Capítulo 30

—Sé exactamente lo que ha pasado —bramó con fuerza sir Gerald—. Lo han planeado juntos, los tres, para que yo fuera el cabeza de turco. —Se frotó el cuello, donde todavía tenía las marcas de los dedos de Varian—. Si hay que estrangular a alguien, es a este retorcido chico.

Varian había subido corriendo las escaleras justo cuando Percival estaba a punto de caer de cabeza por ellas. A pesar de estar asustado y débil, el chico había podido explicarse lo suficientemente bien para enviar a Varian a toda prisa a la habitación de sir Gerald, si bien, solo para escuchar a aquel hombre repetir tozudamente que no sabía nada.

Le había llevado más de un frenético cuarto de hora verificar que Esme y el juego de ajedrez habían desaparecido, y que todos los miembros del personal de la casa estaban drogados en diferentes grados.

En ese momento fue cuando finalmente Percival dejó escapar sus sospechas de que Ismal estaba envuelto en todo aquello. En absoluto desconcertado, sir Gerald había declarado que Esme seguramente se había fugado con su amante albanés. Apenas había acabado de pronunciar aquellas palabras cuando Varian lo empujó contra la pared del estudio y estuvo a punto de dejarlo sin vida.

Ahora Varian ya estaba más calmado. No podía permitirse ni el pánico ni la rabia. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba Esme desaparecida, ni hacia dónde podría haberse dirigido. Necesitaba ayuda, principalmente de sir Gerald, y la necesitaba enseguida.

Cogió la carta arrugada que Percival le había dado y la colocó sobre la mesa de ajedrez, delante de sir Gerald.

—Conozco a la señora Stockwell-Hume. Si es necesario me presentaré en su casa y le diré que me cuente la verdad. Si declara que esta carta es una falsificación, lo llevaré a usted, con la ayuda de los criados, al magistrado más cercano para que le tome declaración. —Varian juntó las manos—. O bien puede decirme la verdad, y si es posible en pocas palabras.

Sir Gerald se quedó mirando la carta un buen rato, y luego alzó la vista hacia Varian.

—Chantaje —dijo él—. Y usted no es mucho mejor que ese asqueroso extranjero.

Varian no dijo nada.

—Ismal descubrió cosas sobre mí —dijo el baronet en tono agrio—, y me pidió dinero. Pero yo no tenía suficiente, de modo que dijo que se conformaría con el juego de ajedrez. Percival o Esme tenían la reina negra. Lo único que he hecho esta noche ha sido asegurarme de que Ismal podría conseguir el juego completo de manera fácil y segura. No tengo nada que ver con la desaparición de la chica. Aunque lo habría tenido, si me lo hubiera pedido —dijo mirando de manera desafiante a Varian—. Pero no me lo pidió. Puede que ya se hubiera arreglado con ella. Parece ser que encontraron la reina bastante fácilmente, sin necesidad de mi ayuda.

—No me importa cómo la encontraron —dijo Varian—, lo único que quiero es...

—Y este chico los ha ayudado. Ha estado conspirando contra mí todo el tiempo —gruñó sir Gerald—. Espiándome e interfiriendo en mis asuntos. Y manipulándole también a usted, ¿no es así? Y ni él ni su leal esposa le dijeron nunca que ellos tenían la pieza de ajedrez.

Percival, quien había estado sentado a la mesa del estudio mirando a su padre en un silencio compungido, se puso a hablar.

—Por supuesto, no se lo podía decir a él, papá. Porque de ser así habría averiguado lo que has hecho.

—De modo que estabas protegiendo mi honor, ¿no? Como si alguna vez en tu vida hubieras demostrado tener un mínimo de lealtad.

—Sir Gerald —empezó a decir Varian.

—No es que yo espere lealtad de nadie —siguió diciendo el baronet—. Mi hermano no demostró tener mucha cuando se acostó con la puta mentirosa de tu madre.

—¡Ya es suficiente! —exclamó Varian mirando a Percival preocupado, pero el chico no parecía estar en absoluto afectado. Por el contrario, su semblante se había iluminado y sus ojos verdes se habían abierto como platos.

—¡Dios bendito, papá, qué cosas dices! Hasta yo sé que la concepción requiere de un contacto íntimo, y que el período de gestación para los humanos es de nueve meses.

—Percival —le dijo Varian con voz seria—, no es momento de teorías científicas.

El chico frunció el entrecejo.

—No se me ocurre cómo pudo haberlo hecho tío Jason. Estuvo escoltando al coronel Leake por Albania desde 1804 hasta bien entrado enero de 1806, cuando yo nací. —El chico meneó la cabeza—. Lo que propones, papá, es físicamente imposible.

—¡Imposible! —gritó sir Gerald—. ¿Eso es lo que te contó la loca de tu madre?

—No exactamente, papá. Solo me hizo leer la carta que el coronel Leake le había escrito al tío Jason. Cuando estuvieron en Venecia la última primavera, el tío Jason le enseñó a mamá sus papeles de matrimonio y los otros documentos que tenía guardados allí. Como tú sabes, el coronel William Leake en un anticuario topográfico. Planeaba publicar los relatos de sus viajes y le escribió al tío Jason a fin de pedirle permiso para poder mencionarlo en su libro. Sabía que el tío Jason estaba envuelto en ciertas actividades secretas, y no quería comprometerlo sin querer.

Sir Gerald se puso rojo, luego blanco y al final se dejó caer hacia atrás en su silla.

—Me habría gustado que hubieras mencionado eso antes, papá —dijo el chico—. Te habría sugerido que le escribieras al coronel Leake.

Sir Gerald movió la boca, pero de ella no salió ni una sola palabra.

—Mi padre siempre me ha fascinado —le dijo Percival a Varian en tono de confidencia—. ¿No te parece que es un caso intrigante para el estudio de la naturaleza humana?

Varian se inclinó sobre el escritorio.

—Estudiemos ahora otra naturaleza humana, Percival. Si tú fueras Ismal, por ejemplo, ¿adónde irías?

Esme se frotó las muñecas y se quedó mirando hacia la noche por la ventana del carruaje. Aunque dentro solo estaba Ismal, a su lado, y aparentemente desarmado, ella sabía que tratar de escaparse estaba fuera de cuestión. Las linternas del carruaje dejaban ver la alta figura de Mehmet cabalgando al lado del vehículo. Sabía que Risto cabalgaba en el otro lado. Si se atrevía tan solo a levantar la voz podrían matarla. Aunque la perspectiva de morir apenas podía disuadirla, no tenía ninguna intención de hacerlo antes de vengarse de Ismal.

Aquello no iba a ser fácil. Además de los feroces guardaespaldas, Ismal llevaba varios documentos robados o falsos que acreditaban su estatuto de diplomático. Con la vestimenta que lucía ahora parecía un perfecto caballero inglés, Solo el oído más fino podría reconocer su ligero acento, algo que él podría fácilmente explicar por los muchos años pasados en el extranjero. También podía explicar con alguna mentira la presencia de Esme en el carruaje. Podría decir que era una espía, una criada que se quería escapar... o cualquier cosa que se le ocurriera.

Él tenía poco que temer de ella. Se habían detenido un momento antes para cambiar de caballos, y él le había desatado las manos para que pudiera utilizar el baño de la posada sin llamar la atención. Esme se había planteado escapar en aquella ocasión, pero no por mucho rato. No era fácil, no porque Ismal la hubiera acompañado hasta la puerta y esperara allí cerca, sino porque al fin había podido echarle un buen vistazo a Risto. Todo su cuerpo vibraba de odio. Entonces se dio cuenta de que lo único que se interponía entre ella y la daga de Risto era Ismal.

Apartando la mirada de la ventana, Esme se topó con los ojos de Ismal que estaban observando sus manos. Ella las tenía atadas juntas en el regazo.

—Te hace daño la cuerda —dijo él en inglés. No le había oído decir ni una palabra de albanés desde que se encontrara con ellos—. Puede que Risto la apretara demasiado.

—Estoy segura de que habría preferido atármela alrededor del cuello —dijo ella—. Y haber apretado todavía más fuerte.

Ismal meneó la cabeza en señal de confirmación.

—Sin duda esa habría sido una solución muy inteligente, pero yo odio la violencia. Ya me molestó bastante tener que golpearte con mi pistola, pero no podía hacer otra cosa. —Sus ojos se posaron en la cara de ella—. ¿Te duele mucho todavía la cabeza?

—Solo cuando intento pensar.

—Si te sientes tentada a pensar cosas desagradables, te aconsejo que no lo hagas. Solo se te ocurrirán diferentes planes para hacerme daño y la consecuencia de eso es que acabarás muy dolorida. Mucho.

Como siempre, él hablaba con una voz amable. Era incapaz de demostrar una emoción honestamente. Posiblemente había ordenado el asesinato de su padre en un tono de voz igual de cantarín.

Esme se dio cuenta de que se estaba clavando las uñas en las palmas de las manos. Se estiró sin cambiar su habitual postura con las piernas cruzadas, y dejó que sus manos descansaran descuidadamente sobre las rodillas.

Ismal observaba atentamente cada uno de sus movimientos, sin duda, estaba alerta ante un posible ataque repentino. Cuando se dio cuenta de que solo se estaba colocando más cómoda, siguió hablando.

—Ya te he dicho por qué he venido, de modo que ya ves que no lo planeé por ti. O dicho de otra forma, me había prometido a mí mismo no tener nada que ver contigo.

—Entonces, deberías haberme dejado inconsciente en el jardín —dijo ella—. Ya me habías quitado el juego de ajedrez. Y te habías asegurado de que nadie iba a perseguirte. Yo ni siquiera habría sabido quién me había atacado.

—Era una decisión difícil. Puede que me haya equivocado. Pero ya que caíste en mis manos, y no de una manera pretendida, pensé que acaso esa era la voluntad de Alá.

—O de Satanás.

Ismal se quedó pensativo.

—Puede ser. La verdad es que no estoy seguro de cuál de los dos me gobierna.

—Yo sí.

Él le dirigió una extraña sonrisa. Si se tratara de otro hombre, Esme la habría definido como «sonrisa tímida», pero la timidez era algo que Ismal simplemente desconocía.

—¿Crees que soy completamente diabólico? —preguntó él—. ¿Un instrumento del Diablo?

—Has intentado destruir tu país, has destruido a mi padre, no solo me has robado mi dote, sino que también me has secuestrado a mí, con lo que has hecho caer la vergüenza sobre mi familia. —Esme se dio cuenta de que estaba alzando la voz. Calmándose un poco, añadió—: Por el momento, no me parece que poseas ninguna virtud.

Se quedó un momento reflexionando.

—Lo que dices es verdad, en cierto modo —contestó él—. Excepto en lo que se refiere a tu padre, porque yo no he tenido nada que ver en su muerte. A pesar de mis muchos defectos, no soy un asesino a sangre fría. Además, matarlo fue algo estúpido y excesivamente peligroso. —Ismal se encogió de hombros—. Pero sé que no quieres creerme, porque estás exaltada y necesitas culpar a alguien. Aunque por lo que respecta a mis otros «crímenes» no puedo contradecirte. Solo puedo explicarte cómo lo veo yo. Dentro de muy poco lo haré, pero no ahora. Estás demasiado histérica para prestar atención a lo que te he de contar.

—¡No estoy histérica! Ningún hombre estaría tan tranquilo como yo en estas circunstancias. Y además, no me gusta en absoluto que se me trate como si fuera una niña... ¡Y no soy una persona exaltada!

Él hizo un elegante gesto como quitándole importancia a aquellas palabras.

—No, en realidad eres... una pequeña salvaje, testaruda y sanguinaria. Es realmente extraño que desee a un tipo de mujer como tú —dijo él pensativamente—. Pero así es. Aunque no empezó de ese modo. Al principio lo único que quería era un rehén para mantener a Jason con las manos atadas. Una vez que él estaba muerto, ya no me servías para nada. Desafortunadamente, mi primo tenía el capricho de conocer a tus compañeros. Y por eso, en Tepelena, me vi obligado a mostrar una pasión fingida. Solo sé que, cuando te enfurecías con ese cerdo lord inglés, algún veneno debió de metérseme en el corazón, porque me sentí muy celoso. Habría deseado que me hubieras estado fustigando a mí con tu lengua afilada. Y también deseaba poder ser yo quien calmara tu ira, aunque sabía que pretendías asesinarme.

Esme se movió incómoda. Estaba mintiendo, de eso no había duda. Se había desplazado hasta allí para vengarse, y también habría planeado raptarla por la misma razón, si se daba la ocasión. Pero su voz seguía siendo todo el tiempo amable y cariñosa.

—No me crees. —Le dirigió otra ligera mirada retraída—. Tampoco yo me creo. Me han dado una buena educación y no creo en los demonios, aunque me encuentro a mí mismo actuando como si estuviera poseído por uno. Cuando desapareciste de Tepelena, sabía que si te perseguía Alí iría detrás de mí..., aun así no podía detenerme. Y por eso me encontró Alí y me llevo a Ioanina, donde uno de sus doctores trató de envenenarme. Pero entonces, ya ves, él oyó hablar de mi poca lealtad. Yo estaba tumbado solo, en la cama, muriéndome lentamente, y ya veía destruidas todas mis esperanzas, porque una mujer me había hecho comportarme como un estúpido imprudente.

—Tu vanidad te ha vuelto estúpido —dijo ella—. Siempre has querido todo lo que no podías tener: el reino de Alí, una mujer que te odia.

—Sí, casi me he convertido en tu cabeza de turco. Te has convencido a ti misma de que me odias. Pero yo voy a convencerte de que te equivocas.

Esme deseaba que él pudiera mostrar algún signo de hostilidad hacia ella, porque su amable paciencia era muy inquietante. Su voz suave era como los hilos sedosos de una peligrosa red.

Ismal miró hacia abajo.

—Escúchame. —Le tomó una mano y la apretó fuertemente entre las suyas—. Yo he sido educado para las intrigas. Puedo conseguir que los hombres, y las mujeres, hagan lo que yo deseo. El Todopoderoso me ha dado un cuerpo atractivo y una mente inteligente. Y yo he aprendido a utilizar esas dos herramientas, siempre de manera calculada. Eso ya lo sabes.

—Lo sé bastante bien.

Su cercanía le molestaba mucho más de lo que ella habría deseado. No era más que un hombre, y solo poseía la habilidad —como él mismo había dicho— de conseguir que los demás actuaran según su antojo. Pero Esme no podía refrenar las supersticiones que se decían sobre él: que no era completamente humano. Aquellos elegantes dedos rodeando su mano eran de lo más inquietantes. No había sido capaz de resistirse a Varian. Era posible que tuviese la mente enferma al respecto de los hombres, o de cierto tipo de hombres. Era posible —sí, seguramente eso era— que Ismal poseyera incluso más habilidades y menos principios de los que tenía su marido. Esme se dijo a sí misma que amaba a Varian y odiaba a Ismal con todo su corazón. Así y todo, la cercanía de Ismal, su caricia, su olor... la llenaban de pavor.

—No me temas —dijo él, haciendo que a ella empezara a latirle el corazón de manera acelerada.

Esme se dijo con firmeza que era imposible que él le hubiera leído el pensamiento. Era su cuerpo el que la estaba traicionando: los escalofríos de sus manos y la entrecortada respiración de sus pulmones.

—Si no quieres que te tenga miedo, entonces no juegues conmigo —dijo ella.

—¿Quieres que hable y actúe de manera directa? ¿Es eso? —Ismal dejó escapar un leve suspiro antes de volver a alzar la vista hacia el rostro de ella—. Perdí esa habilidad hace mucho tiempo. Vivir en la corte de Alí es vivir en un juego de ajedrez sin fin: engañar y fingir, estando siempre alerta a la trampa que te tienden los demás. Siempre jugué muy bien ese juego, hasta que llegaste a Tepelena y me enfermaste la mente. Pero tendrás que curarme, pequeña guerrera. Cuando nos acostemos juntos, yo seré parte de ti y tú serás parte de mí. De esa manera, podrás conocerme, y entonces sé que te apiadarás de mí.

Esme se echó hacia atrás, pero no intentó soltarse de la mano de Ismal. No tenía ganas de embarcarse en una lucha física, en la que lo más seguro es que ella fuera vencida.

—No te quiero —dijo ella—. Y me parece monstruoso que pienses que puedo llegar a tener compasión de ti.

—Tú no lo entiendes. Pero pronto lo entenderás.

—Lo entiendo todo muy bien. Me has secuestrado. Y no haces más que decir tonterías para pasar el rato.

Él chasqueó la lengua.

—Yo aborrezco la violencia. Si quieres violencia, tendré que entregarte a mis compañeros. Cuando ellos hayan acabado contigo, me parece que empezarás a sentirte mucho más calmada. Y entonces te daré una segunda oportunidad, puede que incluso una tercera. Soy un hombre bastante paciente.

Esme sintió que palidecía.

—Sería mucho más simple aceptarme —dijo él—. No puedo esperar que te sientas entusiasmada por mi abrazo, pero como eres una persona estoica, puedo pedirte que lo soportes.

—¿Soportarlo? ¿Deshonrar mis votos de matrimonio, ponerle los cuernos a mi...?

—Por derecho, tu marido soy yo —dijo él con voz tranquila—. Pagué el precio de la novia y me engañaron. Cuando intenté reivindicar mis derechos, casi lo pagué con la vida.

—Eso es una estupidez. Tienes el juego de ajedrez. Has exigido ese llamado «precio de la novia» muchas veces, muchas. —Esme mantuvo su tono de voz tan bajo y tranquilo como él—. Eres un salvaje, y no eres en absoluto mejor que Alí.

Las manos de Ismal se apretaron con fuerza alrededor de las de ella y sus ojos azules brillaron un instante, pero eso fue todo. Su manera de controlarse era sobrecogedora.

—Puede que tengas razón, porque fue Alí quien me hizo como soy. Si quieres un hombre mejor, Esme, tendrás que hacerme cambiar tú. Antes de que termine el día de hoy te enseñaré cómo hacerlo.

El amanecer no hizo nada tan decisivo como apuntar el nuevo día. Torpemente se desenrolló sobre Newhaven en forma de duro manto de nubes, con una luz sombría que apenas penetraba la negrura de la noche.

Como había hecho incontables veces, Jason —disfrazado ahora de cirujano de barco, con gafas y cargando un maletín negro— echó un vistazo a los barcos que había en el puerto. No se permitió ponerse a pensar, sino solo mirar y dejarse llevar por su instinto.

Tenía buenas razones para dejarse llevar por su instinto, como había hecho en Gibraltar. En Cádiz se había equivocado en sus apreciaciones y había acabado enrolándose en un barco con un iracundo ministro extranjero a bordo. Aquel hombre se negó en redondo a que registraran el barco, pero luego acusó a Jason de haberle robado unos importantes documentos. Las consiguientes complicaciones lo habían dejado varado en Cádiz durante más de una semana, y de ese modo Ismal —quien había pasado por allí varias horas antes— había vuelto a eludirlo de nuevo.

Jason había mandado noticias de Ismal a Falmouth. Sabía que desde allí Ismal podría viajar a cualquier lugar de la costa inglesa. O también podría dirigirse a Londres directamente. Por desgracia, Ismal ya le había sacado casi una semana de ventaja. En ese tiempo podía haber hecho cualquier cosa, podía haber ido a cualquier parte. Jason maldijo para sus adentros.

Se estaba retorciendo las manos con preocupación cuando se dio cuenta del ajetreo que había a bordo de un barco cercano. Se quedó mirando fijamente aquel barco, una pequeña goleta de fabricación americana. Delgados y rápidos, aquellos barcos —aunque normalmente solían ser más grandes— habían hostigado a los buques ingleses de una manera desesperante durante la última guerra contra los americanos.

Jason le lanzó una mirada a Bajo. La atención del albanés estaba puesta en el mismo barco. Antes de que Jason pudiera consultarle, su capitán se acercó y le hizo un gesto hacia la playa. Un oficial echó a correr por el muelle hacia ellos.

Jason se apresuró a interceptarlo y sin decir una palabra enarboló sus papeles.

—Sí, señor, le estábamos esperando —dijo el oficial—. Capitán Nolcott, a su servicio. Lamento no haber tenido noticias suyas antes.

Jason señaló al barco que había puesto en alerta sus instintos.

—¿Qué sabe de esa pequeña goleta? —le preguntó al oficial.

—¿La Olimpia?

Bajo se acercó a ellos. Cuando Jason repitió el nombre del barco, su robusto compañero sonrió.

—El hombre al que estamos siguiendo dice de sí mismo que es descendiente de la madre de Alejandro —le explicó Jason al capitán Nolcott—. Así se llamaba ella.

—No puede ser el mismo hombre —dijo el capitán—. El dueño de este barco es un inglés llamado Bridgeburton, y todos los papeles del barco están en orden. Están esperando a un oficial de comercio extranjero que han de llevar a Cádiz.

—El cuerpo de Bridgeburton apareció flotando en un canal de Venecia hace unas semanas —dijo Jason.

Cuando el capitán se lo quedó mirando con consternación, él le explicó que el señor Bridgeburton era particularmente adicto a una combinación letal: absenta y vino. Como no se encontraron marcas de violencia en su cuerpo, se supuso que había caído al canal en estado de embriaguez. Los contactos que Jason tenía en Venecia le habían contado que, recientemente, Bridgeburton había sido investigado bajo sospecha de contrabando y trata de esclavos. Se suponía que era él quien le proporcionaba las armas a Ismal.

Sin embargo, Jason no le dijo al capitán Nolcott —ni tampoco se lo había contado a sus contactos en Venecia— que Bridgeburton había sido tiempo atrás amigo suyo. Había sido Bridgeburton quien le había prestado a Jason el dinero para seguir con aquel interminable juego de azar, hacía mucho, mucho tiempo: la partida que apenas había podido recordar cuando se había despertado, completamente enfermo, a la mañana siguiente... Y se había despertado para descubrir que le debía a Bridgeburton una fortuna.

Jason pensaba que el resto de las respuestas las conseguiría muy pronto, y no le importaba lo terrible que estas fueran.

Sin embargo, en ese momento el capitán Nolcott estaba esperando instrucciones. Jason observó el puerto y los embarcaderos. Newhaven había sido un importante puerto de mercancías a principio del siglo pasado, pero —como tristemente proclamaba la miserable colección de navíos, en su mayor parte de pesca— los barcos mercantes se habían ido a alguna otra parte. Cualquiera que pretendiera embarcarse pasando desapercibido podría considerar aquel puerto un lugar ideal. Estaba muy cerca de Londres y de Dover. La desventaja de Dover era el abundante tráfico de barcos que partían de allí para cruzar el canal de camino a Calais. Y el nombre de Bridgeburton era una perfecta tapadera para un asunto como ese.

—Parece que el Olimpia está a punto de zarpar —dijo Jason—. Si el viento se mantiene como está no habrá nadie que lo pueda detener.

—¿Quiere que le impidamos zarpar?

Jason estaba a punto de contestar cuando oyó el sonido de cascos de caballos y de ruedas de un carruaje sobre los adoquines. No necesitó mirar en dirección a aquel sonido. El rostro de Bajo se contrajo en una expresión preocupada y dejó escapar un rápido suspiro que le decía todo lo que necesitaba saber.