Capítulo 3

LA casa estaba silenciosa como la muerte; el aire estaba impregnado del olor a pan recién horneado y a col. Los muelles de la cama rechinaron cuando su madre se incorporó, lenta y dolorosamente.

—Gabriel, tatellah, acércate.

El niño se arrastró sobre el colchón a cuatro patas y se acurrucó junto a ella como un cachorro. Su madre le acarició el pelo con dedos fríos.

—Gabriel, un caballero inglés siempre cumple con su deber —dijo con voz débil—. Prométeme... prométeme que te portarás bien, como un caballero inglés. Como tu padre. ¿Lo harás?

El niño asintió, restregando con su cabello el cobertor.

—¿Vas a morirte, mamá?

—No, tatellah, sólo mi forma humana —murmuró la mujer—. El amor de una madre nunca muere. Se extiende a través del tiempo y de la tumba, Gabriel. El amor de una madre nunca se destruye. Dime que lo comprendes.

Él no lo comprendía, pero asintió de nuevo.

—Siempre cumpliré con mi deber, mamá —le aseguró—. Prometo portarme como un caballero.

Su madre suspiró y se sumió de nuevo en la bendita paz del sueño.

—Lo único que digo, señora, es que no me parece justo —dijo Nellie mientras cepillaba la larga cabellera rubia de su ama—. Una mujer no debería ser arrojada de su casa, ni siquiera cuando enviuda.

—Ésta no es mi casa, Nellie —respondió la duquesa con firmeza—. Las mujeres no somos dueñas de nuestras casas. Los hombres deciden dónde debemos vivir.

Nellie soltó un bufido de desdén.

—Mi tía Margie es dueña de su casa —dijo—. Y de una taberna. Ningún hombre la echará de ella, se lo aseguro.

La duquesa fijó la vista en el espejo y sonrió débilmente.

—Envidio a tu tía Margie —dijo—. Goza de una libertad que las mujeres como yo... sabemos desde pequeñas que nunca tendremos.

—Se refiere a las aristócratas —dijo Nellie—. No, señora, he visto cómo viven algunas personas. Y prefiero ganarme el pan con el sudor de mi frente.

—Eres muy inteligente, Nellie.

La duquesa bajó la vista y observó sus manos, que tenía enlazadas sobre el regazo. Nellie y ella llevaban juntas diez años. Las eficientes manos de Nellie empezaban a mostrar los estragos del paso del tiempo, y su entrecejo estaba siempre arrugado. Y cuando estaban solas —cosa que ocurría con frecuencia—, la doncella a menudo se dirigía a su ama utilizando sus antiguos nombres o títulos, a veces una combinación de ambas cosas. La duquesa no se molestaba en corregirla. No le complacía la elevada posición que el destino le había conferido. Antes de este matrimonio, confiaba en vivir el resto de sus días en su apacible viudedad. Ahora este deseo quizá se cumpliría.

—¿No ha tenido noticias de lord Swinburne? —le preguntó y dejó el cepillo para tomar unas horquillas de una bandeja de porcelana.

—Una carta desde París. —La duquesa trató de asumir una expresión más animada—. Papá volverá a ser padre, y muy pronto. Al parecer su viaje de bodas ha sido tal como debe de ser un viaje de bodas.

—Pero ¿y usted, señora? —Los ojos de Nellie se cruzaron con los suyos en el espejo—. ¿No puede regresar a casa? Greenfields es una mansión muy grande, no tanto como ésta, pero lo suficiente para ustedes tres.

La duquesa dudó antes de responder.

—Penélope es muy joven, y recién casada —respondió—. Mi padre dice que quizá, cuando haya nacido la criatura...

Pero no terminó la frase.

Nellie frunció los labios y enroscó un mechón del cabello de su ama alrededor de su dedo.

—Creo que entiendo la situación —murmuró, forcejeando con una horquilla—. Una casa, un ama...

—Penélope es muy joven —repitió la duquesa—. ¿Y qué te hace pensar que deseo regresar a casa? Me sentiría fuera de lugar. Mi padre tiene razón, al menos en eso.

—¿Y lord Albridge? —sugirió Nellie.

—¡Cielos, Nellie! Mi hermano es un empedernido donjuán. Lo que menos necesita ese calavera es tener a su hermana en casa. —Sujetó la mano de su doncella, obligándola a detenerse—. No te preocupes, Nellie. No soy pobre. Cuando averigüemos los deseos del duque, quizás alquile una casita para vivir en ella.

—Algo tendrá que hacer, señora —dijo la doncella—. Desde la muerte del anciano duque parece como si una nube de tristeza gravitara sobre esta casa. Y la gente chismorrea.

—Son meras habladurías —respondió la duquesa—. Pero ya encontraremos algo, en Bath, o quizás en Brighton. ¿Te gustaría vivir allí?

Nellie arrugó la nariz.

—Creo que no, señora —respondió—. Soy una chica de campo. Pero no estoy preocupada por mí. Puedo ir a trabajar para mi tía Margie.

La duquesa esbozó una leve sonrisa.

—¿Puede alojarnos a las dos en su casa? —preguntó—. Creo que me las apañaría como doncella.

—¡Ya! —exclamó Nellie, tomando los dedos de la duquesa—. ¿Con estas manos? Lo dudo, señora. Además, yo iré adonde usted vaya. Ya lo sabe.

—Sí, Nellie. Lo sé.

En ese momento la luz en la habitación se atenuó, como si alguien hubiera apagado una lámpara. Nellie se volvió hacia las amplias ventanas.

—Dichoso tiempo. No tardará en volver a llover, señora —le advirtió.

—Quizá la tormenta pase de largo —murmuró la duquesa de forma mecánica.

—No cuente con ello —respondió la doncella—. Lo presiento. Se lo aseguro.

—¿Qué es lo que presientes?

La doncella se encogió de hombros.

—Hay algo raro en el aire —dijo—. Algo... No sé. Supongo que es la tormenta. Es debido a este insoportable calor agosteño. Nos vamos a achicharrar.

—Sí, ha sido muy desagradable —reconoció la duquesa.

Nellie se encogió de hombros, tomó otro mechón de pelo y lo observó con gesto pensativo.

—Creo que le haré un moño alto —dijo—. Un peinado... digno de una duquesa, ¿qué le parece?

—Es lo que soy ahora —respondió su ama—. Pero en cuanto a mi pelo... No es necesario que pierdas el tiempo, Nellie. Recógemelo y ya está.

—Vamos, señora —dijo la doncella con tono meloso—. Ese hombre no será como los otros que han acudido en tropel de Londres. Es el primo pródigo descarriado. Debería ponerse sus mejores galas para impresionarle.

Nellie se preocupaba por ella, pensó la duquesa esbozando otra sonrisa forzada. Últimamente apenas prestaba atención a su aspecto. No obstante, tal como había apuntado Nellie, eso no había impedido que acudiera una multitud de pretendientes confiados en obtener su mano. Fingían venir a verla para presentarle sus condolencias, y para ver «cómo estaba». Pero la duquesa sabía reconocer a esos buitres, unos buitres educados y con unos modales perfectos, desde luego, pero que iban en busca de carroña. Al parecer, todo bribón en Londres iba a la caza de una fortuna. Los hombres respetables mantenían las distancias.

—Tienes razón —dijo por fin—. Sí, Nellie, me comportaré como una auténtica duquesa.

Las hábiles manos de su doncella empezaron a peinarla con un elegante moño rubio, del que caían unos rizos sobre su nuca.

—¿Se pondrá el vestido de seda color berenjena, señora? —preguntó Nellie mientras le recogía los últimos mechones—. Le colocaré unas cintas negras entrelazadas con el pelo.

—Sí, y mi chal negro.

Nellie desenrolló una larga cinta de color negro, la cual parecía un poco gastada.

—Creo que deberíamos sustituirla por otra —murmuró—. Pero dentro de unas semanas, señora, podrá dejar de vestir siempre de negro.

—Sí, Nellie. Será un alivio.

Pero no se quitaría el luto. No del todo. La duquesa sabía que lo llevaría el resto de su vida, al menos por dentro.

De pronto se oyó un tumulto en el patio adoquinado. El clamor de unos cascos junto con el estruendo de las ruedas de un carruaje, y, por encima de todo ello, la imperiosa voz del mayordomo impartiendo órdenes a los criados. Dentro de la casa se oían pasos que subían y bajaban apresuradamente por la escalera de servicio. Todos los ocupantes de la mansión estaban nerviosos, y no sin motivo.

—Parece que un coche ha atravesado la verja —comentó Nellie con gesto serio, corriendo hacia la ventana—. Es un coche muy elegante, señora. Un reluciente landó de color negro con las ruedas rojas. Y una librea negra y roja. Debe de tratarse de un nabab.

—¡Sí, nuestro pobre primo huérfano! —murmuró la duquesa.

—Yo diría que el nuevo amo hace tiempo que no vive en la pobreza, señora —dijo Nellie, asomando la cabeza a través de las cortinas—. Y va a recibir un tratamiento regio. Coggins ha hecho que los criados se coloquen en fila sobre los escalones de la entrada, solemnes como una hilera de lápidas.

La duquesa dirigió la vista hacia las ventanas.

—¿Está lloviendo, Nellie? —preguntó—. La señora Musbury tiene aún mucha tos.

—Sí, ha empezado a chispear. —La doncella tenía la nariz casi pegada contra el cristal—. Pero Coggins no les quita los ojos de encima, señora, y ninguno se atreve a mover un músculo. Y él... ¡un momento! El coche se ha detenido. Uno de los lacayos ha bajado para abrir la portezuela. Y él se dispone a apearse. Y es... ¡Dios bendito!

La duquesa se volvió sobre la banqueta.

—¿Qué ocurre, Nellie?

—Ay, señora —respondió la doncella entre atónita e impresionada—. Ese hombre no parece un ser terrenal, sino más bien un ángel. Pero un ángel de aspecto serio y ceñudo. Como los que están pintados en el techo del salón de baile, lanzando rayos con cara de pocos amigos.

—Son imaginaciones tuyas, Nellie.

—Le aseguro que no, señora —insistió la doncella con voz curiosamente apagada—. Es muy joven, señora. No es en absoluto como yo me esperaba.

Durante unos momentos, ambas mujeres escucharon el murmullo de las presentaciones abajo mientras Nellie describía el cabello del visitante, la anchura de sus hombros, el corte de su levita y en qué escalón se había detenido. Al parecer, el flamante duque se lo tomaba con calma. ¡Qué desfachatez obligar a unos leales sirvientes a esperar para darle la bienvenida bajo la lluvia!

Lentamente, la sintió que le embargaba una extraña emoción. Lo cual le sorprendió. Confiaba en que la tos de la señora Musbury no empeorara. Y casi confiaba en que el nuevo duque enfermara de tisis. Y deseó que Nellie dejara de hablar de truenos y relámpagos. ¡Un ángel de mal carácter!

En ese momento se oyó tronar a lo lejos, y el batir de la lluvia en los tejados se intensificó hasta convertirse en una estruendosa cacofonía. Abajo, se oían puertas que se cerraban. Voces y gritos. El sonido de arneses y el coche al alejarse. Durante unos instantes, todo se convirtió en un caos.

—¿Lo ve, señora? —observó Nellie, volviéndose de la ventana—. No tardará en llegar.

La duquesa arrugó el ceño.

—¿Qué no tardará en llegar?

—La tormenta. Los rayos. —Nellie se alisó la parte delantera del vestido con gesto preocupado—. Está a punto de estallar, señora. Lo... presiento.

El inmenso y vacío vestíbulo de Selsdon Court ofrecía un aspecto casi grandioso. Sólo los muy ricos podían permitirse el lujo de una habitación vacía que contenía poco más que mármol, pan de oro y obras de arte. Gareth se detuvo en el centro y se volvió lentamente en un círculo. Nada había cambiado. Era inmenso, reluciente, perfecto.

Incluso la colección de antiguos maestros, según observó, colgaban agrupados de la misma forma. El Poussin sobre el Leyster. El Van Eyck a la izquierda del de Hooch. Los tres Rembrandts que formaban un gigantesco y magnífico grupo entre las puertas de la sala de estar. Había docenas de cuadros, que Gareth recordaba bien. Durante un instante, cerró los ojos mientras los criados trajinaban a su alrededor; los lacayos ocupándose del equipaje, las doncellas y el personal de la cocina regresando a sus quehaceres. Todo sonaba igual. Incluso olía igual.

Sin embargo, no lo era. Gareth abrió los ojos y miró a su alrededor. Observó que algunos de los criados de categoría inferior tenían un aspecto que le resultaba vagamente familiar. Pero aparte de eso, no reconoció a ninguno. Quizás era porque pocos se atrevían a alzar la vista y mirarlo. Pero ¿qué había imaginado? Los rumores sin duda habían llegado hasta aquí.

Peters, el prepotente mayordomo de Selsdon Court, ya no estaba. El señor Nowell, el lacayo favorito de su tío, debió de marcharse también tras percibir una generosa recompensa. Tampoco había rastro de la señora Harte, la vieja y gruñona ama de llaves, cuyo lugar ocupaba ahora una mujer con el cabello de un color pardusco, ojos bondadosos y una tos persistente. ¿La señora Musgrove?

No. No se llamaba así.

—Coggins —dijo Gareth, acercándose al mayordomo—. Quiero una lista de todo el personal indicando los nombres y puestos que ocupan, incluyendo su edad y años de servicio.

El sirviente le miró alarmado, pero se apresuró a ocultarlo.

—Sí, excelencia.

—Y el administrador de la finca, el señor Watson —añadió Gareth—. ¿Dónde diablos se ha metido?

De nuevo, una leve expresión de alarma. Un instante de vacilación que hizo que Gareth se preguntara qué historias les habían contado a esas personas sobre él. ¿Que se dedicaba a triturar los huesos de los criados para elaborar su pan?

—No he tenido oportunidad de informar al señor Watson de su llegada, excelencia —murmuró el mayordomo. Todos murmuraban, como si la casa fuera una especie de mausoleo—. Me temo que ha ido a Portsmouth.

—¿A Portsmouth? —preguntó Gareth.

—Sí, señor. —El mayordomo hizo una extraña y seca reverencia—. Ha ido a recoger una máquina, una trilladora, que han enviado de Glasgow.

—¿Fabrican hoy en día ese tipo de máquinas?

El mayordomo asintió con la cabeza.

—El difunto duque la encargó antes de morir, pero... —El criado se detuvo y echó un vistazo alrededor de la habitación—... Pero en algunos círculos no gozan de popularidad. Digamos que en el sur se han producido algunos disturbios.

—Ya. —Gareth enlazó las manos a la espalda—. Supongo que dejan a muchos hombres sin trabajo.

—Eso piensan algunos, excelencia. —Un lacayo que en esos momentos pasó frente a ellos miró a Coggins y asintió. El mayordomo señaló una de las magníficas escaleras que subían a los pisos superiores en unas espléndidas y simétricas curvas desde el inmenso vestíbulo—. Sus aposentos están preparados, señor. Le conduciré a ellos.

—Deseo ver a la duquesa —respondió Gareth.

Se dio cuenta que lo había dicho con tono brusco, pero estaba impaciente por resolver cuanto antes este trámite.

En honor de Coggins cabe decir que respondió sin vacilar:

—Desde luego, excelencia. ¿Desea cambiarse antes de ropa?

¿Cambiarme de ropa? Gareth había olvidado que los habitantes de Selsdon Court se cambiaban de ropa con tanta frecuencia como las personas normales respiraban. Sin duda a la duquesa le chocaría recibir a un hombre vestido con las mismas prendas que llevaba desde hacia siete horas. Sería imperdonable que apareciera ante ella con la indumentaria que había utilizado durante el viaje. ¡Quelle horreur!, como solía decir el señor Kemble.

—¿No tiene un ayuda de cámara? —preguntó Coggins mientras subían la escalera.

—No, era un insolente, de modo que le corté la cabeza.

Coggins se detuvo en seco en la escalera. Empezó a temblar casi de forma imperceptible, pero Gareth no sabía si era de temor, de indignación o debido al esfuerzo de reprimir la risa.

Sin duda de indignación. Esta gente se tomaba muy en serio el tema de la ropa.

—Por el amor de Dios, Coggins, sigue —dijo Gareth—. Era una broma. No, en estos momentos no tengo un ayuda de cámara. Supongo que pediré que me envíen uno.

De repente vio en su imaginación a Xanthia, a quien le importaba un comino cómo vestía la gente. De hecho, en ocasiones se ponía el mismo atuendo tres días seguidos, no porque tuviera poca ropa, sino porque no concedía la menor importancia a esos detalles. Sólo le importaban los asuntos de la compañía que debía atender cada día.

De golpe comprendió que iba a echarla de menos. Sus vidas se habían separado y probablemente no volverían a coincidir en un sentido importante. La vida que él había llevado hasta ahora —la vida que había tratado de forjarse de los escombros que habían constituido su infancia—, había desaparecido. Tenía la sensación de hallarse de nuevo en el punto de partida. Este ducado no representaba ninguna ventaja para él, sino una maldición. Una condenada maldición.

Al cabo de unos instantes llegaron ante una puerta de doble hoja, que parecía tallada en caoba. Con un amplio ademán, Coggins la abrió de par en par y se apartó para que Gareth contemplara los magníficos aposentos.

—La alcoba ducal, excelencia —dijo el criado, señalando la inmensa habitación—. A su derecha está el vestidor, y a su izquierda, el cuarto de estar.

Gareth siguió al mayordomo procurando no poner cara de pasmado. No pudo por menos de reconocer que jamás había visto unas habitaciones tan espléndidas como éstas. Las cortinas del dormitorio eran de seda azul pálido, y el gigantesco lecho con dosel estaba decorado en un color azul más oscuro. La alfombra azul y plateada era persa, y lo bastante grande como para cubrir la mitad de la bodega de los barcos de menor tamaño de la naviera Neville.

Atravesaron la habitación hacia el cuarto de estar, que estaba decorado con austeridad pero contenía unos muebles de aspecto más delicado que los del dormitorio. En la pared de enfrente había otra puerta. Gareth la abrió.

—¿Qué es esto? —preguntó al percibir el suave perfume a gardenias.

—La alcoba de la duquesa —respondió el mayordomo—. Cuando una duquesa reside en la mansión, claro está.

Gareth aspiró de nuevo el perfume, esta vez más profundamente. Tenía algo de exótico y seductor. Un leve aroma a flor de loto, quizá.

—Pero en estos momentos reside una duquesa en la mansión, Coggins —dijo por fin—. ¿Qué ha sido de ella?

El mayordomo se inclinó de nuevo.

—La duquesa viuda se ha trasladado a otra suite —explicó—. Supuso que era lo que usted desearía.

Gareth apoyó una mano en la cadera.

—No es lo que deseo —respondió, cerrando la puerta con brusquedad—. Dile que vuelva a instalarse aquí. ¿Dónde se encuentra la segunda mejor suite de la casa, Coggins? Ocuparé ésa.

Pero Coggins no estaba dispuesto a transigir en ese punto.

—Quizá sería mejor, excelencia, que hablara de ello con la duquesa.

—Muy bien —respondió Gareth—. Lo haré.

Dos lacayos habían subido agua caliente para llenar el baño de asiento, que habían colocado en el centro del vestidor. Gareth empezó a soltarse el nudo del corbatín.

—Di a la duquesa que la veré dentro de veinte minutos —dijo, quitándoselo—. La recibiré en el estudio.

Coggins vaciló.

—¿Me permite sugerirle, excelencia, el salón diurno?

Gareth se detuvo cuando iba a desabrocharse los botones del chaleco.

—¿El salón diurno? ¿Por qué?

El mayordomo vaciló de nuevo unos instantes.

—A la duquesa le desagrada el estudio —respondió por fin—. No le gustan las habitaciones oscuras. El estudio. La biblioteca. Los salones situados en el ala norte. De hecho, aparte de la hora de cenar, rara vez abandona el ala sur.

Gareth arrugó el ceño. Esa sensibilidad no coincidía con la mujer fría y dura que había conocido.

—¿Desde cuándo ha adoptado unas costumbres tan raras?

El mayordomo apretó los labios.

—Ojalá supiera responder a su pregunta, señor —contestó—. La duquesa es... una mujer singular.

—¿Singular?

—Delicada, excelencia —respondió el criado.

—¡Ah! —dijo Gareth, quitándose la levita—. Te refieres a que es una mujer mimada. Muy bien, no deseo contrariarla. Dile que nos veremos en el salón diurno, dentro de dieciocho minutos.

—¿Dieciocho? —repitió el mayordomo.

—Sí, Coggins. —Gareth arrojó el chaleco sobre la cama—. El tiempo es oro, y ya es hora de que todo el mundo en esta casa lo tenga en cuenta.