Capítulo 2

GABRIEL sostenía con fuerza la mano de su abuelo, aterrorizado por las ruedas del coche que giraban a gran velocidad y los cascos de los caballos. Todo el mundo se apresuraba. Hablando a voces. Atravesando precipitadamente la calzada, entre el tráfico. Su abuela habría dicho que eran unos meshuggenehs, unos locos.

—Zayde, quiero... irme a casa.

Su abuelo le miró, sonriendo.

—¿No te gusta este lugar, Gabriel? Pues debería gustarte.

—¿Por qué? Hay demasiada gente.

—Es porque estamos en la City —respondió su abuelo—. Aquí es donde la gente gana dinero. Algún día tú también trabajarás aquí. Quizá llegues a ser un directivo en un banco comercial. O un corredor de bolsa. ¿Te gustaría eso, Gabriel?

El niño estaba confundido.

—Yo... creo que quiero ser un caballero inglés, Zayde.

—¡Vaya! —Su abuelo tomó al niño en brazos—. Qué tonterías te han metido esas mujeres en la cabeza. La sangre no hace al hombre. Un hombre no es nada sin un trabajo.

A continuación cruzaron la calle apresuradamente, mezclándose con la numerosa y enloquecida multitud.

La duquesa de Warneham se había retirado a la rosaleda de Seldson Court para gozar de una hora de soledad cuando el señor Cavendish se presentó la tarde siguiente. La duquesa portaba una cesta en el brazo, pero al cabo de una hora de pasear sin rumbo fijo por el jardín, sólo había cortado una rosa, que sostenía en la mano.

Se había sumido de nuevo en sus reflexiones. Pensaba en los niños, por más que la habían advertido repetidas veces que no debía hacerlo. No convenía dar vueltas al pasado. Pero aquí, más allá de los muros de su casa, su corazón de madre podía sangrar en paz. Había renunciado a muchas cosas. Pero no renunciaría a eso, a su dolor.

Pese al cálido sol estival de última hora de la tarde, todo indicaba que iba a llover, pero la duquesa apenas era consciente de ello. Ni siquiera oyó acercarse al abogado de su esposo hasta que el hombre se detuvo en mitad del sendero. Al alzar la vista lo vio aguardando a una distancia prudencial, mientras la brisa agitaba unos pétalos de rosa marchitos alrededor de sus pies.

—Buenas tardes, Cavendish —dijo la duquesa con tono quedo—. Ha regresado pronto de Londres.

—Excelencia. —El abogado se apresuró hacia ella e hizo una elegante reverencia—. Acabo de llegar.

—Bienvenido a Selsdon —dijo ella de forma mecánica—. ¿Ha cenado?

—Sí, excelencia, en Croydon —respondió el abogado—. ¿Y usted?

—¿Cómo dice?

—¿Ha cenado, señora? —repitió él—. Recuerde que el doctor Osborne dice que debe alimentarse.

—Sí, desde luego —murmuró ella—. Comeré algo dentro de un rato. Por favor, dígame que ha averiguado en Londres.

Cavendish parecía sentirse incómodo.

—Tal como le prometí, señora, me dirigí directamente a las oficinas de Neville Shippping —le informó—. Pero no estoy seguro de haber conseguido nada.

—¿Ha dado con él? —preguntó ella—. ¿Con ese hombre que trabaja para la naviera?

Cavendish asintió con la cabeza.

—Sí.

—¿Y...?

Cavendish suspiró.

—Era Gabriel Ventnor, estoy seguro de ello —respondió—. Ese hombre es la viva imagen de su difunto padre. La estatura. Los ojos dorados y el pelo rubio. Estoy convencido de que hemos localizado a nuestro hombre.

La duquesa le miró impasible.

—De modo que todo está resuelto. ¿Cuándo vendrá aquí?

Cavendish dudó unos instantes.

—No estoy seguro, señora —confesó—. Se mostró indiferente ante... nuestra noticia.

—Indiferente —repitió la duquesa mecánicamente.

El abogado emitió una risita nerviosa.

—Me temo que no es un estibador o un oficinista como creíamos —le explicó—. Es uno de los propietarios de la compañía. Tenía un aspecto... próspero. Y antipático.

La duquesa esbozó una leve sonrisa.

—No es el pobre huérfano que esperaba encontrar.

—No —contestó Cavendish con aspereza—. Y no estoy seguro de que haya comprendido la suerte que ha tenido al heredar el título. Ni siquiera estoy seguro de cuándo se dignará regresar a Selsdon Court, señora. No quiso responderme.

La duquesa tampoco lo hizo. En lugar de ello, contempló la rosa que sostenía aún en la mano. El rojo sangre de los pétalos contrastaban con su pálida piel. Rojo sangre. Una palidez mortal. Como un cuerpo al que se le ha extraído toda vida, pero que sigue vivo. Durante unos momentos, observó la rosa, meditando en los enrevesados caminos del destino. Pensando en la muerte, y en los estragos que hace. En los cambios indelebles que provoca.

¿Qué importaba que ese hombre viniera o no? ¿Qué cambiaría? ¿Qué podían hacerle a ella su poder y su orgullo para que su vida fuera aún más insoportable de lo que era? Los días transcurrían en una silenciosa inconsciencia, como habían transcurrido durante estos cuatro últimos años. O quizá fueran cinco. No estaba segura. Había dejado de contarlos.

Gabriel Ventnor. Ese hombre sostenía en sus manos la suerte de ella, o eso creían todos. Pero no era cierto. Ese hombre no era nada. No podía herirla ni atormentarla, porque el dolor terrenal ya no le afectaba.

—¿Excelencia?

Al alzar la vista y comprobar que Cavendish la observaba fijamente, comprendió que había perdido el hilo de sus pensamientos.

—Lo siento, Cavendish. ¿Qué decía?

El abogado arrugó el ceño, dio un paso vacilante hacia ella y le quitó la rosa de las manos.

—Excelencia, ha vuelto a herirse —le reprendió con delicadeza. Le arrancó un par de espinas de la palma de la mano, una de las cuales se había clavado profundamente, haciendo que brotaran unas gotas de sangre—. Sujételo con fuerza —le dijo, aplicando un pañuelo sobre la herida

—No es más que un poco de sangre, Cavendish —murmuró ella.

Él depositó la rosa en la cesta vacía.

—Vamos, excelencia, debemos regresar a la casa —dijo él, tomándola del brazo con suavidad.

—Mis rosas —protestó ella—. Quisiera terminar...

Pero Cavendish se mostró inflexible.

—Ha empezado a llover, señora —dijo, conduciéndola hacia la terraza—. De hecho, hace unos momentos que se ha puesto a llover.

La duquesa levantó la vista y vio que las gotas de lluvia rebotaban en la tapia del jardín. Las mangas de su vestido estaban húmedas, otra molestia terrenal en la que no había reparado.

—No querrá volver a caer enferma, señora —insistió Cavendish—. ¿De qué le serviría?

—Supongo que de nada —respondió ella con voz trémula y gutural.

—Sólo conseguirá complicarle más la vida a Nellie —dijo Cavendish—, quien tendrá que dejar de lado otras tareas para atenderla a usted.

La duquesa se detuvo de pronto en el sendero del jardín.

—Sí, Cavendish, tiene usted razón —dijo, mirándole a los ojos—. Y como he dicho siempre, ante todo me disgustaría convertirme en una molestia para nadie. Para nadie.

La tarde siguiente, en Berkeley Square, el barón Rothewell se quitó sus elegantes zapatillas de cuero y se sirvió una porción de brandy capaz de dejar grogui a un hombre menos resistente que él. Maldita sea, necesitaba una copa. Hasta el momento había tenido un día espantoso, aunque su hermana, a Dios gracias, no se había percatado.

Era el día de la boda de Zee. Él había pensado a menudo que no viviría para verlo. En otras ocasiones, había pensado que su hermana quizá decidiera contraer un matrimonio de conveniencia, y de amistad, casándose con Gareth Lloyd. Pero había llegado el día, y Rothewell no sólo había tenido que ver a su hermana partir de Berkeley Square con un hombre que prácticamente era un extraño para él, y un extraño de aspecto peligroso, sino que Gareth también había tenido que asistir a ello.

El flamante esposo de Xanthia, el marqués de Nash, había acogido la noticia del ascenso de Gareth Lloyd en la escala social con su habitual frialdad y elegancia, presentándolo a todos los convidados a la boda como «un estimado amigo de la familia, el duque de Warneham». No lo había hecho con mala fe, pero Rothewell se compadecía de Gareth, pobre diablo. El anuncio de su nuevo título por parte de Nash sin duda daría que hablar, y no poco.

En ese momento se abrió la puerta de su estudio y entró Gareth.

—¡Por fin apareces! —dijo Rothewell—. Precisamente pensaba dónde te habías metido.

—Estaba abajo, ayudando a Trammel a transportar las sillas adicionales.

—¿Un duque ayudando a un mayordomo a mover los muebles? —preguntó Rothewell—. ¿Por qué no me sorprende?

—Un hombre no es nada si no trabaja —respondió Gareth.

—¡Uf! —gruñó Rothewell—. Dios nos libre. ¿Quieres tomarte un brandy conmigo?

Gareth se sentó en una de las amplias poltronas de cuero que tenía Rothewell en su estudio.

—No, es demasiado temprano para mí —contestó, pero tras unos instantes de duda, añadió—: Pero quizá no para el duque de Warneham.

Rothewell soltó una sonora carcajada.

—Siempre serás el mismo, viejo amigo.

—En tal caso dame un trago, maldita sea —dijo Gareth—. Creo que los dos nos merecemos uno por haber sobrevivido a este día.

—Bueno, ahora eres de rango superior a él —dijo Rothewell, acercándose de nuevo al aparador—. Me refiero al marqués de Nash. Estás por encima de tu rival, Gareth, lo cual me parece maravilloso.

—Hace años que dejé de competir —replicó Gareth con tono severo—. Y supongo que recuerdas que esta mañana hemos celebrado una boda.

—Lo recuerdo demasiado bien. —Rothewell movió un poco el brandy en la copa con gesto pensativo y se la entregó a su invitado—. Tú has perdido a la chica de la que te enamoraste de joven, Gareth, pero yo..., no me engaño. He perdido a una hermana. Sin duda piensas que no es lo mismo. Pero cuando te abandonan como nos abandonaron a los tres, a Luke, a Zee y a mí, y no tienes a nadie más que se ocupe de ti, forjas unos lazos muy difíciles de explicar.

Gareth guardó silencio unos momentos.

—Luke ha muerto, pero nunca has vivido sin Xanthia, ¿verdad?

Rothewell meneó la cabeza.

—Recuerdo el día en que nació —dijo con voz entrecortada—. Pero basta de sentimentalismos. ¿Qué vas a hacer, Gareth? ¿Tendré que obligarte a ir a cumplir con tu deber?

—Supongo que te refieres al ducado —respondió Gareth con tono inexpresivo—. No, prometí a Zee que acudiría todos los días a Neville Shipping hasta que ella regresara. No os dejaré en la estacada.

—Jamás supuse que lo harías —murmuró Rothewell—. Desde el día en que mi hermano te contrató como chico de los recados, todos hemos dependido de ti. Fue por ese motivo, y para evitar que la competencia te robara, que establecimos esta copropiedad.

Gareth esbozó una leve sonrisa.

—Para encadenarme con grilletes de oro, ¿eh?

—Exacto. —El barón bebió otro trago de brandy, haciendo que su musculoso cuello se moviera como una máquina bien engrasada—. Y ahora te propones cumplir con su parte del trato. Lo cual respeto. Pero aunque tu participación en Neville Shipping te ha hecho bastante rico, no puede compararse con la fortuna que al parecer has heredado.

—¿A dónde quieres ir a parar? —preguntó Gareth con más brusquedad de lo que había pretendido.

—Quizá deberías ocuparte de algo más lucrativo. —Rothewell empezó a pasearse de un lado a otro de la habitación, sosteniendo la copa en la mano—. No voy a darte un sermón sobre el deber y la responsabilidad, pero te aconsejo que vayas a... ¿cómo se llama?

—Selsdon Court.

—Eso, Selsdon Court —repitió Rothewell—. A juzgar por su nombre, debe de ser una propiedad grandiosa.

—Lo es. Hasta un extremo obsceno.

—Bueno, obsceno o no, ahora te pertenece. Deberías ir a ocuparte de ella. No está lejos, ¿verdad?

Gareth se encogió de hombros.

—Aproximadamente a media jornada en coche —respondió—. O uno puede tomar el Croydon Canal en Deptford.

—¿Media jornada? —preguntó Rothewell sin dar crédito—. Eso no es nada. Ve a ocuparte de los asuntos que reclaman tu atención, y presenta tus condolencias a la viuda negra, un apelativo que le ha puesto Zee, no yo.

Gareth soltó un gruñido.

—La duquesa es una mujer fría e insensible —dijo—. Pero dudo que sea una asesina. No se atrevería a quedar destruida a ojos de la sociedad.

Rothewell le miró con extrañeza.

—¿Cómo es?

Gareth desvió la vista.

—Extremadamente altiva —murmuró—. Pero no es cruel. Para eso tenía a su marido.

—Me pregunto si se ha convertido en una acaudalada viuda.

—No te quepa duda —contestó Gareth—. Warneham era increíblemente rico. La familia de ella habrá recibido una generosa parte de la herencia.

—¿Y sin embargo espera que vayas? —murmuró Rothewell—. Quizá piensa que vas a tomar alguna decisión con respecto a su futuro.

A Gareth no se le había ocurrido. Durante unos instantes se recreó con la fantasía de que la arrojaba a la calle para que se muriera de hambre, o algo peor. Pero ese pensamiento no le complacía; de hecho, ni siquiera podía imaginárselo. En cualquier caso, no creía que dependiera de él.

—¿Estás pensando en ello? —inquirió Rothewell.

Gareth no respondió. No lo sabía. Durante los terribles días que habían seguido a su exilio de Selsdon Court, jamás había deseado regresar. Al principio había deseado muchas cosas que eran imposibles. Cosas que los niños, en su ingenuidad, anhelan. Una caricia. Una chimenea encendida. Un hogar. Pero había encontrado justamente lo opuesto. Le habían arrojado a las entrañas del infierno. Su anhelo infantil se había reducido al puro odio de un hombre. Y ahora que podía regresar a Selsdon Court —ahora que era el amo de todos ellos—, aún tenía menos ganas de regresar. El destino le había jugado una mala pasada.

Rothewell carraspeó, haciendo que Gareth regresara al presente.

—Luke apenas hablaba de tu pasado —dijo—. Decía simplemente que eras un huérfano de buena familia que había tenido mala suerte.

¡Mala suerte! Luke Neville siempre había sido el maestro de los eufemismos.

—Fue el azar lo que me llevó a Barbados —dijo Gareth—. Y gracias a Dios, conocí a vuestro hermano.

Rothewell sonrió.

—Recuerdo que te atrapó cuando huías del puerto con una pandilla de fornidos marineros pisándote los talones.

Gareth desvió la vista.

—Me agarró del cuello de la chaqueta, pensando que era un carterista —respondió—. Luke era un hombre valiente.

Rothewell dudó unos momentos.

—Sí, muy valiente.

—Y yo..., cielo santo, estaba calado hasta los huesos.

—Eras un saco de huesos cuando te trajo a casa —respondió Rothewell—. Era difícil creer que tenías..., trece años, según creo recordar.

—Recién cumplidos —dijo Gareth—. Debo a Luke la vida por haberme salvado de esos cabrones.

Rothewell sonrió de nuevo, pero era una sonrisa tensa y fría.

—Ellos perdieron y nosotros salimos ganando —dijo—. Pero cuando Luke dijo «de buena familia», creo que se quedó corto.

—Yo no se lo expliqué con precisión —reconoció Gareth—. Me refiero a Warneham. Sólo le dije que mi padre era un caballero, un comandante del ejército que había caído en Roliça, y que mi madre había muerto.

Rothewell se sentó en una esquina de su amplia mesa y observó a Gareth con gesto pensativo.

—Luke sabía lo que significaba quedarse huérfano de niño —dijo con tono inexpresivo—. Nos ha complacido considerarte casi como un miembro de la familia, Gareth. Pero ahora te reclaman otras obligaciones más importantes.

—Lo dudo —replicó Gareth con desdén, apurando el resto de su brandy.

—Ve a pasar quince días allí —le aconsejó Rothewell—. Para asegurarte de que cuentas con un administrador competente. Examina con atención los libros de cuentas para cerciorarte de que no te están estafando. Haz valer tu autoridad sobre tus empleados, y recuérdales para quién trabajarán a partir de ahora. Luego puedes volver a Londres y dejar esa destartalada casa que tienes en Stepney.

Gareth le miró sin dar crédito.

—¿Y luego qué hago?

Rothewell dibujó un círculo en el aire con su copa.

—Alguna de esas elegantes mansiones de Mayfair debe de pertenecer al duque de Warneham —respondió—. En caso contrario, compra una. No tienes que vivir el resto de tu vida en el campo, y desde luego no es necesario que sigas trabajando para la compañía Neville.

—Imposible —contestó Gareth—. No puedo ausentarme de ella, ni siquiera durante dos semanas.

—Zee no se marcha hasta dentro de unos días —dijo Rothewell—. Y en el peor de los casos, supongo que el viejo Bakely y yo podríamos contratar...

—¿Tú? —le interrumpió Gareth—. ¿Sabes siquiera localizar las oficinas de la compañía Neville?

—No, pero mi cochero ha ido allí casi cada día durante los nueve últimos meses —respondió Rothewell—. ¿Quién es el mayor competidor de la compañía Neville?

Gareth vaciló unos instantes.

—Supongo que la compañía Carwell, en Greenwich. Es algo más grande que la nuestra, pero nosotros no tenemos nada que envidiarles.

Rothewell depositó su copa en el aparador.

—Entonces contrataré a su agente de negocios —respondió—. Todo el mundo tiene un precio.

—¿Le contratarás para que me sustituya a mí?

Rothewell tomó la copa vacía de manos de Gareth y regresó junto al aparador.

—Amigo mío, te engañas si piensas que tu antigua vida no ha concluido —dijo, destapando la licorera de brandy—. Sé lo que significa tener que cumplir con unos deberes que te disgustan. Pero no tienes más remedio. Eres un caballero inglés. Y por más que te empeñes en no reconocerlo, no lo conseguirás.

—Tú no eres la persona más idónea para dar consejos sobre empeñarse en no reconocer algo —replicó Gareth, irritado—, cuando bebes demasiado y dejas que tu vida y tus habilidades se vayan al traste.

—E tu Brute? —le espetó Rothewell sin volverse—. Quizá debería ponerte un vestido de muselina y llamarte «hermana». Te aseguro que no echaré de menos a Xanthia en absoluto.

Gareth guardó silencio. Rothewell rellenó las dos copas y luego tiró con gesto enérgico de la campanilla. Trammel apareció casi al instante.

—Di a los sirvientes que preparen mi coche de viaje —le ordenó—. El señor Lloyd lo necesitará al amanecer. Deben ir a recogerlo a su casa en Stepney.

—En serio, Rothewell, no es necesario —dijo Gareth, levantándose.

Pero Trammel se había esfumado.

—No puedes ir a Selsdon Court en una calesa —dijo Rothewell—. Ni en un bote por el canal.

—Me niego a ir en un coche prestado.

Rothewell atravesó la habitación y entregó a Gareth su copa.

—El coche, si no me equivoco, es técnicamente un bien de la compañía que pertenece a Neville Shipping.

—Para la que ya no trabajo —replicó Gareth.

—Pero de la que todavía eres dueño de una parte —contestó Rothewell—. Estoy seguro de que en Selsdon Court te esperan numerosos y elegantes carruajes, viejo amigo. Cuando te hayas instalado puedes enviarme el mío de vuelta.

—¿Es que no vas a dejarme en paz?

—Yo no gozo de paz alguna. ¿Por qué iba a dejarte a ti en paz? —Luego, con fingida solemnidad, el barón alzó su copa—. A su excelencia, el duque de Warneham. Largo sea su reinado.