Prólogo
Otranto (Italia), mediados de septiembre de 1818
Jason Brentmor dejó a un lado la nota que le había pasado su cuñada. Paseó los ojos con la mirada perdida por el azul mar Adriático, que brillaba bajo el sol de principios del otoño, y luego por la terraza de piedra del palacio de su hermano, hasta que se topó con la mirada azul de Diana. Entonces sonrió.
—Me tranquiliza darme cuenta de que mi madre no se ha ablandado con la edad —dijo él—. No desperdicia las palabras, ¿no te parece? Ya debes de saber que durante los últimos veinticuatro años no me ha mirado con buenos ojos. Para ella soy todavía aquel muchacho imprudente que despreció su herencia para irse a vivir entre los bárbaros turcos.
—O sea, como el hijo pródigo —contestó Diana divertida.
—Exacto. Solamente tendría que echarme de rodillas a sus pies y pedirle perdón para que yo y mi hija mestiza fuéramos aceptados de nuevo en el seno de los Brentmor. ¿Qué demonios le habías escrito, querida?
—Solo le contaba que me había encontrado contigo en Venecia, en primavera. Y también le hice llegar una copia de mi nuevo testamento. —Diana señaló el delicado juego de ajedrez que estaba encima de la mesa, al lado de la tumbona—. Ese juego fue tuyo en otro tiempo. Ahora debería ser la dote de Esme.
—Ese fue el regalo de bodas que yo te hice —dijo él.
—Habría preferido tenerte a ti en mi boda —contestó ella—. Pero ya hablamos de todos nuestros arrepentimientos en Venecia, ¿no es así? Y tuvimos tres gloriosas semanas para compensarnos por todo aquello.
—Oh, Diana, me gustaría tanto...
Ella apartó la mirada.
—Espero que no empieces a ponerte sensiblero, Jason. Ya sabes que es algo que no soporto. Los dos hemos pagado un precio muy alto por nuestros errores. Aun así, tuvimos Venecia, y ahora tú estás aquí. El pasado ya no existe. Y no quiero que nuestros hijos tengan que pagar por eso, como si hubieran vivido en un espantoso melodrama. Tu hija necesita una casa y un marido apropiado, en Inglaterra, que es el lugar al que pertenece. He hecho tasar el juego de ajedrez y sé que vale una gran cantidad de dinero.
—Ella no lo necesita...
—Por supuesto que sí, sobre todo si quieres que tenga un matrimonio feliz. Con la dote apropiada, y tu madre introduciéndola de nuevo en sociedad, Esme podrá elegir entre los mejores solteros disponibles. Ya ha cumplido dieciocho años, Jason. No puede quedarse en Albania para acabar encerrada en algún harén turco. Tú mismo lo has dicho. Así que vuelve con ella a casa y haz las paces con tu madre. Y no le discutas a una mujer moribunda.
Jason sabía que ella se estaba muriendo. Lo había empezado a sospechar el día que abandonaban Venecia. De otra manera, no se habría atrevido a volver a Italia tan pronto por segunda vez. Entre una visita y la otra, la Diana de dorados cabellos se había convertido en un fantasma de sí misma: sus elegantes manos habían adquirido una triste fragilidad, con venas azuladas que bombeaban sin fuerza la sangre por debajo de una piel casi transparente. Pero aun así estaba decidida a demostrar firmeza; siempre había sido orgullosa y testaruda.
Él se alejó de la barandilla de piedra y, apartando la mirada de su rostro todavía hermoso, agarró de la mesa del juego de ajedrez la reina negra. Las diminutas gemas del elaborado vestido renacentista grabado en la figura de ajedrez brillaron bajo la luz del sol. Aunque se suponía que aquel juego de ajedrez tenía más de doscientos años de antigüedad, estaba completo y en perfecto estado.
—Gracias —le dijo él—. Tendría que volver con Esme tan pronto como me sea posible.
—Y eso qué significa.
—Significa que ahora mismo no puedo —contestó él—. Pero espero poder hacerlo pronto. —Sus ojos se cruzaron con la mirada de reproche de ella—. Tengo otras obligaciones, querida.
—¿Más importantes de las que tienes con tu propia familia?
Él volvió a colocar la reina negra en su sitio y se acercó a Diana colocándole amablemente una mano sobre el hombro. Odiaba hacerla enfadar, pero tampoco era capaz de mentirle.
—Los albaneses me cuidaron cuando no tenía nada —dijo él—. Me dieron una amante esposa con la que tuve una fuerte y valiente hija. Ellos le ofrecieron un propósito digno a mi vida, dándome la oportunidad de hacer algo bueno. Y ahora mi país de adopción necesita mi ayuda.
—¡Ah! —dijo ella en voz baja—. No había pensado en eso. Has vivido allí más de veinte años.
—Si se tratara de algo sin importancia, no dudaría en marcharme. Sé que he demorado demasiado tiempo mi estancia allí y que está empezando a ser duro para Esme, como tú dices. Pero en este momento Albania está al borde del caos.
Ella se lo quedó mirando fijamente.
—Siempre ha habido disturbios —le explicó él—. Pero últimamente las sublevaciones parecen estar orquestadas. He encontrado un almacén de armas inglesas robadas, que habían entrado de contrabando en el país. Estoy seguro de que hay alguien realmente astuto detrás de todo lo que está pasando y, desgraciadamente, parece tener unos seguidores igualmente sagaces.
—¿Una conspiración, tío Jason?
Jason y Diana se volvieron hacia la puerta, donde estaba de pie el hijo de doce años de ella, Percival, con sus ojos verdes brillando de emoción. Jason se había olvidado del muchacho, quien se había retirado discretamente hacía más de una hora con la excusa de probarse el traje albanés que su tío le había traído.
—Qué apuesto y elegante se te ve —le dijo su madre—. Y te queda a la perfección.
Era verdad. Los estrechos pantalones con sus característicos trenzados de tela se ajustaban a su cuerpo como hechos a medida, al igual que la negra chaqueta corta que vestía Percival por encima de la holgada camisa de algodón.
—Hice que cortaran el traje a la medida de Esme. Así es como suele vestir ella siempre. Me temo que es un poco chicarrón —dijo Jason pasándole al muchacho una mano por el oscuro cabello pelirrojo—. ¿Sabes?, vestido así pasarías por su hermano gemelo. El mismo pelo, los mismos ojos...
—Son tus ojos y tu pelo —le interrumpió Diana.
Percival se hizo a un lado y, con la típica indiferencia que los jóvenes tienen por la vida y los riesgos, se subió al muro de piedra de la terraza. A lo lejos, el mar acariciaba suavemente las dentadas rocas de la orilla.
—Solo que yo nunca fui tan delgado —añadió Jason sonriendo—. No es tan malo en el caso de un muchacho, pero casi exasperante en Esme. Porque como es tan pequeña y delgada, los demás suelen olvidar que ya es una mujer. Y a ella no le gusta nada que la traten como a una niña.
—Me encantaría conocerla —dijo Percival—. No me gustan las chicas demasiado femeninas. Casi todas son insoportablemente tontas. ¿Sabe jugar al ajedrez?
—Me temo que no. Puede que le enseñe cuando volvamos a Inglaterra.
—Entonces, ¿estás pensando en volver, tío? Me alegro mucho de oírlo. Eso es lo que más desea mamá, ya lo sabes. —Subido al muro de piedra, con las piernas colgando a los lados, Percival entornó los ojos contra el sol y se quedó mirando hacia la apenas visible línea de costa al otro lado del mar: la costa de Albania—. Cuando hace buen tiempo —empezó a decir—, mamá y yo salimos aquí y os saludamos con la mano, y nos imaginamos que tú y Esme nos podéis ver y nos devolvéis el saludo. Por supuesto que eso no se lo contamos a nadie, ¿no es verdad, mamá? Ni siquiera a lord Edenmont. Él piensa que saludamos a los pescadores.
—¿Edenmont? —repitió Jason incrédulo—. ¿No te referirás a Varian St. George? Diana, ¿qué demonios está haciendo aquí ese tipo?
—Vive aquí —contestó ella con una media sonrisa—. De modo que lo conoces.
—Oí hablar de él en Venecia. Era uno de los del círculo de Byron. Se marchó de Inglaterra para escapar de sus acreedores, por no mencionar su afición a las sábanas de las condesas. —Jason se interrumpió recordando la presencia de Percival. Se sentó en una tumbona y susurró con convicción—: Ese hombre es un parásito, un libertino y un gandul. ¿Qué quiere decir eso de que «vive aquí»?
—Quiero decir que vive a expensas de mi marido.
—Un parásito, lo que te digo. Su nombre arrastra la peor fama...
—Por eso, obviamente, tiene que vivir a expensas de los demás. Yo pienso que lord Edenmont no es más que una hiedra ornamental, que vive subiéndose por las paredes de los, de otra manera, vulgares y aburridos edificios públicos: o sea, de Gerald y de otros como él. Varian es muy decorativo. Tiene esa belleza sombría y amenazante que suele ser fatal para las sensibilidades femeninas... y para su sensatez.
Miró la cara que había puesto Jason al oír sus palabras y no pudo evitar que se le escapara la risa.
—No para la mía, querido. Lo único que siento por él es pena y, ocasionalmente, agradecimiento. Si lord Edenmont se ha rebajado a jugar a ser el lacayo de una mujer achacosa y la niñera de su precioso hijo, esa es la desgracia de este caballero. Percival y yo estamos encantados con su presencia, ¿no es así, querido? —añadió ella en un suave tono de voz.
—Es un malísimo jugador de ajedrez. Aunque, por otra parte, es bastante inteligente —dijo Percival juiciosamente—. Y además, divierte a mamá.
Jason le tomó la mano a Diana.
—¿Así es?
—Lo más importante es que es muy amable con Percival —susurró ella—. Pero mi hijo te necesita a ti, Jason. Gerald lo detesta. Me temo que cuando yo no esté...
—¡Viene papá! —gritó Percival—. Su carruaje acaba de doblar la esquina. —El muchacho saltó del muro—. Voy a recibirlo, ¿os parece? —Sin esperar a que le contestaran, agarró la mano de su tío y la estrechó saludándolo, para luego salir corriendo de la terraza.
Jason se arrodilló ante Diana.
—Te quiero —le dijo.
Ella le rodeó los hombros con sus débiles brazos.
—Ahora es mejor que te vayas —le dijo ella—. Que no te encuentre aquí tu hermano y nos estropee el día. Yo también te quiero, cariño, y estoy muy orgullosa de ti. Pero, por favor, ¿podrías intentar darte pisa en volver a Inglaterra con Esme?
Jason tragó saliva y asintió con la cabeza.
—No te preocupes por mí —le dijo ella con firmeza—. Piensa en lo felices que fuimos los dos juntos en Venecia. Me has hecho realmente muy feliz.
Él la abrazó con los ojos empañados en lágrimas. No le pidió que le perdonara, porque sabía que ella ya le había perdonado. Y no le dijo adiós, porque sabía que ella no soportaba las despedidas. Tan solo la besó una vez más y luego se fue.
No queriendo preocupar a su madre, Percival no le había dicho que se había convertido en espía. Nunca en sus doce años de vida había encontrado a un hombre al que pudiera admirar realmente; no hasta que conoció a su tío Jason. Pero el respeto que sentía por él como héroe de guerra llegó de repente, en el momento en que oyó a su tío hablando de sublevaciones, contrabando y conspiración. Con una vaga noción de que podría hacerle llegar a su tío información secreta de valiosa importancia, Percival empezó a husmear por Otranto o —cuando el tiempo inclemente o las altas horas de la noche lo confinaban dentro de la casa— por el palacio donde vivía, escuchando a escondidas las conversaciones de los demás y buscando todo tipo de pistas.
Como la mayoría de las personas que andan buscando problemas, Percival los encontró enseguida.
Tres noches después de la visita de Jason, el muchacho estaba escondido en el estrecho balcón de hierro forjado que daba a la ventana del estudio de su padre, fisgando el interior a través de la abertura entre las cortinas. Como la ventana no estaba bien cerrada, Percival podía oír perfectamente la conversación.
El visitante de su padre bien podría ser griego, como pretendía, pero no era un comerciante —y por supuesto no había venido para jugar con él al ajedrez, como su padre les había hecho creer a todos—. Lo que quería el señor Risto era una inmensa cantidad de rifles británicos y pequeñas cantidades de otros tipos de armas y munición. Su padre le había dicho que pasar de contrabando ese tipo de mercancía se había hecho cada día más difícil y el señor Risto le había contestado que su jefe estaba perfectamente al corriente de eso. Luego vació una gran bolsa repleta de monedas de oro sobre el escritorio de su padre. Sin siquiera pestañear, su padre garabateó algo sobre un trozo de papel y —después de explicarle el significado de aquel mensaje en clave— se lo dio al señor Risto. Pero el señor Risto negó con la cabeza y le dijo que no podían hacerlo así. Parecía que no estaba convencido de que su padre fuera a mantener su parte del trato. Aquello hizo que su padre se enfureciera.
El señor Risto quería que le diera una muestra de buena fe, y ninguna otra cosa más que el juego de ajedrez podría convencerle. Su padre le contestó que aquel juego de ajedrez había pertenecido a la familia durante varias generaciones y que valía varias veces el precio de aquellas armas. Además, estaba realmente ofendido por aquella repentina falta de confianza después de meses haciendo negocios con el jefe del señor Risto, Ismal. La discusión continuó hasta que, al final, el señor Risto le dijo que se conformaría con una de las piezas del juego de ajedrez. Cuando su padre le puso objeciones, el señor Risto empezó a meter de nuevo las monedas de oro en la bolsa. Muy irritado, su padre agarró la reina negra de mala gana, destornillo la base de la figura, enrolló el pedazo de papel con el mensaje en clave, lo metió dentro de la pieza y se la dio al señor Risto.
El señor Risto volvió de repente a comportarse amablemente, le dio la mano a su padre y le prometió que le devolvería la pieza de ajedrez en cuando la mercancía llegara a Albania. Luego los dos hombres salieron de la habitación.
Armas británicas. Contrabando. Albania. Por supuesto, todo aquello era bastante increíble, se decía Percival a sí mismo mientras miraba obnubilado hacia el estudio vacío. Seguro que lo había soñado todo y en ese momento estaba profundamente dormido en su propia cama.
Percival consiguió convencerse de que todo aquello no había sido más que un sueño hasta el día siguiente por la tarde, cuando su padre y todo el servicio de la casa se pusieron a buscar por todas partes la reina negra que faltaba del juego de ajedrez, la cual su padre afirmaba que había desaparecido inexplicablemente.