Capítulo 23

La casa era enorme, como una gran fortaleza de piedra, excepto porque ninguna persona sensata habría construido una fortaleza con ventanas tan grandes, o con tantas. Hilera tras hilera de grises rectángulos se enfrentaban glacialmente a un día sin sol de enero. La nieve que caía sin cesar había blanqueado la plana franja de tierra que rodeaba la casa y había vestido los oscuros árboles sin hojas con un traje de borlas blancas.

Esme había visto nieve antes, pero nunca tanta como en Inglaterra durante ese último día de viaje hasta la casa de su abuela. De todas formas, era preferible la nieve que el frío intenso que la había precedido. El campo, con sus montañas anchas y rechonchas ya no parecía tan sombrío y aburrido bajo el manto blanco de la nieve.

Allí no había montañas, solo granjas separadas unas de otras por pedazos de bosque aquí y allá, y millas de muros de piedra, retorciéndose entre los caminos que se entrecruzaban en las colinas. Varian le había dicho que en el norte había hermosas y altas montañas, que rodeaban hermosos lagos de aguas cristalinas. A Esme le habría gustado ir allí. O a cualquier otra parte en lugar de encontrarse donde estaba.

Mientras subía los peldaños de la entrada al lado de Varian, echó una ojeada por encima del hombro al viejo y descuidado carruaje que los había llevado hasta allí. En unos minutos tendrían que pedirle que los llevara de nuevo de vuelta. Para ella eso sería perfecto, si no fuera porque no les quedaba nada de dinero. Habían invertido sus últimos ahorros en llegar hasta allí.

Esme dio un respingo cuando Varian llamó a la puerta por segunda vez. Sin embargo, en esta ocasión un hombre muy bajo y delgado, y con una nariz aguileña y muy fina, les abrió. Miró con cara inexpresiva, primero a Varian y luego a Esme. Y entonces sus ojos redondos parpadearon rápidamente.

—La nieta de lady Brentmor viene a visitar a su abuela —dijo Varian bruscamente.

El hombre que había en la puerta emitió un sonido totalmente incomprensible, y les dejó entrar hasta el vestíbulo.

—Iré a ver si la señora está en casa —susurró él.

Inmediatamente, les dio la espalda y se marchó, con sus zapatos relucientes repicando sobre el suelo de mármol.

—¿Dónde podría estar una anciana en un día como este si no en su casa? —farfulló Esme—. Qué maleducado es esto de dejar a los invitados en la puerta. Ni siquiera nos ha saludado, o nos ha dado la bienvenida, ni nos ha preguntado cómo estamos.

—Normalmente no se anima a los criados a que hagan preguntas de una índole tan personal, cariño. Especialmente cuando no están seguros de si el visitante será bien recibido. Por lo menos no nos ha dejado directamente en la calle. Eso ya es algo. —Varian le rozó un brazo con la mano—. Espero que no tengas demasiado frío. De todas formas, también me imagino que la temperatura va a empezar a subir muy pronto.

Diez minutos más tarde regresó el criado, les ayudó a quitarse los abrigos y los condujo —por un laberinto de pasillos— hasta unas inmensas dobles puertas de madera finamente repujada y pintadas de amarillo. Las abrió muy despacio y les hizo un gesto con la cabeza a Esme y a Varian para que entraran. Sin saber si lo correcto era que le diera las gracias, Esme le dirigió una ligera sonrisa. Para su sorpresa, el criado le contestó con otra sonrisa, pero tan fugaz que casi llegó a preguntarse si se la habría imaginado.

Al cabo de un instante, estaban en la guarida del león. De la leona; más bien, y aquello no era exactamente una guarida.

La sala, a conjunto con la parte exterior de la casa, era inmensa. Todo el mobiliario de una docena de pueblos de Albania habría cabido allí perfectamente, y habría quedado sitio para alojar al menos a cincuenta personas. Así y todo, alguien realmente decidido había conseguido llenar la sala al máximo de muebles. Las cortinas, las alfombras y la mayor parte del mobiliario eran de tonos verdes y dorados. Todo estaba bellamente labrado, y cada trozo de tela finamente bordaba o estampada en oro; aquella sala enorme y sólida parecía que iba a caerle encima a Esme hasta aplastarla.

Mientras la gran masa de cosas empezaba a disolverse hasta convertirse en objetos individuales, Esme descubrió que había allí algo vivo.

Una anciana que estaba de pie, tiesa como un palo, al lado de una de las ventanas, observando desde allí a los visitantes por encima del hombro, a pesar de que no era mucho más alta que Esme. Tenía una cabellera casi totalmente gris, con unas cuantas mechas de color castaño, y lo llevaba elegantemente peinado. Iba suntuosamente vestida con un traje de terciopelo verde oscuro con puntillas doradas en el cuello y los puños.

—Bueno, ¿qué haces ahí mirándome boquiabierta? —chilló haciendo que Esme se sobresaltara—. Acércate más para que pueda verte. Aquí está oscuro como en el Hades, y esos estúpidos holgazanes no han encendido todavía las velas. Ven aquí, huérfana.

—Milady —dijo Varian—. Lady Edenmont, mi esposa.

—¿Te he preguntado algo, gallito? —le chilló la anciana—. Ya sé quién eres. Déjame que vea a la chiquilla que dice ser mi nieta.

Esme se soltó de la mano de Varian y echó a andar hacia las ventanas, dejó escapar una maldición entre dientes y luego miró fijamente a la madre de su padre, quien a su vez le sostuvo la mirada.

—Aquí estoy —le soltó Esme—. Ya me ve. Puede llamarme como quiera. No me importa en absoluto. Usted no tenía ganas de verme y yo no tenía ganas de venir aquí. Pero mi marido dijo que era mi obligación. Y así lo he hecho. Adiós.

—No te he dado todavía permiso para marcharte, señorita Omnipotente y Engreída. Así que mantén la boca cerrada y demuestra un poco más de respeto por tus mayores. Maldita sea, Edenmont, ¡no es más que una niña! —dijo la insufrible anciana sin dejar de mirar a Esme con el ceño fruncido—. ¿En qué demonios estabas pensando?

—¡No soy una niña! Cumpliré diecinueve en...

—Y fría y quejumbrosa y parece que muy mal alimentada —siguió diciendo su abuela sin hacer caso de la interrupción—. He visto especímenes más prometedores en un asilo de pobres.

Luego se echó hacia atrás unos pasos y, con los ojos todavía clavados en Esme, tiró violentamente del cordón de la campanilla.

—He de reconocer que no entiendo lo que tienen los hombres en la cabeza, aunque dudo que puedan tener algo en ella. Y tú menos que nadie, Edenmont. Aunque ya veo que demuestras el descaro suficiente para aparentar tener cierta inteligencia. ¡Drays! Maldito sea ese vago granuja, ¿por qué tardará tanto?

Las puertas se abrieron una vez más y el hombrecillo de nariz afilada entró en la sala.

—¿Milady?

—Lleve a la huérfana con la señora Munden y dígale que le prepare un baño y luego...

—¿Llevar? —repitió Esme con incredulidad—. ¿Baño? Yo no soy...

—Y dígale a Cook que le prepare una buena comida caliente y una taza de té fuerte con mucho azúcar, y un montón de galletas y un cuenco de...

—No estoy dispuesta a...

—Nadie te ha preguntado. Vete con Drays, ahora mismo, y quítate esos harapos. No sé de qué otra forma podría llamarlos.

Esme lanzó una mirada desafiante a su obviamente senil abuela y otra a su marido. Varian le sonrió, muy ligeramente, pero ella no entendió qué significaba aquella mueca.

—¿Varian?

—Tu abuela está siendo muy amable —dijo él.

—¿Me estás diciendo que haga lo que me pide? —le preguntó Esme perpleja.

—Creo que sería lo mejor. Me parece que quiere hablar conmigo en privado.

—Naturalmente —dijo la anciana en un tono de voz amenazador.

A Esme siempre le era difícil interpretar las expresiones de Varian. Se colocaba una máscara en el rostro con mucha facilidad, y todas sus máscaras parecían realmente auténticas. Así y todo, mientras avanzaba a su pesar hacia la puerta, a Esme le pareció ver algo parecido a un gesto tranquilizador, si no en sus fríos ojos grises, acaso en su postura. Le rozó ligeramente la mano al pasar, y él se la cogió y se la apretó durante un segundo.

—Todo va bien, querida —murmuró él.

Aunque a ella le parecía que todo iba mal, Esme le dirigió una débil sonrisa, y a su abuela una cortés reverencia. A continuación, alzando la barbilla, abandonó la habitación seguida por Drays.

—La huérfana de Jason —dijo lady Brentmor cuando Esme ya estaba lejos para poder oírla—. Si estuviera ciega y sorda, podría negarlo, pero no lo estoy, de modo que no puedo hacerlo. Ya me han llegado noticias de todo este asunto, por mi incompetente hijo y ese lunático chico que tengo por nieto.

Señaló con la mano una mesa de mármol con los cantos dorados.

—Hay una botella de brandy en ese como se llame. ¿Le importaría servirme una buena copa? Sí, y puede servirse otra para usted si quiere. Supongo que no será usted metodista, ¿no?

Cuando Varian se acercó a la mesa para cumplir sus órdenes, ella se dejó caer en una silla.

—Que el demonio se apiade de esta chica. De entre todos los imbéciles e inútiles canallas que Dios ha creado, ha tenido que liarse con usted. No parece tener más cabeza que su padre. Al final consiguió que lo mataran, ¿no es así? Y por un puñado de paganos, eso es todo. Cuando pienso en lo que podría haber llegado a hacer si se hubiera quedado donde debía. Pero no. Era un insensato. Los hombres son todos un atajo de locos. Maldito sea hasta el último de ellos.

Varian le acercó la copa de brandy sin decir una palabra. Su tía abuela Sophy había sido una mujer parecida: una dama del siglo pasado, con una vida dura y un hablar directo siempre. La tía Sophy era capaz de beber más que todos los hombres juntos reunidos a la mesa, y sus juramentos podían conseguir sacarle los colores hasta a un marino.

—Siéntese, siéntese. —Lady Brentmor hizo un gesto impaciente señalando una butaca que había delante—. Me va a dar tortícolis si tengo que mirar hacia arriba su antipática cara de mentiroso.

—Le aseguro, milady, que no he venido hasta aquí para engañarla. —Varian se sentó y al momento sospechó que su anfitriona había hecho tapizar la butaca con macadán y después la había mandado pintar encima—. He oído decir que le dio permiso a su hijo Jason para que contara con su ayuda. Debo entender que ese permiso incluye también a su descendencia.

—No digamos majaderías, por favor —dijo ella en tono cortante—. Y aunque quisiera engañarme, no iba a poder. No soy un pisaverde ni un primaveras que se deje engatusar fácilmente por una cara bonita y unas cuantas frases rebuscadas. La belleza es hacer cosas bellas, suelo decir yo; y lo que usted ha hecho hasta ahora no es precisamente algo que valga la pena tener en cuenta. —Sus avellanados ojos de arpía se clavaron en él—. Usted, y Davies, y Byron y el resto. Pájaros de mucha pluma, y usted el de pluma más negra de todos ellos.

—Vivir la vida, señora. Las locuras de la juventud.

—No hace ni seis meses que le puso los cuernos a dos condes italianos, un banquero y un pastelero. ¡Un pastelero! —repitió ella—. Pero ¿es que no es capaz usted de discriminar en absoluto?

—Una juventud malgastada, como ya le he dicho. Pero ahora soy un hombre casado, milady, y sabedor de mis responsabilidades.

Ella se inclinó hacia él.

—¿Es también sabedor de que se encuentra navegando por el río de las deudas, y de que no tiene entre las manos ni un remo para salir de ahí? Porque yo no pienso mojarme por usted, milord. Y si cree lo contrario, será mejor que se lo piense de nuevo, si es que tiene usted cerebro para hacerlo.

—Le aseguro que no tengo ninguna intención al respecto. —Varian meneó el brandy en la copa que sujetaba entre las manos. Aquello no iba a ser fácil. Y conforme pasara el tiempo iba a ser todavía peor—. He tenido una buena idea, que usted no podría sospechar. De hecho nadie que conozca mi reputación sospecharía. Lo único que puedo asegurarle es que no he traído a Esme aquí con la intención de conseguir una dote para ella. No me he casado con ella porque tenga una abuela rica.

—Pero sabía que la tiene, ¿no es así?

—Esme nunca ha reclamado su herencia. Más bien al contrario. Además, nada de lo que sé de su familia me podía inclinar a pensar lo contrario. He apostado las suficientes veces para reconocer una apuesta con todas las de perder.

—Pero se ha casado con ella.

—Sí.

—¿Sin pensar en sus intereses? No me lo creo.

—Me he casado con ella porque... —Varian se quedó mirando la copa, como si en ella pudiera encontrar las palabras que tenía que pronunciar en cuanto se aclarara la garganta—. Porque le tengo mucho aprecio —dijo al fin sencillamente.

La noble viuda soltó una sonora carcajada.

—La idea que tengo yo del aprecio, señor, no es mucho mejor de la que tengo del sentido práctico. Se ha casado con ella, a pesar de que sabe que no podrá alimentarla ni vestirla ni ofrecerle un hogar. No es más que una niña, ¿y le ha puesto un anillo en el dedo para conducirla directamente a la casa de la caridad?

—No me dice nada por lo que no me haya reprochado a mí mismo miles de veces. Pero el mal ya está hecho, y usted no lo puede deshacer.

—No hay muchas uniones que no puedan deshacerse —dijo ella con brusquedad—. Si se está dispuesto a pagar. Usted no me importa un comino, pero una anulación de este abominable matrimonio sería una inversión muy inteligente.

Los dedos de él se cerraron alrededor del borde de la copa.

—Eso no hace falta ni que lo discutamos.

—¿Por qué? ¿No me irá a decir que la pobre muchacha está ya encinta?

—¡Por el buen Dios, no! —La copa tembló entre sus manos derramando brandy sobre la alfombra. Solo unas gotas. Unas cuantas gotas diminutas, eso fue todo. Varian respiró profundamente para calmarse—. Quiero decir que no es esa la razón. Quiero decir que nunca consentiría tal cosa.

Ella se lo quedó mirando con unos ojos duros y despiadados. No es que él hubiera esperado o deseado conseguir su compasión. Nada de lo que le reprochaba era realmente injusto. Había llamado a Esme «pobre chiquilla», y eso era lo importante. Al igual que la comida y el baño, aquello significaba que había esperanzas. Una oportunidad.

—¿Qué quiere usted de mí? —preguntó ella—. Dígamelo claramente. No me apetece que me doren la píldora en este momento. Nunca me han gustado las indirectas, y ya soy demasiado vieja para empezar a aprender a apreciarlas.

Él se la quedó mirando fijamente a los ojos.

—Quiero que cuide de ella durante un tiempo. Quiero que esté a salvo y cómoda. No puedo arriesgarme a llevarla conmigo a Londres. Mi título me puede proteger hasta cierto punto, al menos para que los acreedores no me envíen a la cárcel. Pero no quiero exponer a Esme al acoso. Por eso la he traído aquí.

—Le advierto que no pienso mantener a un pícaro holgazán.

—Solo a Esme y únicamente por un tiempo —dijo él—. Yo debo ir a Londres, a pesar de los alguaciles. No tengo otra manera de solucionar mis asuntos.

—¿Y cómo piensa enfrentarse con ellos?

—No lo sé.

La anciana se echó hacia atrás en la silla y soltó un suspiro.

—Así son los hombres, ¿eh? Los hombres nunca saben, pero siempre «deben», ¿no es así? Nunca saben nada, ni una maldita cosa. No tiene ni idea de cómo hacer las cosas bien, así que se deshace de la pobre chica, ¿verdad?

—No.

—Quiere que esté a salvo en el campo con su abuela, ¿no es así? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Semanas, meses, años? ¿Durante el resto de su vida? Sin relaciones sociales, sin pretendientes, sin posibilidad de encontrar una pareja apropiada. Maldita sea, Edenmont, si se quería acostar con ella, ¿por qué no lo dejó todo en eso? Yo le habría encontrado una pareja. No todo el mundo tiene que tener una novia que sea virgen, digan lo que digan. Y aunque se dediquen a comentarlo todo el tiempo, malditos hipócritas.

Varian se levantó.

—No hace falta que me lo diga a mí —dijo él fríamente—. Ella no se casará con nadie mientras yo esté vivo. Si su condición es que se disuelva el matrimonio, entonces dígalo y yo y mi esposa nos marcharemos de aquí por donde hemos venido.

—Es usted un ser vil y egoísta —dijo ella poniéndose también en pie—. Pero no quiero que la huérfana de Jason tenga que verse obligada a dormir y a vivir en los callejones. Ella puede quedarse. Y usted, milord, puede irse al infierno.

El baño era tal y como se lo había descrito Varian aquella mañana, varios meses antes: la enorme bañera de cobre humeante, el aroma del jabón, las suaves toallas. Incluso las criadas.

En respuesta a la llamada de Drays, la señora Munden había llegado resoplando por el pasillo como un remolcador, se había ido directamente hacia Esme y la había llevado con ella, a la vez que daba órdenes a un grupo de criados de menor rango que habían salido corriendo en todas direcciones. Los pasillos habían empezado a llenarse enseguida como el río Támesis, con su montón de barcos yendo y viniendo, transportando sus diversas cargas: cubos de carbón para el fuego, cubos de agua hirviendo para la bañera, maletas, toallas y Dios sabe cuántas otras cosas.

Todo aquel ajetreo hacía que Esme se sintiera mareada, cansada e inquieta. Todo lo que pasaba a su alrededor se hacía por y para ella, y nada estaba fuera de control. Desde el momento en que había entrado en aquella casa, se había visto atrapada por su poder. Por el poder de su abuela.

Y aquella sensación no desapareció a la hora de la cena, aunque estuviera allí Varian, regalando a la anciana viuda con historias de Corfú, Malta, Gibraltar y Cádiz; todos los lugares en los que habían hecho una rápida escala en su errático viaje hasta Inglaterra. Habían tardado casi dos meses en llegar. Y eso gracias a que la goleta en la que viajaban estaba haciendo una carrera con otro barco idéntico.

Los dueños de los dos barcos eran ricos; ricos y ociosos antiguos compañeros de clase de Varian. Habían estado navegando por las islas griegas cuando les llegó el rumor de la boda de lord Edenmont. Uno lo creyó y el otro no. El resultado fue una apuesta, y una alocada carrera hasta Corfú para ver quién la ganaba. Fue así como Varian y Esme obtuvieron un pasaje gratis a Inglaterra.

Como ahora estaba comentándole Varian a lady Brentmor, su mala reputación le había salvado. Si hubiera tenido una vida respetable, posiblemente ahora Esme y él todavía estarían en Corfú. La anciana parecía divertirse. Se reía sonoramente, como si ella misma hubiera tenido algo que ver en los rumores que le acababan de contar, a medio camino entre regañar a Varian por su falta de fondos y la manera atolondrada de encontrar una esposa.

Después de la cena, volvieron al salón verde y dorado. Lo llamaban la sala de estar. Allí Varian le hizo un relato pormenorizado de sus aventuras por Albania. Entonces, lady Brentmor no se rió tanto, ni tampoco frunció el entrecejo, tan solo se quedó mirando fijamente al fuego, y de vez en cuando sacudía la cabeza. Al final, pidió que le trajeran un oporto y despidió bruscamente a Esme y a Varian.

Aunque la anciana viuda había dejado muy claro que desaprobaba a Varian, y que veía aquel matrimonio como una tremenda catástrofe, le había asignado a la pareja dos habitaciones contiguas.

Molly, la doncella, acababa de salir del dormitorio cuando entró Varian por la puerta que conectaba ambas habitaciones. Tomó el cepillo que hacía unos minutos había dejado Molly sobre el tocador y se lo quedó mirando un largo rato, para luego dejarlo de nuevo donde estaba. Le puso a Esme las manos sobre los hombros y se quedó mirando su imagen reflejada en el espejo. Entonces, con unas cuantas frases cortas, le contó el trato al que había llegado con su abuela.

Cuando hubo acabado de hablar, Esme se apartó bruscamente de él y se acercó a la ventana.

—No tenemos otra alternativa, cariño —dijo él—. Si la tuviéramos, te juro que...

—No hace falta que jures nada —dijo ella tratando de que no le temblara la voz—. Te entiendo. Y te creo.

—Sin embargo, también estás angustiada.

—Solo ha sido un momento. No es muy agradable. Mi abuela es una mujer molesta, vieja y ruda, pero las he conocido peores, y ella aún no me conoce. En Albania, la esposa se va a vivir a la casa de la familia del marido. Al ser la recién llegada en la familia, es la que ocupa el lugar más bajo. Todas las mujeres, madres, hermanas, abuelas y tías, pueden darle órdenes. Si quieren ser desagradables con ella, pueden hacerle la vida imposible, y ella debe soportarlo todo porque está en minoría. Aquí solo hay una mujer para darme disgustos; y la doncella me ha dicho que mi primo está al llegar.

Mientras hablaba se las había arreglado para recuperar la compostura. Entonces se dio la vuelta, capaz de enfrentarse a la mirada preocupada de Varian con una sonrisa tranquilizadora.

—A Percival lo han vuelto a expulsar del colegio, otra vez, y mi tío pretende dejarlo al cuidado de la anciana, porque no quiere seguir aguantando a su problemático hijo.

—Esme, no es eso lo que yo pretendo hacer. De eso puedes estar segura.

—Lo sé. No estaba comparándote con mi ignorante tío. Solo te decía que me alegro de que sir Gerald sea así, porque Percival estará pronto aquí y podré tener un aliado. Puedes irte a resolver tus asuntos con el corazón tranquilo. Aquí, entre él y yo, seremos mayoría.

Entonces Varian se acercó a ella, la rodeó con los brazos y la apretó contra su pecho.

—Lo siento, querida. No te imaginas cuánto lo siento. Pero estaré de vuelta enseguida. A lo sumo en unas semanas. No más.

Unas cuantas semanas en Londres, rodeado de sus viejos amigos, como aquellos ociosos que los trajeron a Inglaterra. Todo el día bebiendo, riendo, apostando, yendo de putas.

Esme cerró los ojos.

—No será más que una corta separación —dijo él.

Ella creía que lo decía de verdad, al menos en aquel momento, y el presente era lo único que le importaba a él. Entonces, esa noche; eso era lo único que ella tenía. Luego él se marcharía y todo podría cambiar. Ella no tenía ganas de quejarse o de pelear, no esa última noche, la última en que podía ser seguramente suya.

Porque ella estaba segura, en ese momento, se echó hacia atrás en sus brazos y alzó las manos para tomar entre ellas su hermoso rostro.

—Hazme el amor —dijo ella—. Házmelo para que llene el vacío de esas pocas semanas... hasta que vuelvas... y me hagas el amor de nuevo.

Todavía era de noche cuando Varian abandonó el dormitorio. Esme estaba dormida, con un sueño profundo y tranquilo, lo sabía. Había compartido su cama en bastantes ocasiones hasta ahora, y se había despertado antes que ella las veces suficientes —mirándola, escuchándola, pensando— para saberlo. Se iba a marchar mientras ella dormía porque no podría soportar una despedida. Se habían dicho adiós sin palabras la noche anterior, durante aquellas emocionadas horas haciendo el amor. Entonces, él se había embriagado con su olor y con sus suaves gritos de pasión, y la había amado. Con pasión. Con emoción. Desesperadamente. Quería recordarla. Quería hacerla arder dentro de su corazón, no porque creyera que podía olvidarla, sino para poder llevarla consigo de alguna forma.

Desde la primera noche que la había tocado, no había sido capaz de separarse de ella. Esta vez tenía que irse. Y ese «tener» significaba que no se atrevía a despertarla, ni tampoco se atrevía a decirle adiós. Si lo hacía, su resolución se iría al traste... y acabaría fallándole a ella.

La noche antes lo había dejado todo preparado en su dormitorio, mientras la doncella ayudaba a Esme a arreglarse para meterse en la cama. Incluso le había escrito una nota.

Varian solo tenía que vestirse, coger su bolsa de viaje y marcharse. Y lo hizo sin mirar atrás.

Impaciente por librarse de él, lady Brentmor había avisado en el establo de que lo tuvieran todo listo. Aunque el sol apenas estaba empezando a despuntar, Varian se encontró en el establo con uno de los mozos, ya completamente despierto y preparado para acomodar a su excelencia.

Menos de media hora después de haber abandonado la calidez de la cama de su esposa, Varian estaba ya de camino a Londres.