Capítulo 12

GABRIEL se agachó detrás de la lápida y permaneció tan silencioso como pudo. El ardiente sol batía sobre sus hombros; no se movía una hoja. Oyó el zumbido de una abeja a su espalda. Y a Cyril correr a través de la hierba, jadeando. Gabriel cerró los ojos y trató de encogerse.

—¡Te he encontrado! ¡Te he encontrado! —gritó Cyril, a pocos metros de él.

Se produjo una breve trifulca sobre la hierba.

—¡Has hecho trampa, Cyril! —La voz de Jeremy temblaba de ira—. Tenías que contar hasta cien.

—¡Lo hice! —contestó Cyril—. Conté hasta cien.

—¿Cyril? ¡Lord Litting! —retumbó una voz masculina a través del camposanto.

—¡Maldita sea! —murmuró Jeremy.

Gabriel asomó la cabeza y vio a un hombre con las vestiduras de un cura echar a andar a través de la hierba. Jeremy lo miró con aire desafiante y extendió un brazo.

—Hay otro allí —dijo, señalando—. No estamos sólo nosotros.

El cura se volvió con cara de pocos amigos. Gabriel salió de su escondite, cabizbajo, para reunirse con los otros.

—Creo que los tres saben que éste no es un lugar para jugar —dijo el cura—. Lord Litting, usted es el mayor. Debería dar ejemplo a estos chicos.

—Lo sentimos, señor —dijo Cyril por fin, con gesto contrito—. No volverá a ocurrir.

—Confío en que así sea —respondió el sacerdote. Luego se volvió hacia Gabriel y sonrió—. Usted debe de ser Gabriel Ventnor. Bienvenido al pueblo. ¿Le veremos en la iglesia de St. Alban’s el domingo?

Jeremy esbozó una mueca de desdén.

—No puede venir con nosotros —se apresuró a decir—. Mi madre dice que es judío y no cree en Dios.

—No digas tonterías, Jeremy —le reprendió Cyril.

El cura apoyó con afecto una mano en el hombro de Gabriel.

—Dios acoge a todo el mundo en su casa, lord Litting. Espero que el joven Gabriel lo tenga siempre presente.

Gareth esperaba impaciente al pie de la escalera. Sujetaba la cabeza de su caballo, mientras Stratton, uno de los criados jubilados de Selsdon, sostenía las riendas del pequeño pero hermoso rucio que era el preferido de Antonia. Gareth se preguntó vagamente si el viejo y arrugado sirviente se acordaba de él. Él no recordaba al mozo de cuadra, pero eso no significaba nada.

—Hace un día espléndido para dar un paseo a caballo —observó con tono afable.

Statton escupió sobre la grava.

—Sí, pero el tiempo está cambiando —contestó con voz áspera—. A la hora de la cena lloverá.

Gareth observó el cielo.

—Es posible —dijo, volviéndose hacia el viejo mozo de cuadra—. Le agradezco que haya venido del pueblo para echarnos una mano, Statton. Esta enfermedad es muy contagiosa. Procure no pillarla.

El anciano sacó un cordón de cuero de debajo de su raído chaleco de cuero.

—Rábanos y clavos —dijo con una sonrisa desdentada—. Protegen contra las enfermedades.

—Espero que le protejan —dijo Gareth, aunque lo dudaba. El anciano era taciturno, pero Gareth siguió charlando con él, pues no tenía nada mejor que hacer para calmar su impaciencia. El rucio también parecía impacientarse, moviéndose nervioso y pateando el suelo—. Es un excelente caballo el que monta la duquesa —comentó—. ¿Se crió aquí, en Selsdon?

El anciano soltó una amarga carcajada.

—No, excelencia —respondió Statton en el preciso momento en que Kemble bajaba la escalera portando una cesta—. El viejo duque decía que costaba demasiado.

—¿De veras? —respondió Gareth—. Yo creía que resultaba más rentable.

Statton se encogió de hombros y volvió a escupir.

—No quería hacerse cargo de la manutención de las yeguas —dijo con tono neutro—. El heno que necesitan en invierno cuesta mucho dinero, y decía que no merecía la pena.

¡Que no merecía la pena! Ésa debía de ser también la lógica de Warneham para dejar que Knollwood se echara a perder.

Kemble se detuvo para admirar el caballo rucio.

—Qué animal más hermoso —observó, volviéndose hacia Gareth—. Bien, me voy al pueblo para recoger al doctor Osborne y hacer unas compras. ¿Quiere algo?

—No, gracias. —Gareth siguió acariciando el morro del rucio, pero el animal no dejaba de mover impaciente sus cuartos traseros—. ¿Por qué va a ver a Osborne?

—Jane y la señora Waters han sucumbido a esas condenadas anginas.

—Vaya por Dios, esto es una plaga —dijo Gareth.

Kemble se encogió de hombros y se fue. Gareth se volvió hacia Statton y preguntó:

—¿Dónde adquirieron este magnífico ejemplar?

El anciano achicó los ojos.

—El duque se lo compró a lord Mitchley en el año veintiuno, antes de que se pelearan, pero lo adquirió para la duquesa. No la actual. La anterior.

Gareth torció el gesto.

—Ya, la que se cayó del caballo.

Statton sacudió la cabeza.

—No —dijo—. La señora que se fue a dormir y no se despertó.

—Ya, lo siento —respondió Gareth—. Confieso que las confundo.

Al oír eso Statton rompió a reír, como si Gareth hubiera dicho algo muy cómico, pero éste seguía pensando en Warneham.

A raíz de los muchos días que había pasado revisando las cuentas de la finca con Watson, Gareth empezaba a comprender que su difunto primo había sido un canalla, avaro y mezquino. Su enemistad con lord Mitchley había estado provocada por un motivo sin importancia —la reparación de una cerca—, pero había adquirido unas proporciones absurdas. Gareth había ordenado a Cavendish y a Watson que resolvieran el problema.

En ese momento, Antonia interrumpió sus reflexiones bajando apresuradamente la escalera al tiempo que se disculpaba con Gareth y el mozo de cuadra, explicando que la señora Waters se había puesto enferma.

—De modo que la obligamos a subir a acostarse —concluyó, mientras Statton la ayudaba a montar—. El señor Kemble ha ido en busca del doctor Osborne.

—Sí, eso me dijo —comentó Gareth—. Espero que la señora Watson se recupere pronto.

—Yo también —dijo Antonia, haciendo girar hábilmente al rucio—. ¡Adiós, Statton! —dijo, despidiéndose de él con la mano—. ¡Gracias por haber venido a ayudarnos!

Antonia miró a Gabriel, y pese a su preocupación por Nellie, sintió una profunda admiración femenina. Al igual que la expectativa de dar un paseo a caballo con él, era una sensación grata después de la «sequía» emocional que había pasado. Gabriel se había vestido hoy para dar un paseo por el campo, con un ajustado pantalón de montar color tostado y unas botas hasta la rodilla con borlas, las cuales se ajustaban perfectamente a sus pantorrillas y parecían hechas a medida. Lucía cu chaqueta favorita, marrón oscuro, un elegante chaleco de color crema y una camisa blanca inmaculada. De hecho, ofrecía un aspecto más elegante que de costumbre, aunque Antonia no sabía a qué se debía exactamente. Suponía que el señor Kemble había tenido algo que ver en ello.

Se disculpó de nuevo por el retraso.

—Me temo que Nellie te ha chafado la sorpresa —dijo mientras rodeaban el camino empedrado—. Me ha hablado de la nueva escalera que has mandado instalar en Knollwood.

Gabriel se rió, haciendo que aparecieran unas deliciosas arruguitas en las esquinas de sus ojos.

—No, eso no es una sorpresa —dijo—. Gira y sube por el sendero situado detrás de los establos.

Ella obedeció, pero al ascender por la pequeña cuesta, no vio nada de particular excepto la entrada al viejo camino de herradura.

Gabriel le indicó que se dirigiera hacia él.

—Ésta es la sorpresa que te tenía preparada —dijo—. Watson ha mandado que lo desbrozaran. Ahora podrás utilizar el atajo a Knollwood cuando lo desees.

Antonia se sintió más animada.

—¿Quieres que lo tomemos ahora?

—Sí, me propongo ofrecerte una extensa visita de la propiedad —respondió él—. Por lo que recuerdo de mi infancia, era un sendero muy pintoresco, con una cascada y un pequeño capricho arquitectónico junto al lago.

El paseo a través del bosque era muy apacible; Antonia no cesaba de volverse de un lado a otro sobre su silla para admirar todo lo que les rodeaba. El sendero discurría por encima del pequeño lago de la finca, que se extendía desde los pastos hasta el bosque, donde el manantial del estanque, una pequeña cascada, se precipitaba sobre un afloramiento rocoso y discurría debajo de un puente de piedra.

Cuando se volvieron y emprendieron el ascenso hacia Knollwood, Antonia divisó el capricho arquitectónico, una obra de piedra y mortero como el puente. Estaba construido de forma primitiva y no era elegante, pero poseía una cualidad mágica que hacía que encajara a la perfección en el bosque.

Gabriel alzó la mano y lo señaló.

—Un día Cyril y yo robamos una pipa y una petaca al cochero de Selsdon —dijo—. Subimos allí para fumarla.

Antonia se rió. Gabriel tenía ahora un aire tan serio, que le costaba imaginarlo cometiendo ese tipo de travesuras. Pero si las historias que le había contado su esposo eran ciertas, estaba claro que de niño Gabriel había sido muy travieso. A Antonia le pareció una anécdota simpática.

—¿Antonia? —Gabriel acercó su montura a la suya—. ¿Te sientes bien?

—Sí. —Ella le miró sonriendo—. Es que me choca que ahora parezcas tan serio. ¿Qué os pasó a ti y a Cyril? ¿Os descubrieron y os propinaron una paliza?

—No, nuestro castigo fue rápido y nos lo impusimos nosotros mismos —respondió él—. Nos pusimos malísimos, pero te ahorraré los detalles. Basta con decir que pasé tanto rato asomado sobre esa balaustrada de piedra como para comprender que no deseaba volver a fumar en mi vida.

—¿Podemos subir a pie hasta allí? —preguntó ella de pronto—. ¿O nos esperan en Knollwood?

Gabriel negó con la cabeza.

—No tenemos que ir allí si no quieres —contestó, desmontando.

Ató su caballo a un arbolito que había escapado a la hoz de Watson, y se volvió para ayudarla a desmontar. Antonia sintió sus manos, sólidas y fuertes, alrededor de su cintura y la alzó de la silla con toda facilidad. Pero el sendero era estrecho y él estaba muy próximo a ella cuando la levantó de la silla. Las chaquetas de ambos se rozaban. Ella sintió el calor de sus ojos y le sostuvo la mirada. Por fin, Gabriel la depositó en el suelo. Antonia procuró reprimir su decepción.

—Ataré tu caballo. —¿Eran imaginaciones suyas, o la voz de él sonaba más ronca?—. Allí, debajo de las hojas, hay unos escalones de piedra. No..., espera, te daré el brazo.

Los escalones que daban acceso al capricho arquitectónico estaban resbaladizos debido a la humedad y las hojas. Ella apartó las hojas con el pie de los dos primeros escalones, y luego Gabriel se colocó delante suyo, sonriendo, y le tomó la mano. Era una mano grande y fuerte, y durante un instante Antonia deseó que no la soltara nunca. Cuando estaba con él se sentía segura, pero al mismo tiempo, curiosamente, controlaba la situación. Puede que Gabriel fuera su ángel guardián. Antonia meditó sobre ello con una sonrisa pintada en los labios. No, era demasiado atrevido para ser un ángel, y demasiado atractivo.

—Siempre hace humedad en esta pequeña hondonada —dijo él, con un tono de nuevo natural—. Todo está cubierto de musgo, y hay unos pintorescos hongos venenosos. Cyril decía que las hadas venían aquí por las noches.

—Quizá sigan haciéndolo —murmuró ella, mirando a su alrededor.

Al alcanzar la cima de la escalera, entró en el capricho arquitectónico, que estaba abierto por un lado, y por el otro rodeado por una balaustrada de piedra. Al fondo había un amplio banco construido dentro del refugio. Gabriel se quitó los guantes de montar, y ella hizo lo propio. Ambos los utilizaron para eliminar las hojas secas de encima. Después de haberlo limpiado, se sentaron. Ella sentía el calor y la fuerza que emanaba él, aunque sólo se rozaban sus brazos.

No era suficiente. Ella deseaba más, le deseaba a él en todos los aspectos. Pero no era lo que quería él. Por lo demás, se mostraba demasiado reservado, demasiado encerrado en sí mismo. En su interior había una oscuridad que la alarmaba. Antonia reprimió un suspiro, apartó esos pensamientos de su mente y admiró la vista del lago que se extendía a sus pies.

—Es un lugar precioso —dijo por fin—. Estamos en lo alto de la colina, que es muy escarpada. Es asombroso que construyeran este refugio aquí arriba.

—Nadie lo utiliza —respondió Gabriel con tono quedo—. Nadie lo ha hecho nunca, salvo, que yo sepa, Cyril y yo.

—Hay otro capricho arquitectónico —comentó Antonia—. En realidad, es un pabellón. Un elegante e imponente edificio construido de piedra de Pórtland y mármol. Alguien me contó que solían organizar picnics allí.

Gabriel no respondió. Antonia intuyó que había cambiado de talante y se volvió para mirarlo. Tenía la mandíbula crispada, pero su semblante no mostraba expresión alguna.

—Sí —dijo él por fin—. Está en ese camino junto al huerto, aproximadamente a un kilómetro. Hay un parque de ciervos, unos jardines maravillosos y un lago... inmenso.

—Sí, a menudo me acerco paseando hasta allí —respondió ella, apoyando suavemente la mano sobre la suya. Al principio, el calor de la mano de él y sus fuertes y musculosos dedos que apretaban los suyos la reconfortaron, pero luego se sintió un poco desconcertada.

—¿He dicho alguna inconveniencia, Gabriel?

Él negó con la cabeza, pero tenía los ojos fijos en el horizonte.

—Fue allí, en el parque de ciervos, donde murió Cyril —dijo—. Me choca que nadie me haya preguntado por ello. Esperaba, casi deseaba, que lo hicieran, para zanjar la cuestión de una vez por todas.

Antonia no sabía qué decir.

—Sí, oí decir que... allí había ocurrido un accidente.

Él volvió la cabeza, mirándola casi con gesto acusador.

—No es cierto —replicó—. Oíste decir que yo le había matado. Y supongo que es verdad. Pero aquí nadie ha utilizado nunca la palabra «accidente».

Antonia bajó la vista.

—Tienes razón —confesó—. Pero la única persona que hablaba alguna vez de ello era... mi difunto esposo.

—Ya, imagino que hablaba continuamente de ello —dijo Gareth con gesto adusto—. Supongo que se convirtió en el eje de su existencia.

—Era un hombre hosco y amargado —murmuró ella, jugueteando con sus guantes—. Pero en su defensa, sólo puedo decir que sé lo que significa perder un hijo, Gabriel. El dolor hace que enloquezcas.

—El dolor, sí —replicó él—. Pero ¿trataste de culpar a alguien de lo ocurrido?

—No tuve que hacerlo, Gabriel —respondió ella con voz apagada—. Sabía quién era la culpable. Yo misma. Yo y mi mal carácter.

Él meneó la cabeza.

—No creo que ésa fuera la causa de su muerte.

Ella se volvió un poco sobre el banco de piedra y tomó las manos de él entre las suyas.

—Pero es así, Gabriel —dijo—. Yo causé la muerte de mi hija, como si yo misma la hubiera matado. Lo provoqué una y otra vez hasta que... ocurrió lo peor.

Para su sorpresa, él la sujetó por las muñecas y la obligó a girar las manos hacia arriba.

—Antonia, creo que esto es lo peor que puede sucederle a una persona —dijo con voz ronca—. Quiero saber..., quiero saber por qué te hiciste esto, Antonia. A tu maravilloso cuerpo. Esto también es una tragedia. El dolor que soportas es una tragedia.

Antonia no encontraba las palabras. Contempló las cicatrices, unas cicatrices que siempre procuraba no mirar; unas marcas finas, blancas, como unos gusanitos plateados que surcaban sus venas y tendones.

Gabriel soltó una palabrota en voz baja.

—Dios, Antonia, no te traje aquí para esto —murmuró—. Quería que fuera un paseo agradable. Y lo he estropeado, preguntándote cosas que no pretendía preguntarte. Pero desde que vi estas cicatrices, me he sentido..., no sé, dolido por ti. Herido. No comprendo por qué lo hiciste.

—¿Por qué lo hice? —repitió ella—. ¿A quién le importa ya?

—A mí —respondió él con voz apagada—. Necesito comprender..., estas cicatrices, tu vida..., ¿cómo es posible que te odiaras tanto como para hacerte eso? ¿Qué ocurrió? Temo por ti, Antonia. Y por mí.

—Fue mi marido, Eric —murmuró ella, retirando las manos de las suyas y rodeándose el cuerpo con los brazos—. Él fue el motivo. Yo... estaba furiosa con él.

—Antonia —dijo él en voz baja—, no te autolesionaste porque estuvieras furiosa. Eres demasiado sensata para hacer semejante barbaridad.

Durante un instante, Antonia se quedó inmóvil. Hacía muchos años que nadie le había dicho que fuera sensata. Por unos momentos no pudo articular palabra debido al sentimiento de gratitud que la embargó.

—No, no lo hice —respondió por fin—. Él nos había dejado, a Beatrice y a mí, en su casa de campo, a pocos kilómetros de Londres. Yo creía que nos habíamos casado para estar juntos. Que era auténtico amor. No sabía, nadie me había dicho, que Eric tenía una amante en la ciudad.

Gabriel cerró los ojos.

—Antonia.

—Hacía mucho tiempo que tenía a esa amante —siguió ella—. Tenían dos hijos, Gabriel. Yo jamás sospeché..., pensé que nuestro matrimonio era perfecto. Él me había cortejado y conquistado, y decía que me amaba locamente. Pero resultó que era mentira, y fui una estúpida al creerlo. Nos peleábamos a menudo debido a ello, y al cabo de un tiempo Eric decidió trasladarnos al campo. A partir de entonces, Beatrice y yo le veíamos sólo una vez al mes. Yo me quedé de nuevo embarazada, un gesto desesperado, tal vez, pero no contribuyó a solucionar las cosas. Nuestras disputas eran cada vez más agrias. Yo le odiaba por humillarme, y le odiaba por ignorar a su hija.

—Pobre niña —murmuró Gabriel.

Antonia sacudió la cabeza, con los labios apretados.

—Al echar la vista atrás, Gabriel, creo que a Beatrice no le afectaba ni lo comprendía —musitó—. Creo que el problema eran mis celos, mi orgullo herido. No pretendí hacerlo, pero el caso es que la utilicé. Y eso me costó todo.

—¿Qué sucedió, Antonia? —preguntó él—. ¿Qué le ocurrió a Beatrice?

Ella se esforzó en mirarlo a los ojos.

—Un día, Eric quiso partir para Londres a última hora de la tarde —dijo—. Estaba impaciente por marcharse, supongo que para ir a reunirse con ella. Estaba nublado y lloviznaba. Se oía tronar a lo lejos. Ordenó que le prepararan el faetón, aunque no era el vehículo adecuado debido al mal tiempo. Empezamos a discutir, como de costumbre, por el hecho de que se fuera, de que partiera tan tarde. Le acusé de abandonarnos por ella.

—Y seguramente era verdad —dijo Gabriel en voz baja.

—Eric dijo que yo tenía un carácter insoportable —murmuró Antonia—. Le acusé de no hacer caso a Beatrice, de no pasar nunca un rato con ella. No sé por qué lo dije; la niña le veía tan poco que apenas le conocía. Pero él me miró y de pronto estalló. «De acuerdo», dijo, «monta a la niña en el maldito coche y la llevaré conmigo a Londres. A ver si así dejas de atosigarme».

—Cielo santo —murmuró Gabriel.

—Yo estaba horrorizada, como es natural, y no me molesté en ocultarlo —continuó ella—. Pero Eric estaba rabioso. «¡No!», dijo. «¿No quieres que la niña pase más tiempo con su padre? ¡Pues la llevaré conmigo!» A continuación la tomó en brazos, sin darme tiempo a ponerle el abrigo y el sombrero, y partió con ella a toda velocidad.

—Dios santo, la niña debía de estar aterrorizada.

—No, a Beatrice le pareció muy divertido —respondió Antonia—. Jamás olvidaré la mirada que me dirigió Eric cuando fustigó a los caballos. Era una mirada de... triunfo. Beatrice estaba con él, no conmigo. Y la niña estaba contenta, gritaba de alegría, hasta que doblaron la esquina al pie del camino de acceso. Más tarde dijeron... que el arcén estaba resbaladizo debido a la lluvia. Yo lo vi todo. Y supe... ¡Dios mío, lo supe en el acto!

—Debió de ser muy rápido, Antonia —dijo Gabriel con voz ronca—. Seguro que la niña no sufrió.

Pero Antonia estaba como atontada.

—Los criados transportaron sus cadáveres de regreso en un carro —murmuró—. Había empezado a llover de forma torrencial. Alguien... trató de apartarme de allí, pero yo me negué. Todo estaba lleno de sangre, de barro y de agua. Sobre ellos y en el suelo. Entonces bajé la vista y me di cuenta de que era mi sangre, la sangre del hijo que iba a nacer que brotaba de mi cuerpo. Comprendí que mi mal carácter había matado a Beatrice, e iba a matar al niño que esperaba.

—¿No se pudo... salvar?

Por la mejilla de Antonia rodó un grueso lagrimón, abrasando su piel.

—Le puse el nombre de Simon —murmuró—. Era un niño perfecto, muy hermoso. Lo bautizaron de inmediato. Sabían que no se salvaría. Vivió dos días. Luego...

—Lo lamento profundamente, Antonia —murmuró él.

Ella volvió las muñecas y las miró a través de sus lágrimas.

—Ni siquiera recuerdo esto —dijo—. Fue la primera de muchas cosas que no recuerdo, Gabriel. No te miento. Pero Nellie..., me encontró. En la rosaleda. Yo sostenía un cuchillo de mondar en la mano. Mi padre acudió y me llevó a un lugar..., a una casa de campo, donde pudiera descansar, según dijo. Y me dejó allí.

—Dios mío. ¿Cuánto tiempo estuviste allí?

Antonia se encogió de hombros.

—Meses —respondió—. Cuando salí, mi padre me llevó a Greenfields, su finca, y al cabo de unas semanas me dijo que había concertado mi matrimonio con el duque de Warneham. Que el duque estaba dispuesto a casarse conmigo, y que yo era muy afortunada. No tuve fuerzas para oponerme. Todo me era indiferente.

Gabriel le rodeó los hombros con el brazo y la estrechó contra sí. Ella dejó que su calor y su reconfortante olor la envolvieran, y cerró los ojos.

—Yo tenía que saberlo, Antonia —dijo él con tono quedo—. Lamento haberte obligado a revivirlo.

—Lo revivo todos los días —respondió ella—. Pero quizás algo menos. No, no es verdad. De forma menos obsesiva. Tal como dijiste en cierta ocasión, Gabriel, lloraré a mis hijos el resto de mi vida, pero con el tiempo quizá no a cada momento.

—Confío por tu bien que así sea, Antonia —dijo él.

Permanecieron largo rato en silencio; Antonia sentía la mirada de Gabriel sobre ella. Para comprobar su reacción. Preguntándose tal vez si había hecho mal en obligarla a revivir el pasado. Pero casi había sido un alivio para ella contárselo todo. Estaba cansada, profundamente cansada, de no hablar. De no sentir. Era como si se hubiera desconectado de todo y ahora renaciera de nuevo al dolor, sí, pero quizá también a algunas alegrías que podía ofrecerle la vida. El calor del sol. El sonido de las fuentes en el jardín. El pequeño placer de decidir qué atuendo ponerse cada día.

Y luego estaba el placer físico que Gabriel le había procurado, lo cual no sólo constituía un renacer sino una sanación. El consuelo de su voz y sus caricias, y la seguridad que le proporcionaba su fuerza y sus anchos hombros, unas cosas que no deberían importarle pero que, curiosamente, eran importantes para ella. Comprendió que había vuelto a enamorarse, perdidamente. Empezaba a despertarse, volvía a la vida, y no podía dejar de desearlo. Ni siquiera sabía si quería dejar de desearlo.

—¿No te has enamorado nunca, Gabriel? —preguntó con dulzura.

Él la sorprendió respondiendo sin vacilar.

—Sí, una vez —contestó—. Apasionadamente, o eso creí. Pero no terminó bien.

Ella se rió, pero era una risa amarga.

—Los amores apasionados nunca terminan bien —dijo—. Creo que es preferible enamorarse lentamente.

Él se reclinó contra el banco y apoyó las botas en el borde de la balaustrada de piedra.

—¿Es eso lo que te ocurrió con Eric? —preguntó, cruzando un pie sobre el otro—. ¿Fue amor a primera vista?

Ella dudó unos instantes.

—Es muy embarazoso. ¿Debo responder?

—Me gustaría que lo hicieras —dijo él bajito.

Antonia respiró profundamente.

—Él estudiaba en Cambridge con James, mi hermano —dijo—. Yo le conocía de toda la vida, y hacía mucho tiempo que estaba enamorada de él. Cuando me puse de largo, él empezó a cortejarme. Era como un cuento de hadas. Luego me propuso matrimonio, y yo, que era una niña, estaba convencida de que viviríamos felices para siempre.

—Lamento que no fuera así, Antonia.

—No lo lamentes —respondió ella—. Lloro a mis hijos, no a mi esposo.

Oyeron un ruido entre las ramas frente al capricho arquitectónico, y dos ardillas descendieron apresuradamente por el tronco del árbol. Durante un buen rato ella las observó mientras saltaban y se perseguían mutuamente, sin dejar de preguntarse si Gabriel se reía para sus adentros de sus juveniles fantasías.

En vista de que él no decía nada, ella se volvió.

—¿Y tú, Gabriel? Das la impresión de ser un hombre al que le han destrozado el corazón.

Él se había colocado el sombrero sobre la frente, como si estuviera dormitando, pero no era así. Ella le conocía ya demasiado para dejarse engañar. Por fin, respondió:

—Supongo que yo también deseaba vivir un cuento de hadas —dijo—. Pero de otro tipo. Me enamoré de la hermana de Rothewell.

—Ya —dijo ella secamente—. ¿Tu socia en el negocio?

Él se echó el sombrero hacia atrás.

—Veo que has prestado atención —dijo.

Antonia se sonrojó y desvió la mirada.

—¿Cómo se llama?

—Xanthia Neville —respondió él—. O Zee, como solemos llamarla. Ahora es la marquesa de Nash.

La voz de Gabriel denotaba una melancolía y un afecto inconfundibles.

—Zee —repitió ella—. Suena tan... liviano. Tan bonito y despreocupado. ¿Es así ella?

—¿Bonita? —preguntó Gabriel—. Sí, es muy guapa... en un estilo poco frecuente. Pero ¿despreocupada? No, Xanthia es una mujer práctica.

—Has dicho que se ha casado —dijo ella—. ¿Fue eso lo que puso fin a vuestra relación?

Él se pasó la mano sobre su marcada mandíbula, cubierta por una incipiente barba.

—No, pusimos fin a nuestra relación hace mucho tiempo —respondió con gesto pensativo—. A Zee no le interesaba casarse, al menos conmigo.

—¿Tú se lo pediste?

—Se sobreentendía —contestó él, un poco irritado—. Nosotros..., habían pasado cosas entre los dos. Su hermano daba por sentado que nos casaríamos. Sí, le propuse matrimonio en varias ocasiones, humillándome.

—Lo siento —dijo ella—. ¿Estuviste enamorado de ella mucho tiempo?

A Antonia le chocó que dudara en responder.

—De un tiempo a esta parte he pensado mucho en ello —confesó él—. Trataba de descifrar cuándo y cómo comenzó.

—¿No lo sabes?

—No con exactitud —confesó él—. Verás, su hermano mayor me contrató para que trabajara para ellos en la compañía naviera, como chico de los recados. En aquel entonces era una pequeña empresa, sólo tenían tres o cuatro barcos. Fue allí donde conocí a Zee. Teníamos más o menos la misma edad, y yo... envidiaba su vida.

—¿A qué te refieres?

—Deseaba lo que ella tenía —respondió él—. Deseaba la seguridad de una familia. En esa época Zee tenía dos hermanos mayores, Luke, para quien yo trabajaba, y Rothewell, que dirigía las plantaciones de azúcar. Ambos la querían mucho y se afanaban en protegerla. Yo... deseaba eso. Y cuando me hice mayor y me sentí atraído por ella, pensé..., creo que en el fondo supuse que si nos casábamos formaría parte de su familia. Sería... el cuarto Neville. No podrían darme nunca la espalda.

—Pobre Gabriel —murmuró ella—. ¿Temías que lo hicieran?

—Yo era su empleado —respondió él con gesto serio—. ¿Qué sabía lo que podían hacer? Había comprobado que no podía fiarme de nadie. Era un huérfano al que habían acogido por caridad, sin un céntimo y casi cubierto de harapos. Luke murió al cabo de pocos años, de modo que quedamos Xanthia, Rothewell y yo. Temía perderlos, Antonia.

—Entiendo —dijo ella—. Comprendo que lo temieras.

De improviso, Gabriel soltó una carcajada y apoyó los dedos en su sien.

—Cielo santo, me parece increíble que tengamos esta conversación —dijo—. Te he hecho una simple pregunta..., y ahora te estoy contando la patética historia de mi vida.

—La pregunta que me hiciste no era simple —respondió Antonia con calma—. Y me gustaría... oír la patética historia de tu vida. De hecho, hace días que hemos estado dando vueltas alrededor de ella.

Él la miró extrañado.

—No sé a qué te refieres.

Ella meneó la cabeza.

—No me mientas, Gabriel —dijo—. Siempre me doy cuenta cuando un hombre me miente. Es una habilidad que aprendí muy a mi pesar.

Él no dijo nada, sino que se limitó a crispar la mandíbula, un gesto que a ella le resultaba familiar.

—Procuras guardar las distancias conmigo —prosiguió Antonia—. En realidad, lo haces con todo el mundo. Creo... que ocurrió algo que te hizo sufrir mucho, Gabriel.

Él desvió la vista.

—Durante un tiempo tuve una vida de perros —dijo.

Antonia ladeó la cabeza.

—Te he observado con tu amigo Rothewell. Con él haces lo mismo..., guardas las distancias. Lo cual hace que me pregunte si confías en alguna persona, Gabriel.

Él relajó la mandíbula unos instantes, mientras meditaba en lo que ella acababa de decirle.

—Confío en mí mismo —contestó por fin—. Y, en cierto modo, en Rothewell y en Xanthia.

Inexplicablemente, Antonia deseaba que dijera que confiaba en ella. Pero no era así. ¿Por qué iba a confiar en ella? No era una persona estable y lúcida. Y nunca había sido —ni siquiera cuando estaba bien y en su sano juicio— el tipo de mujer práctica y eficiente que era Xanthia Neville. Antonia se sentía muy inferior comparada con ella. Ahora creía comprender el significado de las tres palabras que Gareth había pronunciado: «Sólo esta vez». Ya había entregado su corazón a otra mujer.

—¿Cómo era tu vida en Knollwood, Gabriel? —le preguntó, afanándose en cambiar de tema—. ¿Sufriste mucho? ¿Se portaba Cyril como un déspota contigo?

Él la miró en silencio, asombrado.

—¿Cyril? —preguntó por fin—. ¿Un déspota? Qué pregunta tan extraña. Era un niño, no mucho más joven que yo. Era demasiado inocente para que nadie lo considerara un déspota.

Antonia se sintió de nuevo confundida.

—¿No le envidiabas? ¿No te sentías inferior a él?

Gabriel negó con la cabeza.

—Cyril me caía muy bien —dijo—. Era el único compañero de juegos que tenía.

—¿Jugabais juntos a menudo? —preguntó Antonia, sorprendida.

Gareth esbozó una media sonrisa.

—Más de lo que sus padres deseaban —respondió—. Nunca quisieron que fuéramos compañeros de juegos. Pero Cyril también se sentía solo. Era... un niño, como yo. A veces travieso. Incluso un poco mezquino, como todos los niños.

—Pero tú eras mayor que él, ¿no?

—Le pasaba unos meses.

Antonia reflexionó en ello unos momentos. Esto era muy distinto de la impresión que le había dado su difunto esposo.

—¿Y no serviste en la Royal Navy?

La incredulidad de Gabriel iba en aumento.

—¿A qué te refieres, Antonia?

Ella tragó saliva.

—Cuando... Cyril murió, ¿Warneham no te enroló en la marina? Eso fue lo que me dijo. Que te había llevado a Portsmouth, porque no soportaba verte. Que te convertiste en guardiamarina.

—No —contestó Gabriel con calma—. No, Antonia. Warneham me llevó a Portsmouth y me entregó a la leva. Hay una gran diferencia entre ambas cosas.

Ella le miró horrorizada.

—¿La leva? Cielo santo. ¿Cuántos años tenías?

—Doce —respondió él—. Recién cumplidos. Ni la Royal Navy cae tan bajo como para emplear a un niño de doce años. Ni siquiera pueden contratar a un hombre adulto si carece de experiencia en el mar.

—¿De modo que nunca tuviste la oportunidad de llegar a ser un oficial de la marina...?

De pronto en el rostro de Gabriel se pintó una expresión de furia.

—Maldita sea, Antonia, escúchame —dijo, articulando cada palabra pausadamente—. No sé qué absurdas historias te contó Warneham sobre mi desaparición, pero la verdad es ésta: arrojó a mi abuela de Knollwood, me separó de ella, me llevó a Portsmouth y dejó muy claro a la leva que nadie, absolutamente nadie, vendría en mi busca. No me enroló en un barco para que recibiera la formación de oficial. Les dijo que se deshicieran de mí, y les sobornó con cincuenta libras para sellar el acuerdo. Me deseaba muerto, pero no tenía las agallas para matarme él mismo.

Antonia se llevó los dedos a los labios. De repente sintió ganas de llorar.

—¡Pero... eso es monstruoso!

—Antonia, un chico de buena familia no ingresa como guardiamarina en la Royal Navy así como así —dijo él—. La familia debe solicitar que sea admitido. Hay que tener influencias. Y si no las tienes, si ninguna persona importante te avala, no lo consigues nunca. Si Warneham se convenció de que yo había acabado como oficial de la marina, fue para aplacar su conciencia.

—Empiezo a preguntarme qué creía en realidad —dijo ella—. ¿Qué fue de ti puesto que no podías ingresar en la marina?

—La leva me canjeó por un barril de oporto.

—¿Te canjearon?

—Sí, me entregaron al capitán de un buque mercante de renegados que había zarpado de Marsella. Eran poco menos que piratas, aparte de unos traidores.

—¡Dios mío! —exclamó Antonia consternada—. ¿Crees que Warneham sabía que podía ocurrir eso?

Gareth estaba convencido de que lo sabía, pero no dijo nada. Apoyó el tacón de una bota contra la balaustrada de piedra y se mordió la lengua.

—¿Qué hiciste? —preguntó Antonia—. ¿Tenías miedo?

—Al principio, sólo del agua —respondió él—. El mero hecho de caminar por cubierta hacía que se me revolvieran las tripas. En cuanto a esa gente... No, sólo anhelaba volver a reunirme con mi abuela. Era demasiado ingenuo para tener miedo. Le dije al capitán del barco una y otra vez quién era yo, quién había sido mi padre, y que sin duda se trataba de un malentendido. Al capitán le parecía muy cómico. Mis insistentes súplicas divirtieron a la tripulación durante toda la travesía hasta Gernsey.

—¿Cómo... lograste sobrevivir?

—Hice lo que pude para sobrevivir —contestó él con gesto serio—. Cuando rodeamos la punta de Bretaña, había aprendido a mantener la boca cerrada y a hacer lo que me ordenaban. Tenía doce años, y estaba aterrorizado.

—¿Te tenían cautivo?

—¿En medio del océano? —Él la miró extrañado—. Me obligaban a trabajar, Antonia. Eran unos traidores. Unos corsarios argelinos. Piratas sicilianos. La escoria de Europa, principalmente, y muchos viajaban bajo una patente de corso falsa del gobierno británico. Eran capaces de matar sin vacilar a su propio hermano, y yo era su esclavo. Un grumete. ¿Tienes idea de lo que eso significa?

Ella meneó la cabeza.

—¿Tenías que... hacer los trabajos que te mandaban?

Y algo más, quería decirle él.

Pero si él había recibido una buena educación, Antonia había llevado una vida muy protegida. No podía hacerse una idea de la vida que había llevado él a bordo del Saint-Nazaire, y no quería que lo supiera. Antonia había sufrido su propia tragedia. Y él no soportaba la humillación de contarle la suya. No soportaba el hecho de revivir la angustiosa sensación de impotencia que había experimentado.

Antonia había perdido un poco el color que había recobrado recientemente.

—¿Adónde te llevaron, Gabriel?

—Norteamérica acababa de declarar la guerra a Inglaterra —le explicó él con tono grave—. Todos temían que se convirtiera en un baño de sangre, y los corsarios surcaban el Caribe como tiburones al acecho. Había abundantes oportunidades de hacer negocio para cualquiera que tuviera las agallas necesarias.

—¿Cuánto tiempo estuviste con esos... piratas? —preguntó ella con voz entrecortada—. ¿Cómo conseguiste escapar?

—Navegué con ellos durante más de un año —respondió él—. Cada vez que tocábamos puerto pensaba en huir, pero la mayoría eran lugares extraños y me inspiraban temor, aparte de que no entendía el idioma. No tenía dinero. Al menos a bordo del Saint-Nazaire tenía comida y un techo, si cabe llamarlo así. —Gareth se dio cuenta de que había bajado la voz hasta que era apenas un murmullo, y se apresuró a aclararse la garganta—. Cuando estás bajo el poder de otros..., te sientes confuso y no sabes quién es exactamente tu enemigo. Todos los que te rodean tienen un aspecto rudo y peligroso. Y a veces... eliges al canalla que ya conoces. ¿Crees que tiene sentido?

—Nada de esto tiene sentido para mí —murmuró Antonia—. Nada de ello. Tenías doce años. No comprendo cómo lograste sobrevivir.

—Al fin me decidí —dijo él—. Llegamos a Bridgetown un espléndido y soleado día, y vi la bandera del Reino Unido ondeando bajo la brisa y comprendí que era mi única oportunidad. Seguramente la única que tendría. En aquel entonces mis captores ya no me vigilaban tan de cerca. Sabían tan bien como yo que tenía escasas opciones. De modo que huí a la primera oportunidad que se presentó. Por desgracia, alguien dio la voz de alarma.

—¿Te persiguieron? —preguntó ella—. ¿Podían hacerlo en suelo británico?

Gareth soltó una amarga carcajada.

—Les importaba un comino que estuviéramos en suelo británico —respondió—. Por supuesto que me persiguieron, y me agarraron por el cuello de la camisa en dos ocasiones. Luego tuve la fortuna de toparme con Luke Neville, que salía de una taberna en un callejón, y eso puso fin a mi peripecia. Luke me creyó cuando le conté mi historia. Me salvó. Sé que suena melodramático, pero salvó mi miserable pellejo.

—¿Y empezaste a trabajar para él? —preguntó ella—. Tenías doce años, y tenías que trabajar para ganarte el sustento. ¿Te fue bien?

—Ya había cumplido los trece —dijo él.

—Ah, en tal caso era aceptable —murmuró ella.

Él se esforzó en sonreír.

—Antonia, me alegré de tener un empleo, de trabajar de sol a sol, si era necesario. Todo lo que aprendí me lo enseñó Luke Neville. Además, mi abuelo me había inculcado de pequeño la idea de que algún día debía aprender una profesión. No quería que me considerara un aristócrata. Opinaba que el hecho de inculcar a un niño la noción de que podría vivir como un caballero debilitaba el carácter, y ahora comprendo que tenía razón. Él se había arruinado por prestar grandes sumas de dinero a unos supuestos caballeros, los cuales prefirieron huir del país en lugar de hacer lo honorable. Eran unos sinvergüenzas que no tenían nada de honorable.

—Cielos —murmuró Antonia—, no te muerdes la lengua.

Él la miró con gesto comprensivo.

—Te pido disculpas si te ha sonado algo duro —dijo—. Me temo, Antonia, que la serena tranquilidad de tenerte cerca me induce a hablar con más franqueza de la debida. Estoy seguro de que a ti te educaron de modo muy distinto.

Antonia se mostraba algo incómoda, a la vez que pensativa. Gareth no dijo nada más. Era ella quien debía sacar las oportunas conclusiones, pero por lo que él había oído hasta el momento, tenía la impresión de que tanto su padre como su hermano eran unas personas consentidas y autocomplacientes.

Gareth alzó la vista y la dirigió hacia el este. Se habían formado unas nubes azul grisáceas, aunque todavía no presagiaban lluvia. Pero todo indicaba que Statton no se había equivocado en sus predicciones. Retiró el pie de la balaustrada y recogió sus guantes de montar.

—Creo que es mejor que nos dirijamos hacia Knollwood, si te apetece ir —dijo—. Es posible que dentro de un rato se ponga a llover.

Ella apoyó una mano menuda y cálida sobre su rodilla.

—No es necesario que vayamos —respondió—. A menos que quieras mi opinión sobre las obras. Sé cuánto te disgusta ese lugar.

Él observó su mano.

—Antonia, yo... —Gareth se detuvo y midió sus palabras antes de continuar—: Quiero que todo sea perfecto para ti. Quiero...

Pero no pudo seguir, pues en realidad no sabía lo que quería. La deseaba a ella, sí. Y en cierta medida, Antonia le deseaba a él. Pero ambos habían pasado mucho. Habían sufrido viejos dolores y desaires. El desdeñoso comentario que él había hecho sobre los aristócratas, por ejemplo, demostraba a las claras sus prejuicios. Sin duda la antigua y linajuda familia de Antonia tendría también no pocos prejuicios. No acogerían de buen grado al nieto de un prestamista judío en su dinastía de sangre azul —y menos si averiguaban cómo había sido el resto de su vida—, por más que Antonia lo deseara.

Por lo demás, ¿era Antonia capaz de tomar en estos momentos unas decisiones acertadas? Había pasado toda su vida adulta, desde los diecisiete años, en un matrimonio desgraciado o el equivalente moral de un manicomio. No le habían concedido la menor independencia, ni la oportunidad de tomar sus propias decisiones. Si era libre de vivir su propia vida —si conseguía acallar los terribles rumores sobre su difunto esposo—, y disponía de los medios necesarios y de la seguridad en sí misma para viajar, para alternar en sociedad, para hacer lo que le apeteciera donde y como quisiera, ¿por qué iba a seguir deseándolo a él? Aparte de para mantener relaciones, claro está. Aunque él no sirviera para otras cosas, siempre quedaba el sexo.

De repente, Gareth se levantó y le ofreció la mano.

—Van a instalar las tuberías de agua desde el nuevo depósito del manantial hasta la cocina —dijo—. Quizá puedan llevarlas hasta el piso de arriba. Deberíamos ir a echar un vistazo, ¿no crees?

Ella había asumido una expresión distante. Apoyó la mano en la suya.

—Sí, te lo agradezco —respondió de forma mecánica—. Vayamos, desde luego.