Capítulo 26
Abril llegó con una llovizna que cayó sobre el recorrido anual de la Temporada de Londres. Pero sir Gerald Brentmor no tenía ningún interés en las actividades sociales no lucrativas. A medianoche, mientras la alta sociedad bailaba y cotilleaba, él estaba ya metido en su cama, soñando con rentas vitalicias, porcentajes y pagarés.
A pesar de haber oído un ruido en sueños, se incorporó de la almohada en el momento en que la cera caliente se derramaba por su frente. No tuvo tiempo de gritar, y apenas lo tuvo de abrir la boca antes de sentir el frío filo de una daga apoyado en su cuello.
—Si gritas te mandaré directo al infierno —le advirtió una voz profunda.
Aquella voz le sonaba desagradablemente familiar. A pesar del miedo que sintió en el cerebro y en el corazón, sir Gerald tuvo la suficiente lucidez para reconocer al dueño de aquella voz: era Risto.
El candelabro goteante se movió a un lado y fue colocado de nuevo sobre el estante, al lado de la cama. Por otra persona. ¡Buen Dios, había allí dos hombres!
El acompañante de Risto, envuelto en una capa con capucha, acercó una silla al lado de la cama, se sentó en ella y se echó la capucha hacia atrás. Las velas dejaron ver el rostro de un hombre joven.
—Veo que te acuerdas de Risto —le dijo el extranjero—. Yo soy su señor.
Su voz era amable y tenía una dulce sonrisa de joven inocente. Pero esas cualidades no tranquilizaron en absoluto a sir Gerald.
—Is... Ismal —jadeó él.
El joven inclinó levemente la cabeza de manera afirmativa.
—Perdone nuestra forma poco ceremoniosa de presentarnos. Pensé que era mejor que no me vieran los criados. A todos ellos les gusta cotillear, y ni usted ni yo deseamos que nuestra llegada sea conocida por ciertos individuos. He venido personalmente para solucionar un pequeño problema de negocios. Después, me marcharé, se lo prometo.
Ismal se quitó con calma la capa y se recostó en la silla, sumamente relajado. Se había vestido con ropas inglesas, completando su traje con un pañuelo que llevaba anudado al cuello. Excepto por un leve acento extranjero, podría haber pasado perfectamente por un caballero inglés.
—Antes de que se caliente la cabeza pensando en alguna manera de escapar de mí, quisiera explicarle cuál es su situación. —Colocó elegantemente uno de los brazos sobre el respaldo de la silla—. En Venecia me encontré con un hombre llamado Bridgeburton.
Sir Gerald notó que la sangre le subía a la cara.
—Ese hombre ha sido socio suyo en los negocios durante muchos años, desde la noche, hace unos veintitantos años, en que le ayudó a engañar a su hermano para que perdiera una valiosa propiedad.
Ismal sacó una delgada carta del bolsillo interior de su chaqueta.
—Ha sido persuadido para que escriba una confesión de todos sus mutuos crímenes. —Dejó caer la carta en el regazo de sir Gerald—. Esto es una copia. El original será entregado a un miembro de su gobierno, en caso de que suframos algún percance. Si está pensando en engañarme de alguna manera, solo conseguirá traicionarse a sí mismo.
La daga se separó de su cuello lo suficiente para que sir Gerald pudiera recoger la carta. No necesitó más que echarle un vistazo para darse cuenta de que estaba realmente en grave peligro. Nadie más que Bridgeburton conocía al detalle todas sus actividades criminales.
—Supongo que está muerto —dijo apretando las mandíbulas.
—Me temo que su socio fue tan incauto que se cayó en el canal. —Ismal se quedó mirando sus pulidas uñas—. ¿Le parece que Risto aparte esa daga ahora? Si se le cansa la mano podría tener un accidente.
—Ya sabe que no voy a dar la voz de alarma —dijo sir Gerald mientras le devolvía la carta—. No tengo más inclinación por las horcas que por la afilada daga de su criado.
Cuando la daga se hubo apartado de su cuello, se tocó el gaznate con cautela. Estaba húmedo. Puede que fuera sudor, o sangre. Apenas le importaba. De hecho, comprendió que ya estaba muerto.
Lo que importaba era aquel joven sentado al lado de su cama. Ismal le había sacado una confesión al impasible Bridgeburton, luego lo había matado y había viajado hasta Inglaterra. Eso era algo más que persistencia. ¿Locura, acaso?
—¿Qué quiere de mí? —le preguntó sir Gerald con un tono de voz más tranquilo de lo que realmente estaba—. Mis tratos con usted han sido justos. No fue culpa mía...
—Admito que no me ha traicionado deliberadamente —reconoció amigablemente Ismal—, aunque al principio lo pensé. Pero luego me he enterado de que no solo se han venido abajo mis sueños, sino también sus negocios. No puedo imaginarme que se haya destruido deliberadamente a sí mismo. Sin embargo, ha sido usted muy descuidado, sir Gerald, hasta el punto de que alguien averiguó cuál era cada uno de los barcos y cuál era cada uno de sus destinos.
—Podría haber sido traicionado por uno de sus hombres.
—Solo Risto conocía toda esa información, o casi toda, y no podría estar ahora conmigo si me hubiera traicionado. Por supuesto que la culpa fue suya.
—Le prometo que...
—De alguna manera fue usted un incauto, y ese error estuvo a punto de costarme la vida. —Ladeando la cabeza, Ismal le preguntó en voz baja—: ¿Ha sido usted envenenado alguna vez, sir Gerald? Mi primo Alí prefiere los venenos lentos. Ni siquiera pude notar el sabor del veneno. Pero desde que me recuperé en un mugriento barco de pesca, he empezado a apreciar el encanto de ese método. Me gustaría mucho ver al hombre que me la ha jugado muriendo... muy lentamente... en medio de una gran agonía.
Definitivamente estaba loco, decidió sir Gerald haciendo una mueca. Pero una vez pasada la primera impresión, sus fuerzas y su instinto de autoconservación regresaron.
—Supongo que no tiene ningún sentido que trate de convencerle de que no soy su enemigo, o de que nunca le dije una palabra de nada a nadie, ni hablé donde alguien pudiera escucharme a escondidas. Ya no importa lo que pasó. Usted sabe que me gustaría tener en mi poder el original de la carta de Bridgeburton. ¿Cuál es el precio?
—La suma que pagué por las armas que nunca llegué a recibir, más mil libras como reparación por el dinero que me extorsionó mi primo... por culpa de su sobrina y de ese cerdo que tiene por amante. —En la meliflua voz de Ismal había un timbre de amargura. El otro debió de notarlo, porque sonrió más dulcemente—. Y otras mis libras por los gastos de este viaje —continuó diciendo en un tono de voz tranquilo—. Todo a pagar en un plazo de dos días.
Completamente perturbado. Aunque eso, por lamentable que fuera, no hacía a aquel hombre menos peligroso. A pesar de que a sir Gerald no le gustaba en absoluto que lo chantajearan, apreció el buen ojo de las injustas demandas de Ismal. Además, el baronet todavía no se había encontrado con el hombre que podría sacarle de todo aquello. De modo que trató de pensar con rapidez.
—No puedo reunir una suma tan grande de dinero en solo dos días —dijo él—. Si sabe tanto sobre mí, deberá estar al corriente de que acabo de vender buena parte de las inversiones que me quedan, por no mencionar la mitad de mis posesiones.
—Entonces puede pagarme con el juego de ajedrez.
Sir Gerald se lo quedó mirando fijamente.
Ismal esbozó una sonrisa de reproche.
—¿O es que también ha vendido ya... la dote de su sobrina?
Inmediatamente la indignación sumió a sir Gerald en un estado de alarma.
—¿Venderlo? —repitió—. ¿Y conseguir solo una parte de lo que vale? Su valor depende de que esté completo, con cada una de sus piezas intactas, y que cada una de las gemas sea la original. Los coleccionistas pueden ser excéntricos, algunos de ellos al menos, y muchos pasarían por alto el hecho de que falte una pieza cualquiera, pero ¿una reina?
El brazo de Ismal se apartó del respaldo de la silla. Su falsa sonrisa se ensanchó y un brillo cruzó sus ojos.
¿Se estaba divirtiendo?, se preguntó sir Gerald. ¿Qué demonios le parecía tan gracioso?
Ismal se inclinó hacia él.
—Sir Gerald —le dijo—, está usted metido en un problema más grave de lo que le parece. Yo no soy el único que conoce sus sucios secretos.
—¿De qué demonios me está hablando?
—La reina negra.
—Lo que me dijo este criado es que se la entregaría a usted.
—Y muy poco después se la entregaron a su hijo. Con un mensaje.
Esme torció los labios mientras le devolvía la carta a su abuela.
—No le veo la gracia —refunfuñó la vieja dama.
—No solo es divertido, sino imaginativo —dijo Esme—. Dicen que tengo las manos tatuadas, que llevo un aro en la nariz, y que con ese atuendo, y sin vestir nada más, bailo de manera lasciva en su jardín de rosas a la luz de la luna llena. La señora Stockwell-Hume no menciona que también aúllo a la luna, pero puede que sus amigos londinenses no hubieran pensado en eso todavía.
—No me importa que todo esto sea una ridiculez. La mayoría de los cotilleos de Londres lo son. Pero eso no los hace menos dañinos. ¿Qué crees que va a decir Edenmont, o mejor qué va a sentir, cuándo esos cotilleos lleguen a sus oídos?
Esme se puso rápidamente seria. Los rumores que le había contado la amiga de lady Brentmor eran ridículos, un flagrante ejemplo del provincianismo y la ignorancia de la sociedad inglesa. De todas formas, que la esposa de uno sea objeto de las burlas, y que uno mismo lo sea de la compasión...
—¡Vaya! —dijo la anciana—, tenemos que ir a Londres. Mañana.
—¿Londres? ¿Mañana?
—No eres el eco, así que no hace falta que repitas todo lo que digo. Me marcharía ahora mismo, si pudiera, pero necesitamos un día entero para hacer el equipaje. Y el joven bruto vendrá también con nosotros, porque no quiero volver y encontrarme con que le ha pegado fuego a la casa.
—Pero, abuela, no estoy preparada. Tú misma has dicho que mis maneras...
—Son bastante mejores de lo que esperan esos tontos. Además, no vamos a quedarnos allí toda la temporada. Solo una o dos semanas. El tiempo suficiente para ponerlos firmes. Maldito atajo de bobos.
Londres. Mañana. Esme trató de reprimir un estremecimiento. Todas esas mujeres... Las mujeres que él había conocido. La iban a hacer pedazos y ella no sabría cómo defenderse. Y cuando viese a sus rivales seguramente tampoco tendría el coraje para hacerlo. Serían más hermosas de lo que ella imaginaba, más elegantes, y ella se sentía fea y totalmente despreciable. Dos semanas sin Varian ya le habían hecho perder bastante confianza en sí misma. Necesitaba tiempo para reunir valor y fuerzas, si quería tomar una decisión adecuada acerca del futuro... con él.
—No —dijo ella—. Esos cotilleos no son nada más que una broma. Pero si voy allí, se darán cuenta de que realmente no están tan equivocados, y eso será mucho peor.
—Va a ser mucho peor si a él se le ocurre empezar a aceptar desafíos de duelo. Un hombre está obligado a defender el buen nombre de su esposa... aunque la deteste. Dios, los hombres son tan burros —se quejó la anciana—. Nos pasamos la mitad de la vida intentando salvar a esos malditos idiotas de sí mismos.
—No esperará que crea...
—Si no quieres ir —siguió diciendo su abuela sin hacerle caso—, esperemos que sepa manejarse mejor con una pistola que con los negocios.
—¡Dios se apiade de mí! —dijo Esme meneando la cabeza—. Y los ingleses dicen que Albania es un lugar peligroso. Varian ha podido estar allí a salvo, pero aquí, mi tío podría matarlo por una pieza de ajedrez, sus amigos lo matarían por un cotilleo... ¡Por Alá!, ni siquiera Alí Pachá podría sobrevivir entre esta gente. Están locos, todos ellos.
La anciana no la estaba escuchando. Su mirada abstraída daba vueltas alrededor de la sala de estar.
—Por supuesto, hay una parte buena. Si te convierte en viuda, deberías encontrar algo que se pareciera a un marido adecuado. —Su mirada se fijó en una pequeña acuarela que estaba colgada al lado de la chimenea—. Dunham es viudo, y ya tiene un heredero. La mujer de Saxonby está muy enferma, pero entre él y el título hay todavía dos hermanos. ¿Herriot...? ¿O acaso es el otro? Maldita sea, tendría que encontrar a Debrett... No, puedo preguntarle a lady Seales. Ella seguro que sabe cómo está el mercado.
Esme se quedó mirando perpleja a su abuela.
—¿Qué mercado? ¿De qué estamos hablando?
—El mercado de maridos. De tu próximo marido. No pensarás llorar la muerte de ese imbécil toda la vida, ¿no?
—¡Que el cielo me dé paciencia! —chilló Esme—. ¿Todavía no ha muerto y ya me está buscando el próximo marido? Es usted peor que Qeriba. Por lo menos ella no le deseaba ningún mal. Pero, por lo demás, es igual que ella. «Haz esto. Haz aquello.» Como si yo no tuviera opinión ni nada que decir.
—Entonces, ¿por qué no tratas de decir algo inteligente?
—¿Por qué no me deja un momento para pensar? Usted es la única que dice que Varian debería batirse en duelo por mí. ¿Por qué tendría que creerme que se va a jugar el cuello por una causa tan poco importante? Lo más seguro es que se ría de esos cotilleos.
—Ya te he dicho cómo son los hombres.
—Sí. Y también me ha dicho que muchos hombres dejan a sus mujeres en el campo mientras ellos se van a divertir a la ciudad. Si él quería regresar a Londres solo, y si me encuentra allí...
—Sí, eso será un gran inconveniente para él, estoy segura.
—Y además —siguió diciendo Esme tozuda—, no ha pensado en lo que dirá la gente si yo voy a Londres con mi abuela mientras él se aloja en otra parte.
—Eso será cosa suya. Yo no os he separado cuando estabais aquí, y no pienso hacerlo allí. Pero ya veo que lo único que haces es buscar excusas. La razón por la que no quieres ir a Londres es bastante simple: eres una cobarde.
En ese caso en concreto, aquellas palabras dieron muy cerca de la diana. Esme lo habría admitido sin demasiados problemas en el momento en que pensó en aquellas mujeres. A la vez, se sintió furiosa por aquel insulto.
—¡Es usted completamente imposible! —gritó ella—. Haría lo que fuera y diría lo que fuera con tal de salirse con la suya. Pero no se equivoque conmigo. Lo quiera o no, su sangre corre por mis venas, y conseguiré salirme con la mía. Sí, abuela, podemos prepararnos para viajar mañana, si así lo desea. No, abuela, no iremos a Londres hasta que sepa cuál es la opinión de mi marido. Y entonces podré juzgar el asunto con más sensatez.
Lady Brentmor la miró frunciendo el entrecejo con ferocidad. Pero Esme no se amedrentó en absoluto y le devolvió una mirada igual de fiera.
—¿Quieres ir a Mount Eden? —le preguntó la anciana—. ¿Y conseguir antes el permiso de ese bobo?
—No pienso ir corriendo a Londres para rescatarlo de un duelo, solo para enterarme de que me ha estado tomando el pelo. Ya he oído su opinión de lo que tenemos que hacer. Ahora quiero oír la de él. Luego, yo decidiré. Por mí misma.
—Muy bien —dijo su abuela—. Como usted quiera, milady.
—Y sin trucos —le advirtió Esme—. Percival me ha enseñado el mapa. Si el carruaje va a cualquier otro sitio que no sea Mount Eden, saltaré de él en marcha.
—No se me ocurriría ni soñar en engañarte —fue la irónica respuesta—. No sabes lo contenta que estoy pensando en ir a visitar a su excelencia sin avisarle. Con el tiempo tú misma lo verás. Dejemos que te presente a sus amigos de bebida y opio, y a sus fulanas. Nada me gustará más que verte entre ellos. —Lady Brentmor se dirigió hacia la puerta—. No me lo perdería por nada del mundo.
Percival ya se había escabullido del vestíbulo por las escaleras de atrás cuando su abuela salió de la sala de estar de Esme. Sabía que no debería haber estado escuchando detrás de la puerta. Una vez había espiado a su padre de aquella manera, y sabía a lo que le había llevado aquello. Ya no se atrevía a volver a pensar en el ajedrez, porque eso le llevaba a acordarse de la reina negra, lo que le había conducido al vergonzoso secreto de su padre, y pensar en todo aquello ponía enfermo a Percival. Y ahora se sentía casi igual de enfermo, como se había sentido desde el momento en que había visto la carta sobre la mesa del desayuno.
Después de abrirla, el rostro de la abuela se había quedado rígido y de color púrpura. Y tenía toda la razón del mundo de reaccionar así, como había descubierto Percival. Pero aquello no tenía nada que ver con su padre, se dijo Percival. No se trataba más que de un montón de horribles e ignorantes cotilleos.
Frunciendo el entrecejo, Percival se sentó en el escalón más alto. La parte en que se hablaba del aro en la nariz, por ejemplo. La mayoría de la gente sabía que era una costumbre en algunas culturas exóticas, lo mismo que en otras culturas era normal ir desnudos. Pero aquellos cotillas no tenían ni idea de lo que eran las costumbres de Albania, y también erraban en las demás cosas que decían de la prima Esme.
Excepto en lo de los tatuajes. En algunas tribus de Albania, las mujeres llevaban tatuajes en las manos. Era muy extraño que un grupo de cotillas ingleses hubiera acertado en una práctica bastante poco común y en todo lo demás estuvieran tan absurdamente equivocados. Uno no podía dejar de preguntarse cómo cualquiera que no fuese albanés podía imaginarse a una mujer que llevara tatuajes. En las manos.
Pero no era del todo imposible, se dijo a sí mismo. Podría haber sido una coincidencia.
Lo mismo que el tipo de papel y la tinta utilizados. Sin duda, su padre no era el único que tenía aquel tipo de material de escritorio en particular. Aunque la señora Stockwell-Hume no le parecía la clase de mujer que lo utilizaría, a menos que hubiera hecho servir el material de su marido. Pero este había muerto hacía varios años.
Percival cerró los ojos. No podía tratarse del papel y la tinta de su padre. Estaba claro que la letra no era la de su padre, ni la de ninguna otra persona conocida, tenía que ser la de la señora Stockwell-Hume, pues de lo contrario su abuela se habría dado cuenta. Tampoco podía tratarse de una falsificación. Si su padre supiera cómo disimular su letra ya lo habría hecho en el caso de la nota que había dentro de la reina negra.
Pero acaso había alguna otra persona que sabía cómo falsificar una carta, empezó a darle vueltas a esa idea preocupado. Alguien muy listo. Algún albanés.
—No —susurró Percival—. No puede ser, por favor, mamá. Solo son imaginaciones mías, ¿no es verdad?