Capítulo 6
SU abuelo condujo a Gabriel de la mano a través de los laberínticos callejones de Moorgate. El atardecer empezaba a dar paso a la noche, y los tenderos cerraban sus persianas.
—¿Falta mucho para llegar a casa, Zayde?
—Casi hemos llegado, Gabriel —respondió su abuelo—. ¿Te ha gustado la visita al banco? Es impresionante, ¿verdad?
—Supongo que sí —respondió el niño—. Era muy grande.
En ese momento se abrió una puerta en el callejón, a unos metros frente a ellos, inundando el pasaje adoquinado de luz. Salió una pandilla de hombres dando voces. El que iba delante maldecía mientras trataba de liberarse, pero los otros le sujetaban por los brazos.
—¡Sha shtil! Silencio —murmuró Zayde, tirando de Gabriel hacia las sombras.
Apretujado contra el frío muro de piedra por el cuerpo de su abuelo, Gabriel no veía nada. Pero podía oír los gritos y el sonido de las botas de un hombre arrastrándose sobre los adoquines.
—¡Soltadme, malditos! —gritaba—. ¡Socorro! ¡Por el amor de Dios, ayudadme!
—¡Me cago en diez, Nate! —gruñó uno de los hombres—. ¿No dijiste que estaba demasiado borracho para oponer resistencia?
—¡Átale los pies, idiota!
—¡No! ¡No! ¡Soy velero! —chilló el hombre. Gabriel oyó que se esforzaba en liberarse de sus captores—. ¡Tengo una carta! ¡Tengo protección! ¡No podéis raptarme!
—¡Oy gevalt! —murmuró el abuelo del niño—. Pobre diablo.
El tumulto cesó al cabo de unos minutos. Zayde tomó a Gabriel de la mano y se alejaron apresuradamente. Los hombres se habían esfumado en la penumbra.
—¿Qué había hecho ese hombre, Zayde?
—Beber con hombres a quienes no conocía —respondió su abuelo—. Los ingleses necesitan marineros, y la leva no se anda con contemplaciones.
—Pero... no pueden hacer eso —dijo Gabriel—. No pueden raptar a un hombre, ¿o sí?
—¡Oy vey, Gabriel! —dijo su abuelo—. Por esto te digo siempre que te mantengas alejado de ellos. Procura no llamar la atención, tatellah, y trata sólo con los de tu raza. Pero tú nunca me haces caso.
Él esperó a que ella apareciera a la hora de desayunar; esperó hasta que las llamas debajo de los calientaplatos se hubieron apagado y el café enfriado. Esperó hasta que los lacayos empezaron a restregar los pies en el suelo, nerviosos, como si tuvieran otras cosas que hacer que quedarse allí plantados. Pero Antonia no apareció.
Sí, la duquesa desayunaba por lo general en el saloncito, según le confirmó uno de los lacayos. Sí, dijo otro, la duquesa era madrugadora y puntual. De modo que Gareth siguió paseando la comida por su plato y bebiendo su café, esperando. De hecho, esperó hasta que una de las doncellas asomó la cabeza por la puerta del salón de desayuno y miró irritada el aparador, lleno todavía con las cosas del desayuno.
Coggins entró detrás de ella.
—El señor Watson ha regresado, excelencia —dijo inclinándose secamente—. Ha enviado la trilladora al granero y espera que se reúna con él cuando lo estime oportuno.
Gareth no podía postergar su jornada y el trabajo que le esperaba. En cualquier caso, ella no iba a venir. ¿Y qué más daba? No podrían mantener una conversación seria con los malditos lacayos revoloteando a su alrededor como lánguidos abejorros. Supuso que sólo deseaba verla. Para asegurare de que estaba bien.
Pero eso era ridículo. La duquesa tenía una doncella y un ejército de criados para ocuparse de ella. Gareth apartó su silla bruscamente y arrojó su servilleta sobre la mesa. Pero cuando atravesó la casa y salió a la larga pérgola cubierta de rosas que comunicaba la parte noble de la casa con las oficinas y los talleres de la finca, estaba furioso.
Ella le rehuía. Estaba seguro de ello.
Puede que se debiera a que se sentía avergonzada, pensó mientras bajaba el último tramo de escalera. Era comprensible. Él mismo se sentía bastante avergonzado. El mero hecho de pensar en la desesperación con que se habían acariciado —el anhelo, la intensa e irrefrenable pasión— bastaba para que las manos le temblaran. Lo que habían hecho juntos anoche bajo la lluvia no tenía remedio. Ambos tendrían que vivir con ese recuerdo el resto de sus vidas.
Durante un instante se le ocurrió negarle el permiso para renovar Knollwood Manor. De esta forma la obligaría a abandonar Selsdon e instalar su residencia en la ciudad. Quizá no tuvieran que volverse a verse jamás.
Pero ¿y si ella se negaba a marcharse? Él le había dicho que podía quedarse en Selsdon tanto tiempo como quisiera. Y aunque se instalara en la ciudad, era posible que se topara con ella. A partir de ahora tanto Xanthia como él tendrían que moverse en unos círculos que hasta la fecha habían logrado evitar. Por otra parte, el hecho de obligar a Antonia a mudarse a la capital sería como arrojarla a las fauces de la flor y nata, que sin duda la acogería con menosprecio, o algo peor.
Maldita sea. Gareth se detuvo, crispando la mandíbula. Se había metido en un buen lío. De hecho, era una situación insostenible. Era preciso que se sentaran a hablar de ello, para llegar a alguna solución. Decidió ir a verla en cuanto resolviera los asuntos de la finca. Tras tomar esa decisión, abrió la puerta de la oficina del administrador de la misma.
Un hombre alto y delgado, de rostro curtido, vestido con una levita, avanzó hacia él con la mano extendida.
—Excelencia —se apresuró a decir—. Soy Benjamín Watson, su administrador.
Antonia estaba postrada de rodillas en la capilla familiar cuando Nellie la encontró allí a media mañana. La capilla estaba situada en una parte del viejo castillo que carecía de un sistema de calefacción, en la cual se mezclaban los olores a cera derretida, terciopelo mohoso y piedra húmeda. La única luz era la que penetraba por las estrechas ventanas divididas con parteluces que flanqueaban el coro y el presbiterio, y de tres velas que ella misma había encendido junto al altar.
—¿Excelencia? —dijo Nellie, tratando de localizarla en la penumbra—. ¿Está usted aquí, señora?
Antonia se levantó lentamente, moviendo los pesados pliegues de su capa que descansaban sobre el gélido suelo de piedra.
—Sí, Nellie, estoy aquí.
—¡Ay, Señor, no sabía dónde se había metido! —exclamó Nellie avanzando a través del coro y presbiterio—. ¿Cuánto tiempo lleva arrodillada, señora?
—No estoy segura —respondió ella con una evasiva.
—Este lugar es húmedo y está oscuro —dijo Nellie frotándose los brazos y mirando a su alrededor—. Si se queda aquí enfermará de reuma, señora. Y no ha desayunado.
Antonia sonrió débilmente.
—No tenía hambre —murmuró—. Deseaba estar sola un rato. Debí informarte.
Nellie miró las parpadeantes velas.
—¿Hoy ha encendido tres velas, señora?
—Sí, una es para Eric —se apresuró a responder Antonia—. Supongo... que esta mañana me siento caritativa. O culpable, pensó para sí.
Nellie restregó el suelo con los pies, turbada.
—Quería decirle una cosa, señora —dijo—. Sobre anoche.
Antonia se volvió y echó a andar por el pasillo central.
—¿Es preciso que hablemos de ello, Nellie?
Nellie la siguió.
—Lo lamento, señora —dijo, tocándola levemente en el brazo—. Pero fue una temeridad que subiera allí sola. Llovía a cántaros. Pudo haberse resfriado. Y me dio un susto de muerte.
Antonia se detuvo al llegar a la puerta de la capilla.
—Discúlpame, Nellie —contestó—. Fue muy desconsiderado por mi parte.
—No se tomó el soporífero, ¿verdad? —prosiguió la doncella.
Antonia negó con la cabeza.
—Pensé... que no lo necesitaría —respondió—. De modo que lo tiré.
—Me ha dado un buen susto —repitió Nellie con más firmeza—. Hace tiempo que no lo había visto así.
—No te preocupes por mí. —Antonia abrió la puerta y salió al pasillo, cuyo aire era menos viciado. Se detuvo y respiró profundamente—. Creo que el nerviosismo que ayer me dominó fue más intenso de lo que supuse. En adelante tendré más cuidado.
—¿Se refiere a la llegada del nuevo amo? —inquirió la doncella—. Sí, todos estábamos sobre ascuas. Pero su situación es más delicada que la nuestra.
Antonia no respondió, sino que se arrebujó en su capa.
—Disculpe, señora —dijo Nellie—. Pero ¿desea decirme algo más?
—¿A qué te refieres?
—Algo sobre... anoche, tal vez.
Antonia se apresuró a menear la cabeza.
—No, nada —respondió—. Nada en absoluto.
—Muy bien —dijo Nellie mientras subían la escalera—. ¿Desea salir a dar un paseo esta mañana, excelencia? No sabía qué ropa debía prepararle.
Antonia pensó que le sentaría bien salir de la casa. Necesitaba alejarse de ella, y Nellie tenía razón. No podía quedarse todo el día postrada de rodillas en la húmeda capilla.
—Yo voy a bajar al pueblo —dijo Nellie—. Tengo que reponer todas sus cintas negras y recoger el sombrero de terciopelo gris.
—No me apetece ir al pueblo —murmuró Antonia—. Pero gracias.
Deseaba estar sola. Un paseo por el bosque, tal vez. O quizá daría una larga caminata hasta la casa reservada a la duquesa viuda, para echarle un vistazo. Quizá no estuviera en tan malas condiciones. Además, no le importaba mudarse a un lugar menos suntuoso que la mansión y abandonar Selsdon antes de lo previsto. Quizá Dios había empezado a atender sus ruegos.
—No, no me apetece ir al pueblo —repitió—. Creo que iré andando a Knollwood. O quizá baje al parque de los ciervos y visite el pabellón.
Coggins se encontraba en su pequeño despacho junto al vestíbulo, examinando el correo matutino, cuando Gareth regresó de su entrevista con el señor Watson. El mayordomo se mostró sorprendido al verlo.
—¿Ha bajado ya la duquesa?
Gareth miró las ordenadas pilas de cartas que el mayordomo había dispuesto sobre el paño verde de su escritorio.
—No, excelencia —respondió Coggins—. Al menos, yo no la he visto. Pero su doncella salió hace un cuarto de hora.
Gareth tamborileó con el dedo sobre una de las cartas con gesto pensativo. La carta procedía de Londres e iba dirigida a Antonia.
—¿Tiene la duquesa muchos amigos en la ciudad, Coggins? —preguntó.
—Antes sí los tenía, excelencia.
—¿Personas que conoció a través de mi difunto primo?
Coggins vaciló unos instantes.
—La mayoría de los amigos de su excelencia eran terratenientes —contestó el mayordomo—. Él y la duquesa tenían pocas amistades en común.
—Ya —dijo Gareth.
El mayordomo se compadeció de él.
—Creo que el hermano de la duquesa reside en la ciudad, excelencia —le informó—. Es un hombre muy agradable, según recuerdo, y muy popular en ciertos círculos.
—El juego y los caballos, ¿eh? —dijo Gareth con cierto cinismo.
Coggins sonrió levemente.
—Sí, creo que es aficionado a ambas cosas —respondió el mayordomo—. La duquesa conocía a muchos amigos de su hermano antes de casarse con el difunto duque. Al parecer algunos de esos caballeros se han propuesto consolar a la duquesa en su viudedad.
Y de paso averiguar si su esposo le había dejado una fortuna, pensó Gareth.
—Deben ser muy altruistas.
Coggins arqueó ligeramente las cejas.
—No sabría decirle, señor.
Pero Gareth se dio cuenta de que Coggins compartía su opinión. Con las sospechas sobre la muerte de Warneham cerniéndose como un nubarrón sobre el buen nombre de su viuda, los únicos pretendientes que ésta atraía debían de ser unos bribones.
Sin pensárselo dos veces, Gareth tomó la pila de cartas dirigidas a Antonia.
—Voy a subir a hablar con la duquesa —dijo—, de modo que le llevaré estas cartas.
Coggins no podía negarse.
—Gracias, excelencia.
Gareth subió la escalera hacia la sala de estar que comunicaba los aposentos ducales. Si su doncella había salido, Antonia no podría evitarle. Tendría que abrirle la puerta.
Gareth llamó y se sintió aliviado cuando así lo hizo. Pero en cuanto lo vio se puso pálida.
—Excelencia —murmuró—. Buenos días.
Él no le preguntó si podía pasar, pues tenía la impresión de que ella le negaría la entrada. De modo que entró en la habitación y depositó la ordenada pila de cartas que había tomado del despacho de Coggins sobre el secreter de palisandro que había junto a la puerta.
—Gracias. —Ella permaneció junto a la puerta abierta, con la mano apoyada en el pomo—. ¿Desaseaba... decirme algo, excelencia?
Él enlazó las manos a la espalda como tratando de reprimir un impulso que no alcanzaba a comprender. ¡Maldita sea, ojalá no fuera tan hermosa!, pensó. Ojalá no tuviera unos rasgos tan delicados y frágiles. Era una auténtica princesa de porcelana. Se dirigió hacia las ventanas situadas al otro lado de la habitación, pero al cabo de unos instantes regresó junto a la puerta.
—Verá, Antonia —dijo por fin—. Es inútil evitarlo. Creo que debemos hablar sobre lo que ocurrió anoche.
Ella no se movió de la puerta.
—¿Sobre... anoche?
Dado que parecía incapaz de moverse, Gareth cerró la puerta. Ella dejó caer la mano.
—¿Se siente bien, Antonia? —le preguntó—. Estaba preocupado por usted. Al ver que no bajaba a desayunar, temí que estuviera indispuesta.
—Como ve, estoy perfectamente —respondió ella, retrocediendo.
Dada su palidez, Gareth no estaba seguro de estar de acuerdo con esa respuesta. Y le disgustaba la distancia que había entre ellos esta mañana; una distancia que la duquesa se esforzaba en mantener, literal y figurativamente. Se había situado detrás de un sofá de madera dorada, como si éste pudiera protegerla.
—Antonia —prosiguió él al cabo de unos momentos—, anoche cometimos un grave error. Fue una... imprudencia. Era evidente que usted estaba trastornada y...
En el rostro de ella se pintó una expresión semejante al horror. Dio media vuelta y se acercó a las ventanas. Él la siguió y le tocó ligeramente el hombro.
—¿Antonia? —preguntó, sintiéndola temblar—. Lo lamento, Antonia. Debemos procurar olvidar ese episodio, querida.
Ella se inclinó hacia delante y apoyó las yemas de los dedos en el cristal, como si quisiera fundirse con él y desaparecer.
—No sé a qué se refiere —dijo con voz ronca—. Haga el favor de marcharse.
—¿Cómo dice? —contestó él, sujetándola con más firmeza.
Ella se estremeció de nuevo.
—Le agradezco que se preocupe por mí, excelencia —respondió—. No... he dormido bien. Me ocurre a menudo. Sea lo que fuere..., es decir, suponiendo que sucediera algo..., no puedo...
Al oír su respuesta, él la obligó a volverse.
—¿Suponiendo que sucediera algo? —preguntó—. ¿Suponiendo? Por el amor de Dios, sabe tan bien como yo lo que hicimos anoche.
Ella meneó la cabeza, mirándole angustiada.
—No —murmuró—. No puedo... no... consigo recordarlo. Por favor, olvidémoslo.
—Antonia. —Él apoyó ambas manos con firmeza en sus hombros—. ¿Por qué miente, Antonia?
Ella desvió la mirada. Él la zarandeó un poco.
—Antonia, anoche ocurrió algo entre nosotros. —Gareth hablaba con una voz ronca que no era la habitual—. ¿Cómo puede negarlo? ¿Cómo puede fingir que no ocurrió?
Ella volvió a menear la cabeza sin responder.
—Hicimos el amor, Antonia —continuó él—. Fue ardiente y apasionado, y también una locura, sí, pero es imposible que lo haya olvidado. No me mienta sobre esto. Es muy importante.
—Lo siento —dijo ella con voz gutural y un poco temblorosa—. No puedo hablar sobre ello.
Sin darse cuenta, él la había obligado a retroceder, acorralándola contra la pared junto a la ventana.
—¿Por qué? ¿Tanto la asusta? Yo también estaba asustado. Nadie puede negar una pasión tan intensa.
—Usted mismo ha dicho que fue un grave error —contestó ella con voz entrecortada—. ¿Cómo... es posible que sucediera lo que dice cuando yo no lo recuerdo? ¿Cómo es posible? Por favor, excelencia, déjeme tranquila. La pasión no me interesa. ¿No lo entiende?
—¡No, pardiez, no lo entiendo! —replicó él.
De pronto la besó, sujetándola todavía por los hombros. La besó con furia, sólo medio consciente de lo que hacía. Antonia apoyó las manos contra su pecho para apartarlo, pero él no hizo caso, besándola más profundamente. Ella emitió un sonido extraño; un sollozo o un suspiro de rendición, y abrió la boca debajo de la suya. Con un gemido triunfal, él la besó con frenesí, hambriento y desesperado. Sus lenguas se entrelazaron como sed fundida en una danza de pasión. Ella cerró los puños sobre el suave paño de su levita, alzando su rostro en señal de sumisión.
—Ahí tiene la prueba, Antonia —dijo él con voz ronca cuando sus labios se separaron—. Éste es el frenesí feroz y abrasador que hay entre nosotros. Pasión, locura. No puede engañarme.
Mientras trataba de recobrar el resuello, ella apartó la vista y apoyó las manos en la pared a su espalda. Él intuyó que volvía a cerrarse en sí misma, alejándolo de ella. Sintió como si le hubiera arrancado de nuevo el corazón.
—¿Soy yo, Antonia? —le preguntó—. ¿Es eso? ¿Me desea, pero no me considera digno de usted? ¡Si es así, dígamelo!
—Se niega a creer lo que le digo —respondió ella, sin mirarle—. ¿Por qué voy a decir nada? Ha conseguido lo que quería de mí, excelencia. Me ha obligado a... responder a sus caricias. Le ruego que pongamos fin a esta farsa.
Sus palabras le sentaron a él como un bofetón. Le deseaba. Pero lo consideraba inferior a ella.
—Sí, supongo que es lo mejor —contestó él—. Espero que haya gozado..., porque el infierno se helará antes de que yo vuelva a calentarle la cama.
Cuando echó a andar hacia la puerta Gareth cayó en la cuenta de que no se habían acostado en una cama, ni habían gozado de un ambiente caldeado. No, él había apoyado a Antonia contra un gélido y húmedo muro y la había tomado como a una ramera de Covent Garden. Y ella no deseaba recordarlo. Pero en lugar de pararse y reflexionar sobre ello, era más sencillo salir dando un portazo. Para su desgracia, cuando salió vio a dos criadas que se desvanecieron en las sombras, y el dorso de una figura, que supuso que era un lacayo, que dobló una esquina y desapareció.
Perfecto. Ahora los sirvientes tendrían algo sobre lo que chismorrear aparte de su falta de pedigrí y de si su ama era una asesina. Pese a su indignación, Gareth mantuvo la cabeza alta mientras se dirigía a su estudio. Necesitaba un lugar donde poder estar solo para lamerse las heridas.
Pero su soledad no duró mucho. Después de pasearse arriba y abajo hasta dejar una huella en la alfombra, acababa de decidir lo que debía hacer cuando irrumpió como una furia en la habitación la rubicunda doncella de la duquesa. Él apartó el folio en el que había estado escribiendo y se levantó, aunque no sabía por qué diablos lo había hecho.
—Mire, usted, señor —dijo la doncella dirigiéndose con paso decidido hacia el escritorio—, quiero saber qué le ha hecho a mi señora, y quiero saberlo ahora mismo.
—¿Cómo dice? —respondió Gareth—. ¿Qué es lo que desea saber?
La doncella apoyó sus rollizas manos en las caderas.
—No tiene derecho a intimidar a mi señora y a hablarle con aspereza —prosiguió la criada—. No es su marido...
—A Dios gracias.
—... ni su padre, y no tiene ningún derecho, ¿está claro?
—¿Cómo se llama usted, señora?
La pregunta desconcertó durante unos instantes a la criada.
—Nellie Waters —respondió por fin.
—Señorita Waters, ¿desea conservar su empleo? —preguntó él secamente—. Haré que la despidan por insolente.
—Señora Waters, excelencia, y no trabajo para usted —contestó la mujer—. Trabajo para la duquesa, como trabajé antes para su madre y antes para su tía, y le agradeceré que deje a esa pobre mujer en paz. Ya ha sufrido bastante sin que venga usted a decirle cosas desagradables y a hacerla llorar.
—La última vez que la vi no derramó una sola lágrima —le espetó él desde el otro lado del escritorio.
—¡Está trastornada! —exclamó la criada, que había empezado a estrujarse las manos con aire teatral—. No consigo que se exprese con coherencia...
—Yo tampoco —respondió él.
—... y no hace más que permanecer tumbada en la cama, llorando como si le hubieran partido de nuevo el corazón. ¿Y total para qué? ¿Para que usted pueda descargar sobre ella su mal humor? Espero que se sienta satisfecho, señor.
—Usted no sabe nada —contestó él con dureza—. Además, esto no le incumbe. Su señora parece no conocer la verdad, señora Waters.
—¿La verdad? —repitió la doncella—. ¿Qué tiene eso que ver? ¿Cree que esto es fácil para ella, señor? ¿Saber que la gente murmura que está loca, que quizá sea una asesina? ¿Tener que vivir aquí, que antes era su hogar, bajo la autoridad de usted, un hombre al que ni siquiera conoce?
Y al que no desea conocer, añadió Gareth para sus adentros.
—Ha enterrado a dos maridos, excelencia, lo cual es muy duro para una mujer, se lo aseguro, señor. Un hombre vuelve a casarse y ya está. Aquí paz y después gloria. Pero para una mujer es muy distinto.
Gareth estaba tan furioso que apenas le prestaba atención.
—Usted no sabe nada del asunto —le espetó—. Pregunte a su señora qué le ocurre cuando se le haya pasado el berrinche. Y no se apresure a meter a todos los hombres en el mismo saco. Su señora es capaz de hacer que cualquier hombre de bien pierda el juicio.
La expresión de la mujer se suavizó.
—Pero nunca ha estado casada con un hombre de bien, excelencia —dijo con calma—. No sabría diferenciarlo de una trucha muerta. Mi marido fue un hombre de bien. El tipo de hombre que sólo aparece una vez en la vida de una mujer, y jamás tendré otro. Pero ella no puede hacer esa elección. Está tan dominada por el temor, que no puede tomar ninguna decisión.
Gareth no deseaba sentir la menor compasión por Antonia, y sospechaba que conocía el motivo de sus lágrimas. Era vergüenza, y algo mucho peor: esnobismo.
—Retírese, señora —dijo con calma, señalando la puerta—. Quizá no pueda despedirla, pero puedo hacer que la echen de mi casa.
—Sí, puede hacerlo —respondió la criada—. Pero si yo me marcho, ella se vendrá conmigo, porque no sabe qué hacer, señor. Y no creo que usted desee eso. No es necesario que responda. El tiempo tendrá la última palabra.
Gareth crispó los puños. Maldita fuera una y mil veces esa mujer. Jamás había tenido un empleado al que no pudiera despedir cuando se le antojara, y había despedido a más de uno. Pero ignoraba si el salario de esta deslenguada salía de los fondos de la duquesa o de los suyos. Peor aún, esa mujer, maldita sea, había acertado en lo segundo que le había dicho.
—Retírese —dijo con furia contenida—. Retírese, Waters, y no quiero volver a verla.
La mujer le dirigió una última mirada de desdén y salió.
Antonia se incorporó no sin esfuerzo en la cama y se pasó la mano debajo de los ojos. Por una vez Nellie la había sorprendido obedeciendo y dejándola sola con su desdicha. Y al final ella había llorado hasta agotar sus lágrimas. Sus sollozos habían remitido, y ahora sólo lloriqueaba un poco. Al parecer, así era cómo medía los progresos que hacía día a día.
Dios santo, ¿cómo se le había ocurrido mentir al duque? Le había mentido; ambos lo sabían. Pero después de tantos años de que otros le dijeran lo que debía pensar y sentir, y que buena parte de lo que pensaba y sentía no era sino fruto de su desbordante imaginación, le había resultado fácil... imaginar que no había ocurrido nada. Fingir que no había hecho el ridículo más espantoso, arrojándose en brazos de un hombre al que no conocía. Un hombre que, en gran medida, sostenía el futuro de ella en sus manos.
Lo cierto era que no había muchas cosas que no recordaba, aunque ocurría con menos frecuencia que antes. No recordaba haberse levantado de la cama, o haber salido al baluarte bajo la lluvia. Ni siquiera estaba segura de cómo había conseguido abrir la pesada puerta de madera, y menos cómo había acabado en brazos del duque. El doctor Osborne decía que era sonambulismo, pero otros médicos se habían mostrado menos caritativos.
El médico cuyos servicios había contratado su padre lo había denominado histerismo femenino agudo. Después de que su primer marido, Eric, sufriera el accidente, su padre la había mantenido encerrada en su aislada finca rural durante varios meses; una casa situada en un valle tan remoto que nadie pudiera oír sus gritos. El tratamiento prescrito por el doctor consistía en baños helados, mantenerla atada a la cama, purgas y un embotamiento producido por los medicamentos, la mayoría de los cuales le eran administrados sin contemplaciones por los empleados de la casa. Una aprendía pronto a no llorar ni mostrar aflicción. Una aprendía pronto a mostrarse insensible a todo.
La recompensa que había obtenido Antonia por su buena conducta había sido el duque de Warneham, quien necesitaba otra bella esposa, en esta ocasión una que hubiera demostrado ser fértil. Pero Antonia poseía otro rasgo deseable: había venido a él sin la carga de unos hijos concebidos con otro hombre. Por lo visto Warneham había decidido que su historial de locura no constituía un obstáculo insalvable. Su nueva duquesa sólo tenía que hacer una cosa bien. Aparte de eso, podía encerrarse en la capilla para rezar y llorar hasta que el infierno se helara.
Antonia se llevó las palmas de las manos a sus mejillas, que estaban ardiendo. ¿En qué había estado pensando? ¿Cómo se le había ocurrido arriesgarse a perder esto, el único santuario que había conocido? Warneham era un hombre egoísta y desalmado; un hombre obsesionado por la idea de vengarse, pero le había dado esto. Un lugar donde hallar paz. Un hogar donde, aunque los sirvientes murmuraran a su espalda, cuando menos le mostraba un mínimo de respeto. Y aunque ella no deseaba tener hijos con él, los habría tenido si Dios se los hubiera enviado.
Pero Dios no se los había enviado. Ahora había ocurrido lo que su difunto esposo temía más. Warneham había pasado buena parte de su vida deseando que Gabriel Ventnor se fuera al infierno. Puede que hubiera hecho mucho más que desearlo. Pero todo había sido en balde. El nuevo duque estaba aquí, y ella había cometido el error más humillante que cabe imaginar, y todo por unos momentos de consuelo. No, de placer. Un placer exquisito, que la atormentaba. Entre ellos había habido, tal como había dicho él, una pasión innegable, una pasión que ahora le resultaba insoportable recordar.
¿Por qué no podía él seguirle el juego y fingir que no había ocurrido nada? Ella le había ofrecido una salida —suponía que él sabía que estaba loca—, pero el duque la había rechazado. Ahora ella parecía algo peor que una loca. Parecía una embustera. Una embustera desesperada, hundida en su soledad. Y él se había mostrado furioso, como un ángel vengador. Seguramente la obligaría a marcharse. Quizás incluso se estuviera preguntando si ella había matado a Warneham. Era una idea aterradora. Antonia apoyó una mano debajo de sus pechos y emitió un entrecortado suspiro.
No. No volvería a llorar. Ella misma se había metido en este lío, y si no lograba salir de él, tendría que soportar el castigo del duque con toda la elegancia de que fuera capaz.
En ese momento, Nellie irrumpió de nuevo en la habitación.
—Bueno, palomita, ya está hecho —dijo, acercándose al ropero de caoba y abriéndolo—. Espero que no tengamos que hacer el equipaje esta noche.
—¿Qué? —Antonia se levantó del borde de la cama—. Cielos, Nellie. ¿Qué has hecho?
—Decir a ese hombre exactamente lo que pienso —respondió la doncella, examinando la capa más gruesa de Antonia, como calculando si cabría en uno de los baúles—. Como es lógico, trató de despedirme. Pero le expliqué que no podía hacerlo.
—Ay, Nellie. —Antonia se tumbó de nuevo en la cama—. Esto es terrible.
Nellie debió de percibir la consternación que denotaba el tono de Antonia y se acercó a la cama.
—Cálmese, señora —dijo, tomando su mano—. De todos modos íbamos a marcharnos, ¿no?
Antonia reprimió de nuevo las lágrimas. ¡Era una llorica!
—Creo que no lo entiendes, Nellie.
—¿Qué es lo que no entiendo, señora?
—He hecho algo espantoso, Nellie —murmuró Antonia—. Me siento muy avergonzada.
—¿Avergonzada, señora? —Nellie le dio una suave palmadita en la mano—. Jamás ha hecho nada en su vida de lo que deba avergonzarse.
—Esto es distinto.
Nellie se sentó en el borde de la cama, frunciendo los labios, y escrutó el rostro de Antonia.
—Vaya por Dios —dijo por fin—. Anoche sospeché que había ocurrido algo.
Antonia agachó la cabeza.
—Sí, tenía un aspecto que me preocupó, querida —dijo la doncella en voz baja—. De modo que es algo relacionado con él. Bueno, reconozco que es muy guapo. Y usted lleva mucho tiempo sola. ¿Trató de seducirla?
—No, yo... cometí un error —confesó Antonia—. Obré de forma insensata.
—Ya, puede que yo también —reconoció Nellie—. ¿Qué es lo peor que ese hombre puede hacernos ahora? ¿Instalarnos en la hostería del White Lion?
—Creo que le subestimas, Nellie —dijo Antonia con tono cansino—. Me temo que es un hombre duro. No creo que se ande con contemplaciones.
Nellie se mordió el labio un instante.
—Tiene razón —respondió al fin—. Usted es una dama de pies a cabeza, pero ¿qué le importa eso a él? Dicen que los judíos tienen el corazón de piedra, y que son tacaños.
—¡Nellie!
—¿Qué?
—¿A cuántos judíos conoces?
La doncella reflexionó unos momentos.
—A ninguno, que recuerde.
—¡Es como decir que todos los irlandeses son unos holgazanes y todos los escoceses unos avaros!
Nellie se encogió de hombros.
—Bueno, es verdad que los escoceses son avaros —replicó—. Si no me cree, pregúnteselo a uno. Se jactan de ello.
—Puede que alguno se ufane de ser ahorrador —reconoció Antonia—. Pero no vuelvas a decir esas cosas en mi presencia, ¿está claro? Quizás el nuevo duque sea judío, cosa que ignoro, pero seguimos viviendo bajo su techo.
—Sí, señora.
Antonia encorvó los hombros en un gesto de abatimiento.
—¡Ay, Nellie! —dijo con tono quedo—. ¿Qué voy a hacer?
La doncella le dio una palmadita en la rodilla.
—Mantener la cabeza bien alta, señora, como la dama que es —respondió—. Él puede hacer lo que quiera. Usted es hija de un conde, y viuda de un barón y de un duque. Es diez veces más refinada que ese hombre.
—No es tan sencillo, Nellie —murmuró Antonia—. Ya nada es sencillo, y me temo que no volverá a serlo.
Nellie le apretó de nuevo la mano. Pero no dijo nada. La verdad era dolorosamente evidente, y no había nada más que decir.