Capítulo 24

Varian tomó un atajo, rodeando Eden Green, para evitar deliberadamente pasar por sus lujosos bares. No tenía ganas de que le contaran cotilleos locales, especialmente cuando estos seguramente se referirían a él. La tarde empezaba a oscurecerse bajo gruesas nubes grises, y su caballo estaba cansado. Los establos de Mount Eden se hallaban a casi dos millas de allí, y la hacienda desierta le ofrecería toda la intimidad que necesitaba. Desgraciadamente, eso sería todo.

Se dirigió al descuidado sendero que rodeaba el pueblo y acababa en el camino principal, a una distancia de seguridad a las afueras. Al tomar una curva, vio humo elevándose de las chimeneas de la posada Black Bramble y suspiró con un gesto de alivio. Al contrario del Jolly Bear de Eden Green, el Bramble solo acostumbraba alojar a los viajeros. En aquel día frío de invierno, la milla que lo separaba de allí estaba vacía de carruajes, como había esperado. Poca gente viajaría en un día como aquel, si podía evitarlo.

Sin embargo, cuando le dio su montura al encargado de la cuadra, Varian pudo ver que el establo no estaba completamente vacío. Había dos jamelgos de mirada triste masticando desconsoladamente el heno de sus pesebres.

Un poco más tarde, se encontró con los jinetes propietarios de aquellos caballos en el comedor de la posada. También estaban comiendo, pero con gran entusiasmo.

Uno de ellos era delgado, de pelo moreno, y hablaba excitado entre bocado y bocado de pastel de carne. El otro hablaba menos, solo asentía con la cabeza de vez en cuando y luego volvía a concentrarse en su plato con gran dedicación. Era un tipo corpulento, y su pelo castaño claro no estaba tan bien cortado como el de su compañero. Aunque ambos estaban de espaldas, Varian los reconoció enseguida.

En el momento en que ellos le oyeron entrar y miraron hacia atrás, Varian ya se había recobrado de la sorpresa.

Dos pares de ojos —uno marrón y otro azul oscuro— se abrieron como platos al verlo. Varian cruzó la sala con calma y se acercó a ellos.

—Si te vas a quedar con la boca abierta —dijo él—, al menos podrías tragar primero la comida. ¿Cómo te has vuelto tan maleducado?

El más joven de los dos, al que Varian se había dirigido, se levantó de golpe.

—¡Eres tú, caramba! Por los cielos, lo has visto, ya te lo había dicho yo, Gideon, ¿no es verdad? ¿No te estaba diciendo que al final lo encontraríamos?

El tipo hizo ademán de acercarse a Varian. Pero dudó un instante y se quedó quieto, inseguro, mirándolo fijamente.

Gideon también se había levantado, pero con más dignidad, dejando primero los cubiertos tranquilamente al lado del plato.

—Señor, me alegro de volver a verle —le dijo alargando una mano—. Bienvenido a casa, milord.

Por un instante una niebla oscureció los ojos de Varian, pero parpadeó para apartarla y al momento estrechó la mano de su hermano.

—Qué suerte haberte encontrado, Gilly. —Se dio la vuelta y le ofreció la mano a Damon—. Y también a ti, Dervish.

Damon hizo una mueca.

—Ya lo ves, sigue siendo el mismo, ¿verdad? —le preguntó este a Gideon—. Llega aquí caminando tranquilamente y me recuerda que cuide mis modales, como si no nos hubiéramos visto en cuatro horas, en lugar de en cuatro años. Pero es verdad, no tengo modales. Siéntate. Pareces hambriento. No, aquí, al lado del fuego. Nosotros llevamos horas calentándonos. Lo tenía todo preparado para encender la chimenea en Mount Eden, pero Gideon todavía tiene el horario del campo y necesitaba cenar ya, y como no estábamos seguros de poder encontrar algo allí para comer, ni teníamos noticias tuyas... Aunque ahora me alegro de que sea como un reloj, porque de lo contrario no te habríamos encontrado... —Guardó silencio—. Pero has venido solo, ¿dónde está ella?

Mientras Damon hablaba, Varian se había quitado el abrigo y se había puesto en guardia. Estaba preparado para aquella pregunta antes de que Damon la nombrara a «ella». En ese momento la camarera salió corriendo, jadeante y maldiciendo entre dientes. Mientras volvía a tomar aliento, Varian le pidió la cena. Cuando ella hubo abandonado el comedor de nuevo, Varian volvió a dirigirse a Damon.

—¿Dónde está quién?

—¡Oh!, no me tomes el pelo, Varian. Sabemos que...

—Damon se refiere a lady Edenmont —le interrumpió Gideon, lanzándole una mirada de advertencia a su hermano menor—. Al menos nos han dicho que existía alguien llamado así.

—Ya veo —dijo Varian—. Lackliffe y Sellowby llegaron directamente a Londres, ¿he acertado?

—Me dijeron que ni siquiera tuvieron tiempo de cambiarse de ropa, y que fueron corriendo al club Brook. Al cabo de dos horas, la noticia ya había llegado de un extremo al otro de la ciudad. Aquella misma noche fue el tema de conversación de Almack's, y al día siguiente me llamaron a Carlton House para satisfacer la curiosidad de su alteza.

—Perdona, Gilly. Tengo la mente puesta en otras cosas, creo que ya te había avisado. Lamento haberte metido en una situación tan incómoda.

—¡Oh!, Gideon no ha sido el único sorprendido —dijo Damon—. Le dio una de sus explicaciones, y al final, a su majestad ya no le importó saber ni en qué día estaba. Llamó a su médico y pidió que le hiciera una sangría. Pero has vuelto, Varian, de manera que una parte de ese cuento parece ser cierta. No es que dudara de ellos, lo que pasa es que el resto de lo que nos explicaron era bastante difícil de tragar. Pero nos lo vas a contar todo, ¿no es así? ¿Tenemos al menos una cuñada?, ¿y tiene realmente el cabello rojo?, ¿y son sus ojos tan verdes como los describía Lackliffe?

—Sus ojos —dijo Varian— son bastante... verdes.

—Ya veo —dijo Gideon.

Con suma delicadeza alineó los mangos de sus cubiertos, y luego se entretuvo un buen rato en doblar la servilleta.

Damon volvió a sentarse en su silla, con su profunda mirada de ojos azules clavada en el rostro de su hermano mayor.

—De manera que vuestras actividades están ahora fuera de Londres, por lo que he oído —dijo Varian cuando el silencio ya empezaba a hacerse insoportable—. No pensaréis que debería haber traído a lady Edenmont a las ancestrales... ruinas.

—No es lo que estaba pensando —contestó Gideon—. Solamente expresaba en voz alta la preocupación que Damon ha tenido durante todo este tiempo, recorriendo todo el reino en busca de su hermano, como si fueras el Santo Grial.

Damon se sonrojó.

—Lo hemos encontrado, ¿no es así? Caramba, Varian, no quisiera ser indiscreto, pero ¿dónde demonios está ella?

—Con su abuela. —Varian sintió una presión en el pecho seguida por una aguda punzada de dolor. Se fijó en una mancha de salsa que había al lado del plato de Damon—. No dejéis que se os enfríe la cena por mí, caballeros. Os lo contaré todo en cuanto regrese la camarera con el vino.

Los dos acompañaron a Varian a Mount Eden a la mañana siguiente, a pesar de sus serias objeciones. Creyó que les había explicado bien su relato, con el tono adecuado de fría y desapegada diversión. Pero al final de su historia, ambos se lo quedaron mirando muy serios, y pudo vislumbrar en los ojos de Damon algo que se parecía horriblemente a la compasión.

De todas formas, Damon era joven y excesivamente romántico, y toda la vida había idealizado a su hermano mayor; solo el cielo podía saber por qué. Los sentimientos de Gideon no eran tan descarados. Siempre había sido el más moderado. Tranquilo, a veces mojigato, pero en toda ocasión pensativo, discreto... y calmado.

Sin embargo, sus sentimientos eran bastante diáfanos para Varian. Ambos pensaban que no sería capaz de volver a Mount Eden sin el apoyo moral de ellos dos, y aquello era insoportable: encontrarse a sus hermanos tan decididos a darle apoyo en lo que creían que era para él un momento de necesidad... cuando él nunca había dedicado a sus necesidades, o a sus problemas, ni una sola vez, más de un minuto para pensar en ellos.

En ese momento se encontraban en lo que en otro tiempo había sido una suntuosa biblioteca.

No quedaba ni un libro, ni siquiera un diario. Las paredes estaban totalmente desnudas y el suelo tenía una buena capa de polvo, escombros y excrementos de ratas.

Era una casa vieja que necesitaba constantes reparaciones. El padre de Varian había sido concienzudo en su cuidado —como en todo lo demás—, hasta que Varian había empezado a meterse en problemas. Y esos problemas se habían convertido muy pronto en centenares de miles en deudas. Aunque la familia tenía bastantes recursos, estos no eran ilimitados. Para rescatar a su heredero, el anterior lord Edenmont tuvo que dejar que la casa se convirtiera en una ruina. Tras su muerte, Varian había abandonado la hacienda por completo.

Lo que ahora tenía ante los ojos era el resultado de los últimos diez años de descuido, todo por culpa suya.

—Hay algo por lo que dar las gracias —dijo Varian mientras miraba hacia arriba—. Al menos podré poner un techo sobre la cabeza de mi esposa.

—Los mayordomos son un atajo de egoístas —dijo Gideon—. Estoy seguro de que insistirán en el salario. Y me parece muy mal, teniendo en cuenta que nadie ha cuidado de este lugar durante los últimos diez años. La verdad es que está realmente sucio, y habrá que volver a pintar las paredes. Sin embargo no creo que la casa esté en tan mal estado como parece a simple vista.

—Ciertamente, no. Lo único que hace falta es dinero, y el personal necesario, y mucho más dinero —dijo Varian acercándose a la chimenea. Dentro había trozos de argamasa—. Me parece que esta chimenea está a punto de derrumbarse.

—Hay que tener en cuenta las leyes de la gravedad.

—Mejor sería que habláramos con los arrendatarios —dijo Varian mirando todavía los fragmentos de la chimenea—. Por tu bien, no los he visitado todavía. Si me apedrearan hasta la muerte, vosotros heredaríais, pobres amigos, y sé que no estaríais muy lejos de que os acabaran colgando.

—¡Oh!, Gideon tenía miedo de que te hubieran matado. —Damon estaba de pie junto a las puertas de la terraza, y su voz resonaba en las habitaciones vacías—. Está tan contento de que por fin hayas sentado la cabeza que apostaría a que es capaz de reconstruir toda la hacienda para ti, sin ayuda de nadie..., empezando por la habitación de los niños.

Varian sintió de nuevo aquella cruel opresión en el pecho y una punzada de dolor.

—Perdóname —dijo.

Se lo quedaron mirando mientras salía, pero no dijeron nada ni trataron de detenerlo. Varian no oyó más ruido que el de sus propias pisadas mientras salía de la biblioteca y subía por las escaleras. No pudo ver ni los peldaños ni el pasamanos, de tan cubiertos que estaban de polvo y telarañas. No oyó nada más que el sonido de pequeñas criaturas salvajes que huían despavoridas al sonido de pasos humanos. Varian no sabía nada de lo que le rondaba por la cabeza, hasta que abrió la puerta que andaba buscando y oyó cómo chirriaba lastimosamente. Entonces se quedó de pie en el umbral, mirando hacia la habitación de los niños.

Y en aquel momento lo vio todo claro. Se apoyó contra el marco de la puerta.

«No me digas que la pobre chica ya está encinta.»

—Qué Dios me perdone —suspiró él—. ¿Oh, Esme, qué te he hecho?

«... niños. Si Dios es generoso...»

Cerró los ojos ante el dolor que le embargaba. No hacía ni tres días que se había apartado de ella y ya se sentía perdido, enfermo de soledad, pero eso no era todo. No podía a culpar a nadie por eso. Durante los últimos diez años había estado sembrando y preparando esos tres días. Ahora, al menos, cuando había aprendido a amar, cuando quería cuidar y amar a una valiente y hermosa muchacha, y darle los hijos a los que querrían y que cuidarían juntos... ahora, el diablo se reía de él y le exigía que pagara su deuda. Ahora lord Edenmont entendía que el fuego y el azufre no eran lo peor, ni siquiera la muerte. El infierno era el arrepentimiento.

Y eso llegaría mañana.

Varian ocultó el rostro entre las manos y se puso a llorar.

La habitación a la que lady Brentmor llamaba «la casa de cuentas» había sido, originalmente, el estudio del dueño de la casa. Sin embargo, todo el mundo sabía que su difunto marido nunca había sido dueño de nada. Su esposa era la que administraba la fortuna de los Brentmor. Fue ella la que encumbró a su marido, y la que convirtió a un hombre de negocios mediocre en un hombre de negocios con título.

Inmediatamente después de su muerte, cualquier señal de su marido desapareció de la casa. La viuda guardó en el desván todos sus cachivaches masculinos, pintó las paredes del estudio de un color marrón siniestro y luego las cubrió con cortinas gruesas hasta los alféizares de las ventanas. El mobiliario que tenía en ese momento comprendía unas cuantas sillas que habían sobrado y un amplio y macizo escritorio, tras el cual se sentaba ella, intimidando a banqueros, inversores y abogados de todo tipo, mientras —sin ayuda de nadie— dirigía su formidable imperio financiero.

A esa habitación se llevó a sus nietos cuatro días después de que se hubiera marchado lord Edenmont, y apenas diez minutos después de la llegada de Percival.

Percival y Esme estaban sentados en dos sillas que parecían de piedra, de lo duras que eran, esperando a que lady Brentmor acabara de echar un vistazo a la carta que el tutor de Percival le había enviado junto con el muchacho.

—Una explosión. —Ella miró por encima de las hojas de la carta—. ¿Quién te piensas que eres... el conspirador Guy Fawkes?

—No, abuela —contestó Percival dócilmente.

—Dice que volaste el gallinero. Supongo que es mucho desear que las gallinas no estuvieran dentro.

—Me temo que sí estaban en el gallinero.

—Eso me va a costar mucho, muchacho. Siempre me cuestas dinero.

—Estaban enfermas, abuela. —Los ojos verdes de Percival brillaron con indignación—. Uno de los chicos me dijo que por eso nos daban siempre sopa de pollo. No ponían huevos, te lo prometo. En todas las semanas que estuve allí nunca vi ni un huevo. Pero sí una buena cantidad de sopa, con un olor de lo más desagradable.

—Maldita sea, encima he de pagar esas gallinas enfermas. —Le dirigió a Percival una mirada fulminante—. ¿Estás seguro de que estaban enfermas?

—¡Oh, sí abuela! —dijo Percival con la cara iluminada—. Diseccioné una y me he traído el intestino en un tarro. Te lo puedo traer si quieres examinarlo tú misma.

—No, gracias. —Lo miró pensativamente—. Me gustaría saber qué voy a hacer contigo. Tu padre me ha dicho que pensaba mandarte a un internado en la India en el instante en que te volvieras a meterte en uno de tus líos.

Esme cogió a su primo de una mano y se quedó mirando a su abuela.

—No debería hacer usted una cosa así —dijo ella—. Si las gallinas estaban enfermas, entonces al que deberían mandar a Bombay es al director de la escuela. Envenenar a unos niños con animales enfermos... ¡Y' Alah!, tendrían que haberse envenenado ellos mismos.

—Creo que no te he preguntado nada, ¿verdad? —le soltó lady Brentmor—. Y procura cuidar tu lenguaje, por favor.

Y' Alah solo significa «Dios mío», abuela —comentó Percival.

—Entonces, ¿por qué no dice lo que significa?

—Lo he dicho bastante claro —dijo Esme aguantándole la mirada a su abuela con fiereza—. No debería mandarlo lejos. Dios sabe que una amenaza de ese tipo es una monstruosidad injusta, incluso aunque no lo haga. Pero parece que quiere usted asustar aún más al chico, como si no hubiera sufrido ya bastante.

—Sé perfectamente lo que ha sufrido y lo que ha hecho. Y voy a dejar claro ahora mismo que no quiero más problemas aquí. No quiero niños metiendo las narices en los asuntos de los mayores.

Sobre la mesa, a su derecha, había una pequeña caja. Ella la abrió, cogió un objeto que había dentro y lo colocó sobre el escritorio. Era una pieza de ajedrez. Una reina, para ser exactos.

—¡Oh, cielos! —exclamó Percival.

—Supongo que sabes qué es esto —le dijo la anciana a Esme.

—Había visto piezas de ajedrez antes. No es un juego desconocido en mi país —dijo Esme mientras le lanzaba una mirada a Percival.

—No trates de protegerlo. No me hace falta un adivino para descubrir qué ha pasado aquí. —Lady Brentmor le lanzó a su nieto una mirada amenazadora—. El día que viniste con tu padre, escondiste tu mochila de piedras en tu dormitorio, lo cual fue una tontería. ¿Es que no sabes que siempre registramos todas tus cosas? Siempre vas dejando cadáveres a tu paso. La última vez fue un reptil. La anterior, un roedor. Ya hace tiempo que te dijimos que no diseccionaras tus criaturas en esta casa, pero nunca haces caso de nada.

—Sí, abuela, lo lamento terriblemente.

—No me importa que lo lamentes. Ya sé lo que has hecho. Has robado esta pieza de ajedrez. Pensabas que tu padre ofrecería una recompensa, ¿no es así? Y la utilizaste para empujar a lord Edenmont a Albania. Muy inteligente, Percival. Ahora tu prima se ha casado con ese canalla, y todo por culpa tuya.

—¡Varian no es un canalla! —le gritó Esme—. Y mi primo no tiene la culpa de nada. Él me trajo a Varian y yo se lo agradezco, y se lo agradeceré el resto de mi vida.

—Tú todavía no has vivido ni un cuarto de tu vida, chiquilla. Apostaría a que llegará un día, no demasiado lejano, en que tengas que tragarte esas palabras. Y no te será fácil hacerlo. Te dejó con poco más que un «que te vaya bien», ¿no es así?

—Me dejó una nota. Una nota muy amable. Usted no lo entiende en absoluto.

—Sé reconocer un mal negocio en cuanto lo veo, y sé más cosas de él de las que quisiera saber. —Sus ojos se entornaron hasta convertirse en dos rendijas y la anciana se inclinó hacia delante—. Tiene deudas desde los dieciocho años, y su padre se vio obligado a sacarlo siempre de apuros con su fortuna. Para cuando Edenmont heredó el título, ya había dilapidado la mitad de la fortuna familiar. En menos de cinco años logró acabar con el resto.

—Ya sé que Varian es extravagante —dijo Esme, quien ya no quería oír nada más.

—Dejó que su hacienda se cayera a trozos —siguió diciendo lady Brentmor—. Convirtió en indigentes a sus dos hermanos. En pocos años destruyó lo que había costado varias generaciones construir. Gracias a un padre de corazón blando, nunca tuvo que enfrentarse a las consecuencias de sus malas acciones, y por eso jamás aprendió a pensar en ellas. Nunca se preocupó de nadie más que de sí mismo. De modo que se puede ir al infierno. Y me parece que eso sería bastante justo; bastaría con que no arrastrara consigo a sus familiares.

Esme se echó hacia atrás como si su abuela le acabara de dar una bofetada. Estaba pensando en Varian como un amante placentero y sin un céntimo. Fracasado. Terriblemente fracasado. Lo amaba, pero no estaba ciega. Sin embargo, nunca se le había ocurrido pensar en el daño que él había hecho a otras personas. Sin intención de hacerlo, de acuerdo, pero eso solo demostraba lo irreflexivo que era. En los ojos de su abuela podía ver la acusación: Varian no era solo un libertino y un derrochador, sino también un hombre destructivo. Por eso había dejado a Esme allí: para protegerla de él mismo.

La anciana la estaba mirando fijamente. Esme se enderezó en su silla, pero no dijo nada. No sabía qué podía decir.

—Supongo que crees que he sido muy dura con él, de la misma forma que piensas que fui muy dura con tu padre. También Percival lo piensa, ¿no es así, maestro Ignoramus?

—Bueno..., sí... Más bien... así es.

—Porque no os enteráis de nada. Porque no sois más que dos niños ignorantes. —Se quedó mirando a Esme con el ceño fruncido—. El camino que tomó Edenmont es el mismo que le vi tomar a tu padre. Muchos hombres van por ese camino, y arrastran con ellos a sus familias. Yo podría haberle solucionado los líos a tu padre fácilmente, e incluso podría ahora sacar a Edenmont de sus problemas, aunque estos son bastante más complicados. Pero no pienso hacer por él lo que no hice ni por mi propio hijo. No pienso mover un dedo, porque eso solo le ayudaría a que nos acabara dejando a todos en la miseria.

—Pero abuela... —empezó a decir Percival.

—Él solo se metió en esos problemas, pues que salga solo de ellos —dijo lady Brentmor con amargura—. Si le importa Esme tanto como dice, y si es que le queda algo de respeto por sí mismo, al menos lo intentará. —Cuando se volvió hacia Esme, su semblante serio se relajó un poco—. Pero debo decirte sincera y claramente una cosa: yo no creo que vaya a conseguirlo. De modo que me parece que es mejor que vayas enfrentándote a eso ya.

—Quiere decir que no va a regresar —dijo Esme, y luego se agarró las manos—. No me extrañaría. Aquí no es bienvenido y no me puede llevar con él. No soy más que un estorbo. No puedo hacer nada por él.

Ella se quedó mirando fijamente a su abuela y continuó hablando:

—Entiendo sus razones, abuela. Pero de todos modos, él me salvó la vida, más de una vez. No es una persona malvada. Conmigo ha intentado ser amable, a su manera. Muchas veces me ha advertido en contra suya. No voy a intentar hacerla cambiar de opinión, pero sí le pediría que reflexionara sobre estas cosas. Ya que no puedo hacer otra cosa, al menos rezaré por él.

Percival, que no había dejado de moverse en su silla mientras las dos mujeres hablaban, le lanzó a su abuela una mirada inquieta.

—Pero abuela, tienes que darle a ella la dote.

—No me digas qué es lo que tengo que hacer. No recibo órdenes de niños ignorantes.

Esme suspiró.

—¡Oh, primo! No hagas enfadar a la abuela. Me parece que ella hará lo que crea que es lo mejor. No habrá nada para Varian.

Esme se puso de pie.

—Pero sí que lo hay. Mamá te dejó el juego de ajedrez como dote. Y es un objeto muy valioso. Por lo menos vale cinco mil libras. O puede que el doble, si encuentras al comprador adecuado.

—¿Cinco mil libras? —repitió Esme—. ¿Mi dote?

Su abuela se puso tiesa.

—¿Quieres decir que no lo sabías?

—Lo siento —le dijo Percival a Esme—, pero tenía miedo de decírtelo por si papá...

La anciana lanzó una maldición que llegó hasta el fondo de la sala y luego se recostó con cansancio en su silla.

—Que el demonio me lleve por ser tan tonta. Me hablas con esa voz tan seria, y no tenías ni idea de nada. Y ahora estamos metidos en este lío, y todo es por mi culpa.

—Doce mil libras —repitió Varian.

Había estado estudiando el documento que su abogado le había dado. Aunque de hecho su excelencia no era capaz de ver nada más en él que manchas de tinta.

—Pero supongo que usted conocía el testamento de su tía abuela, milord. Le mandé una carta mientras estaba en España. —El señor Willoughby tomó otra hoja de papel—. Aquí tengo su respuesta. En la que me indicaba...

—Lo recuerdo. Pero había una fecha límite, ¿no es así? Doce mil libras, si me casaba antes de... ¿cuánto era? ¿Tres años? Estoy seguro de que ya ha pasado el plazo.

—Tres años a partir de la fecha de su muerte. Ella nos dejó en diciembre de 1815. Y usted se casó el pasado noviembre, según veo en estos documentos que, todo he de decirlo, están perfectamente en orden. —El señor Willoughby esbozó una ligera sonrisa—. Es decir, que ahora mismo posee usted doce mil libras.

—Eso depende de cómo se mire —dijo Varian dejando en la mesa la copia del testamento—. ¿A cuánto ascienden mis deudas?

—No podría darle una cifra exacta en este momento. Además, con los intereses, y tras la quiebra del banco Portier y otros costes variables por el estilo...

—Podría darme una cifra aproximada —insistió Varian con el corazón saliéndosele del pecho.

—Alrededor de las doce mil libras, milord.

A Varian se le paró por un segundo los latidos del corazón, como si le acabara de caer encima un enorme peso, y al momento empezó a latir de nuevo, lentamente como un repique de campanas en un funeral.

—Qué curiosa coincidencia —murmuró Varian.

—Lo lamento, señor. De todas formas, podría haber sido peor. Como ya le he explicado, la hacienda no está en peligro.

—He estado visitando recientemente las... ruinas. Supongo que la razón por la que no está en peligro es que ningún acreedor estaría tan loco para querer esa hacienda.

—Puede que no. Aun así, estoy orgulloso de haber puesto los obstáculos suficientes para desanimar hasta a los más arriesgados especuladores.

—Se lo agradezco, señor Willoughby. —Varian miró por la mugrienta ventana—. Supongo que cree que debería utilizar estos ingresos para pagar mis deudas.

—Sí, eso le recomendaría yo.

El señor Willoughby alineó cuidadosamente una pila de documentos y los movió un poco hacia su izquierda.

—Eso me dejaría sin nada.

El abogado se aclaró la garganta.

—Podemos conseguir preservar una pequeña suma. Como ya le he dicho, necesito un poco de tiempo, unas semanas, para determinar la suma exacta. Sin embargo, si usted debe doce mil libras, puedo conseguir que su deuda quedé satisfecha con once mil, o incluso con diez. Generalmente, a los acreedores no les suele gustar ese tipo de tratos, ya que así se desestima cualquier acción para recuperar el resto de la deuda. Pero, por otra parte, las acciones legales son demasiado costosas y, cuando se ejercen contra miembros de la nobleza, a menudo suelen ser excesivamente largas.

—Los acreedores descontentos también pueden hacerle a uno la vida excesivamente desagradable —dijo Varian—. No desearía que se molestara a mi esposa.

—Por supuesto que no, milord. Lo entiendo perfectamente. Por eso le aconsejo que despeje el horizonte, por decirlo de alguna manera. Y yo puedo intentar que conserve una pequeña suma. Con eso, y con la dote de su señora esposa...

—Mi esposa no tiene dote.

El señor Willoughby parpadeó.

—¿No tiene? Eso es muy raro. Yo había entendido que...

—Nada —le repitió Varian con firmeza—. Ni un céntimo.

—Si usted lo dice, milord. Aun así, si no tiene inconveniente, me gustaría poner en marcha ciertas investigaciones.

—No aprobaría que lo hiciera, especialmente si estas incluyen que se interrogue a su familia. A ellos no les gusto en absoluto. Incluso si su padre hubiera podido dejarle algo a ella, lo cual es muy improbable, ellos se habrían asegurado de que no pueda llegar ni a verlo. —Varian se encogió de hombros—. En cualquier caso, no se les puede culpar por eso.

—Pero si hay algo que le pertenezca...

—Cualquier cosa que me pudiera pertenecer posiblemente no podría conseguirla. ¿Pretende que me gaste lo poco que me queda en los tribunales? Preferiría invertirlo en las mesas de juego; al menos allí tiene uno la posibilidad de doblar las ganancias. O triplicarlas. —Varian frunció el entrecejo.

El señor Willoughby reprimió un leve suspiro y no dijo nada.

—No podré restaurar Mount Eden si pago a mis acreedores —dijo Varian fríamente—. Tengo que quedarme con algo, señor Willoughby.

—Lo entiendo, milord. De todas formas, creo que puedo preservar hasta mil libras.

—Yo puedo convertir doce mil en veinticuatro mil esta misma noche.

Willoughby no dijo nada. Su rostro había perdido el color en los últimos minutos, y la expresión de sus ojos se había ensombrecido. Parecía una década más viejo que el cuarentón que había saludado a Varian solo un rato antes.

Varian se puso de pie.

—Si no tiene nada más que decirme, será mejor que me marche.

—Sí, milord. Supongo que querrá usted un adelanto del dinero, puesto que el papeleo llevará algo de tiempo. ¿Serán suficientes unas cien libras, de momento?