Capítulo 4
Probablemente a Alí se le haría la boca agua cuando lo viera, pensó Esme cuando se acercaban a Rogozhina dos días después. A pesar de que en la corte del visir estaban algunos de los más hermosos jóvenes del Imperio otomano, al lado de aquel lord inglés todos parecían gnomos. Alto y muy apuesto, se movía con todo el arrogante aplomo de un sultán, incluso mientras avanzaban por los enlodados pantanales, con las corrientes de agua cubriéndoles hasta las rodillas. Su insolencia era una manera de ganarse el respeto, pues en su esfera se abusaba de los dóciles. Además, su aspecto podría llegar a hacer que más de un cortesano se pusiera a llorar.
Su piel era tan lisa y suave como la de una concubina consentida, aunque su belleza era puramente masculina —una combinación irresistible para muchos hombres—. Pero estos lo podían anhelar en vano.
Petro le había dicho que el lord inglés era un adicto a las mujeres. A pesar de que era de todos conocido lo licencioso que era aquel hombre, las mujeres italianas revoloteaban a su alrededor como las moscas sobre el estiércol. Por supuesto, como había alardeado el chismoso Petro, el lord escogía solo a las más hermosas y sofisticadas de entre aquellas que se le ofrecían de manera tan desvergonzada.
El marinero había compartido esa información con ella mientras su señor dormía. Si Esme pretendía realizar aquel viaje con ellos, debería tener un ojo puesto en su señor, le advirtió Petro, para que no pretendiera nada con las virtuosas mujeres albanesas y los metiera a todos ellos en una sangrienta pelea.
—Es difícil que encuentre a nadie con quien pretenderlo en el camino a Tepelena —le había contestado Esme—. No es muy normal encontrarse con cortesanas por esta comarca. Así que adviértele que deberá esperar. Alí le podrá proporcionar todas cuantas quiera cuando lleguemos.
—No, tienes que decírselo tú, porque a mí no me escucha nunca. Dice que no puede entender el inglés que hablo. Se lo tendrás que decir tú y explicárselo tan claramente como lo hiciste la otra noche. Nunca lo había visto tan enfadado. Por un momento creí que estaba dispuesto a pegarte. Pero tú le regañabas y él no hacía otra cosa más que sonreír y escuchar.
Ahora el inglés ya no se reía. Sus ojos grises estaban fijos en el humilde pueblo que tenían delante y los rasgos de su cara se habían puesto tensos.
—Rogozhina —dijo ella—. Ya te había dicho que llegaríamos aquí antes de que cayera la noche.
—Me dijiste que era una ciudad importante. No veo más de seis casas, o cuchitriles. Y es difícil distinguir dónde acaba el musgo y dónde empieza la piedra de las paredes.
—Te dije que es un importante cruce de caminos —dijo ella—. Aquí se unen dos ramales de la antigua vía Egnatia romana, una desde Apolonia y otra desde Durrës.
—Pues entonces me parece que a los romanos se les acabó enseguida el dinero para su mantenimiento. Aunque César Augusto poseyera los visionarios poderes concedidos por los dioses de los que hacía gala, me atrevería a desafiarlo por definir como dos grandes carreteras esto que no es más que un camino en medio de un mar de lodo, en mitad de ninguna parte. Hemos avanzado durante dos días por estos pantanos, para llegar a este grupo de chabolas cubiertas de barro que, por lo que puedo ver, fueron abandonadas por sus habitantes humanos al menos hace seis siglos.
—¿Quizá esperabas una ciudad como París, efendi?
—Estaba esperando llegar a algún lugar que tuviera algo que ver, por lejano que fuera, con la civilización.
Esme experimentó un poderoso deseo de disparar su bota hacia el trasero de él, pero se dijo a sí misma que aquel lord era como un niño consentido y no podía comportarse mejor. Y además, al ser tan infantil, era bastante fácil manejarlo. De no haber sido así, habrían tenido que quedarse encerrados en el pequeño refugio junto a la desembocadura del Shkumbi.
Afortunadamente, él necesitaba tenerla a ella a su lado mucho más de lo que ella lo necesitaba a él. En Inglaterra podría haber sido un lord poderoso, pero en Albania estaba tan desamparado como un niño.
Efendi era como ella lo llamaba, desde el primer momento, en broma. Claro que era un tratamiento de respeto, pero para un profesor o un cura. Podría llamarlo «montón de menudillos», por lo que podía entender o le importaba entender. Por Alá, esos lores ingleses eran ignorantes y provincianos —y parecían evidentemente orgullosos de serlo.
—No creo que tenga que advertirte que no deberías hacer ese tipo de comentarios entre los aldeanos —le dijo ella en aquel momento—, ya que eres un caballero inglés, y Jason siempre decía que los verdaderos caballeros son muy educados.
—Yo no soy un caballero. No soy más que un pedazo de barro andante lleno de pulgas.
—Aun así debo advertirte que no cortejes a las mujeres.
Él volvió la cabeza lentamente hacia ella.
—¿Perdona?
—Me parece que no eres sordo. He dicho que no cortejes a las mujeres si quieres salir de Rogozhina de una sola pieza. Si nos cruzamos con alguna prostituta ya te lo diré, pero eso es bastante improbable. En Albania hay muchos más hombres que mujeres, y estas están celosamente protegidas. Por ejemplo, un musulmán debe pagar más de mil piastras por una novia. Eso es una inversión importante. Por favor, ten eso siempre en mente.
Él echó una ojeada a la masa de estructuras habitables de pobres formas bajo la lluvia gris, y luego volvió a mirarla a ella.
—Por supuesto que lo haré. Gracias por la advertencia. Sería espantoso que enloqueciera por las hordas de doncellas que hay en Rogozhina esperándome.
—No es necesario que seas tan sarcástico —dijo ella.
—Me gustaría saber quién te ha metido en la cabeza que me dedico a cortejar a todas las mujeres con las que me cruzo —dijo él.
En ese momento, Petro se arrastraba miserablemente a muchos metros por detrás de ellos. Aunque era posible que no pudiera oír lo que decían, Esme prefirió no desvelar quién era su informador. No quería que aquel señor supiera que se había dedicado a chismorrear de él con su criado.
—Tienes aspecto de que así es —dijo ella—. Y estaría muy interesada en ver cómo lo haces, debe de ser un espectáculo divertido, pero creo que podré esperar hasta que lleguemos a Tepelena.
—¿Verme?
—Cortejar —aclaró ella—. Por supuesto que no siento ninguna curiosidad en ver el resto. Eso es un asunto privado.
—Esme —dijo él—, ¿tienes alguna idea de lo que estás hablando?
—Sí. Me lo contó Jason, porque no tengo familia que me pueda proteger. Pensaba que era mejor que entendiera de esos asuntos, puesto que, de lo contrarío, algunos hombres podrían utilizar mi ignorancia contra mí.
—Ya veo.
—¿Estás sorprendido?
—No, solo... —Hizo una pausa y se volvió completamente hacia ella. Ella también se detuvo, preguntándose por qué parecía tan preocupado.
—¿Y qué me dices de la familia de tu madre? —le preguntó—. ¿De tu misma madre?
—Murió cuando yo tenía diez años. Jason y yo pasamos una época muy difícil, porque a él siempre lo requerían en alguna parte. Mi abuela vive en Girokastro, pero todo el resto de mi familia ha muerto.
Y ahora también Jason, pensó ella sintiendo una punzada de pena que empezaba en el corazón y le obstruía la garganta. Se puso a andar de nuevo.
—Pero eso sucedió hace mucho tiempo —añadió ella con firmeza—. Hablemos de otra cosa.
Sin embargo, no tuvieron tiempo de cambiar el tema que de manera tan desconsiderada había sacado Varian. Su llegada fue descubierta enseguida, y al cabo de un momento toda Rogozhina había salido de sus casas para darles la bienvenida.
Era un pueblo mucho más grande de lo que Varian había imaginado. En un momento se vieron rodeados por una muchedumbre de hombres de cuyas manos iban agarrados otra multitud de mujeres y niños, hablando todos a la vez y sin que él pudiera entender ni una sola palabra de lo que decían. Ni tampoco Petro, por supuesto, quien se quejaba de que hablaban en un dialecto ininteligible.
A Varian le dolía la cabeza y empezó a notar que le pitaban los oídos. Estaba cansado y hambriento, y tan sucio que tenía ganas de salirse de su propia piel. Si Esme no se hubiera hecho cargo de la situación, habría acabado sentándose en aquel momento en el suelo para echarse a llorar.
Tal y como ella había previsto, a los aldeanos no les llamó la atención el andrajoso muchacho por el que pretendía hacerse pasar Esme, y enseguida la dejaron de lado mientras formaban un corro alrededor de Varian. Sin embargo, ella se colocó al momento hábilmente a su lado y consiguió que le prestaran a ella toda la atención. Gracias a Esme, menos de una hora después Varian metía su dolorido cuerpo en un lavadero de madera lleno de agua humeante.
Era el lavadero de la ropa que estaba situado en la sala central que unía un grupo de casas de campo. Pertenecía a la numerosa familia de su anfitrión, Maliq. En la cocina, que se encontraba en la habitación de al lado, podían oír las voces de las mujeres mientras preparaban un festín para homenajear a su excelencia. Justo a su lado, en el pequeño pasillo que había detrás de la puerta de la lavandería, estaba Petro, obedientemente ocupado en cepillar la ropa de su señor.
La mayor parte del guardarropa de Varian había quedado en el barco. Ninguno de los miembros de la tripulación había demostrado estar tan loco como para acompañarlos, al precio que fuera, y tres personas a pie no podían cargar demasiado equipaje. Lo que significaba que Varian poseía exactamente tres mudas de ropa interior, una chaqueta, un grueso abrigo y dos pares de pantalones.
A pesar de que estaba acostumbrado a cambiarse de ropa varias veces al día, Varian había pensado que se las podría apañar perfectamente durante dos o tres días hasta que llegaran a Tepelena. No es que no pudiera esperar a asistir a las numerosas fiestas a las que solían invitarlo, pero jamás habría soñado que aquel viaje incluía toneladas de barro y la suficiente cantidad de insectos para llenar la abadía de Westminster.
Se estaba enjabonando el cuello y observando la trágica condición en que había quedado su cara camisa, cuando Esme apareció por la puerta, se paró en seco y luego se dio media vuelta corriendo para salir de allí.
Las carcajadas de Petro se oyeron a lo largo de todo el pasillo.
—Hijo del chacal —gritó ella—. ¿Por qué no me has avisado de que no entrara?
—Mil perdones, mi pequeña —le contestó él con ironía—. Creí que habías venido corriendo para frotarle la espalda.
—Eso no tiene ninguna gracia —le soltó ella—. Además, eres un criado muy ineficaz por dejar que alguien interrumpa a tu señor cuando está tomando un baño. ¿Es que no tienes respeto por su intimidad?
—¿Respeto? —repitió Petro—. Por Alá, pero si la mitad de las mujeres de Italia han visto su...
—Petro —gritó Varian desde la bañera.
Petro se apresuró a asomarse a la puerta.
—¿Sí, señor?
—Cállate.
—Sí, señor.
El pasillo quedó completamente en silencio.
Varian acabó enseguida de bañarse, se puso el enorme albornoz que su anfitrión le había prestado e hizo llamar a los dos.
Esme entró en la habitación y, sin mirarlo, recogió las toallas que él había dejado en el suelo y las colocó en la percha que había en la bañera. Luego se sentó en el suelo, en su típica posición con las piernas cruzadas, y se quedó mirándose las manos.
Petro se quedó junto a la puerta con aspecto servil.
—Tienes que disculparte, Petro, por tus bromas de mal gusto —dijo Varian—. Incluso ahora, nuestro joven amigo debe estar vigilante para que no lo descubran, y yo no tengo ningunas ganas de que nos pillen gracias a ti.
Petro se dejó caer rápidamente de rodillas antes de empezar a darse cabezazos contra el suelo de una manera exageradamente zalamera.
—¡Miles, miles de disculpas, mi pequeña! —dijo él deshaciéndose en halagos—. Que quede yo maldito para siempre, que se me pudran los brazos y las piernas, y se me caigan a trozos, que yo...
—No seas ridículo —le soltó ella—. No te vayas a pensar que nunca antes había visto a un hombre sin camisa. —Cuando Petro se puso de pie con rapidez y volvió a una postura más digna, ella se quedó mirando a Varian y un ligero tono rosado tiñó sus mejillas—. Todo lo que he podido verte han sido los hombros, y eso además solo por un instante, y...
—Y además esta bañera es bastante profunda —añadió Varian.
El rubor de las mejillas de ella se hizo más intenso.
—Así es. Además tenía la cabeza en otra parte, te lo prometo, o de lo contrario jamás habría entrado aquí de una manera tan precipitada. ¿Acaso no les había pedido yo misma que prepararan el baño? Pero lo olvidé, porque...
—Porque venías a toda prisa para contarme algo, supongo —dijo Varian poniéndose en cuclillas delante de ella—. ¿De qué se trata?
Ella lanzó una rápida mirada al pasillo, luego se volvió hacia Varian y le susurró:
—Han matado a Esme.
—¿Perdona?
—Hace días llegó la noticia del secuestro a Rogozhina. Por eso todos salieron a recibirnos y por eso se han preocupado tanto todos por que estuviéramos cómodos.
—Ahora lo entiendo —dijo Petro—. Me había sorprendido mucho ver a todas las mujeres saliendo a recibirnos a la calle, hasta con los niños.
—Pero ¿hace días? —preguntó Varian—. Eso es imposible. ¿Cómo...?
—En Albania, las noticias vuelan por los aires como los pájaros —dijo ella.
—Sí, señor —la interrumpió Petro antes de que ella pudiera continuar hablando—. Gritan desde una montaña hasta la más próxima. Con unos chillidos que destrozan los oídos. Y hay qué ver las caras que ponen...
—Eso no me importa. ¿Qué han dicho de tu... del asesinato de Esme? —le preguntó Varian.
—Bajo dio la noticia, de la manera que te ha contado Petro. Dijo que han matado a Jason y han tomado como rehén a un joven lord inglés —le explicó ella—. Pero también contó que Esme fue asesinada durante el ataque de aquellos rufianes. ¿No ves lo inteligente que ha sido? A estas alturas esas noticias ya habrán llegado a oídos de los asaltadores que me están persiguiendo, o sea, a Esme, y...
—Y de ese modo ya no habrá más intentos de secuestro.
—Ahora ya no tenemos de qué preocuparnos —dijo ella en tono confidencial—. Todo saldrá como te dije, incluso mejor. Ya nadie podrá imaginarse que no soy quien pretendo ser, y la gente nos ayudará a seguir nuestro camino. Seguramente más al sur debe de haber mucha gente buscando a Percival, o puede que ya lo hayan encontrado y ahora esté a salvo. Por otra parte, en este momento los rufianes que nos persiguen deben de estar asustados tanto de la cólera de Alí como de la del señor que los envió.
En aquel mismo momento, a unas treinta millas al sur de Rogozhina, varios rufianes descontentos estaban discutiendo con estridentes susurros mientras un muchacho de doce años dormía a su lado. La mitad de la partida opinaba que sencillamente deberían abandonarlo allí mismo, puesto que los hombres de Alí Pachá deberían estar ya tras su pista. La otra mitad argumentaba que el chico no representaba más que un desafortunado error. Sin embargo, si sufría algún daño, ni siquiera Ismal los podría proteger. Por otra parte, el chico no les había causado problema alguno, excepto cada vez que alguien se acercaba a su bolsa de viaje de piel. A pesar de que se había demostrado que solo contenía piedras sin ningún valor, llegaron a la conclusión de que el muchacho estaba probablemente desquiciado por los recientes acontecimientos.
—A solo una milla hacia el este está la casa del cura —señaló Mehmet—. Podemos dejar al chico con él.
—Sí, buena falta nos hace un cura —dijo Ymer—. Esa pieza de ajedrez que te ha dado nuestro señor me parece que está maldita. Desde que la llevamos con nosotros no hemos tenido nada más que problemas. Cuando llegamos a la casa, la chica ya se había marchado. Cuando nos acercamos a la costa, la mitad de los habitantes de Durrës nos estaban esperando con las armas preparadas. Han matado a dos de mis primos y hemos secuestrado a un chico inglés, el hijo de un lord, por error. Ahora el León Rojo está muerto, y también su hija, y nos van a acusar a nosotros de todo lo que ha pasado. Alí nos va a torturar hasta que muramos.
La mención de la maldición hizo que el grupo se pusiera tenso e incómodo.
—Entiérrala —sugirió uno de ellos.
—Eso no hará que desaparezca su poder maligno —dijo otro—. Será mejor que se la entreguemos al cura, junto con el chico.
—Ismal se pondrá furioso. Se suponía que esa pieza de ajedrez tenía que volver a sus manos.
—¡Pero en poder de la chica, estúpido! La chica está muerta e Ismal no puede esperar de nosotros que se la llevemos de vuelta ahora. ¡Alí nos va a asar en un espetón!
—Será mejor que nos escondamos en las montañas; y que lo hagamos ahora mismo si queremos conservar nuestras cabezas en su sitio.
Mientras los demás seguían discutiendo, Mehmet se puso de pie y se acercó al dormido muchacho, le abrió la cartuchera de cuero y metió dentro la reina negra de ajedrez, envuelta en un trapo, entre las piedras.
Al regresar al lado de sus compañeros, les dijo:
—Tenemos que llevar al niño con el cura, porque no nos han pagado para matar a un niño, sino para raptar a una chica. Tarde o temprano alguien llevará al chico hasta Alí para que lo cuide, o se lo entregará a los británicos en Corfú. Puede que los hados hagan que la pieza de ajedrez regrese a las manos de Ismal. Si no es así, es que no era ese su destino. —Se encogió de hombros—. Y si esa cosa está realmente maldita, será mejor que esté lejos del alcance de sus manos.
Varias horas más tarde, Percival estaba tumbado en un duro catre en la miserable cabaña de uno de los curas albaneses. El fuego medio apagado de la chimenea creaba extrañas sombras en la oscuridad de la habitación. Por la ventana no se veía más que oscuridad, sin una sola estrella.
En el catre que estaba junto a la pared opuesta, el cura roncaba profundamente. La serie irregular de ronquidos, bufidos y silbidos era sintomática, pensó Percival, de la obstrucción nasal que el señor Fitherspine —su último tutor— había padecido. Aquel sonido le parecía tan natural que podría haber llegado a pensar que los últimos tres días no habían sido nada más que un sueño. Pero no era así y tratar de convencerse de lo contrario no iba a solucionar nada.
El cura se había puesto a llorar al contarle a Percival que su tío Jason y su prima Esme habían muerto. Percival no. Todo aquello le había parecido tan extraño: el cura dándole la terrible noticia en latín —pues no tenían ninguna otra lengua en común—, mientras por los laterales de su oronda nariz le caían regueros de lágrimas. Pero Percival tampoco iba a ponerse a llorar ahora. Si se dejaba vencer por las lágrimas, se dejaría vencer en todos los sentidos. Necesitaba pensar.
Acercándose la bolsa de piel de viaje, sacó de ella el objeto que no se había atrevido más que a tocar mientras el cura estaba despierto y lo desenvolvió. Allí estaba. La reina negra. Lo cual era la prueba palpable de que no había estado soñando. Aquel bandido se la había metido en la bolsa... después de una agria conversación con los otros, de la cual Percival solo había entendido una palabra: Ismal. Estaba seguro de ello, porque la había oído varías veces.
Agarró la reina negra por la cabeza y desenroscó la base de la figura. Y se quedó pasmado... porque el trozo de papel todavía estaba allí. Lo sacó perplejo y a la leve luz de las brasas estudió el mensaje de su padre.
Se trataba de un código ridículamente simple. No había que hacer nada más para descifrarlo que darle vuelta al alfabeto, sustituyendo la Z por la A, y así todas las letras. Entonces las palabras aparecían en latín. Sin gramática, pero lo suficientemente explícito. El barco era el Reina de la Medianoche, que dejaría la carga en Preveza a principios de noviembre.
Eso era todo lo que Percival pudo comprender. No llegaba a entender por qué su padre había dejado algo que podría incriminarlo por escrito. O por qué Ismal no había destruido la nota, a menos que no la hubiera llegado a recibir. Pero, sobre todo, Percival se preguntaba por qué demonios le había metido aquel bandido la reina en la mochila de cuero.
Era importante saberlo. Fuera cual fuera la explicación, tenía que ser algo feo, porque aquellos tipos era feos y otro tipo igual de feo que ellos había asesinado a su tío y a su prima.
Percival tiró el papel a las brasas, pero inmediatamente lo volvió a sacar de allí y apagó las chispas. Intentó frenar con su enfado las lágrimas que se le agolpaban en los ojos. Su tío Jason jamás habría hecho algo tan cobarde. Lo habían asesinado mientras intentaba salvar a Albania del hombre al que iba dirigido aquel mensaje. Aquella información podría serle útil a alguien, y ese alguien jamás creería a un chico de doce años sin una prueba. La misión de Percival era hacerle llegar esa nota... y hacer que el mundo supiera que su padre era un simple contrabandista, un criminal —¡oh, cielos!, y acaso fuera el responsable, aun de manera involuntaria, de la muerte de su propio hermano.
—¡Oh, mamá! —susurró Percival mirando con tristeza la reina negra—, dime qué tengo que hacer.