Capítulo 11
EL sonido de unas pesadas botas reverberó en la escalera, y la llamada a la puerta que se produjo a continuación era firme y enérgica. Gabriel la abrió y vio a un hombre alto, vestido con uniforme de oficial, mirándole con gesto preocupado. El hombre lucía el vistoso chacó y el fajín rojo del 20 Regimiento de Dragones Ligeros, y durante un instante, Gabriel pensó que quizás era su padre.
—Busco a Rachel Gottfried —dijo el hombre, mirando la carta que sostenía con su inmaculado guante blanco.
Gabriel vaciló. Pero el visitante era, al fin y al cabo, un oficial.
—Mi abuela ha ido a la sinagoga —dijo—. ¿Quiere pasar y esperarla?
El hombre dejó su chacó y la carta y se sentó en la silla que Gabriel le ofreció en el pequeño cuarto de estar. Parecía sentirse turbado, y un poco nervioso. Por fin se aclaró la garganta y dijo:
—Tú... debes de ser Gabriel. Gabriel Ventnor.
Gabriel asintió con expresión solemne.
El oficial esbozó un gesto de disgusto.
—Pues bien, Gabriel —se apresuró a decir—. Vengo del Ministerio de la Guerra en Whitehall, y... me temo que traigo malas noticias.
Al bajar la vista, Gabriel vio que el hombre sostenía un objeto pequeño y marrón. Con una sensación de lo inevitable, el niño extendió la mano. El oficial depositó en la palma el pequeño mono, y luego le cerró la mano.
El barón Rothewell permaneció en Surrey una semana más hasta que la inquietud hiciera presa en él y le obligara a regresar a los antros y burdeles de Londres. Gareth lamentó que se fuera. El señor Kemble continuó desempeñando sus funciones como ayuda de cámara y secretario, ofreciendo cada día a Gareth una nueva y a veces interesante información sobre Selsdon y los residentes de Lower Addington. Hasta la fecha, ninguno de ellos parecía tener nada que ver con la muerte del viejo duque, ni hicieron que se disiparan las sospechas que habían recaído sobre la duquesa, pero Gareth estaba convencido de que lograría restituir su buen nombre.
Prácticamente todos los días, Kemble remitía varias cartas a la ciudad. Gareth no le preguntaba el motivo. Estaba seguro de que era preferible no saberlo. Asimismo, recibía cartas casi a diario. Gabriel despidió a Metcaff personalmente, con gran satisfacción y sin referencias. El lacayo no se mostró sorprendido y se marchó jurando vengarse. Animado por la libertad que le había dado su amo, el señor Watson partió para la ciudad armado con un fajo de billetes y regresó con un delineante, cuatro carpinteros y una variopinta cuadrilla de albañiles y excavadores de zanjas.
Se apresuraron a trazar un plan para instalar drenajes alrededor del perímetro de Knollwood, unos modernos bajantes pluviales, y levantar parte del sótano donde sospechaban que había un manantial subterráneo. Luego construirían un depósito alrededor del manantial y canalizarían el agua hacia las cocinas, donde resultaría muy útil. Los carpinteros trabajaron dentro de la casa, arrancando la madera podrida y reparando las partes dañadas a martillazos. Gareth se limitaba a asentir con la cabeza y a firmar giros bancarios. Todo el proyecto era un simple mecanismo de defensa, destinado a preservar su cordura. Antonia y él habían reanudado la costumbre de cenar solos. A Gareth la situación le resultaba casi insoportable. Las palabras «sólo esta vez» no cesaban de atormentarlo.
Seguía haciendo un tiempo cálido para esta época del año, cuando un día la vio en el jardín. Había entrado por casualidad en el salón diurno decorado en color crema, la habitación en la que se había encontrado con ella por primera vez. Hoy la vio a través de los ventanales que daban a la fuente de los peces. Estaba sola, sentada en un banco de piedra, con una cesta de mimbre a sus pies, la mirada fija en los arbustos de boj.
Incluso a lo lejos, Gareth vio que algo andaba mal. Antonia tenía la espalda encorvada bajo la brisa, y sostenía los extremos de su chal de cachemira negro, que se le había caído de los hombros, en un nudo debajo de sus pechos. En la mano derecha sostenía un papel, arrugado. Soplaba viento, y desde donde se hallaba observándola, parecía estar sentada casi bajo la espuma del chorro de la fuente. Sí, algo andaba mal.
Olvidando su promesa de mantener entre ellos una distancia prudencial, abrió uno de los ventanales y salió. Las losas que rodeaban un extremo del banco estaban húmedas.
—¿Antonia?
Ella se sobresaltó.
Gareth se inclinó sobre el banco y tomó su mano.
—Vamos, Antonia, el viento arrecia —dijo con dulzura—. El bajo de tu vestido está húmedo.
Ella se levantó como una autómata y le siguió a través del pequeño patio hasta un banco situado al sol, alejado de la fuente.
—Siéntate, querida —dijo él, obligándola a sentarse a su lado—. ¿Ha ocurrido algo que te ha disgustado?
Ella negó con la cabeza pero no le miró.
—Estoy bien, gracias —respondió, estrujando la carta—. Estoy perfectamente.
Para su asombro, Gareth sintió que le embargaba una ternura casi abrumadora.
—No es preciso que finjas conmigo, Antonia —dijo, tomando con delicadeza el chal de sus manos y colocándoselo de nuevo sobre los hombros—. Llevo un rato observándote a través de las ventanas. Parecías preocupada.
Ella se volvió por fin para mirarlo, esbozando una débil sonrisa.
—Supongo que estaba... absorta en mis pensamientos —confesó, con una vocecilla vacilante que él había llegado a interpretar como un signo de consternación—. Suele ocurrirme a veces. Me pongo a pensar en algo y me olvido de otras cosas. O me olvido de dónde estoy.
—O de lo que sostienes en la mano —murmuró él, arrebatándole con delicadeza el papel arrugado—. Has vuelto a crispar las manos, querida. Tus pobres dedos no han hecho nada para merecer este castigo.
Ella sonrió de forma más abierta.
—Veo que has recibido una carta —continuó él—. ¿De uno de los numerosos pretendientes que tienes en la ciudad?
Ella emitió una risa nerviosa.
—No, y por una vez desearía que esos granujas...
Antonia se detuvo y él le apretó un poco la mano.
—¿Qué es lo que deseas, Antonia? —le preguntó con dulzura.
En el rostro de ella se pintó una expresión de consternación.
—Sólo deseo que me dejen en paz —respondió—. La carta... es de mi de padre.
—Espero que no sean malas noticias —dijo Gareth.
—Él y su esposa han regresado a Londres —respondió ella—. Han pasado varios meses en el extranjero. Y ahora él desea... que vaya a visitarles.
—¿Ah, sí? —Gareth asumió una expresión tranquilizadora—. No hay motivo para que no vayas. Si tenemos que preguntarte algo sobre las obras en Knollwood, te escribiré.
Ella torció el gesto y meneó la cabeza.
—No —murmuró—. No... puedo ir. Prefiero no ir.
Él notó en su voz dolor y quizá cierto temor. Sin preocuparse de que alguien pudiera verlos, le rodeó los hombros con el brazo.
—Entonces escríbele y dile que lamentas no poder ir —sugirió—. Ésta es tu casa, Antonia, hasta que Knollwood esté lista para que te instales en ella. No hay motivo para que te marches a menos que desees hacerlo.
Para asombro de Gareth, ella emitió un angustiado gemido y se cubrió la cara con las manos.
—¡Ay, Gabriel! —exclamó—. Soy una mala persona. ¡Soy mezquina y rencorosa! ¡Ojalá no lo fuera!
Él se volvió sobre el banco y la miró.
—Eso no es cierto, Antonia —dijo, apartándole las manos de la cara. Entonces se fijó en las marcas: dos cicatrices delgadas y plateadas en el interior de sus muñecas, de una precisión casi feroz. Dios santo. ¿Cómo era posible que no las hubiera visto antes?
Durante unos instantes, no pudo articular palabra. Luego la obligó a alzar la vista.
—Mírame, Antonia —dijo—. No eres mala ni rencorosa. ¿Qué te dice lord Swinburne en la carta para disgustarte de esa forma?
Ella le miró con los ojos llenos de lágrimas; parecía casi haberse encogido ante los ojos de él.
—Ella... ella va a tener... un hijo —balbució a través de sus lágrimas—. Va a tener un hijo, y la odio por ello. ¡La odio, Gareth! Ya lo he dicho. Va a tener un hijo, y mi padre quiere que vaya a celebrar el nacimiento... Y yo temo ir.
Gareth tomó sus manos entre las suyas.
—Estoy seguro de que tu padre te quiere bien —dijo, confiando en que fuera cierto.
Antonia agachó la cabeza. La brisa agitaba unos suaves mechones de pelo en sus sienes y en su nuca. Hoy llevaba un vestido azul oscuro, el cual realzaba el azul más claro de sus ojos y el leve tono sonrosado de su piel. Una piel delicada y perfecta. ¿Qué la había inducido a mutilarse de esa forma? ¿La muerte de su hija? ¿Las infidelidades de su marido? Gareth sintió una profunda compasión por ella, una emoción mezcla de temor e indignación. Indignación contra ella. Indignación contra su suerte.
Apoyó un dedo debajo de su mentón y la obligó a alzar la cara.
—¿Qué más dice tu padre? —preguntó—. ¿Por qué tengo la sensación de que hay algo más? Creo que debes contármelo, Antonia.
La mirada de ella se endureció.
—Quiere que le asegure «que conservo mi figura y mi belleza» —respondió—. Mi padre dice que ocultándome en el campo no lograré contrarrestar los rumores maledicentes. Insiste en que le acompañe a los eventos sociales mientras Lydia se recupera después del parto, de otro modo la gente empezará a pensar que estoy realmente loca. Dice... que es hora de que vuelva a casarme, Gareth.
Gareth guardó silencio un rato. Sentía como si alguien le hubiera asestado una patada en la barriga. Como es natural, no estaba en desacuerdo con todos los argumentos de lord Swinburne. Cuando las heridas de Antonia hubieran empezado a cicatrizar, y los rumores sobre la muerte de su primo hubieran remitido, ella debía volver a casarse. Pero no estaba de acuerdo en obligarla a frecuentar la sociedad cuando era evidente que no estaba preparada para ello. Por lo demás, ¿era lord Swinburne de fiar? ¿Concedería a su hija el tiempo necesario para que hallara al hombre adecuado para ella? Esa idea le disgustó.
—Antonia —dijo por fin—, ¿deseas volver a casarte ahora?
Sintió el corazón en un puño mientras esperaba su respuesta.
Por fin ella negó con la cabeza.
—No, y no deseo regresar a Londres —dijo—. Bajo ningún concepto.
Gareth se sintió al mismo tiempo aliviado y dolido por su vehemencia con respecto al tema.
—Antonia, hace unos días me dijiste que eras fuerte —dijo con calma—. Que no debería subestimar tu fuerza. Creo que eso es lo que ha hecho tu padre. Ha subestimado tu fuerza. Sólo tienes que contestar a su carta y decirle que no deseas casarte. Debes mostrarte firme. Debes explicarle con toda claridad que te has recobrado por completo y que no dejarás que nadie te atosigue.
—No es tan fácil como crees, Gabriel —respondió ella. Hablaba con tono suave pero firme—. Por regla general, papá siempre ha tratado de ayudarme. Él y mi hermano son mi única familia.
—Eso no es cierto, Antonia. —Él sabía que se arrepentiría si no de sus palabras, cuando menos del fervor con que las pronunciara—. Formas parte de esta familia. Eres una Ventnor hasta que te cases de nuevo o te mueras. Tu padre no tiene ningún poder sobre ti.
—Tú eres el único Ventnor que queda —respondió ella, sonriendo débilmente.
—Sí, pero con uno basta —le aseguró él—. Si deseas ocultarte detrás de mí, Antonia, puedes hacerlo. Si tu padre trata de desafiarme, se arrepentirá de ello. Pero lo cierto es que no me necesitas. Eres más fuerte de lo que tú misma crees.
Ella le miró unos momentos.
—No, no te necesito —dijo por fin—. Al menos..., trato de no necesitarte. Pero te agradezco que hayas dicho eso, Gabriel. No me ocultaré detrás de ti. Quiero llevar la vida que deseé tener hace tiempo, la vida de una viuda que controla su propio destino. Nadie, ni siquiera mi padre, se interpondrá en mi camino. Pero no quiero pelearme con él.
Gareth comprendió lo que ella decía. Y empezaba a admirar su determinación. Ambos guardaron silencio un rato. Sólo se oía el canto de los pájaros y el suave murmullo de las hojas agitadas por la brisa.
Por fin, ella hizo ademán de levantarse.
—Gracias —repitió—. He salido para podar los rosales, no para recrearme en mi desgracia. ¿Quieres acompañarme?
Gareth se levantó y le tendió la mano.
—Me temo que no puedo —mintió—. Watson me espera.
La observó en silencio mientras ella tomaba su cesta y se alejaba. Como de costumbre, era incapaz de apartar la vista de ella. Curiosamente, la conversación que habían mantenido le había afectado. Pero era innegable que Antonia era una belleza. Al salir de la sombra que proyectaba la casa al espléndido sol vespertino, enderezó sus estrechos hombros debajo del vestido azul oscuro que lucía y sostuvo la cabeza erguida como la duquesa que era. La luz se reflejaba en su rubia cabellera, confiriéndole un cálido tono dorado.
Aunque él había conocido a muchas mujeres hermosas —algunas de ellas íntimamente—, jamás se había sentido tan atraído por ninguna como por Antonia. No estaba seguro de qué quería de ella. Como es natural, la deseaba sexualmente. Pero al mismo tiempo ella despertaba en él su instinto protector de una forma que ninguna mujer había hecho, lo cual no dejaba de ser preocupante. Xanthia, la única mujer a la que había amado, no le había necesitado en ese sentido. De hecho, no le había necesitado en ningún sentido, salvo por la satisfacción física que él le había procurado. Al menos sabía satisfacer en ese aspecto a las mujeres.
Pero la relación juvenil que ambos habían mantenido había durado poco tiempo. Xanthia había rechazado sus propuestas de matrimonio. Habían vuelto a ser buenos amigos y colegas en el trabajo. No obstante, él se había sentido dolido y frustrado, culpándose principalmente de su fracaso sentimental. Joven todavía e impetuoso, había empezado a pensar que aunque supiera satisfacer las necesidades carnales de una mujer, no era lo que éstas necesitaban a la larga. Era sólo un breve remedio para aplacar un deseo que debían satisfacer.
¿Volvería a ponerse en ridículo? ¿Por otra mujer que no le necesitaba? Gareth sacudió la cabeza. No tenía tiempo para estas reflexiones. Watson estaba instalando la trilladora. Había llegado el momento de comprobar la utilidad de ese artilugio cuando llegara la época de la cosecha, que estaba en puertas.
El vizconde De Vendenheim-Sélestat estaba frente al amplio ventanal de su despacho, contemplando el denso tráfico en Whitehall. En la mano izquierda sostenía una carta, y la derecha la tenía apoyada firmemente en el cristal. Londres sufría los últimos coletazos de un verano cálido y húmedo, e incluso los caballos parecían un tanto abatidos.
De Vendenheim, que también acusaba el agobiante clima, se volvió de espaldas a la ventana y alzó la carta a la luz. La leyó de nuevo.
—¡Señor Howard! —gritó al recepcionista.
Howard apareció en el acto, con las gafas deslizándose sobre su nariz.
—¿Sí, milord?
—¿Cuándo ha llegado esta maldita carta?
—Esta mañana, milord.
—Muy bien —dijo el vizconde—. ¿Ha llegado el ministro del Interior?
—Sí, señor —respondió Howard—. ¿Desea verlo?
—Me temo que no tengo más remedio, Howard.
Cinco minutos más tarde, De Vendenheim se hallaba de pie ante la mesa del señor Peel, sosteniendo dos cartas en la mano. Después de los saludos de rigor, depositó la primera —que no estaba firmada— sobre la mesa.
—Me temo que ha llegado el momento de saldar unas deudas —dijo—. George Kemble nos pide un favor.
—¿De veras? ¿Qué clase de favor?
Peel observó la angulosa y perfecta caligrafía.
—Kemble está colaborando en la investigación de un asesinato —respondió De Vendenheim—. Un caso privado, para los propietarios de la compañía Neville Shipping. Necesita que alguien presione un poco al juez de paz local.
Peel examinó la carta.
—Entiendo —murmuró—. Y Kemble hará de intermediario, ¿no?
De Vendenheim asintió con la cabeza.
—La carta indica tan sólo que el señor Kemble actúa en nombre de usted en este asunto —dijo—. Y conmina al juez a que colabore con él sin reservas.
Peel sonrió levemente.
—De modo que supone que el otro se resistirá. —Pero tomó su pluma y al cabo de un instante había estampado su firma en la parte inferior de la carta—. Ahora, ¿qué segundo favor nos pide Kemble? Suéltelo de una vez.
De Vendenheim reprimió un sonoro suspiro.
—¿Conoce a lord Litting?
El señor Peel se encogió de hombros.
—Socialmente, un poco.
—El difunto era tío político de Litting.
La confusión que mostraba el rostro de Peel se disipó en parte.
—Sí, la muerte del duque de Warneham. Recuerdo que corrieron unos rumores muy desagradables. Pero al final las autoridades declararon que había sido un accidente, ¿no?
—En efecto, y es probable que lo fuera —respondió De Vendenheim—. Pero los rumores y las preguntas no han remitido, y Kemble desea seguir investigando el caso, para asegurarse. Quiere que yo hable con Litting, quien por lo visto se hallaba en la casa la noche en que murió su tío. Sir Harold Hardell también estaba presente.
—Hardell. —Peel sonrió con gesto pensativo—. ¿Alguno de ellos es sospechoso de asesinato?
—No que yo sepa —contestó el vizconde—. Me gustaría interrogar al sobrino. Pero quizá tenga que hacerle pasar por el aro un par de veces, para sonsacarle la poca o mucha información que posea.
—Ya. —Peel tosió discretamente y tomó de nuevo su pluma—. Estoy seguro que ello no le perjudicará.
De Vendenheim esbozó una media sonrisa.
—Es posible, pero no le hará ninguna gracia —le advirtió—. No obstante, debemos un favor a Kem por su trabajo en el caso del tráfico de armas.
—No le dé más vueltas. —Peel sacó una hoja de papel de su cajón y empezó a escribir una nota—. Si tiene problemas con Litting, entréguele esta nota —dijo—. Si tengo que elegir entre enemistarme con un noble al que apenas conozco y con uno de los mejores agentes que hemos tenido, quizá resulte un poco violento, pero ya sé a quién elegiré.
De Vendenheim tomó la nota, agradecido.
—Espero que no se arrepienta de esto, señor —dijo.
—Sí. —Peel esbozó una leve sonrisa—. Yo también.
Cuando De Vendenheim se disponía a salir del despacho, Peel añadió:
—Un momento, Max. ¿Qué piensa hacer con respecto a sir Harold? Preferiría no tener como enemigo a un afamado abogado.
De Vendenheim asintió con la cabeza.
—Procuraré dejarlo al margen del asunto —le aseguró.
Peel suspiró.
—Haga lo que pueda —añadió—. Pero, Max....
De Vendenheim, que tenía la mano apoyada en el pomo de la puerta, se volvió.
—¿Señor?
Peel parecía pensativo.
—Haga lo que haga..., procure que se haga justicia.
—Creo, señora, que ha ganado unos kilos —observó Nellie el sábado por la mañana—. Este traje de montar le queda un poco estrecho.
Antonia se volvió hacia el espejo e introdujo el pulgar en la cinturilla de la falda.
—Tienes razón, me queda un poco justo —respondió—. No obstante, ¿crees que puedo ponérmelo?
—Desde luego, y aún podría engordar otros cinco kilos —respondió Nellie, dirigiéndose al gabinete en busca de las botas de su señora—. ¿Adónde desea ir el duque a caballo esta mañana?
—Lo ignoro —confesó Antonia, siguiendo a su doncella—. Sólo dijo que quería que me reuniera con él a las diez, y que era una sorpresa.
—Terry me dijo que ayer instalaron una nueva escalera en la otra casa —dijo Nellie—. Puede que ésa sea la sorpresa.
Antonia se rió.
—Estuve a punto de caerme por la escalera antigua —dijo, calzándose las botas.
—Procure no alejarse del amo, señora —le recomendó Nellie, agitando el índice—. No se pasee sola por esa vieja y destartalada casona, ¿me oye? La próxima vez el amo quizá no pueda sacarla del atolladero.
—Suena muy romántico, Nellie —dijo Antonia—. Creo que estás cambiando de opinión sobre el nuevo duque.
—Sigo pensando lo mismo —replicó Nellie, eliminando una pelusilla del traje de montar de Antonia—. Pero mientras se porte bien con usted, lo que haga no me concierne.
Antonia soltó otra carcajada y dio una vuelta completa delante del espejo. Era un gesto pueril, propio de una jovencita, pero de un tiempo a esta parte se sentía como una jovencita. Cuando el momentáneo mareo remitió, observó su rostro en el espejo, prestando especial atención a las arruguitas que empezaban a aparecer en las esquinas de los ojos. Se pasó las manos sobre el corpiño, alisando el tejido sobre sus pechos y sus costillas.
Sí, todavía tenía un aspecto atractivo, pensó. Y había ganado en efecto unos kilos. La chaqueta le quedaba más ajustada, y sus mejillas habían empezado a recuperar el color. Asimismo, dormía mejor, aunque seguía sin tomarse el soporífero. Cuando el doctor Osborne la regañaba, ella cambiaba de tema. No quería seguir viviendo sedada y aturdida. Era ella quien debía tomar la decisión, y ya la había tomado.
Se sentía muy complacida de que Gabriel la hubiera invitado a salir a caballo con él. Gozaba con la simple expectativa del paseo. Hacía mucho tiempo que algo la ilusionaba. Pero no era más que un paseo a caballo, se dijo, mirándose a los ojos en el espejo. Tan sólo un paseo a caballo. Con Gabriel, un hombre que no era para ella. Él mismo lo había dicho, y Antonia sabía que tenía razón. Nadie en su sano juicio desearía cargar con ella, no de esa forma. Y pese a la amabilidad con que él la trataba, pese al placer que le procuraban sus caricias, Gabriel intentaba mantenerse —intentaba mantener buena parte de sí— a distancia. Ella no le conocía, y debía aceptar que quizá nunca llegara a conocerlo.
Dirigió un rápido vistazo al reloj sobre la repisa de la chimenea.
—¡Qué tarde es! —dijo, acercándose al estante que contenía sus sombreros—. Nellie, ¿qué sombrero crees que...?
La doncella estaba sentada, medio desmayada, en una silla junto a la puerta del gabinete. Antonia corrió hacia ella.
—¡Nellie! —exclamó, arrodillándose—. ¿Qué te ocurre? ¡Ay, Señor, estás pálida como un fantasma!
Nellie se pasó la mano por la frente, que estaba perlada de sudor.
—Levántese, señora, y aléjese de mí —le ordenó—. Creo que he pillado algo.
Pero Antonia se acercó a la campanilla y tiró de ella con fuerza. Luego llenó un vaso con agua y se lo dio a su doncella.
—¿Tienes fiebre, Nellie? —preguntó, inquieta—. ¿Te duele la garganta?
La criada asintió a regañadientes.
—Sí, desde esta mañana —respondió—. Debí decírselo antes. Pensé... pensé que no era nada importante.
Una de las camareras entró y al mirar a Nellie exclamó:
—¡Ay, ha pillado esas anginas tan contagiosas! Me dan ganas de retorcerle el pescuezo a ese limpiabotas por traerlas aquí.
Nellie tenía peor aspecto con cada minuto que pasaba. Antonia se sentía culpable de no haberse percatado antes.
—¿Cuántas personas se han contagiado? —preguntó.
—En las cocinas Rose y Linnie —respondió la chica—. Tres mozos de cuadra y el chico que limpia los establos. Jane cayó enferma esta mañana. Creo que debería ir a acostarse, señora Waters. Pediré a la señora Musbury que le prepare una cataplasma de mostaza. Espero que hayan mandado recado al doctor Osborne, porque Jane parece estar muy mal.
Antonia señaló la puerta.
—Anda, ve a acostarte —dijo a Nellie—. Te lo ordeno. Y no vuelvas bajo ningún concepto hasta que te hayas restablecido.
—¿Saldrá a caballo? —preguntó Nellie.
Antonia dudó unos momentos, y luego asintió.
—Sí, si es lo que deseas. Pero en cuanto regrese subiré a ver cómo estás.
Pese a las protestas de la doncella, Antonia encomendó a la joven criada que acompañara a Nellie a acostarse. Luego tomó el primer sombrero de montar que vio y bajó apresuradamente la escalera.