Capítulo 15

GABRIEL avanzó por la cubierta en la oscuridad, tentándola con una mano para no tropezar con un obstáculo, sosteniendo con la otra una bandeja de peltre. Sintió por enésima vez que se le revolvían las tripas. Tragó saliva, esforzándose por no vomitar. Las dependencias del capitán se hallaban a pocos pasos. Localizó la puerta y entró.

El capitán Larchmont estaba sentado ante la mesa de los mapas, acariciándose el bigote con gesto pensativo, con las piernas separadas y calzado con unas botas. Al oír entrar a alguien alzó la vista.

—Espero que sea mi té, mocoso —gruñó.

—S...sí, señor —murmuró Gabriel—, c... con galletas.

—Entonces déjala —le ordenó el capitán—. Allí no. Aquí, estúpido.

Gabriel se acercó asustado a la mesa de los mapas, depositó la bandeja apresuradamente y retrocedió.

Larchmont le miró sonriendo.

—Eres un chico muy guapo —murmuró—. Acércate.

Gabriel se acercó un poco.

—¡Te he dicho que te acerques, maldita sea!

Larchmont descargó un puñetazo en la mesa con su gigantesco puño haciendo que saltara la cucharilla.

Gabriel obedeció. Larchmont tiró de él y lo colocó entre sus piernas, rodeándole la cintura con un brazo.

—Tienes la piel pálida y bonita como la de una niña —dijo, enroscando un mechón rubio de Gabriel alrededor de su dedo mugriento y encallecido—. Dime, chico, ¿te tratan los marineros con demasiada rudeza?

Gabriel cerró los ojos y sintió que una lágrima le rodaba por la mejilla. Larchmont se rió.

—Quizá debería reservarte para mí —murmuró, acariciando la mejilla de Gabriel con el dorso de sus dedos—. ¿Qué te parece? Tendrías una verdadera cama. Más comida. No tendrías que soportar que esos rudos y apestosos marineros te siguieran dando por el culo a cada momento. No estaría mal, ¿eh?

—S... sí, señor.

Larchmont prorrumpió en carcajadas.

—¡A ver si muestras un poco más de entusiasmo, chico!

—S...sí, señor —respondió Gabriel, alzando la voz.

Larchmont se puso de pie y empezó a desabrocharse el calzón. Cuando Gabriel retrocedió, el capitán lo agarró del pelo y le obligó a apoyar la cara en la mesa de los mapas.

—Bájate el pantalón, chico —gruñó, oprimiendo la boca contra la oreja de Gabriel e inmovilizándolo sobre la mesa.

A las tres y veinte en punto, la última de las criadas de la cocina se levantó de la mesa de trabajo de la señora Musbury y recogió las tazas y los platillos sucios. El té había terminado, y había llegado el momento de iniciar los preparativos para la cena. La señora Musbury quitó el mantel —era muy escrupulosa para esas cosas, como había observado Kemble—, y empezó a disponer sus libros de cuentas para la tarde.

El ama de llaves era una mujer menuda y pálida, pero su discreto talante, según había comprobado Kemble, ocultaba una voluntad de hierro. Le miró sobre sus gafas con montura metálica y preguntó:

—¿Puedo ayudarle en algo, señor Kemble?

Kemble sonrió.

—Sí, señora —respondió—. Me preguntaba si tendría la amabilidad de...

—¿De responder a otra pregunta? —La señora Musbury arrugó el ceño con gesto de desaprobación—. Tiene usted muchas preguntas.

Kemble trató de asumir una expresión contrita, pero no lo consiguió.

—No puedo negar que soy curioso por naturaleza —confesó.

—Es algo más que eso, creo yo —murmuró el ama de llaves—. Pero adelante, señor Kemble, guarde sus secretos. Estoy segura de que el nuevo duque sabe lo que hace. ¿En qué puedo ayudarle?

Kemble acercó una silla.

—¿Me permite que me siente?

—Por supuesto —respondió la mujer, dejando sus gafas a un lado.

Kemble cruzó las piernas y le dirigió otra de sus sonrisas.

—Me preguntaba, señora Musbury, qué fue de la doncella que trabajó aquí antes que la señora Waters.

El ama de llaves le miró sorprendida.

—¿La señorita Pilson? —respondió—. Vino aquí para servir a la duquesa, la tercera duquesa, y después de la trágica muerte de ésta, se fue a trabajar para una de las hermanas de la duquesa, según creo. Llevaba muchos años al servicio de la familia.

—Durante el tiempo que la señorita Pilson estuvo aquí, ¿se llevaba usted bien con ella?

—¡Desde luego! —contestó el ama de llaves—. Era una persona muy amable y diligente.

Kemble reflexionó antes de formular la siguiente pregunta.

—¿Puedo preguntarle, señora, si la señorita Pilson le confió alguna vez algo de carácter personal? Sobre la duquesa.

La señora Musbury le miró un poco ofendida.

—No sé qué trata de insinuar.

—Nada en absoluto, se lo aseguro —respondió Kemble, con un ademán como para despejar cualquier duda—. Pero, francamente, supongo que la señorita Pilson debía de sentirse preocupada por su señora, teniendo en cuenta, y disculpe que haya escuchado los cotilleos, que su señora se sentía tan manifiestamente desdichada.

La señora Musbury guardó silencio unos momentos.

—Usted no ha venido aquí en calidad de ayuda de cámara o de secretario, ¿verdad, señor Kemble?

Kemble sonrió de nuevo.

—Digamos que su excelencia desea poner en orden unos asuntos —respondió—. ¿Y quién mejor para poner orden en algo que un ayuda de cámara? ¿O un buen secretario?

El ama de llaves meditó sobre ese argumento.

—Comprenda que llevo relativamente poco tiempo en Selsdon —dijo con calma—. Me ocupo de la intendencia de la casa y dirijo a las sirvientas femeninas en las que recaen esos menesteres. La doncella de la señora no está bajo mis órdenes. Entré a servir aquí en la época de la señorita Pilson, y puede decirse que nos hicimos amigas. Sí, estaba muy preocupada por su señora. La duquesa no era una mujer feliz.

—¿Estaba enferma?

—Estaba sometida a una gran tensión —contestó la señora Musbury—. Además, era una señora muy tímida que no se sentía cómoda con personas a las que no conocía bien.

—¿Y las personas que conocía? —inquirió Kemble—. ¿Tenía amistades?

—Pocas —respondió el ama de llaves—. Como esposa del duque, no había muchas personas en la vecindad de su rango social. Pero a la duquesa le complacía la compañía de los lugareños.

Kemble sonrió.

—Imagino que lady Ingham venía aquí con frecuencia.

La señora Musbury esbozó una leve sonrisa.

—En efecto —respondió—. Mary Osborne, la madre del doctor, venía a menudo con ella. Sentían gran estima por la duquesa. Y por la época en que yo llegué aquí, los Hamm vinieron a St. Alban’s. La duquesa y la señora Hamm tenían aproximadamente la misma edad, pero la señora Hamm siempre venía con su marido. Al difunto duque le complacía mucho la compañía de éstos.

Ya lo supongo, pensó Kemble.

—¿Era un hombre religioso? —preguntó con cara seria.

—No mucho —respondió la señora Musbury. Pero no abundó en el tema.

—¿Es verdad que la difunda duquesa consumía una gran cantidad de tónico? Concretamente, un tónico que contenía láudano.

El ama de llaves volvió a sonreír levemente.

—Tengo entendido que lo tomaba para conciliar el sueño —respondió—. Creo que el doctor en West Widding se lo recetó al principio, y cuando el doctor Osborne dejó la universidad y se instaló aquí, continuó recetándoselo.

—¿Le preocupaba a la señorita Pilson la cantidad de tónico que consumía su señora?

—Un poco, sí.

—Me pregunto, señora Musbury, si la señorita Pilson le confió alguna vez que la duquesa tenía problemas..., unos problemas propios de las mujeres.

La señora Musbury guardó silencio durante un buen rato.

—Hace usted unas preguntas muy extrañas, señor Kemble —murmuró—. Cuando la duquesa empezó a perder peso, pues la pobre estaba muy desganada, la señorita Pilson me dijo que... tenía ciertos problemas femeninos.

—¿Es posible que estuviera encinta? —preguntó Kemble sin rodeos.

—Habría sido natural suponerlo, teniendo en cuenta sus síntomas —respondió el ama de llaves—. Pero la señorita Pilson estaba segura de que no lo estaba.

—¿Sabe si la duquesa comentó estos problemas con el doctor Osborne?

La mujer esbozó de nuevo una leve y vacilante sonrisa.

—Lo dudo —contestó la señora Musbury—. Es posible que los comentara con sus amigas.

Kemble tamborileó con un dedo sobre la mesa de trabajo.

—Entiendo —murmuró. De repente, se levantó—. Le agradezco mucho su ayuda, señora Musbury.

El ama de llaves lo acompañó hasta la puerta.

—¿Me permite que le pregunte, señor Kemble, si ha terminado con sus preguntas?

Kemble, que tenía la mano apoyada en el pomo de la puerta, se detuvo unos instantes antes de responder.

—Creo que casi —murmuró—. Sí, casi he terminado.

Gareth estaba en su estudio, lamentándose de todo lo que le había dicho a Antonia, mientras firmaba distraídamente la enorme pila de cartas que el señor Kemble había dejado para él, cuando el propio Kemble entró en la habitación. Casi se alegró de verlo. Estaba cansado de estar solo en esa deprimente estancia sin más compañía que su persona, lleno de remordimientos por lo ocurrido en el pabellón.

—Buenas tardes —dijo, alzando brevemente la cabeza para mirarlo—. Parece que hoy ha estado muy atareado.

—Sí, gracias —respondió Kemble distraído.

Se dirigió a las ventanas que daban a los jardines del ala norte, los cuales estaban en penumbra, y observó las sombras vespertinas con las manos enlazadas a la espalda. Su habitual talante mordaz parecía haberse disipado, y estaba absorto en sus reflexiones.

Gareth, que se sentía muy cansado, dejó su pluma y apartó las cartas. No preguntó a Kemble por qué había entrado; no le importaba. Simplemente se alegraba de que su presencia le distrajera. Sin embargo, no dejaba de mirar alrededor de la sombría habitación, pensando en Antonia. Según le había informado Coggins, ella detestaba las habitaciones del ala norte en Selsdon.

Antonia. Cielo santo. Gareth se levantó de la mesa disgustado consigo mismo. ¿Cómo se le había ocurrido confesarle esos horrores? Dudaba de que esta noche lograra conciliar el sueño después de haberlos evocado con todo lujo de detalles. Suponía que Antonia tampoco pegaría ojo. Era la última persona con la que debía compartir este tipo de confidencias. Ella conocía muy poco del mundo, y lo poco que sabía la había hecho sufrir. No estaba seguro de por qué se lo había contado.

Había sólo una razón por la que una persona haría semejante cosa. Lo había hecho para comprobar la reacción de Antonia. Y ya lo había comprobado. Se había sentido asqueada. Físicamente asqueada. Gareth apartó su silla de la mesa con un violento empujón. Jamás había confesado esas vilezas a nadie, y había elegido a la persona en su vida que era más frágil. Una mujer que conocía tan poco sobre el lado oscuro de la naturaleza humana, que ni siquiera había comprendido el significado de lo que él le decía.

Bien, si lo que él quería era una respuesta, ya la tenía. Antonia nunca olvidaría lo que él había sido tiempo atrás. No podía existir un futuro para ellos. Cada vez que hicieran el amor, ella le miraría y recordaría cómo había adquirido sus habilidades en esa materia. Él había entregado su cuerpo a cambio de un techo y seguridad. A cambio de la oportunidad de sobrevivir. Durante más de un año, se había prostituido. El hecho de que no hubiera elegido ese camino no alteraba lo que había hecho o lo que le habían hecho a él. Siempre llevaría esa mancha. E incluso Antonia, por ingenua que fuera, debía de saberlo.

De improviso Kemble se volvió de la ventana.

—¿Qué es lo que motiva a un hombre, Lloyd? —preguntó, arrugando el ceño.

—¿Perdón?

—Me refiero a la naturaleza esencial del hombre —dijo Kemble, paseándose lentamente frente a las ventanas cubiertas con cortinas de terciopelo—. Estoy meditando en ello. Y creo que, básicamente, todos los hombres están motivados por dos cosas. Dinero o sexo, o ambas cosas. El dinero, claro está, equivale a poder. Y uno obtiene sexo a través del poder.

Gareth no tenía muy claro de qué estaba hablando.

—Siempre existe la venganza —comentó; hoy no cesaba de pensar en el difunto duque—. Los hombres son capaces de todo con tal de vengarse.

Kemble se detuvo, frunciendo el ceño.

—Es curioso, pero siempre he pensado que la venganza era más bien una motivación femenina —dijo con tono pensativo—. Los hombres también se vengan, desde luego. Pero por lo general lo hacen para conservar el poder; mientras que una mujer busca vengarse por odio.

Gareth meneó la cabeza.

—Está usted de un talante muy filosófico, amigo —dijo—. No soy capaz de unos pensamientos tan profundos y...

En ese momento la puerta volvió a abrirse y apareció Coggins. Parecía un poco confundido.

—Disculpe, excelencia —dijo—. Pero ha llegado una visita. Se trata de lord Litting, un sobrino del difunto duque.

—¿Litting? —Gareth se levantó—. ¿Qué diablos quiere?

—¿Lo conoce? —preguntó el mayordomo.

Gareth apoyó una cadera en la mesa.

—Sí, pero sólo de cuando éramos niños —respondió—. No comprendo que quiere de mí.

Coggins emitió una discreta tosecita.

—¿Le hago pasar, excelencia?

—Desde luego —respondió Gareth, indicando la puerta—. Hazlo pasar y veamos qué quiere.

¡Litting! Precisamente ese día, maldita fuera. Cuando la puerta se cerró, Kemble se acercó a Gareth.

—Es posible que yo haya propiciado sin pretenderlo la visita de Litting —dijo con calma—. ¿Puedo quedarme?

Gareth puso los ojos en blanco.

—No diga más —respondió—. Prefiero ignorar los detalles de lo que se lleva entre manos. Y sí, puede quedarse.

Al cabo de unos momentos, Coggins regresó. Litting entró como un torbellino, sin haberse quitado el guardapolvo y muy agitado. Con su incipiente calvicie y su voluminosa barriga debajo de su costoso chaleco, guardaba escaso parecido con el niño que Gareth había conocido años atrás.

En cuanto la puerta se cerró, Litting arrojó una carta en la mesa de Gareth, la cual se deslizó sobre la superficie y aterrizó en las rodillas de éste.

—Me gustaría saber a qué viene esto, Ventnor —dijo, quitándose los guantes de conducir—. ¿Cómo te atreves a arrojarme encima a tus sabuesos?

Gareth tomó la carta y la leyó por encima. Comprobó asombrado que estaba firmada por el ministro del Interior. Perplejo, carraspeó para aclararse la garganta.

—Te aseguro, Jeremy, que no conozco al señor Robert Peel. De hecho, estoy tan alejado de esas elevadas esferas, que ni siquiera conozco a nadie que conozca a Peel.

—En realidad, excelencia, conoce a una persona que lo conoce. —Kemble se inclinó airosamente sobre la mesa y le arrebató la carta de las manos. Después de echarle una ojeada, miró a Litting sonriendo con afectación—. Permita que me presente, milord. Soy Kemble, el secretario personal del duque. Creo que quizá yo sea la causa indirecta de que le hayan enviado esta carta.

—¡No me la enviaron! —bramó Litting—. Fue entregada en mano en mi casa por un siniestro individuo del Ministerio del Interior. El cual ha vuelto a presentarse en cinco ocasiones.

Kemble sonrió con gesto despreocupado.

—¡Debe de encontrarlo fascinante!

—No me ha encontrado —le espetó Litting—. Hasta el momento me he negado a verlo, y seguiré negándome.

De pronto se abrió la puerta de nuevo. Gareth se sorprendió al ver entrar a Antonia. Se había cambiado, sustituyendo el vestido verde por un elegante traje de color gris marengo acompañado por un chal negro de encaje que realzaba su rubia cabellera.

—¡Lord Litting! —dijo, avanzando hacia él con las manos extendidas y sonriendo con gesto jovial—. ¡Qué agradable sorpresa!

Litting no pudo por menos de tomar sus manos y dejar que le besara en la mejilla.

—Excelencia —respondió él, turbado—. Es un placer, como siempre. No sabía que seguía residiendo aquí.

—Sí, me trasladaré a la casa reservada a la viuda del duque en cuanto haya sido renovada —se apresuró a responder ella—. A menos que decida quedarme en Londres. Su excelencia ha tenido la amabilidad de concederme el tiempo necesario para analizar mis opciones.

Gareth se preguntó si el tono jovial de Antonia les parecía a los otros tan falso como a él. Le sorprendía un poco verla en esta parte de de la casa, que Coggins le había asegurado que detestaba. Pero aquí estaba, con las manos enlazadas ante ella, desempeñando el papel de gentil anfitriona.

—Disculpen que me presente de improviso —dijo—. Coggins me informó de que lord Litting había venido y se me ocurrió entrar a saludarlo.

Gareth le indicó que se sentara.

—Estamos encantados de que hayas venido a reunirte con nosotros, Antonia —dijo—. Pero tengo la impresión de que ésta no es una visita social.

—Por supuesto que no —contestó Litting, el cual repitió su queja a Antonia, que se había sentado en el borde de la butaca junto a la mesa de Gareth.

—Vaya por Dios —dijo Antonia, arrugando el ceño.

—Lo cierto es que no comprendo cuál es el problema, milord —terció Kemble con tono solícito—. Si el Ministerio del Interior tiene unas preguntas que hacerle sobre la prematura muerte de su tío, no debe temer responderlas. Confío en que ninguno de nosotros tenga nada que ocultar.

Después de dirigir a Kemble una mirada de desdén, Litting miró a Antonia y a Gareth.

—Conque ninguno tenemos nada que ocultar, ¿eh? —dijo con tono socarrón—. En cualquier caso, quiero que pongas fin a esto, Ventnor, ¿entendido? Al margen de quién sea el jefe de estos sabuesos, quítamelos de encima, o quizá te enteres de algo que preferirías ignorar.

—Sé que mi primo ha muerto —respondió Gareth con calma—. Y me gustaría conocer el motivo.

Litting le miró sin dar crédito.

—¿Te gustaría saberlo? —repitió—. Esto es increíble, Ventnor. Nadie se ha beneficiado más de la muerte de mi tío que vosotros dos —dijo, señalando a Antonia—, por más que lamento decirlo.

—Disculpe —dijo Antonia secamente—, pero no veo en qué me he beneficiado yo.

Gareth, que seguía de pie, rodeó su mesa y se aproximó a lord Litting.

—No creo que lo lamentes, Jeremy —dijo con tono quedo y amenazador—. De modo que si vuelves a decirlo, o pones en duda el buen nombre de esta dama de palabra u obra, o haces la menor insinuación, nos enfrentarnos en un duelo a pistola.

Litting retrocedió, sin dejar de mirarlo con desprecio.

—No creo que deba molestarme —dijo—. Ni siquiera te considero un caballero, Ventnor.

Kemble se interpuso entre los dos.

—Caballeros, por favor —dijo—. Por si no se había enterado, lord Litting, Ventnor es ahora Warneham. Estoy seguro de que le agradecería que tenga la cortesía de utilizar su título. Y si me lo permite, excelencia, no creo que a Litting le guste que le llame Jeremy.

Litting retrocedió de nuevo, pasmado. Kemble extendió la mano.

—¿Por qué no me da su gabán, milord, y se sienta? —preguntó con calma—. Creo que aquí estamos todos del mismo lado.

Litting se quitó el guardapolvo y metió los guantes en el bolsillo sin apartar la vista de los otros.

—Nadie va a endosarme este asesinato —dijo con tono hosco—. He tenido que soportar a ese arrogante juez de paz que me ha seguido hasta la ciudad. No estoy dispuesto a consentirlo, ¿está claro? No tenía el menor deseo de ver muerto a Warneham. Ni siquiera éramos parientes consanguíneos —añadió con un respingo de desdén.

Como acto de contrición, Gareth se sentó en la silla frente a Antonia, en lugar de ocupar una posición más distante y autoritaria detrás de su mesa. Kemble se acercó al pequeño aparador entre las ventanas y descorchó una botella de jerez.

—Nadie sospecha de usted, Litting —dijo, sirviendo el jerez—. Al menos que yo sepa. Creo que a todos nos sentaría bien una copa.

Cuando regresó con una bandeja con cuatro copas, todos se apresuraron a tomar una. Gareth siguió observando a Antonia. Parecía conservar la compostura, pero no dejaba de dirigirle miradas inquisitivas cuando creía que nadie se fijaba. De pronto, a Gareth se le ocurrió que estaba preocupada por él.

—Bien —dijo Kemble con tono jovial—, ¿por qué no nos cuenta lo que sabe, Litting?

—De eso se trata, maldita sea —gruñó—. No sé nada en absoluto.

—Debe de haber venido aquí por algún motivo —insistió Kemble—. Según creo recordar, no tenía costumbre de venir a visitar a su... tío político, si podemos llamarlo así.

Litting encorvó sus estrechos hombros en un gesto de desánimo.

—Puede llamarlo como quiera —respondió. Luego dirigió una breve mirada a Antonia—. Disculpe, excelencia, no pretendo ofenderla, pero me disgusta verme envuelto en esto a causa de Warneham.

Kemble tamborileó con un dedo sobre su copa de jerez.

—¿Vino a Selsdon la tarde de la muerte de Warneham? ¿Por qué? ¿Le mandó llamar el duque?

Litting se rebulló en su butaca, incómodo.

—Sí, aunque eso no le incumbe —respondió por fin—. Y también mandó llamar a sir Harold Hardell. ¿Ha interrogado alguien a Hardell? ¿Ha aporreado alguien su puerta de día y de noche? Me gustaría saberlo.

—¿Por qué? —preguntó Kemble sin rodeos—. ¿Tenía Hardell motivos para desear ver muerto a Warneham?

Litting meneó la cabeza con una mezcla de cansancio y desdén.

—Cielos, por supuesto que no —respondió—. Vino aquí porque el duque se lo pidió, al igual que a mí. Dijo que necesitaba consejo, y sir Harold no pudo negarse. Por cierto, ¿quién es usted?

—¿Consejo? —se apresuró a preguntar Kemble—. ¿Consejo legal?

Litting miró a Antonia y a Gareth de nuevo. Se humedeció los labios, un gesto nervioso que Gareth recordaba de su infancia.

—Sí, consejo legal.

Gareth sintió de pronto que se le erizaba el vello en la nuca.

—¿Qué tipo de consejo legal? —preguntó—. Maldita sea, Litting, si eso pudo tener algo que ver con su muerte, estás obligado a revelarlo.

Lord Litting parecía a punto de estallar de indignación.

—De modo que estás empeñado en saberlo —respondió de nuevo con tono de desdén—. Y crees que eso te ayudará, ¿eh? Debería decírtelo sin más contemplaciones.

De repente, Antonia se levantó de su silla.

—Hable de una vez, Litting —dijo con firmeza—. Esto me disgusta profundamente.

—Me temo que lo que diga le disgustará aún más, señora —respondió Litting—. Muy bien. El duque nos dijo que deseaba presentar una causa de nulidad.

—¿Cómo? —preguntó Gareth—. ¿Qué diablos es una causa de nulidad?

Kemble le miró con gesto irritado.

—Vaya por Dios —murmuró—. Parece que el duque deseaba anular su matrimonio con la duquesa.

Antonia sofocó una exclamación de asombro.

—¿Anularlo? ¿Nuestro matrimonio? ¿Por qué? ¿Cómo?

Litting les miró con cierta satisfacción.

—Ahora ya lo sabes —dijo—. ¿Estás contento? Warneham dijo que ansiaba deshacerse de ella, que tenía motivos para hacerlo, y que deseaba que sir Harold le aconsejara sobre la forma más fácil de librarse del compromiso. Pero Warneham apareció muerto antes de que pudiera llevar a cabo lo que se proponía. ¿De veras desean que le cuente eso al perro de presa del señor Peel? Por mi parte, al margen de lo que le ocurrió a Warneham, prefiero que no se sigan aireando los trapos sucios de la familia en las rotativas de Fleet Street.

—¡Qué historia tan interesante! —murmuró Kemble, acariciándose la barbilla con gesto pensativo—. ¿Y usted, lord Litting?

—¿Qué quiere saber sobre mí?

Litting miró a Kemble con arrogancia.

—¿Qué hacía aquí? Usted no es abogado, ¿o sí?

—Yo..., pues no..., ¡claro que no! —contestó—. Qué pregunta tan absurda.

—Entonces, ¿qué hacía aquí? —preguntó Kemble de nuevo—. ¿Qué quería Warneham de usted? No eran amigos íntimos, que yo sepa.

—Yo... Eso no le incumbe —replicó por fin Litting—. Me pidió que viniera. Y vine. ¡Fue lo único que hice, maldita sea...! Disculpe el exabrupto, señora.

Pero Antonia se había puesto pálida y parecía muy nerviosa. Tenía las manos aferradas a los brazos de su butaca, como si se dispusiera a levantarse de un salto.

—¡Esto es... horrible! —dijo en voz baja—. ¿Cómo es posible que fuera capaz de semejante cosa? Me habría destruido. No lo comprendo.

Kemble extendió el brazo y apoyó una mano sobre la de ella.

—Excelencia, el duque sólo habría podido obtener una anulación en circunstancias muy concretas.

Ella se volvió y le miró con gesto inexpresivo.

—Sí —musitó—. Sí, habría tenido que afirmar que no habíamos consumado el matrimonio, lo cual estoy segura de que jamás habría hecho, por orgullo. Quizá pensaba alegar que yo estaba loca de remate, y que él no lo sabía. Pero sabía que yo... había padecido una crisis mental. Mi padre le informó de ello antes de la boda. Y no estoy loca. No lo estoy.

Gareth se levantó y se acercó de inmediato a su butaca. Era un mal asunto. Algunos podrían pensar que era motivo suficiente para que Antonia deseara matar a Warneham. Gareth se colocó detrás de la butaca de Antonia y apoyó una mano en su hombro con gesto protector. Casi instintivamente, ella alzó la suya para asirla. Litting tenía razón, maldita sea. Sería una imprudencia dejar que la prensa se enterara de esto. No sólo empañaría el futuro de Antonia; lo destruiría. Gareth empezaba a temer que antes de que el caso se resolviera, el hecho de que él interviniera en el mismo más que beneficiar a Antonia la perjudicaría.

—¿Les explicó Warneham por qué quería hacer eso, lord Litting? —inquirió Kemble—. ¿Acaso deseaba... contraer matrimonio con otra persona?

—No, no —contestó Litting, irritado—. No era eso.

Kemble bebió un largo y lento trago de su jerez, que paladeó con no menos languidez.

—Warneham ansiaba desesperadamente tener un heredero —dijo con aire distraído—. ¿Se proponía buscar otra esposa? ¿Asistir quizás a los eventos de la temporada social?

—¿De qué le habría servido? —terció Antonia, levantándose de su butaca—. Él no podía..., no era..., ¡el problema no era yo!

Gareth tomó su mano.

—Por favor, Antonia, siéntate —dijo—. Descuida, llegaremos al fondo del asunto. Nadie lo sabrá, te lo juro.

—Más vale que confíes en que así sea, Ventnor, por el bien de ella. —Litting apuró su jerez de un trago—. Los viejos rumores aún no se han disipado. Antonia no necesita que surjan más habladurías.

Kemble depositó su copa en la mesa con brusquedad.

—Disculpe, lord Litting, pero Warneham debió de decirles algo más —insistió—. Si es necesario, iré a Londres para hablar con sir Harold, aunque preferiría no hacerlo.

Litting se rebulló en su asiento, turbado.

—Dijo simplemente que quizá su matrimonio con la duquesa no fuera legalmente válido, y que...

—Si el matrimonio no era válido, ¿por qué quería anularlo? —le interrumpió Kemble—. ¿Era necesario ese trámite?

Litting alzó las manos con gesto inquisitivo.

—Lo único que puedo decirles es que Warneham dijo que deseaba minimizar, en la medida de lo posible, el perjuicio que pudiera sufrir la duquesa —respondió—. Creo que le preocupaba enfurecer a su padre. Dijo que lord Swinburne tenía muchos amigos en el Parlamento, y que prefería presentar con discreción una causa de nulidad y comprar el silencio de Swinburne.

—¿Comprar su silencio? —se apresuró a preguntar Kemble.

—Es una forma de expresarlo —respondió Litting con un ademán ambiguo—. Iba a depositar cincuenta mil libras a nombre de la duquesa a través de su padre, y cederle su casa en Bruton Street a cambio de que Swinburne no impugnara la causa.

—No obstante, iba a destruirme para siempre. —A Antonia le temblaban las manos. Miró a cada uno de los presentes con gesto interrogante y visiblemente agitada—. Iba a decir que yo estaba loca. ¿No es así? ¿No es así?

Gareth apoyó la mano en su brazo.

—Tranquilízate, Antonia —murmuró—. Nadie puede lastimarte ahora.

Kemble encogió sus elegantes hombros.

—Quizá no averigüemos nunca lo que su esposo pensaba decir, excelencia —dijo con calma—. De haber comparecido usted ante el tribunal, dudo que él hubiera podido alegar que estaba loca.

—Él no me lo habría permitido —murmuró ella—. Me habría encerrado, como había hecho mi padre. Él..., habría presentado testigos. Para que dijeran cosas horrendas.

Kemble la observó con cara pensativa.

—No estoy seguro de lo que pensaba hacer —respondió—. Quizás iba a alegar que el matrimonio no se había consumado.

—¿Y luego qué? —preguntó Gareth con tono sarcástico—. ¿Habría vuelto a casarse?

—Sí, ¿con qué fin? —preguntó Antonia, indignada—. ¿Acaso pensó que otra mujer podría...? ¡Qué más da! Esto es humillante. Profundamente humillante.

Litting se levantó bruscamente.

—Y no es de mi incumbencia —declaró—. Les he contado lo poco que sé. Ahora les recomiendo que aconsejen a sus amigos en Whitehall que me quiten de encima a sus sabuesos, porque si vuelen a presentarse en mi casa, les contaré lo que les he contado a ustedes. Y el asunto adquirirá unos tintes muy perjudiciales para la duquesa.

Kemble entregó a Litting su guardapolvo con evidente desgana.

—Es tarde para conducir de regreso a Londres —observó Gareth, detestando lo que iba a decir a continuación—. ¿Quieres quedarte a pasar la noche?

Lord Litting contestó con desdén:

—Dada la suerte que he tenido, prefiero no pasar otra noche bajo este techo. Pero gracias. Tengo una hermana que vive cerca de Croydon y me alojaré en su casa.

Kemble sostuvo la puerta abierta.

—Permítame que le acompañe —dijo con tono afable.

Al cabo de un instante, ambos salieron.

Gareth había confiado en que Antonia se arrojaría en sus brazos, pero no lo hizo. Se paseaba nerviosa por la habitación, sujetando con manos crispadas su delicado chal de encaje. Gareth se acercó a ella y la obligó a soltar los extremos del mismo. Ella bajó la vista mientras él desenganchaba el delicado tejido de sus dedos, observando sus manos casi como si fueran las de otra persona.

Entonces la miró preocupado. Confiaba en que la visita de lord Litting no hubiera afectado seriamente a Antonia, quien de un tiempo a esta parte parecía controlar mejor sus emociones.

—No dejaré que esto te lastime, Antonia —dijo con calma—. Te lo juro. En caso necesario, le cerraré a Litting la boca, pero no creo que tenga motivos para irse de la lengua. Yo te protegeré.

Pero Antonia pensaba en otra cosa.

—Ay, Gabriel —dijo, dejándose caer de nuevo en su butaca—. ¡No tenía ni idea de que Warneham pensara anular nuestro matrimonio! Por favor, di que me crees.

—Por supuesto que te creo, Antonia —respondió él.

Ella alzó la vista y le miró preocupada.

—Muchos no me creerán —dijo—. Algunos dirán que tenía motivos para asesinarlo.

Gareth meneó la cabeza.

—Te creo, Antonia —dijo con calma—. Y creo en ti. Nada de lo que digan los demás puede hacerme dudar de ti, y menos Litting. No ha dicho sino medias verdades. Aún no conocemos toda la historia, pero conseguiré averiguarla. Te lo juro.

Antonia se llevó la mano a la frente; su expresión denotaba un indescriptible cansancio y una sensación de derrota.

—Me parece increíble que esté sucediendo esto —dijo—. Me siento como una estúpida por haber venido aquí. Por haber pensado, siquiera un momento, que yo podría... —empezó a decir, aunque se detuvo y meneó la cabeza.

Gabriel se arrodilló y la miró a los ojos.

—¿Qué pensaste que podías hacer, Antonia?

Ella desvió la vista, incapaz de sostener su mirada.

—No sabía que el señor Kemble estaba contigo —respondió—. No quería que tuvieras que enfrentarte a Litting solo. Temía que hubiera venido con el fin de causarte algún quebradero de cabeza. Pensé que, por una vez, quizá pudiera echarte yo una mano, en lugar de a la inversa. Fue una tontería.

Él tomó sus manos en las suyas y se las apretó afectuosamente.

—Gracias, Antonia, por preocuparte por mí.

Pero ella seguía sin mirarlo.

—Lamento que Litting se presentara aquí, Gabriel, para alterar tu tranquilidad.

Gabriel sonrió levemente.

—Creo que ambos sabemos que mi tranquilidad ya se ha ido al traste —respondió él con calma—. Y que el único culpable de ello soy yo. En cuanto a este asunto con Litting, estoy seguro de que sabes que también es culpa mía. Pedí a Kemble que me ayudara a descubrir la verdad, para tratar de despejar cualquier duda con respecto a la muerte de Warneham. Pero al parecer no he hecho más que incrementarlas.

Por fin ella lo miró a los ojos.

—¡Ay, Gabriel! —murmuró.

Pero no pudo completar la frase que iba a pronunciar. Se oyó el clic de la cerradura de la puerta y Kemble entró de nuevo en la habitación.

—Bueno —dijo con tono afable—, ha sido una charla muy amena, ¿no?

Gareth emitió un gruñido de contrariedad.

—Creo que deberíamos tomarnos otra copa de jerez para calmarnos —dijo, atravesando la habitación para acercarse a la licorera.

Antonia se volvió de inmediato hacia el señor Kemble.

—Nada de esto tiene ningún sentido —dijo—. Primero los cotillas de costumbre dicen que yo envenené a Warneham porque no era feliz en mi matrimonio. Y ahora Litting sugiere que lo maté para impedir que anulara nuestro matrimonio. ¿Es mucho pedir que todos se pongan de acuerdo en una escabrosa historia o la otra?

Por una vez, Kemble también parecía sentirse confundido.

—No lo comprendo —dijo, sentándose airosamente en una butaca mientras Gareth rellenaba las copas de jerez—. ¿Por qué no contó Litting la verdad sobre los planes de Warneham cuando el juez de paz le interrogó? ¿Por qué se molestó en protegerla a usted, excelencia, de la imputación de asesinato?

—Apenas conozco a Litting —respondió ella.

Gareth observó a Kemble con atención. Casi podía observar los mecanismos de su mente funcionando a pleno rendimiento.

—Creo que la respuesta es que no la protegía a usted —dijo Kemble con gesto pensativo—. Protegía a otra persona, u otra cosa.

—Eso no tiene sentido —terció Gareth, sentándose de nuevo en su butaca—. ¿Por qué vino Litting aquí? ¿Y por qué temía Warneham enfurecer a lord Swinburne?

—Mi padre puede ser muy vengativo —dijo Antonia.

—No lo dudo, querida —dijo Gareth—. Pero ¿qué tenía Warneham que perder? No solía frecuentar la sociedad. No participaba en los eventos londinenses, ni le interesaba en absoluto. Incluso había alquilado su casa en la ciudad durante al menos cinco años. Supongo que podía haber vivido el resto de su vida sin volver a ver a Swinburne.

Antonia no parecía convencida.

—Mi padre tiene mucha influencia en la Cámara.

Gareth meneó la cabeza.

—¿Qué podían hacer los lores para complicarle la vida?

Kemble bebió un trago de jerez.

—La Cámara de los Lores es la única institución que puede conceder a un lord un divorcio —dijo con aire pensativo.

—Pero él quería anular nuestro matrimonio —dijo Antonia—. Y sus otras esposas habían muerto.

Gareth se inclinó hacia delante y dijo:

—Quizá temía que su causa de nulidad no prosperara y tuviera que recurrir al divorcio.

Kemble reflexionó sobre ello.

—No, es imposible —dijo, casi como si hablara consigo mismo—. El trámite habría llevado muchos años. Primero habría tenido que apelar a los tribunales eclesiásticos para solicitar una separación, luego presentar la causa de divorcio ante la Cámara. ¿Y qué motivos habría alegado? Habría necesitado que dos testigos confirmaran el adulterio o...

—¿Adulterio? —exclamó Antonia, saltando casi de su silla.

Kemble le indicó que volviera a sentarse.

—Hablo en términos teóricos, excelencia —dijo para apaciguarla—. No, un divorcio habría sido imposible.

—Quizá temía que necesitaría el apoyo de la Cámara para otra maquinación suya —sugirió Gareth.

De improviso, Kemble giró su silla para colocarse frente a Antonia.

—Excelencia, antes insinuó que su matrimonio no se había consumado —dijo—. Debo preguntarle por qué.

—¿Perdón? —respondió Antonia, sonrojándose.

—Maldita sea, Kemble —dijo Gareth.

Kemble lo miró alzando las manos en un elocuente ademán.

—Excelencia, yo trabajo para usted —dijo—. ¿Desea que las sospechas que recaen sobre la duquesa se disipen o no?

Gareth se limitó a mirarlo enojado.

—No me importa responder a su pregunta, señor Kemble —dijo Antonia con calma—. De todos modos, estoy segura de que los sirvientes murmuraban sobre ello.

Kemble dirigió a Gareth una sonrisa triunfal y se volvió hacia Antonia.

—Gracias, excelencia —dijo con tono magnánimo—. ¿El celibato fue idea suya, o su esposo era impotente?

—Era impotente.

—Eso supuse —dijo Kemble—. ¿La culpaba a usted?

Antonia negó con la cabeza.

—Yo misma me culpaba —respondió—. Él se sentía frustrado consigo mismo.

Kemble observó a Antonia de arriba abajo con ojo clínico.

—Es imposible que usted le decepcionara en ningún aspecto —dijo, como si comentara los méritos de un mueble—. Si no podía complacerlo, su marido no podía esperar que otra esposa lograra hacerle resucitar de entre los muertos, por decirlo así.

—¡Cielo santo! —protestó Gareth—. Antonia, puedes marcharte si quieres, puesto que el señor Kemble parece empeñado en romper todas las reglas de cortesía.

—No, gracias, me quedaré —respondió ella, que observaba a Kemble casi como hipnotizada.

Kemble parecía absorto en sus pensamientos.

—De modo que ahora cabe preguntarse cómo pensaba su esposo remediar esta situación —murmuró como para sí—. ¿Qué quería exactamente Warneham? ¿Y qué confluencia de acontecimientos podía satisfacer sus deseos?

—Quería un varón que llevara su sangre para desposeerme de mis derechos —dijo Gareth—. Y, con franqueza, yo me habría alegrado de que lo hubiera obtenido.

—Sí, no se me ocurre otra motivación —convino Kemble.

—Quizá pensaba legitimar a nuestro viejo amigo Metcaff —sugirió Gareth con aspereza.

Kemble le miró asombrado.

—¡Es usted brillante, excelencia!

—¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Pudo haber llevado a cabo Warneham ese propósito?

—No, la idea es ridícula, pero... —Kemble se interrumpió al tiempo que se volvía hacia Antonia—. ¿Existe alguna posibilidad, por remota que sea, de que alguien hubiera asesinado a Warneham para beneficiarla a usted?

Antonia abrió sus azules ojos como platos.

—Cielos, no.

Gareth la miró con expresión interrogante.

—Esa doncella tuya tiene un genio de los mil diablos —dijo—. Y por poco me mata a mí.

Antonia le miró con recelo.

—Eso es absurdo, Gabriel. Nellie es incapaz de matar a una mosca.

—Yo creo que Nellie sería capaz de matar a cualquiera que ella creyera que podía hacerle daño a usted —afirmó Kemble—. Pero no veo cómo pudo enterarse de los planes de Warneham de disolver el matrimonio. Y aunque se hubiera enterado, quizá pensara que era una buena cosa.

—Tienes razón —reconoció Gareth.

Kemble apuró su jerez y apartó la copa.

—Bueno, creo que esto es cuanto podemos hacer hoy —dijo—. Creo que mañana lloverá a cántaros, a juzgar por mi sinusitis, pero pasado mañana, excelencia, deberíamos partir para Londres si las carreteras se han secado. Me gustaría oír lo que tiene que decir el abogado.

—Sí, quizá deberíamos ir —respondió Gareth con tono cansino—. Déjeme que medite sobre ello.

Los tres se levantaron. Antonia se llevó una mano a la sien.

—Si me disculpas, Gabriel, esta noche no cenaré contigo —dijo secamente—. Me duele la cabeza. Como ha dicho el señor Kemble, probablemente se deba a que va a llover. Pediré que me suban una bandeja a mi cuarto.

Gareth se inclinó ante ella.

—Desde luego —respondió—. Ha sido un día difícil para todos.

Acto seguido, Antonia salió de la habitación, llevándose el poco calor y confort que había aportado. Gareth se sentía abatido y frustrado. Como si su arrebato de ira esta tarde en el pabellón no hubiera bastado para agravar la situación, el hecho de que se inmiscuyera en la muerte de Warneham podía hundir a Antonia. Y no estaba seguro de que ella le perdonaría por ello.