Capítulo 27
Damon estaba en el tejado de Mount Eden, reparando la chimenea, y Gideon se encontraba abajo, en la cocina, intentando preparar la comida. Varian había acabado aquella misma mañana de limpiar los dormitorios, sobre todo de excrementos de ratas. Aunque el gato había hecho todo lo que podía, estaba solo contra una legión, y su descendencia era demasiado joven para que pudieran serle de mucha ayuda. A juzgar por la cantidad de excrementos, algunos de aquellos ratones podían tener un tamaño dos veces más grande que los gatitos.
Varian soltó un exabrupto al oír que llamaban a la puerta. Con la escoba en la mano, corrió escaleras abajo y estuvo a punto de aplastar a uno de los gatitos atigrados, que estaba al final de las escaleras dispuesto a saltar sobre él.
—Maldita sea, solo tienes siete vidas —dijo Varian mirando al gato—. No las malgastes todas en una semana.
El gato saltó a sus manos y empezó a subírsele por la camisa. Varian estaba intentando deshacerse de él cuando llegó a la puerta. Pero el gato le clavaba las uñas con fuerza mientras maullaba.
Varian dejó de pelearse con él, puso la escoba detrás de la puerta y abrió.
Parpadeó una vez y de golpe todo el mundo se desvaneció a su alrededor. Lo que estaba viendo era a Esme, quien a su vez lo miraba a él con la boca abierta.
—Esme —dijo en cuanto pudo recuperar el aliento, para luego avanzar en el umbral y estrechada entre los brazos—. ¡Querida... eh, yo...!
Él trató de soltarse de la camisa aquel gato homicida, pero ella le apartó la mano.
—Le vas a hacer daño —le dijo Esme con voz seria—. Está muy asustado y por eso no quiere soltarse.
Murmurando algo en albanés, ella empezó a acariciar al escurridizo animal. Enseguida sucumbió a sus encantos y se dejó coger por ella.
En ese momento, la realidad volvió a rodear a Varian. Mirando detrás de su esposa, por la puerta abierta, Varian vio un carruaje y a la anciana dama que descendía de él, y luego a Percival saltando por la otra puerta.
Varian se pasó los dedos por el pelo. Sintió la suciedad que llevaba en sus cabellos. Cuando apartó la mano, esta estaba negra. También se dio cuenta de que había manchado el elegante abrigo de Esme con polvo y hollín.
Sintió un calor que le subía por el cuello hasta enrojecer su rostro. Miró hacia Esme, luego más allá, hacia la anciana que se dirigía con paso firme hacia ellos. Era evidente que Percival había descubierto a Demon subido al tejado, porque en ese momento echaba a correr hacia el otro lado de la casa para poder verlo mejor.
Aunque se había dado cuenta de que se había sonrojado intensamente, Varian se irguió. Cuando la anciana llegó a la escalera de entrada, le hizo una reverencia.
—Milady, qué gratísima sorpresa...
—No me hable —le soltó ella, pasando a su lado—. No ha sido idea mía, sino de ella. —Miró hacia atrás en dirección a Esme y alzó la nariz—. Dile a mis criados que traigan las cestas de la comida. Estoy segura de que no estaba preparado para recibir visitas y yo estoy sedienta.
A continuación entró en el vestíbulo murmurando entre dientes.
Poco después, tras haberse lavado de manera precipitada, Damon y Gideon se dirigían cautelosamente hacia el pasillo principal. Ya habían echado un vistazo por las habitaciones. En el comedor vieron a una pequeña y temible anciana agarrada a una maleta y gritando órdenes a una pequeña legión de agobiados sirvientes.
En la sala de estar, un adolescente pelirrojo estaba tumbado boca abajo junto a una guarida de ratones, sermoneando pacientemente a un garito que se aplastaba contra su nariz.
Aunque intrigantes en sí mismas, ninguna de aquellas visiones mereció más que un rápido vistazo. Damon y Gideon tenían en mente una presa en concreto y, resistiendo aquellas tentaciones menores, continuaron su búsqueda.
Pasaron por delante de las puertas parcialmente abiertas de la biblioteca y miraron dentro. Entonces Damon clavó los ojos en su hermano.
—No puede ser esta chiquilla —le susurró.
—Sin duda no es la señora madura que estaba en la sala.
—Pero esta no es más que una niña. Varian posiblemente no podría... Se calló cuando oyeron unas voces. Con cautela, Demon abrió la puerta un poco más. En ese momento, la muchacha le tiró el bolso a su hermano. Varian se apartó y el bolso aterrizó al lado de la chimenea, en el suelo. La chica empezó a andar furiosa de un lado a otro, con un remolino de falda verde a su alrededor, mientras su voz bramaba a todo volumen.
—¡Nunca te perdonaré! —le gritó con furia—. Eres imposible. Tu estupidez está más allá de toda comprensión. Y además eres un mentiroso de mucho cuidado.
—Esme, yo no...
—¡Me has mentido! Ya está dicho. ¿Quieres defender tu honor? Muy bien, ve a por tus pistolas. Yo iré a buscar la mía y te dispararé en ese negro corazón que tienes. Y con más razón. Es a mí a quien están deshonrando. Y tú me vas a deshonrar más todavía. Todo el mundo se reirá de mí... más fuerte todavía de lo que se ríen ahora.
Soltó algo en una lengua extranjera y Varian intentó acercarse a ella. La joven alzó una mano indicándole que no lo hiciera.
—No te acerques a mí —le advirtió—. No me tientes. Te estrangularé.
Varian se detuvo y se apoyó en la repisa de la chimenea de nuevo. Se la quedó mirando, mientras ella seguía andando de un lado a otro, con los tacones produciendo un continuo tamborileo en el suelo desnudo.
Ella volvió a la carga con una sarta de palabras que solo podían ser insultos, y luego habló otra vez en inglés.
—Me has mandado tres cartas cada semana, y no me has dicho la verdad en ninguna de ellas. Solo historias y bromas, como si yo fuera una niña a la que hay que entretener. Ya has pagado tus deudas. Ya no existía el peligro del que estabas hablando, ¡como si a mí me preocupara el peligro! Pero no me contaste nada. Me dejaste con mi abuela, lo que en mi país es una gran distancia, pero lo soporté porque estamos en Inglaterra y todos los ingleses están locos.
—Querida, no tengo medios para mantenerte.
—¡No necesito que me mantengan! No soy una oveja ni una vaca. ¿Cómo te crees que vivía en Albania sin dinero? He dormido en cuevas y entre los arbustos. Sé lo que es eso. —Se detuvo un momento—. No soy una niña, ni una débil mujer. Deberías haberme dicho la verdad, que no querías que estuviera contigo. Pero tu vanidad es aún más grande que tu estupidez. ¿Pensabas acaso que me iba a morir de pena? —Se acercó a él y apoyó las manos en las caderas—. ¡Ja!
Aunque ahora estaba de espaldas, Damon no tenía dudas de cuál sería la expresión de su rostro. Su pequeña y rígida figura vibraba desafiante.
—No deberíamos estar aquí fisgoneando —murmuró Gideon.
—Sí, es vulgar, pero es tan interesante...
Dirigiéndole una mirada de reproche a su hermano, Gideon se aclaró la garganta carraspeando ruidosamente.
La muchacha estaba de nuevo arremetiendo contra Varian en su propia lengua y evidentemente no oyó aquel sonido gutural. Pero Varian sí. Y entonces los vio tras las puertas entreabiertas.
Gideon las abrió del todo.
—¡Ah, aquí estáis! —dijo Varian con voz crispada.
La chica dio media vuelta. Un ligero tono rosado manchó sus bonitas mejillas y sus ojos se abrieron de par en par.
—Bastante verdes —dijo Damon entre dientes.
Varian se acercó a ella para tomarla de la mano.
—¿Puedo presentarte a mis hermanos, querida? Este tipo robusto es Gideon.
Gideon hizo una cortés reverencia.
—Y ese otro que se ha quedado con la boca abierta es Damon.
La reverencia de Damon fue algo menos elegante, debido a un momentáneo desajuste de su inteligencia. Ahora que la veía desde cerca, estaba claro que de ninguna de las maneras era una niña, sino una mujer joven. Una mujer joven y asombrosamente atractiva. Y en ese momento, también demasiado enfadada, lo cual no hacía más que otorgarle todavía más atractivo. Nunca antes había visto algo parecido al verde encendido del color de sus ojos. Evidentemente, tampoco lo había visto antes Varian. Eso lo explicaba todo.
—Estaban ansiosos por conocerte —dijo Varian.
Esme se quedó mirando a los dos hermanos con patente desconfianza.
—Entonces los tendrías que haber traído para que me conocieran —dijo ella bruscamente—. Por lo menos mi abuela los habría alimentado.
—Espero que no tengamos tan mal aspecto como para eso, ¿no? —protestó Damon con una tímida sonrisa.
Ella chasqueó la lengua.
—Es una pena, pero se ve a las claras que no duerme ni come usted adecuadamente. —Se acercó un poco más a Damon haciendo que el corazón de este se pusiera a latir de una manera extraña—. Está demasiado delgado —dijo ella—. ¿Quién le cocina?
—Se me ha delegado a mí al puesto de cocinero, milady —dijo Gideon.
—Sí, y tiene una buena mano con los huevos hervidos —le aseguró Damon—. Aunque me temo que no es lo bastante bueno para pillar el truco de...
—Debería darte vergüenza —le dijo a Varian—. Eres un idiota integral.
—¡Oh!, pero ese no es el cometido de Varian...
Ella le lanzó a Damon una mirada fulminante y él se calló de golpe. Estaba claro que no iba a atreverse a terminar aquella frase.
—Él es el cabeza de familia —dijo ella muy seria—. Es su responsabilidad. Desafortunadamente no tiene ni pizca de sensatez. Pero ahora ya ha llegado la señora. Y yo les prepararé una comida decente.
Varian empezó a decir algo, pero recibió una mirada mortífera de los ojos verdes de ella y decidió mantener la boca cerrada.
—Ve a darte un baño —le dijo ella—. Estás hecho una pena.
Luego se marchó pasando al lado de los dos hermanos, con sus botas altas taconeando una retreta de mal agüero, y salió por la puerta.
Damon se quedó mirando a su hermano mayor.
—Digo yo, Varian, que no iría a pegarte de verdad, ¿no es así?
—Creo que será mejor que me dé un baño —dijo Varian abandonando la sala.
Después de una comida sorprendentemente agradable, la anciana viuda se dedicó varias horas a examinar minuciosamente la casa. Gideon la acompañó, anotando obedientemente todos sus comentarios en una libreta. Damon, para gran enfado de Varian, seguía a Esme a todas partes como si fuera un perrillo faldero. Sin embargo, su excelencia sabía que era mejor no ir con ellos mientras visitaban la casa. Esme necesitaba tiempo para calmarse. Entre tanto, él podía ocuparse de hacer algo para arreglar el desorden del dormitorio principal.
Se había dicho que prefería morirse antes que dejarla ver aquella hacienda, en el desastroso estado en que se encontraba y que proclamaba en voz alta todas sus villanías. Y por ello se moría de vergüenza y culpabilidad. Sin embargo, habiendo soportado lo peor, era consciente de que también podría soportar ser rechazado en sus avances amorosos.
Sabía que no tenía derecho alguno a pretenderlo, y se ponía loco solo de pensarlo, dejando aparte la esperanza. Pero no podía evitarlo. Desde el primer abrazo, tan torpe como breve, él no había vuelto a tener ocasión de tocarla. Rodeado todo el tiempo de criados desconocidos y de sus hermanos, y con Percival y lady Brentmor apareciendo en los momentos más inoportunos, le había sido imposible. Además, Esme habría estado todo el tiempo de un humor terrible.
¡Qué Dios se apiadara de él, hasta había echado de menos sus ataques de rabia!
Varian sonrió ligeramente mientras estiraba las suaves sábanas de lino. Hoy aquella visión le traía a la mente otros deseos. No es que aquella escena que habían tenido no fuera algo de esperar, después de que Esme hubiera pasado dos meses bajo la tutela de su abuela. Pero en ese momento, sus dos hermanos estarían pensando que lo dominaba su mujer. Aunque eso era porque ellos no entendían nada. Ni Varian tenía intención alguna de explicárselo.
Sabía que Esme se sentía muy dolida y que él era quien la había herido.
No sabía cómo arreglar aquello. Ella le había enseñado la carta de la señora Stockwell-Hume —la razón de aquella inesperada visita— y su respuesta le había parecido totalmente insatisfactoria. Varian había pensado que no hacía falta explicar nada hasta que sus amigos la vieran por ellos mismos, y que le daba igual que se crearan sus propias fantasías sobre el misterio de lady Edenmont.
Sabía que aquello había sido culpa suya: su escandalosa reputación, una esposa procedente de un país pequeño y desconocido... El resultado era que corrieran absurdas historias de boca en boca. Y como ahora no tenía los medios para presentarla de manera apropiada, eso quería decir que —por el momento— tendría que encargarse de hacerlo la noble viuda. Y en ese instante Esme había explotado.
Varian entendía que ella creía que la miserable posición de él la salpicaba como si fuera una esposa poco apropiada. Eso era apenas una diferencia cultural. Lo que a Varian le preocupaba era que parecía estar convencida de que él la consideraba inapropiada. Pensaba que se avergonzaba de ella, o que estaba cansado de ella.
Lo cual no era en absoluto razonable. Desgraciadamente, las personas con ideas alocadas son por definición difícilmente razonables. Ella no estaba dispuesta a creer ni un palabra de lo que le decía.
Varian guardó su ropa sucia en un armario y echó una ojeada a su alrededor. Los muebles pertenecían a los restos de una casa que se había quemado parcialmente en Aylesbury. Solo habían podido aprovechar los muebles del dormitorio. O al menos eso habían creído sus hermanos y él mismo.
Ahora se daba cuenta de que los muebles despedían cierto olor a quemado, a pesar de las horas que había pasado rascándolos y aplicándoles aceites con hierbas. También la ropa de cama era de segunda mano —o lo más seguro tercera o cuarta—, gris y gastada, a pesar de que Annie Gillis la había limpiado a conciencia. Peor aún eran las cortinas. Viejas y remendadas, y además estaban todas rasgadas gracias a las atenciones que les habían deparado los gatos.
Varian soltó un gruñido y se sentó en la cama. ¿En qué demonios había estado pensando, para imaginar siquiera que iba a seducir a su baronesa en aquella celda sórdida?
—¿Varian?
Era la voz de Esme llamándole desde el otro lado de la puerta.
Varian sintió una cobarde urgencia de meterse debajo de la cama. En lugar de eso, apretó las manos en el borde del colchón y rogó para que ella estuviera mirando hacia otro lado, de modo que le fuera posible salir de allí antes de que Esme pudiera echar un vistazo a aquella horrible habitación.
La puerta se abrió de golpe con un crujido de protesta.
Cerró los ojos.
—Pensé que te estabas escondiendo de mí —dijo ella—. Haces bien en esconderte. Pero le he prometido a tus hermanos que no te voy a matar. Me han dicho que no pueden permitirse los gastos del funeral.
Abrió los ojos, y la vio de pie en el umbral de la puerta, con los brazos cruzados bajo el pecho.
—Además —añadió Esme—, Gideon no tiene ganas de ser barón. Dice que antes preferiría que lo colgaran.
Después de mirarlo durante un momento, abandonó su postura desafiante, entró en la habitación y echó una mirada a su alrededor.
—Es una habitación muy grande. Toda mi casa de Durrës cabría dentro. Pero es igual que la de mi abuela, de manera que ya no me sorprende.
Varian se levantó.
—Es una habitación horrible, aunque en otro tiempo fue elegante, con un estilo antiguo. Me gustaría que la hubieras visto entonces... al igual que toda la casa.
Ella se encogió de hombros.
—No está tan mal. Con unas cuantas mujeres que ayuden, la puedo dejar completamente limpia en una semana, o puede que un poco más. Dice mi abuela que deberías encontrar otro cazador de ratones, y yo estoy de acuerdo con ella. Aunque lo que no puedo entender es qué encuentran para comer estos pobres roedores. —Ella le dirigió una mirada acusadora—. Damon me ha dicho que estás trabajando muy duro. Debe de creer que estoy ciega.
—Durante diez años no he trabajado en absoluto. Siempre encontraba alguien que lo hiciera.
—Me ha dicho que todo esto lo haces por mí. También debe de pensar que soy estúpida.
—Eres una estúpida si no crees lo que te ha dicho. ¿Qué otra razón podría tener para hacer esto, Esme?
Ella contestó encogiéndose de nuevo de hombros.
—Mi abuela quiere pasar la noche en la posada.
—En el Black Bramble.
—Sí. No había traído suficiente comida para la cena. He venido para invitarte. Ella ha ido a invitar también a tus hermanos.
Varian se tragó su orgullo con amargura.
—¿Allí es donde piensas pasar la noche?
Hubo un largo silencio. Él esperó.
No hubo respuesta. Al final, ella se dirigió hacia la puerta.
—Te he echado de menos, cariño.
Ella se volvió de nuevo hacia él, con ojos recelosos.
—Yo... Me habría gustado que te hubieses quedado.
La mirada de ella se posó sobre la cama y después de nuevo en él.
—Me has dicho que debería ir a Londres.
—¡Eso no significa que no te quiera! ¡Maldita sea, Esme...! —Varian se levantó de golpe—. Lo siento, me había prometido a mí mismo..., pero no sirve de nada, nunca sirve. ¿Por qué lo pones todo tan difícil, querida? Sé que quieres ayudarme, pero... si mi gente se entera de que mi mujer está trabajando para mí, nunca podría mirarles de nuevo a la cara. Ni podría vivir conmigo mismo.
Ella no dijo nada, solo se lo quedó mirando.
Varian miró desconsoladamente a su alrededor, mientras su mente trabajaba a toda prisa para encontrar las palabras adecuadas.
—Sería una deshonra para mí —dijo él al fin—. Mayor que la que ya padezco ahora. Mucho mayor. Sé que te parece una tontería, pero así es como funciona mi mundo. Pregúntale a cualquiera.
Esme se quedó pensando durante un molesto y largo momento.
—Pregunta a cualquiera —repitió Varian—, cuando llegues a Londres. Si uno solo de los miembros de la alta sociedad te dice lo contrario, le puedes decir a tu abuela que te envíe directamente de vuelta aquí.
Ella se apretó las manos con fuerza sobre el regazo.
—¿Me lo prometes?
—Sí, te lo prometo.
Ella se quedó mirando un momento el mugriento suelo.
—No me gusta este país —dijo ella—. La gente no tiene sentido común.
—Eso es lo que parece.
Ella frunció el ceño.
—Tengo un maestro de baile, ¿sabes? Y una doncella personal. Piensa que no sé vestirme sola, de manera que tengo que hacer ver que así es para no herir sus sentimientos. A veces ser una dama es muy agotador, y me siento molesta. Les he pedido disculpas a tus hermanos por mi rudeza. Les he dicho que tengo muy mal carácter y que a veces no puedo contenerme. —Se sonrojó y el corazón de Varian dio un desesperado vuelco en respuesta.
—Me gusta tu carácter —dijo él—. También a ellos les gustas. Has sido lo más excitante que nos ha pasado a todos nosotros en muchas semanas.
—No quiero ser excitante. No es propio de una dama.
—Yo te quiero tal y como eres.
—Calla.
—Es verdad —dijo él con firmeza—. Te quiero mucho. Y te he echado mucho de menos. No puedo ser feliz sin ti, Esme.
—Yo... me alegro —dijo ella—. Tienes razones para ser infeliz.
Varian pasó a su lado y cerró la puerta.
—Nos están esperando, Varian —dijo ella en voz baja y temblorosa.
—Nunca ceno antes de la ocho.
Los ojos de él se posaron sobre la andrajosa colcha. Eso era un error, se dijo a sí mismo, y él era un egoísta y un vil. Pero también estaba desesperado.
Cogió a Esme por la cintura, la dejó sobre la cama y luego se arrodilló delante de ella.
—En cualquier caso, tengo que ponerme al día de dos meses de deberes conyugales.
Los hermosos ojos de Esme se llenaron de dudas... y también de pasión.
Varian bajó la mirada. Podía hacerlo mejor, se dijo a sí mismo. Sabía cómo. Era la única cosa que sabía hacer bien.
Le quitó una delicada y elegante bota de media caña y le acarició el pie.
—Seda —dijo él con voz suave—. Solo una concubina podría ponerse seda en los pies. —Se la quedó mirando—. Ya te deseaba entonces.
—Porque eres un pícaro.
—Sí.
Varian le quitó la otra bota. Luego, muy lentamente, ascendió con las manos por su pierna y soltó el portaligas de encaje. De nuevo lentamente, le bajó una de las medias. Ella dobló los pies. A continuación, él le soltó el otro portaligas y le bajó la otra media con la misma deliberación. Ella se estremeció.
Varian le acarició las piernas desnudas, subiéndole el vestido de muselina hasta las rodillas. Le besó las rodillas. Varian se embriagó de su aroma. Sus dedos apretaron los muslos de ella. La miró fijamente a aquellos ojos verdes como la selva más profunda. Atentos. Expectantes.
Varian sintió un escalofrío. Sus manos temblorosas se movieron rápidamente hasta los corchetes de su espalda. Y luego se tomó de nuevo su tiempo para que sus dedos disfrutaran de la piel cremosa de ella, mientras le soltaba el vestido y se lo bajaba hasta la cintura, para que luego —pasando más abajo de las caderas— acabara cayendo al suelo.
Llevaba una blusa de gasa, bordada con unas fajas de encaje que formaban una tira de dobles rosas. Las rosadas puntas de sus pechos estaban ya duras, temblando contra la delgada tela de la blusa. Él empezó a respirar con dificultad.
Con los dedos rígidos, por el esfuerzo que hacía para no apresurarse, Varian le quitó lentamente las horquillas del pelo. Resbalando por sus dedos, las trenzas cayeron sobre los hombros.
—Granates y perlas —murmuró él, con una voz que parecía llegar desde la niebla—. Cuánto he echado de menos verte. Y acariciarte.
—Yo no te he echado de menos demasiado —dijo ella secamente—. He estado muy ocupada.
Varian se dio cuenta de cómo sus pechos subían y bajaban rápidamente.
—Mentirosa.
Ella chasqueó la lengua. Pero sus ojos le decían mucho más incluso que su acelerada respiración. En su verde profundidad se podía leer el deseo, un deseo que hacía que a él le doliera el corazón.
Varian tenía ganas de tumbarla en la cama y poseerla allí mismo, en aquel momento, y dejar que la angustia que sentía se quemara en la salvaje furia de la pasión.
Pero en lugar de eso, se puso de pie, con los ojos fijos en los de ella, y se quitó la ropa. La sombría mirada de Esme recorrió toda la longitud de su torso, deteniéndose por un momento allí donde su deseo era tan descaradamente evidente.
—Como puedes observar —dijo él con voz ronca—, tu marido está preparado para cumplir sus deberes.
De la garganta de ella salió un sonido ahogado.
Varian lo silenció con un beso rápido y apasionado. Luego le levantó la blusa por encima de la cabeza y se la quitó tirándola a un lado.
—Impaciente por cumplir sus deberes —se corrigió él.
Él le dio un suave codazo y Esme se echó hacia atrás sobre la cama. Arrodillándose entre las piernas de ella, se tumbó encima, y le tomó la boca en un beso fiero y profundo que hizo que Esme se aplastara en el colchón. Luego se apartó para dirigirse a sus pechos. Oyó cómo ella aguantaba la respiración, pero no hizo ningún intento de apresurarlo ni de tocarlo. Empezó a acariciarla con las manos y luego con la lengua. Esme simplemente aceptaba sus caricias respondiendo a ellas con un ligero jadeo.
Varian alzó la cabeza y se la quedó mirando. Tenía los ojos desenfocados y soñolientos, pero en ellos se podía distinguir un brillo.
—Esme.
—Dime.
—Te deseo.
—Sí. Deséame.
Cerrando los ojos, ella dejó escapar un gemido gutural.
Las manos de Varian se cerraron sobre sus pechos. Ella se movió sinuosamente y la más leve de las sonrisas curvó sus labios.
—Te deseo ahora —dijo él con voz ronca.
Lentamente, él deslizó sus manos sobre el esbelto cuerpo de ella hasta dejarlas reposar en la parte baja del vientre de Esme.
—No. Ahora no.
Él se tragó un gruñido.
—No, antes quieres volverme loco.
—Sí.
—En venganza.
—No. Sí.
—Muy bien, señora —refunfuñó él.
Volviendo tomar la boca de ella con besos apasionados, empezó a tocarla y a acariciarla, haciéndola arder con su fogosidad. Ella dejaba escapar suaves gemidos y jadeos, y se retorcía bajo sus caricias sin prisa. Pero él sentía placer vibrando con ella, sintiendo cómo aumentaba la urgencia de ella, mientras besaba cada centímetro de su piel sedosa.
Todas las habilidades que había llegado a aprender se convirtieron en una atormentada búsqueda, para conseguir que Esme se dejara llevar de una manera totalmente salvaje, como solo ella podía hacer, y tal y como él deseaba tenerla. Entonces, incluso cuando Esme se incorporó al fin para acariciarlo, con sus fuertes manos apretándolo contra ella, Varian todavía quería más. Incluso cuando ella estaba completamente enloquecida, gimiendo y riendo a la vez, él seguía queriendo más. Entonces, cuando ella apretó su caliente y deseoso cuerpo contra el de Varian, sus palabras se desbordaron: no las sencillas palabras cariñosas de un amante experimentado, sino duras verdades. De remordimiento, pena y soledad... y algo más. Esas últimas palabras fueron las más dolorosas de pronunciar para él, las palabras que le quemaban la garganta.
—Te quiero, Esme.
Ella colocó su boca sobre la de él, como si quisiera tragarse aquellas palabras.
—Te quiero —repitió él.
El sonido de aquella frase retumbó en la habitación a oscuras. Y se lo dijo una y otra vez, y aquellas palabras se quedaron colgadas en el aire mientras él se introducía en ella..., y la llevaba hasta el éxtasis..., y luego derramaba su amor sobre las harapientas sábanas.