siempre había tenido ganas de besar aquella mano en señal de gratitud, porque aquella manera mágica de tocarle la frente disipaba el dolor y los problemas de su mente. Pero ahora hizo que la piel le quemara como si le hubiera salpicado con un ácido, y aquel veneno se le introdujo en la venas formando un ardiente río de celos, miedo y decepción.
Vio a un joven extranjero de cabello rubio con ojos azules como diamantes que la había querido tanto como para desear raptarla..., y la mano de ella apartando un mechón de sus dorados cabellos..., su voz, suave y dulce, hablando con su joven príncipe de las montañas blancas, de los bosques de abetos y de los ríos tumultuosos..., su cuerpo entregado, moviéndose con pasión entre los brazos de un joven hombre de su propia cultura, que le murmuraría palabras de amor en su misma lengua.
Tenía razón, ¿no? Para Varian aquella visión era repugnante, pero era la única esperanza de felicidad para Esme. Él la quería. La necesitaba. Eso era todo. Pero no podía ofrecerle nada más que promesas, y esas promesas serían mentiras, porque sintiera lo que sintiese, siempre sería algo pasajero. Nada dura, y menos que nada el deseo.
—¿Me vas a ayudar? —le preguntó ella—. ¿Me dejarás marchar?
—Sí —dijo Varian alzando por fin la cabeza—. No.