Capítulo 18

EL lugar llamado Neville Shipping estaba lleno a rebosar de escritorios, mesas y archivadores. El clamor del puerto penetraba por las ventanas abiertas, la mayoría de las cuales estaban cubiertas por persianas blancas, y la gente entraba y salía tan deprisa, que la puerta principal nunca estaba cerrada. Pero era un lugar ordenado, y emanaba un olor familiar, a tinta y a papel en blanco, como en el despacho de su abuelo; era el olor, según decía siempre Zayde, de ganar dinero.

En una mesa junto a las ventanas, había una joven sentada en un elevado taburete, con la cabeza inclinada sobre su trabajo, la lengua asomando por una esquina de la boca, y sosteniendo una gastada pluma de ganso. Su larga cabellera oscura le caía hasta la cintura, y sus ojos mostraban una expresión seria.

Gabriel avanzó un paso. La joven dejó su pluma.

—Hola —dijo tímidamente—. ¿Eres el chico que Luke encontró en el muelle?

Gabriel asintió y miró la mesa de la chica.

—¿Qué haces?

—Copio contratos. —La joven sonrió—. Es muy aburrido, pero Luke dice que así perfecciono mi caligrafía. Me llamo Zee. ¿Y tú?

—¡Una excelente pregunta!

El hombre llamado Luke Neville había salido de su despacho.

—¿Cómo te llamas, chico? Tenemos que saber cómo debemos llamarte. ¿Iban a dejar que se quedara?

—Me... llamo Gabriel, señor. —El chico sintió una profunda sensación de alivio—. Pero ese nombre ya no me gusta.

Luke Neville sonrió de oreja a oreja.

—¿Sientes a tus perseguidores pisándote los talones? —preguntó—. ¿Tienes otro nombre que te guste más?

—Gareth —respondió el chico—. Sólo Gareth Lloyd, señor, si le parece bien.

El hombre se rió.

—Mucha gente viene a las islas para perderse —dijo—. De acuerdo, Gareth Lloyd. Dime, ¿cómo andas de aritmética? ¿Se te dan bien los números?

Gabriel se apresuró a asentir con la cabeza.

—Los números me gustan, señor —dijo—. Hago cálculos en la cabeza.

Luke Neville se inclinó, apoyó las manos en sus rodillas y miró a Gabriel a los ojos.

—Veamos, si en mi bodega hay cincuenta cajas de plátanos a un beneficio de una libra con doce chelines por caja, pero pierdo un cuarenta por ciento debido a que una parte de la mercancía se pudre antes de llegar a puerto, ¿qué beneficio obtendré? ¿Y cuánto habré perdido?

Gabriel respondió sin vacilar:

—Perderá treinta y dos libras debido al deterioro de las veinte cajas, señor. Y obtendrá un beneficio de cuarenta y ocho libras por las treinta cajas de plátanos comestibles.

—¡Caramba con el chico! —exclamó Luke Neville, arqueando las cejas—. Creo que encontraremos un trabajo para ti.

A última hora de esa tarde, Gareth se hallaba en el vestíbulo despidiéndose de George Kemble cuando Antonia entró a través del invernadero portando una cesta de rosas en el brazo. Se había puesto de nuevo su vestido de paseo verde y amarillo, y el cabello le caía sobre un hombro. El resultado era una combinación encantadora.

—¿Se marcha, señor Kemble? —preguntó, apresurándose hacia ellos—. Quédese al menos a cenar.

Kemble hizo una elegante reverencia.

—Me temo que debo atender unos asuntos urgentes en Londres, excelencia —respondió—. Pero soy, por supuesto, su humilde servidor.

Antonia le miró con ojos risueños.

—Usted puede ser muchas cosas, señor Kemble —dijo, ofreciéndole una de las rosas—, pero humilde no es una de ellas.

Kemble sonrió y partió el tallo.

—Éstas deben de ser las últimas rosas de la temporada —comentó, insertando la rosa en la cinta de su sombrero—. Bien, haga el favor de despedirse en mi nombre de la señora Waters. No he tenido oportunidad de hacerlo.

—He dejado a Nellie arriba vaciando todos mis tónicos en el orinal —confesó Antonia—. Cosa que hace con mucho gusto.

—¿Los tónicos que le había recetado Osborne? —Gabriel la tomó por el codo y la atrajo hacia sí con gesto protector—. Confieso que iba a pedirte que no los tomaras. Dios sabe qué pueden contener.

—En realidad, los tomaba rara vez —contestó Antonia—. Pero creo que la mayoría eran inofensivos.

—Es muy posible —convino Kemble—. Puede que en un principio las intenciones de Osborne no fueran tan benévolas, pero la tos de Warneham antes de la boda le sugirió una idea mejor que dejar simplemente que su madre cometiera un asesinato. Pero aún no estoy convencido de que el nitro causara a Warneham impotencia.

—Quizá fueran los remordimientos —sugirió Gareth con tono sombrío.

—Todo esto es trágico —dijo Antonia, casi con melancolía—. Creo que el doctor Osborne deseaba que la gente dependiéramos de él. Pero me he propuesto dejar de tomar medicamentos. A partir de ahora, cuando no pueda conciliar el sueño... —Se detuvo para mirar a Gareth casi con coquetería— Estoy segura de que encontraré algo con que distraerme.

—¡Ejem! —El señor Kemble se encasquetó su elegante sombrero de castor—. Bien, me voy.

Antonia apoyó la mano en la manga de su levita.

—Señor Kemble, ¿puedo pedirle una última cosa?

Él se apresuró a quitarse el sombrero.

—Por supuesto, excelencia.

Antonia midió bien sus palabras.

—¿Cree que el doctor Osborne está sinceramente arrepentido? —preguntó—. ¿Especialmente sobre las dos duquesas que murieron? Me refiero a que confesó enseguida lo que sabía. Podría haber insistido en que era hijo legítimo del duque y habernos obligado a buscar los documentos de su madre. Quizás haber incluso forzado el tema del ducado, ¿no?

Kemble sonrió.

—¡Excelente pregunta! —respondió—. Pero encontramos la Biblia, excelencia.

—Sí, no había tenido oportunidad de decírtelo, querida —terció Gareth—. Estaba en un estante de mi biblioteca, bien a la vista, y dentro hallamos todos los papeles de la señora Osborne, incluyendo la partida de su matrimonio con Jean de la Croix. Osborne creyó que confesaba tan sólo lo que ya sabíamos, o lo que no habríamos tardado en descubrir.

Antonia sonrió levemente.

—Fue usted muy hábil al hacerle pensar eso, señor Kemble —dijo—. ¿Creen que el doctor Osborne era un asesino?

Kemble emitió un profundo suspiro con gesto pensativo.

—Creo que es una persona venal y manipuladora, como su madre —respondió—. Pero ¿capaz de matar a alguien aposta? No lo creo.

Gareth meneó la cabeza.

—No tiene agallas para hacerlo..., al menos eso espero.

Antonia arrugó un poco el ceño.

—¿Qué le ocurrirá?

—Lo ignoro —respondió Kemble—. Dudo de que haya hecho algo por lo que puedan juzgarlo, salvo quizá diagnosticar que Warneham padecía asma cuando no era cierto, pero ¿cómo vamos a probarlo ahora? No podemos desenterrar al pobre hombre. Y puede que Osborne fuera en parte cómplice de las maquinaciones de su madre. Pero las acciones de ésta son difíciles de probar al cabo de tantos años, por lo que es imposible probar las de él.

—Supongo que más vale así —dijo Antonia con tono quedo—. No deja de sorprenderme que mi esposo no sospechara nunca lo ocurrido. Creo que de haber amado a sus esposas, habría sospechado, ¿no les parece?

Kemble sacudió la cabeza.

—No alcanzo a comprender a ese hombre, querida.

—Ni yo —apostilló Gareth—. Pero todo ha terminado, Antonia. La pesadilla por fin ha concluido.

Los tres salieron al soleado exterior. A la izquierda, el sol brillaba a través de las nubes creando un foco perfecto de luz sobre el pueblo, y más allá de los edificios de la cochera y los establos se oía en el cálido ambiente el sonido de martillos y sierras. Gareth observó que el faetón de pescante alto de Rothewell esperaba en el camino adoquinado; los dos hermosos corceles negros agitaban la cabeza y pateaban el suelo, impacientes.

—Caramba —dijo con tono de admiración—. ¿Cómo lo ha conseguido?

—Bueno, era esto o la calesa de usted —respondió Kemble—. Y me niego a regresar a Londres en loor de gloria y triunfo conduciendo un vehículo tan corriente como una calesa. Además, Rothewell es un peligro para el populacho en ese vehículo.

—Pero ¿cómo volverá Rothewell a casa?

Kemble sonrió.

—Dentro de un par de días le enviaré mi birlocho.

Gareth se puso serio cuando Kemble se montó en el pescante y tomó las riendas de manos del mozo de cuadra.

—No sé cómo darle las gracias —dijo, alzando la vista—. Antonia y yo estamos en deuda con usted.

Kemble arqueó sus pronunciadas cejas negras que asomaban debajo de su elegante sombrero de castor.

—Vaya, ¿no se lo ha dicho Rothewell? —preguntó, agitando el látigo—. Voy a enviarle mi factura, bastante elevada, por cierto, a menos, claro está, que reciba una invitación.

—¿Una invitación? —preguntó Gareth—. ¿A qué?

—A qué va a ser, a la boda.

Tras estas palabras, Kemble se tocó el sombrero con el látigo y lo hizo restallar sobre las cabezas de los corceles de Rothewell. El faetón partió a paso ligero.

En esto se abrió la puerta detrás de ellos y apareció el barón. Tenía mala cara, y se escudó los ojos con una mano.

—¿Se ha ido? —preguntó Rothewell—. ¡Un momento! ¡Por todos los diablos! ¿El vehículo que conduce es mi faetón?

—Pues... sí —respondió Gareth.

Rothewell le miró sin dar crédito.

—¡Maldita sea, Gareth! ¿Has dejado que se lleve mi faetón? ¡Es nuevo! Y yo quería acercarme al pueblo. ¿Cómo voy a ir?

—Puedes ir andando —sugirió Gareth—, de ese modo no chocarás con los postes de la verja.

Antonia tomó a Gareth del brazo.

—Lo siento mucho, pero si quieres discutir con lord Rothewell, tendrás que esperar —dijo con dulzura—. Yo llegué primero, y quiero discutir algo contigo.

Rothewell soltó una exclamación de protesta, retrocedió y señaló la puerta con una reverencia.

—Después de usted, señora.

Antonia condujo a Gabriel de nuevo al invernadero, sintiendo una crispación en la boca del estómago, y cerró la puerta mientras lord Rothewell les observaba furibundo. Condujo a su presa hacia el centro del invernadero, hacia una pequeña fuente rodeada de palmeras ornamentales. Tenía la sensación de que la cabeza le daba vueltas debido a los increíbles acontecimientos del día, pero tenía la mente muy clara. Siempre la había tenido en lo referente a Gabriel. Desde el principio, en lo más profundo de su ser se había sentido atraída por él, por su fuerza, por su bondad esencial.

Tomó una de las manos de Gabriel en las suyas. Su cabello espeso y dorado era demasiado largo y le caía sobre la frente, ocultando sus ojos, unos ojos que mostraban cansancio y cierto nerviosismo.

—Qué ironía, ¿verdad? —dijo ella—. Justo cuando Osborne estaba a punto de alcanzar el huevo de oro, mató a la gallina.

Gabriel sonrió levemente.

—Quiero pensar que a la postre todos obtenemos lo que merecemos, Antonia.

Ella alzó el mentón.

—Pero tú no crees merecer todo esto —dijo con calma.

—¿Todo qué, querida?

Ella señaló con la cabeza el inmenso vestíbulo de Selsdon.

—La casa. Las tierras. El ducado. Temí que esta mañana dijeras a Osborne que podía quedarse con todo —dijo, sólo medio en broma.

—Confieso que durante un momento lo pensé, querida —respondió Gareth—. Pero luego comprendí que...

Antonia apoyó la mano ligeramente en la solapa de su levita.

—¿Qué, Gabriel?

Él sonrió con un gesto de pesar.

—Comprendí, Antonia, que todos pensarán que un hombre que ha pasado la vida trabajando en las oficinas de una compañía naviera en Wapping no es digno de... alguien como tú.

Ella ladeó un poco la cabeza y le miró con sus dulces ojos azules.

—¿Quién lo pensará? —preguntó por fin—. ¿Qué te importa la opinión de la gente, salvo la mía? Ten presente, Gabriel, que he dejado de vivir pendiente de lo que opinan los demás.

Gabriel bajó la vista y la fijó en las manos de ambos, que estaban enlazadas.

—Quizá te arrepientas de esa elección, Antonia —dijo con calma—. Sólo deseo tu felicidad.

—Y yo he decidido, Gabriel, que también deseo mi felicidad —murmuró ella—. La deseo con desesperación. He pasado mucho tiempo sintiéndome profundamente desgraciada. Pero no volveré a sentirme así, al menos procuraré no hacerlo. Cuando discutimos en el pabellón, te dije que me proponía luchar por lo que deseo.

Él bajó un instante los ojos, enmarcados por largas pestañas castaño oscuro.

—¿Te referías a eso?

—¿A qué crees que me refería? —preguntó ella—. Me propongo asir la felicidad, poca o mucha, que se me ofrezca.

—Mereces más que un poco de felicidad, Antonia —dijo él—. Ahora que tenemos la confesión de Osborne, tu vida cambiará, al menos en ese aspecto. No puedo restituirte los cuentos de hadas de tu padre o los hijos que perdiste, pero al menos tu nombre ha quedado limpio de toda sospecha.

—Ya no deseo cuentos de hadas, Gabriel —respondió ella—. Sólo deseo lo real, lo auténtico.

Él inclinó la cabeza y tomó sus manos en las suyas.

—Antonia, sé que en el pasado he hecho cosas que hacen que me sienta avergonzado de mí mismo, y sólo quiero...

—No, Gabriel —le interrumpió Antonia—. Te equivocas —murmuró mirándole con ojos llenos de dolor—. Fueron los demás quienes te hicieron esas cosas. ¡Lo cual es muy distinto! No me refiero sólo a... los horrores físicos que tuviste que soportar, sino a la forma en que te trataron aquí tus propios parientes y otras personas. La forma en que te abandonaron. La vergüenza que te han hecho sentir. Se me parte el corazón al pensarlo.

Él la miró con ojos que traslucían un viejo y profundo dolor.

—Todos tenemos que hacer elecciones, Antonia —dijo—. Y yo he hecho algunas de las cuales me arrepiento. Cosas que te repugnan y...

—Gabriel, un niño de trece años no hace ese tipo de elecciones —respondió ella alzando la voz—. Eligen entre quedarse a conjugar verbos en latín o ir a jugar fuera. Entre correr descalzo sobre la alta hierba o bailar bajo la lluvia sin sombrero, o hacer otras mil travesuras que sus padres les tienen prohibido. Pero no eligen entre ser azotados o dejar que..., ¡Dios santo! —exclamó y cerró los ojos.

—Ni siquiera puedes decirlo —murmuró él—. Te repugna.

Antonia hizo acopio de todo su valor y abrió los ojos, fijándolos en los suyos.

—Ni siquiera puedo decirlo —repitió con voz apagada—. Me repugna. Pero tú no lo elegiste. No soy tan frágil desde el punto de vista emocional, Gabriel, que no sepa ver la diferencia.

—No eres frágil —replicó él con vehemencia—. Eres fuerte, Antonia. Padeciste una crisis emocional, y por motivos fundados. Algún día te recobrarás del todo, si no lo has hecho ya.

Antonia empezaba a creer que él estaba en lo cierto.

—Hubo un tiempo, Gabriel, en que todo el mundo me consideraba un excelente partido —dijo—. Cuando era muy joven y muy ingenua y no conocía la crueldad del mundo. Ahora he empezado a recobrar mi fuerza y mi determinación. Sin embargo, algunos días me preocupa no poder ser una buena esposa. Los médicos dijeron que «no estaba bien», pero eso suena como si estuviera... enferma. No estoy enferma. Estoy rota en mil pedazos. Y esos días aciagos, a veces temo no volver a ser la persona que era, Gabriel.

Él esbozó una sonrisa cálida y tierna.

—Quizás, Antonia, el hombre adecuado te prefiera a ti, por rota que estés, a otra mujer entera y perfecta —dijo.

La expresión de Antonia se hizo aún más conmovedora.

—Ay, Gabriel —musitó—. Esto es muy hermoso, querido. Y sé, lamentablemente, que una vez hubo una mujer perfecta en tu vida. Una persona a la que conociste mucho antes que a mí. Me gustaría poder decir que lamento que las cosas no resultaran como tú querías. Pero yo..., no lo lamento. Soy codiciosa. No te devolvería a esa mujer. No, ni aunque pudiera hacerlo. Te amo demasiado para no ser egoísta.

Él la atrajo hacia sí y apoyó la mejilla en la suya.

—No fue como dices, Antonia —respondió—. No fue como esto. Lo que yo sentía por ella, por Zee, se basaba en la seguridad. Ambos habíamos tenido que esforzarnos para llegar a ser lo que éramos, a veces en circunstancias penosas. Yo sabía que ella no me juzgaría con severidad. Y temía perder a la única familia que tenía. Pero lo que siento por ti, Antonia..., no tengo palabras para describirlo. Es un amor que me deja sin aliento. Que me produce un temor reverencial.

Antonia se inclinó hacia delante y le rodeó el cuello con los brazos.

—Entonces pídeme que me case contigo, Gabriel —murmuró—. Pídemelo, y seré la mejor esposa que pueda ser. Pídemelo, y juntos nos haremos más fuertes mutuamente. Sé que lo conseguiremos. Por favor..., pídemelo.

Gareth miró sus ojos azules y profundos como un lago insondable.

—En cierta ocasión dijiste, querida, que deseabas tener una vida independiente —le recordó—. ¿Estás dispuesta a renunciar a ello para casarte conmigo?

—Pero ¿no lo comprendes, Gabriel? —musitó ella—. Tú me has dado mi independencia. Me has ayudado a romper esas terribles cadenas que me ligaban al pasado. Sé que la vida no es perfecta, que incluso tú, mi amor, no eres perfecto. Pero eres casi perfecto. Sí, estoy dispuesta a renunciar encantada a lo que sea.

—¿No deseas volver a Londres, siquiera para poner en orden tus ideas, o... para tratar de integrarte de nuevo en la sociedad? —preguntó él con voz entrecortada—. ¿Sabes lo que quieres? ¿Quieres permanecer junto a mí y exponerte a la desaprobación de tu padre?

Ella asintió en silencio.

Gareth emitió un profundo suspiro.

—En tal caso, Antonia —murmuró—, ¿quieres casarte conmigo? ¿Quieres unirte a mí para toda la eternidad? ¿Serás mi duquesa? No hay nada, nada que pueda hacerme más feliz.

Ella se alzó de puntillas y le besó ligeramente.

—Para toda la eternidad, Gabriel —respondió—. Y en el más allá.

El barón Rothewell se encasquetó el sombrero hasta los ojos para protegerse del sol y echó a andar hacia el pueblo. El sol le disgustaba. De hecho, desde que había abandonado Barbados lo había visto rara vez. Los hombres como él casi nunca estaba despiertos a estas horas intempestivas del día.

La caminata cuesta bajo no era larga, pero Rothewell permaneció sumido en su mal humor durante todo el trayecto. En cuanto llegara a Londres partiría a George Kemble sus dientes blanquísimos y perfectos. Puede que primero tuviera que pasársele la borrachera y dormir un rato. Pero lo conseguiría. En este momento, sin embargo, tenía que llevar a cabo una tarea más noble y elevada. Rothewell rara vez hacía algo que fuera noble y elevado, pero trató de convencerse de que no tenía más remedio.

Martin Osborne vivía en una bonita casa con entramado de madera que a alguien le había costado una fortuna, y disponía de un buen número de sirvientes. Uno de ellos le abrió la puerta, otro apareció para transmitirle las disculpas del doctor —no una sino dos veces—, y un tercero le trajo el té. Por fin, Osborne debió comprender que Rothewell no iba a marcharse y entró en la habitación. Parecía haberse partido el dedo, y tenía la nariz hinchada y de un color rojo vivo que, como sabía Rothewell por experiencia, asumiría un tono azulado, luego morado, y por último un feo color amarillo.

—¿Qué historia les ha contado a los sirvientes? —preguntó Rothewell sin rodeos—. ¿Qué chocó con una puerta?

Osborne se estremeció de indignación, pero luego se calmó.

—Que tropecé con un objeto, para que lo sepa —respondió—. Con una butaca en el estudio del duque.

—Está claro que debo saberlo —dijo Rothewell—, para que nuestros relatos coincidan.

—En tal caso siéntese, lord Rothewell —dijo el doctor secamente—. Y dígame qué puedo hacer por usted.

Rothewell se frotó la nariz con el dedo.

—Verá, Osborne —respondió—. He pensado en lo que ha ocurrido hoy, y no estoy seguro de que el juez de paz de West Widding no tenga ciertas sospechas cuando lea la confesión que usted ha firmado.

—Fue un accidente —le espetó el doctor.

—No obstante, Osborne, usted es médico —dijo el barón—. Y por injusto que parezca, los médicos no tienen accidentes. Y el caso es que en este pueblo ha habido tal cúmulo de accidentes, que es lógico que éste suscite numerosas preguntas. Unas preguntas duras, implacables. ¿Desea tener que responderlas?

—¿Y a usted qué le importa? —replicó Osborne—. Se trata de mi pellejo, no del suyo. Además, puesto que he redactado la maldita confesión, es inevitable.

—Me importa porque el nuevo duque ha pasado por un infierno en dos ocasiones —respondió el barón—. Y no permitiré que pase por otro. En Selsdon no necesitan más rumores e insinuaciones; han tenido los suficientes para atragantarse con ellos, gracias a usted y a su padre. En cuanto a evitarlo, sí, puede evitarlo. Debe abandonar el pueblo. No, debe abandonar Inglaterra, y preferiblemente Europa. Es preciso que ponga tierra y mar de por medio.

—Está loco —dijo el doctor.

—Es posible —respondió Rothewell—. Pero esto no viene al caso. No tiene nada que hacer en Lower Addington, Osborne. Nunca estuvo destinado a hacerse rico trabajando en este remoto pueblo, y no lo hará ahora. Pero, por ejemplo en Barbados, la clase dominante blanca es increíblemente rica, y los médicos no abundan y están muy solicitados. Estoy convencido que debe ir allí.

El doctor le miró con los ojos como platos.

—¡No pienso enterrarme en un lugar abandonado de la mano de Dios como las Antillas! —replicó Osborne, ofendido—. Hace calor. Hay insectos. Unos insectos enormes. Y unas enfermedades horrendas y contagiosas. No, exijo ver al duque.

—Por eso necesitan médicos —dijo lord Rothewell en buena lógica, encogiéndose de hombros—. Y el duque no puede estar implicado en algo que más tarde podría interpretarse como obstrucción a la justicia.

—¿Y usted, Rothewell? —preguntó el doctor con desdén—. ¿Se cree por encima de la justicia? Se comporta como si lo creyera.

Rothewell sonrió levemente.

—Digamos que creo que puedo salvaguardar mejor los intereses de la familia Ventnor que su incompetente juez de paz —murmuró, sacando un puñado de folios del bolsillo de su levita—. Y la ley inglesa, según comprobé hace tiempo, tiende a proteger más al criminal que a la víctima —concluyó entregando los folios al doctor.

—¿Qué es eso?

—Mi firma concediéndole un pasaje a bordo de la fragata Belle Weather de la naviera Neville —respondió—. Dentro de quince días zarpará de West India Docks con la marea nocturna. Usted zarpará en ella, doctor Osborne, o tendrá que responder ante mí, y le aseguro que tengo mucho menos que perder que mi amigo el duque.

—¡Esto es ridículo! —protestó el doctor.

—Por cierto —continuó Rothewell—, recuerde que tenemos la segunda copia de su confesión, por si se sintiera tentado a cometer alguna fechoría durante su estancia en Barbados. Tengo muchas influencias allí, y no vacilaré en hacer que le juzguen y condenen con el máximo rigor.

—Me cree culpable de asesinato —replicó Osborne, indignado.

—Le creo culpable como mínimo de negligencia, Osborne —contestó Rothewell—. Pero el duque y la duquesa han tenido que soportar suficientes escándalos. Ese hombre es como un hermano para mí, de modo que puede decirse que éste es mi regalo de bodas. Quiero quitarle de encima este problema.

—¿Su regalo de bodas? —preguntó Osborne con desdén—. ¿De modo que ha logrado convencerla?

—Supongo que a estas alturas ya debe de haberla convencido.

Rothewell le miró con expresión patética al tiempo que se levantaba de la butaca. O puede que ella le haya convencido a él. En cualquier caso, Osborne, ella jamás le habría aceptado a usted.

Osborne palideció de ira.

—¿Cree que no lo sé? Por mí puede quedarse con ella. Esa mujer es frágil como una porcelana de Sèvres, de modo que le deseo que sea muy feliz con ella. Nunca deseé que fuera mía. No debí compadecerme de ella. Fue un error.

—¿Lamenta no haber dejado que su madre le hiciera de nuevo el trabajo sucio? —Rothewell soltó una áspera carcajada—. Hay que tener unas pelotas muy pequeñas para esconderse detrás de las faldas de una mujer hasta cumplir casi cuarenta años.

Osborne empezó a levantarse de su butaca, pero Rothewell alzóuna bota y la apoyó con firmeza en el pecho del doctor.

—Ni una palabra más, doctor, pues acabará convenciéndome que no es tan estúpido como finge. Ahora quiero que me asegure, señor, que zarpará en la Belle Weather y que no volverá a pisar Inglaterra.

—¿Y si me niego? —preguntó el doctor con sorna—. ¿Me denunciará al juez de paz?

Rothewell se acercó a él. Quería que Osborne viera las pupilas de sus ojos y oliera la ira que exhalaba su piel.

—Escúcheme, señor, y preste atención —murmuró—. Para lo que yo le haré, el juez de paz es la última herramienta que necesito.

Retiró la bota del pecho de Osborne y comprobó que éste estaba temblando. Su misión aquí había concluido. Rothewell abrió la puerta y emprendió la larga caminata a través del pueblo y cuesta arriba.