Capítulo 13

Se quedaron al borde del camino discutiendo durante más de una hora. Sí, Varian podría ayudarla. No, sin duda no la iba dejar ir sola a Tepelena.

Obligándose a no perder la calma, Esme intentó explicarle lo seguro y razonable que era su plan; lo había estado pensando con mucho cuidado durante todo el viaje; sabía lo que estaba haciendo.

Pero no dio ningún resultado. Él no quería escucharla. Si ella no quería volver por su propia voluntad a casa de Mustafá —le dijo su excelencia con mucha calma— él la llevaría a la fuerza en brazos, mediante amenazas si era necesario.

Envuelta en un silencio glacial, Esme regresó con él a la casa, y luego se metió en la habitación de su primo. Se encontró a Percival estudiando las piedras que había recogido aquella misma mañana.

No queriendo arruinar la excitación que sentía el chico ante sus nuevos descubrimientos, Esme inspeccionó con él atentamente el montón de piedras.

—Sería mejor que alquiláramos un par de mulas —dijo ella—. No vas a poder meter todo esto en tu mochila. Con las piedras que has recogido en Berat podrías construir un castillo.

—Son demasiado pequeñas para utilizarlas en la construcción —le contestó él con calma—. Pero pienso hacer con ellas una exposición organizada, con notas explicativas de cada espécimen. Posiblemente en la biblioteca de nuestra casa de campo. Es una propiedad que pertenecía a mi abuelo —le explicó él—, o sea que ahora es de papá; pero papá odia aquel lugar, y ha dejado que viva allí la abuela. No puede venderla, ¿sabes?, porque se trata de una propiedad vinculada.

Y en ese momento Percival se lanzó a darle una disertación sobre los derechos de primogenitura. Solo después de mucho perseverar Esme consiguió reconducir de nuevo la conversación hacia el tema de su plan para las piedras.

Cuando se hubiera marchado de allí ya pensaría en su joven primo. En aquel momento no tenía ganas de ponerse a reflexionar acerca de su existencia solitaria. Quería recordarlo feliz, clasificando su colección de piedras y redactando sus largas notas al respecto. Con el tiempo, el chico se convertiría en un hombre, y algún día tendría niños a su cargo. Y a esos niños les enseñaría su colección de piedras de Albania, y les hablaría de sus aventuras, y del León Rojo y de la prima que tanto se parecía a él. Percival no la iba a olvidar. Para cuando se hubiera convertido en un hombre, seguramente ya la habría perdonado por haberle abandonado. No, más que eso, seguramente habría entendido la razón por la que lo había abandonado, y en el fondo de su corazón le agradecería que lo hubiera hecho.

—¿No crees que una biblioteca sería el lugar perfecto para estas piedras? —le estaba preguntando él—. Porque las piedras son como los libros. Están ahí para hablarnos de la historia. No, de hecho son partes de la historia. Por supuesto que tendré que guardarlas en cajas hasta que crezca, porque la abuela no quiere que...

—Chis —dijo Esme agarrándole la mano—, viene alguien.

—No he oído nada.

Ella lo había notado unos minutos antes, aunque realmente no había sido consciente de ello, porque se había tratado solo de una vaga sensación, por detrás de la voz de Percival y de sus propios y atormentados pensamientos. Pero ahora podía oírlo claramente: unos pasos firmes y el murmullo de unas voces.

—¡Dios bendito! —dijo Percival—. Qué oído tan fino debes de tener para haberte dado cuenta. Ahora mismo, al igual que en Durrës, has oído a esos hombres que se aproximan mucho antes que yo.

En ese momento los ojos del chico se abrieron como platos y Esme pudo ver un destello de pánico en ellos.

Ahora podía reconocer perfectamente las voces. Lord Edenmont, intranquilo e irritado, aunque no podía entender lo que estaba diciendo. Al momento se elevó otra voz por encima del resto, hablando con un tono grandilocuente.

Percival empezó a ponerse de pie. Esme lo agarró del brazo y él volvió a sentarse.

—¿Qué está pasando? —le susurró él—. Pasa algo malo, ¿no es así?

Seguramente había notado la tensión reflejada en su semblante, de la misma manera que Esme había notado que había algún problema. No es que se necesitara una percepción especialmente desarrollada para eso. La autoridad tenía un sonido especial, una arrogancia que podía oírse en los pasos de uno de los hombres que había al otro lado de la puerta, así como en el tono de su voz. Lo había notado acercarse y había podido oírlo claramente en el momento en que había entrado en la casa. Y solo había allí un tipo de autoridad que se expresara en aquellos términos. Y aquella voz no hizo más que confirmar sus sospechas y ponerle un nombre: Fejzi, uno de los secretarios de Alí.

—Debe de haber pasado algo malo —dijo ella, expresando sus pensamientos en voz alta, y notando que el chico se acercaba a su lado, mientras trataba de distinguir lo que decían las voces—. No había ninguna razón para que vinieran aquí, no al menos con tantos hombres. Por lo menos son una docena... No, muchos más, puede que una veintena. Son hombres de Alí. —Se calló un momento mientras otra de las voces se ponía a hablar en un tono de voz obsequioso.

A su lado, Esme oyó un extraño sonido estrangulado. Se dio la vuelta hacia su primo y se dio cuenta de que este estaba pálido.

—¡Oh, querida! —Decía el chico agarrándole la mano con fuerza—. ¡Oh, querida..., oh, querida!

Se la quedó mirando con ojos vidriosos.

—¡Oh, querida!, es culpa mía. Es él.

—¿Quién? ¿Risto? —preguntó ella, pues esa era la nueva voz que se acababa de oír. Uno de los hombres de Alí, pero también uno de los seguidores de Ismal—. ¿Lo conoces?

La mano que se agarraba a la suya se había quedado fría y empezaba a sudar.

—Él no me ha visto nunca —contestó el chico con voz temblorosa—. Estoy seguro de eso. ¡Oh, cielos!

—¿Verte, cuándo? ¿Qué ha pasado? No tienes por qué temer. No te van a hacer daño. —Esme le soltó la mano y se acercó a él para echarle un brazo por encima de los hombros. El chico estaba temblando—. Venga, Percival. Tú eres un muchacho valiente. No vas a tener miedo de un puñado de estúpidos cortesanos.

—Sí, tengo miedo. Creo que... ¡Oh, no!, me da demasiada vergüenza, pero creo que me voy a poner enfermo.

Al cabo de un instante, ella tuvo que sujetarlo para que no se cayera al suelo. Luego lo ayudó a avanzar hacia la puerta y lo hizo salir por el estrecho pasillo que daba al patio, situado en la parte trasera de la vivienda. Mientras bajaban las escaleras pudo comprobar que no había soldados rodeando la casa. Fuera cual fuera la razón que los había llevado hasta allí, parecía que no habían creído necesario que los soldados les acompañaran. Aquello era un poco más tranquilizador.

Pero Percival no parecía estar mucho más tranquilo, sino más bien al borde de un ataque de nervios. Y eso que no se trataba de un chico histérico. Había sufrido un secuestro y lo había definido como una aventura excitante. Nunca lo había oído gritar en medio de la noche ni despertarse por tener terroríficas pesadillas. Nunca parecía estar ansioso, incómodo o tenso. Esme estaba segura de que tenía el mismo tipo de carácter estoico que ella. De modo que si ahora estaba asustado, seguramente tendría buenas razones para estarlo.

Pero, ¡por Alá!, ni siquiera en aquel estado se podía olvidar de sus piedras. Había agarrado su mochila de cuero mientras ella lo arrastraba hacia fuera de la habitación. Ahora se apretaba la bolsa contra el pecho, a la vez que se aplastaba contra la pared del patio y respiraba de manera entrecortada.

—¡Oh, gracias a Dios! —Consiguió decir cuando su pecho se hubo calmado al fin—. Habría sido mortificante perder los estribos delante de una chica.

—Percival, en cualquier momento nos van a mandar llamar —dijo ella sin rodeos—. ¿Tienes algo que decirme? ¿Qué es lo que pasa?

Él se mordió los labios y bajó la mirada hasta sus pies, luego echó un vistazo a las escaleras que había a su derecha y a continuación a la puerta abovedada que había delante de ellos. Luego al camino de piedra que quedaba a su izquierda y, finalmente, la miró a ella de nuevo—. Me parece que he cometido un terrible error —dijo él—. Yo... ¡Oh!, no tiene ningún sentido lamentarse ahora, ¿no? Siempre lo lamento después, pero ya es demasiado tarde, ¿no es así? ¡Oh!, ¡ojala me hubiera mandado papá al internado de la India!, como amenazaba con hacer. Yo nunca creí que aquella fuera una idea demasiado sensata, y mamá decía que el clima de allí me mataría, pero por una vez papá habría hecho lo correcto. Excepto porque acaso la India no está lo bastante lejos, y me atrevería a decir que las escuelas de allí deben de ser más o menos como todas las demás. Pero es posible que allí estén las únicas escuelas que me pueden aguantar a mí. Estando tan lejos, ya ves, no habría escuchado nada. Te aseguro que el cerdo era para un experimento científico..., y cómo iba a saber yo que no se debe colocar una vela encendida tan cerca de...

—Percival, estás delirando —le cortó Esme de golpe—. Cállate un momento.

Él se mordió los labios y agarró más fuerte la bolsa de cuero con las piedras, aparentemente inconsciente de que su contenido podría dejarle marcas y rozaduras.

—Te estás haciendo daño —le advirtió ella—. Deja esa maldita bolsa en el suelo.

Ella alargó la mano para quitarle bolsa, pero él se apartó tan deprisa de su lado que Esme perdió el equilibrio. Tratando de ayudarla a no caerse Percival tropezó y acabaron los dos en el suelo, hechos un ovillo de piernas y brazos; la bolsa se le resbaló de las manos y el contenido se esparció por el suelo empedrado a su alrededor.

Percival se puso al instante de rodillas y empezó a recoger sus piedras. Maldiciendo entre dientes, Esme se sentó en el suelo para incorporarse. Soltó un juramento a gritos cuando notó que algo duro y anguloso se le clavaba en el trasero. Se echó a un lado para agarrar aquel maldito objeto. Y en cuando lo tuvo en las manos se quedó callada de golpe, observándolo perpleja.

Una fina cabeza coronada sobresalía de un envoltorio de papel. Percival dejó escapar un grave y angustiado suspiro, pero se quedó de rodillas donde estaba, con sus verdes ojos fijos en el objeto medio envuelto que ella sostenía entre las manos. Esme desenvolvió rápidamente el resto del objeto.

—Es una piedra realmente extraña —dijo ella.

Percival se echó hacia atrás y se sentó sobre los talones.

Esme se quedó observando con interés la pequeña figura real.

—Tiene todo el aspecto de ser una pieza de ajedrez.

—Por favor —le pidió él con voz apenada—. Por favor, no se lo digas a nadie.

—Engañaste a lord Edenmont —dijo ella—. Le contaste que le habías dado esta pieza a Jason, pero la habías robado tú.

—Yo no... Lo que pasó es...

—Sabías que él necesitaba dinero.

—Eso lo sabe todo el mundo —contestó su primo a la defensiva—. Papá lo sobornó para que me llevara a Venecia.

—Y tú lo engañaste para que, en lugar de eso, te trajera a Albania. ¿Por qué?

Percival se movió inquieto, mirando nervioso a su alrededor.

—No te lo puedo contar. Además, sé que nunca me creerías.

—Muy bien —dijo Esme poniéndose de pie—. Entonces tendré que darle a lord Edenmont esta pieza de ajedrez que tanto anhela poseer.

La casa estaba llena de hombres de Alí. Uno de ellos era Risto, instrumento del diabólico Ismal. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que Ismal tenía algo que ver con la llegada de aquellos hombres. Por lo que se podría suponer razonablemente que Ismal había interceptado el mensaje de Bajo, y que ahora sabía que Percival Brentmor había intentado traicionarlo.

En cuanto aquella idea se le pasó por la cabeza, convencido de que Risto había venido a por él, Percival empezó a sentir un miedo atroz. Solo habría necesitado pensar con calma unos minutos para darse cuenta de su error. Ismal era demasiado listo y taimado para asesinar a un chico inglés de doce años, especialmente cuando había una manera mucho más sencilla de mantener al chico bajo control.

La prima Esme. Y todo lo que tenía que hacer Ismal era hacer que ella fuera a Tepelena. Entonces Percival no se iba a atrever a pronunciar ni una sola palabra en contra de él. Y una vez que Ismal la tuviera entre sus manos, no iba a dejarla escapar. Nunca.

Lo peor era que la prima iba a dar saltos de alegría ante la posibilidad de ir a Tepelena. Percival sabía que ella no quería ir a Inglaterra. De hecho, estaba seguro, y sabía que había tratado ya de escaparse. Desde la ventana la había visto regresar a la casa con lord Edenmont, los dos furiosos y con aspecto de haberse estado revolcando violentamente en el barro.

Ahora se proponía pasarle por las narices a su excelencia la reina negra. Y con Risto allí para que lo viera.

Percival se puso de pie.

—Yo la robé —mintió él—. No tenía otra elección. El tío Jason me habló de una conspiración para derrocar a Alí Pachá. Hace unas semanas, en el castillo de Barí, oí una conversación de Risto con otro hombre, en la que se ponían de acuerdo para enviar un barco de armas inglesas de contrabando a Albania, para un hombre llamado Ismal. Engañé a su excelencia para que viniéramos aquí con la intención de avisar al tío Jason.

Sin hacer caso de la patente incredulidad que podía leerse en el rostro de ella, Percival siguió explicándole cómo le había dado a Bajo el mensaje secreto y lo que acababa de deducir hacía un momento: que Ismal había interceptado aquel mensaje y había enviado a sus hombres para que se llevarán a Esme a Tepelena, donde la utilizaría de rehén.

—Espías. Conspiración. —Esme se lo quedó mirando de manera compasiva—. Tienes mucha imaginación. Oyes a unos tipos hablando de rifles y de pistolas, algo que los hombres suelen hacer muy a menudo, y ya crees que has descubierto una gran conspiración. No es nada malo ser imaginativo, primo. Puede que algún día llegues a convertirte en un gran poeta.

—No son imaginaciones —protestó Percival—. Los oí hablar. Y oí la voz de Risto. La reconocería en cualquier parte. Su italiano era terrible, y su inglés todavía peor.

—Oíste algo y tu mente calenturienta hizo el resto —dijo ella—. Pero eso sucedió hace mucho tiempo. Y ahora ya no sabes distinguir entre lo que realmente escuchaste y lo que has imaginado, y por eso te asustas de ti mismo. Ismal es demasiado inteligente y cauteloso para embarcarse en una rebelión sin posibilidad de éxito. Y sabe que Alí es muy listo. Durante años han intentado derrocar al visir. Y todos han fracasado. Y siempre lo han pagado con la vida, junto con todos sus familiares y amigos.

Ella le devolvió la pieza de ajedrez.

—No le voy a decir a su excelencia lo que has hecho. No le debo ninguna lealtad. Además, es mucho más divertido ver la manera tan inteligente en que lo has engañado. Ahora veo lo tonta que he sido tratando de enfrentarme a él honesta y abiertamente. Debería aprender de ti esa lección.

Percival se quedó callado durante un momento, como ofendido, mientras ella subía las escaleras. Entonces, en cuanto se dio cuenta de por qué ella se daba tanta prisa en volver a la casa, se sintió de nuevo invadido por el pánico. Subió a toda prisa las escaleras detrás de ella, pidiéndole que se detuviera, pero Esme no le hizo caso y siguió avanzando. Luego cruzó el pasillo y se dirigió directamente a la puerta tras la cual la esperaba el desastre.

Cuando estaba a punto de darle alcance, Esme ya estaba abriendo la puerta. Sin detenerse a pensar, Percival se lanzó detrás de ella... y se dio de bruces con lord Edenmont.

Mientras se echaba hacia atrás mascullando una disculpa, Percival vio que su excelencia había agarrado a Esme por el brazo. El semblante de ella mostraba una expresión especialmente poco amable. Pero su excelencia no se dio cuenta: él mismo estaba dirigiéndole a Percival una mirada muy poco amistosa.

—Coge a tu prima —le dijo a Percival en voz baja y definitivamente poco amistosa— y meteos en tu habitación, Percival. Ahora mismo.

—Por supuesto, señor. Ahora mismo —dijo Percival ofreciéndole cortésmente el brazo a su prima—. ¿Prima Esme?

Ella chasqueó la lengua.

A Percival le dio un vuelco el corazón. La habitación había quedado en silencio y todos los estaban mirando a ellos. Y ese todos incluía a una veintena de hombres, algunos de ellos tan fornidos como Bajo.

—Lord Edenmont, si me permite. —Un hombre bajo y gordo que llevaba en la cabeza un sucio turbante amarillo se adelantó dirigiéndose a Varian—. Yo he venido aquí por la hija del León Rojo. Mi señor quiere que le haga llegar un mensaje a ella personalmente.

Lord Edenmont murmuró algo entre dientes. Aunque desde donde estaba Percival no podía entender qué había dicho, bien podía imaginárselo. Estaba completamente exasperado con Esme, aunque a la vez empezaba a sentirse asustado.

Soltando el brazo de Esme, lord Edenmont dijo:

—La señorita Brentmor puede quedarse. Sin embargo, el señorito Brentmor tendrá que volver a su habitación. Agimi, Mati, id con él y aseguraos de que se queda allí.

Un verdadero héroe debería haberse quedado en el campo de batalla. Percival quería ser un verdadero héroe, pero su estómago no parecía estar de acuerdo con él. Notó que Risto se lo quedaba mirando, y una terrible sensación de debilidad le subió por el estómago. Percival cruzó la puerta corriendo y se encerró en su habitación, seguido de cerca por Agimi y por Mati.

Una vez estuvo a salvo, se tumbó en la cama y trató de calmarse respirando lenta y pausadamente. Le llevó un buen rato conseguir tener de nuevo el estómago en su sitio. No podía dejar de temblar. Había cometido un grave error al contarle a la prima Esme lo que sabía. Ella no le había creído. Y posiblemente iba a hacer enfadar tanto a lord Edenmont que al final este acabaría prefiriendo dejar que aquellos hombres se la llevaran de allí. Para siempre.

Percival se quedó mirando con mala cara al techo. Todo había sido culpa suya. No debería haberle dado aquel mensaje a Bajo. Tendría que haber pensado antes en la seguridad de su prima. Ahora ya era demasiado tarde.

Se bajó de la cama y se puso de rodillas, cerró los ojos con fuerza y se puso a rezar con tanta convicción como pudo.

Pero ya antes había rezado por mamá, ¿no es verdad?, y por el tío Jason, y Dios no le había escuchado. Dios no le había escuchado nunca antes, ni una sola vez. ¿Por qué iba a empezar a hacerlo ahora?

Percival se puso de nuevo de pie y empezó a aporrear con todas sus fuerzas la puerta del dormitorio.

Varian abrió la puerta de golpe y entró en el dormitorio de Percival. Había oído los golpes y había enviado a uno de sus hombres para que calmara al chico, pero él no se quería tranquilizar. Percival había amenazado con golpearse la cabeza contra la pared si no le dejaban hablar con lord Edenmont.

—Aquí estoy —dijo Varian secamente—. ¿A qué demonios viene este berrinche?

—No puede dejar que se la lleven, señor —dijo Percival frotándose los nudillos enrojecidos—. No importa lo enfadado que esté. No puede dejarla marchar.

—La verdad es que ella dice que debo dejarla y tú me dices que no. ¿Acaso te parece que soy Salomón, Percival?

Varian se acercó a la estrecha ventana, desde la que se vislumbraba una pequeña porción de cielo negro por encima de los rojos tejados de las casas.

—Siéntate —le dijo—. Tengo que contarte algo. Lo que quieres es también lo mismo que deseo yo con todas mis fuerzas. Pero en la vida hay cosas que uno debe aprender a aceptar, aunque no le gusten.

—Pero, señor...

—Siéntate. Y escúchame.

Varian se lo quedó mirando fijamente. Percival se acercó apresuradamente al sofá de madera y se sentó.

Con unas cuantas frases lacónicas, Varian le hizo un resumen de cómo veía Esme su situación y de lo que ella sentía que tenía que hacer al respecto.

—Sí, claro, por supuesto —dijo Percival impaciente—. Todo eso es bastante obvio. Naturalmente, entiendo que piense así. Pero ella es una chica.

—Y por lo que creo más astuta que tú. ¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando?

—Bueno, que está equivocada. No quiero decir que no sea inteligente. Claro que lo es. Pero es una chica, ya sabe, y es natural que piense en el matrimonio como la única solución. Además, al ser un delicado miembro del sexo débil...

—¿Delicado?

Percival se quedó mirando a Varian muy serio.

—La constitución femenina es delicada, señor, y tiene que recordar que hace muy poco que ha sufrido unas cuantas conmociones para sus tiernas susceptibilidades.

—¿Tiernas susceptibilidades? Tus piedras tienen mucha más sensibilidad. No hay en ella nada de delicadeza..., maldita sea.

Varian se volvió hacia la ventana.

—Ya sé que tiene una apariencia fuerte —dijo Percival—. Y sobre todo muy racional. Pero le aseguro que no lo es. Cuando llegaron esos hombres, estuvo a punto de desmayarse, y me vi obligado a sacarla de la habitación y llevarla al patio para que tomara un poco de aire fresco, y para que caminara un rato hasta relajarse. Y luego se puso casi histérica...

—Percival.

—De hecho, es normal que se ponga así, señor, porque no hacía más que hablar de maldiciones y de cosas por el estilo. Dice que es una maldición para todo el mundo. Y que todas las personas a las que ama acaban siendo asesinadas; y que si se queda a mi lado me acabará pasando lo mismo. Según ella, lo mejor que puede hacer es casarse con su peor enemigo, porque de esa manera podrá dominarlo sin siquiera tener que mover un dedo. Luego se puso a reír como una posesa y echó a correr hacia la casa. De manera que naturalmente me vi obligado a correr detrás de ella. Tenía miedo de que se hiciera daño a sí misma. Era obvio que no estaba en sus cabales.

No está bien de la cabeza, recordó Varian.

Varian se dio media vuelta con rapidez para enfrentarse al chico, quien aguantó serenamente su receloso escrutinio.

—¿Quieres que me trague que tu prima es candidata a que la metan en un manicomio?

—¡Oh, no, señor!, no quería insinuar que esté loca. Los síntomas deberían ser mucho más obvios, me parece. Incluso usted se habría dado cuenta. Solo quería decir que la cadena de acontecimientos de las últimas semanas ha sido demasiado para ella, y que siendo una hembra, y por lo tanto delicada, no es capaz de pensar lógicamente en este momento.

Varian dio un respingo. La verdad era que él mismo había contribuido a desquiciarla, ¿no es así? A pesar de que hubiera parecido tranquila, incluso después de que la obligara a bajarse del carromato y la conminara a seguirlo de la manera más odiosa que se pudiera imaginar. Él había esperado que le respondiera con gritos, insultos y acusaciones, que lo hubiera hecho pedazos con su afilada lengua. Pero no lo había hecho. Y no había actuado de manera normal, ¿no es verdad? Eso no era normal en Esme. Demasiado tranquila, demasiado fría y calmada. ¿Se habría decidido por esa actitud porque había caído en un abismo de su propia mente? ¿Por eso había estado tan fría y distante con él la última e interminable semana? Se quedó mirando a Percival de manera desafiante.

—¿Sabes una cosa? —dijo Varian—, estoy convencido de que entre tú y tu prima me vais a dejar sin una pizca de cordura.

Percival inclinó la cabeza.

—Lo lamento terriblemente, señor.

—Me dejé convencer por ti para venir a este país de locos y me he dejado convencer por ella un montón de veces para actuar estúpidamente en contra de mi buen juicio. Hoy le hice una promesa que, con lo que me acabas de comentar, no voy a poder mantener. Le prometí que la ayudaría a que se quedara con su gente. Se lo he prometido —repitió con enfado.

—Sí, pero eso no cuenta, ¿no es así? Si ella estaba mintiendo, no cuenta, ¿verdad? Bueno, no quiero decir que ella tuviera la intención de mentir. Por supuesto. Lo más seguro es que ni siquiera pudiera darse cuenta de que estaba mintiendo. Quiero decir que la podría considerar como una amnésica, ¿no le parece?, por decirlo de alguna manera. Cuando se haya recuperado de la conmoción sufrida, posiblemente no recordará nada de lo que pasó.

—Las cosas no son tan simples, muchacho —dijo Varian dejando escapar un suspiro—. En la habitación de al lado hay veintidós hombres enviados por Alí Pachá para escoltarla hasta Tepelena.

Esme le dio un implacable codazo a Petro en el estómago para que se apartara mientras entraba en el dormitorio de lord Edenmont.

—¿Es que te has vuelto loco? —le preguntó ella—. No puedes llevar al chico a Tepelena.

Su excelencia se detuvo en el acto de quitarse una de las botas.

—¡Ah!, debería haberlo imaginado —dijo él—. Tengo que agradecerte que hayas mantenido la boca cerrada delante de los otros.

Varian miró más allá de ella, hacia la puerta abierta tras la cual Petro se estaba quejando, mientras se apretaba el estómago con las manos.

—Ya puedes irte, Petro —dijo él—, y da gracias de que no se le ha ocurrido apuntar a tus partes pudendas.

La puerta se cerró de un golpe dejando fuera una ráfaga de maldiciones turcas.

Varian se acabó de quitar la otra bota y la colocó al lado de su compañera. Luego se quedó observando a Esme con detenimiento, lo cual hizo que ella sintiera un incómodo calor en el rostro.

—Ha sido todo un detalle que te hayas cambiado para la cena —murmuró él—. Aunque me atrevería a asegurar que has decidido que ya los habías asustado lo suficiente con tu primera aparición en escena. Veintidós hombres robustos a punto de desmayarse al verte entrar en la habitación.

Esme se estremeció. No se había parado a pensar en el espectáculo que había estado dando, con el pelo lleno de paja y suciedad, y su escuálida figura perdida dentro de las ropas de cabrero que vestía. Se había quitado el vestido rojo que llevara en Poshnja y se había vuelto a poner sus antiguas ropas de hombre. Percival no le había dicho nada, de modo que ella había olvidado la desastrosa apariencia que tenía, hasta que se dio de bruces con los hombres de Alí y vio sus bocas abiertas por la sorpresa.

—No he venido para escuchar tus estúpidos chistes —dijo ella—. He venido para ver si tienes fiebre, porque estoy segura de que debes de estar delirando para aceptar la invitación de Alí. No puedes llevar allí a mi primo.

—No, querida. Es a ti a quien voy a llevar allí, como te había prometido. Percival no es más que un acompañante necesario. No puedo dejarlo aquí solo.

—Has dicho que no me podías dejar ir sola. Pero no voy a ir sola, tendré veintidós hombres de escolta.

—Di más bien treinta —replicó él—. Los hombres de Alí, Percival, yo mismo, Agimi, Mati y el resto de nuestra escolta. Bueno, eso si deciden que quieren acompañarnos. Porque dejaré que lo decidan ellos.

La calma que él aparentaba era descorazonadora. Esme intentó otro truco.

—Varian, por favor...

—No trates de convencerme con zalamerías —la interrumpió él con aquel mismo tono de voz exasperadamente calmado—. Ya he tenido suficiente estilo Brentmor por un día, gracias. Ahora vete a la cama. Mañana nos pondremos en camino muy temprano.

Ella sintió ganas de golpearle. Deseó darle contra la pared con su dura cabezota inglesa. Se dijo a sí misma que tenía que tranquilizarse de alguna manera, pero la rabia y el enfado fue lo único que salió por su boca.

—¡Eres un loco imprudente! ¡No puedes llevar a Percival a Tepelena!

Él alzó una de sus oscuras cejas apenas un milímetro, pero sus ojos grises siguieron mirándola tan fríos como una piedra.

Al igual que cuando un rato antes ella había entrado a la carrera en la habitación llena de hombres. Se había sentado y había vuelto a escuchar como Fejzi le transmitía la invitación de Alí y las condolencias del visir por la pérdida de su padre, y en todo ese rato la fría expresión de lord Edenmont no había cambiado un ápice. Había mantenido su presencia de lord inglés de los pies a la cabeza: impasible, indiferente y con una máscara de cortesía en el rostro. Cuando los demás habían concluido con sus inacabables salutaciones, no se había molestado en responder a sus halagos, ni en expresar su gratitud por el honor que le hacían con su visita. En lugar de eso, y con aspecto de estar empezando a aburrirse, les había informado de que les comunicaría su decisión a la hora de la cena.

Como era de esperar, aquella insolencia suya había hecho que aumentara el respeto que sentían por él. Había actuado como un sultán que condesciende al aburrimiento de ser molestado con peticiones de favores, y ellos le habían tratado a él como se correspondía. Podría haberlos mandado al infierno y ellos tendrían que haberlo aceptado. Él era un lord y un ciudadano británico. De todas formas, al final había aceptado los deseos de Alí. Esme todavía no entendía cómo podía haber sido tan idiota.

Varian no se dignó contestar tampoco ahora, simplemente continuó mirándola de manera altanera. Y aquella forma de mirarla le hacía sentirse muy pequeña, y mucho más salvaje. Esme alzó la barbilla.

—No puedes llevar a Percival a Tepelena —repitió ella—. No te lo voy a permitir.

—No seas pesada, chiquilla. Vete a la cama.

—¡No soy una niña! —gritó ella pateando el suelo con el pie.

—Pues estás actuando como si lo fueras.

Esme cruzó la habitación y se acercó a él.

—¿Es que tengo que pensarlo todo por ti? ¿No sabes dónde te vas a meter? La corte de Alí es un lugar peligroso. Hay intrigas por todas partes, corrupción y depravación. ¿Quieres llevar a mi primo a un lugar como ese?

—Si es un buen lugar para ti, no sé por qué no iba a serlo para él. Después de todo, él es un hombre, y no posee esas delicadas susceptibilidades femeninas tuyas.

Varian se aflojó el nudo del pañuelo y se lo quitó con su típico gesto descuidado, de lord, dejándolo caer al suelo.

Automáticamente Esme lo recogió y empezó a doblarlo con cuidado mientras su mente trabajaba a toda prisa, buscando las palabras y el tono apropiado para romper aquel muro de indiferencia.

Un juramento la sacó de sus cavilaciones. Él se levantó y le quitó el pañuelo de las manos.

—¡Maldita sea, Esme, deja de hacer eso! ¡Deja de ir recogiendo las cosas que yo tiro por ahí! ¡Tú no eres mi maldito criado!

Ella se lo quedó mirando sorprendida.

Él le devolvió la mirada, y el aire que había entre ellos vibró con tensión, como si se estuviera formando una tormenta en las colinas que rodeaban el pueblo. Aunque la tormenta estaba solo dentro de los ojos de él, grises y oscuros como un cielo plomizo.

Con las manos la agarró por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás, y al instante aplastó su boca contra la de ella lo suficientemente fuerte para que ella se tambaleara.

Hacía un momento él parecía fríamente distante, pero ahora ella entendía que tan solo estaba fingiendo. Su boca era caliente y ansiosa, y sus manos la cogían con furia del cabello. Ella sintió una oleada de alivio, y a continuación otra de vergüenza por ello.

Esme trató de quitárselo de encima, pero su arremetida había sido demasiado repentina. Aquel beso apasionado era como una tea ardiente que la consumía por dentro y dejaba su voluntad convertida en cenizas.

Todo el deseo que había estado reprimiendo durante aquella semana la asaltó en aquel momento, calentando su pasión. Le cogió las solapas de la chaqueta y se apretó más contra él, como si tuviera miedo de que pudiera escaparse de allí en cualquier momento.

Aquel beso duró solo un momento, y cuando la boca de él se separó de la de Esme, ella estuvo a punto de gritar decepcionada. Él le pasó las manos por los hombros y luego más abajo, hasta agarrarle las manos, ahora con un gesto más amable. Ella estaba deseando que la arrebatara y la conquistara. Quería que él la llevara más allá de la consciencia y de la razón.

—Pequeña mentirosa —le dijo él—. Me deseas.

Era inútil negarlo. Esme cerró los ojos con fuerza y lentamente agachó la cabeza hasta que la apoyó en el pecho de él.

—Deberías pensarlo mejor —dijo él con una voz dulce—. Pero no quiero que lo hagas. No te dejaré.

—Todo el mundo te desea —dijo ella tristemente y sin levantar la cabeza de su chaqueta—. No puedes evitarlo. Cuando Alí te vea se pondrá a lloriquear por ti, y lo mismo harán la mitad de sus cortesanos y todas la mujeres de la corte. Me voy a poner enferma.

Él se rió, y luego le alzó la cabeza para mirarla intensamente a los ojos. Ella quería mirar hacia otro lado, pero no podía, y sintió que le subía un rubor a las mejillas.

—Me parece que estás intentando que sea más dulce —dijo él—. Y lo haces sorprendentemente bien para ser una pequeña y obstinada gatita salvaje. En otras circunstancias, sospecho que podrías hacer conmigo lo que quisieras. Pero no en este momento, Esme. Si quieres entregarte a mí esta noche, no te diré que no. Soy lo bastante canalla para tomar lo que me ofrezcas. Pero eso no cambiará nada. Mañana nos iremos hacia el sur, o podemos ir hacia el oeste. Pero, vayamos a donde vayamos, iremos juntos.

Esme se apartó de él bruscamente.

—¡Por Alá, eres imposible! ¿Acaso te piensas que estoy tratando de sobornarte con mi cuerpo?

—Creo que eres capaz de hacer cualquier cosa con tal de doblegarme a tu deseo.

—¿Yo? Creo que eres precisamente tú quien no juega limpio. Cuando no eres capaz de discutir conmigo de manera sensata, intentas convencerme a base de besos. —Esme lo miró de arriba abajo con una expresión de resentimiento—. Sabes cómo convertirme en una tonta.

Él sonrió.

—En tal caso, al menos estamos en igualdad de condiciones. Tú me dejas reducido a un idiota balbuceante. ¿Acaso no tengo derecho a hacer lo mismo que tú? Eres tú la que juega sucio conmigo. Quieres desesperadamente ir a Tepelena para unirte a tu príncipe dorado. Y no aceptas que Percival y yo estemos allí para ser testigos de tu alegría. ¿Por qué deseas esconderte de nosotros, Esme? ¿Qué es lo que no quieres que veamos?

Ella aguantó la respiración. Sabía que él no era en absoluto un descerebrado. Sin embargo, nunca había imaginado que podría llegar tan pronto a aquella conclusión. ¿O sería que a lo mejor Percival le había contado esa insensata historia sobre la conspiración?

Pero Percival no se habría atrevido a contárselo. Varian jamás se habría permitido ir a Tepelena con un niño que no hacía más que hablar de conjuras revolucionarias. Quizá se lo tendría que contar ella misma..., pero entonces, tampoco la dejaría ir a ella.

Estaba atrapada.

—No tengo nada que esconder —contestó ella secamente—. Solo temo por mi primo. Pero tienes razón, ya no es un niño. No va a morirse de miedo por ver un nido de maldad. Más bien al contrario, podrá tomar apuntes, y cuando lo lleves de nuevo con su familia, ellos tendrán una buena razón para echarte a ti la culpa de haberlo corrompido. Pero ¿qué te importa a ti? Te hablo de una corte de depravación y eso no hace más que abrirte el apetito. Me imagino que tu mente debe de estar viendo ya las imágenes del harén. Y ya sabes que Alí seguramente te proporcionará algunas mujeres. Debería haberlo entendido antes. Has pasado demasiado tiempo sin estar con una cortesana. Bueno, a mí no me importa lo que hagas. También yo podré encontrar allí mi propio placer... con mi príncipe dorado.

Dicho esto, Esme dio media vuelta y salió de la habitación.