Capítulo 5

GABRIEL se mantenía a distancia mientras unos chicos mayores que él jugaban, dando patadas a un balón sobre el césped. Los había visto otras veces en Finsbury Circus. Y también había visto el balón; una esfera asombrosamente redonda, que botaba y se deslizaba sobre la hierba a la velocidad del rayo, emitiendo un sonoro golpe seco cuando le asestaban una patada.

El chico más pequeño se fijó en Gabriel y le indicó con el dedo que se acercara. Después de volverse para mirar a su abuelo, que descabezaba un sueñecito, echó a correr hacia el césped.

El chico le ofreció el balón.

—Necesitamos un sexto jugador —dijo—. ¿Sabes dar patadas?

Gabriel asintió con la cabeza.

—Pues claro.

El chico más mayor pasó junto a él, rozándole con el codo.

—Dámelo, Will —dijo, arrebatándole el balón—. No queremos jugar con judíos.

Gabriel dejó caer los brazos.

El chico mayor se puso a brincar hacia delante y hacia atrás sobre el césped, mirándolo con desdén.

—¿Qué? —dijo—. ¿Quieres el balón? ¿Lo quieres? ¡Anda, atrápalo!

Dejó caer el balón y le propinó una enérgica patada con su larga pierna.

El balón alcanzó a Gabriel en la barriga, cortándole el aliento. El niño cayó sobre la hierba; el sonido de la sangre retumbándole en los oídos casi sofocaba las risotadas. Al principio sólo se reía uno de los chicos. Luego otro, y otro más, hasta que todos se unieron al coro de carcajadas.

Su humillación fue total cuando su Zayde le recogió del suelo.

—¡A broch tsu dir!, malditos —exclamó, agitando el puño hacia los chicos—. ¡Regresad a Shoreditch, puercos!

Los chicos se fueron corriendo, sin dejar de reírse. Su Zayde le sacudió un poco para quitarle la tierra de la ropa.

—¡Oy vey, Gabriel! ¿Cómo se te ha ocurrido?

—Me... gustaba ese balón.

—¡Eingeshpahrt! Eres testarudo. —Su abuelo suspiró—. Pero te compraré un balón, ¿qué te parece?

—Quiero jugar con alguien.

—¡Entonces hazlo con chicos de tu raza! —Zayde le tomó de la mano y echaron a andar a través del césped hacia casa—. Ellos no nos quieren, Gabriel. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

Esa noche, el calor disminuyó y estalló una violenta tormenta sobre Surrey. Gareth se fue a la cama escuchando el aullido del viento y el ruido incesante de los desagües. Agotado debido al viaje —y a los pensamientos sobre el deber al que se enfrentaba—, se sumió de inmediato en un sueño profundo pero agitado. Se despertó pasada la medianoche empapado en un sudor frío, atrapado en un lío de sábanas, respirando con dificultad. De pronto, se incorporó en la cama, aterrorizado y aturdido.

Selsdon Court. Estaba en Selsdon Court. Un candelabro de pared en el pasillo iluminaba la silueta de su puerta. Una puerta muy ancha y recia. Su primo había muerto por fin, gracias a Dios. No había barcos, ni cadenas. Pero el sueño se adhería a él como una lona húmeda y podrida. Percibía su hedor, junto con el hedor a maromas alquitranadas y cuerpos sucios y apestosos. ¿El Saint-Nazaire? Dios santo. Hacía meses que no soñaba con ese viejo y podrido cascarón.

No se dio cuenta hasta ese momento de que temblaba de los pies a la cabeza. Después de pasarse la mano por su alborotado pelo, trató de calmarse. Dios, ¿qué significaba que soñara con su juventud perdida precisamente esta noche?

Nada. No significaba nada. Ya no era un niño. Ahora sabía defenderse. Pero en ese momento, necesitaba una copa. Sí, un generoso trago de brandy, el nefasto remedio de Rothewell para todo tipo de males. Se libró del lío de sábanas en el que estaba atrapado, se sentó en el borde de la cama y se enjugó el sudor de la frente. Más allá de las ventanas vio el resplandor de los relámpagos, una y otra vez. Al cabo de unos segundos, oyó tronar, pero a lo lejos.

El brandy estaba en una mesita auxiliar situada entre las ventanas. Gareth encendió una lámpara, se puso la bata y se sirvió una copa. Seguida de una segunda. Cuando iba por la tercera, irritado consigo mismo por pensar en tiempos pasados, el nerviosismo hizo presa en él. Miró el reloj en la repisa de la chimenea. Las dos y media. ¿Por qué tenía la sensación de hallarse en otra época?

Era este lugar. El hecho de haber regresado aquí le había evocado demasiados recuerdos. Curiosamente, pensó en su abuela, y en Cyril. Su vida aquí, en términos generales, había sido el de una infancia desdichada. Pero no había comprendido que la desdicha podía ser relativamente aceptable hasta que había caído en el infierno, en el Saint-Nazaire.

Apuró el resto de su brandy de un trago, paladeando el potente líquido mientras se deslizaba por su garganta. Cielo santo, Rothewell se habría reído al verlo ahora, temblando en la penumbra como un joven timorato, y un poco bebido tras ingerir una fracción de lo que el barón era capaz de beberse antes del desayuno.

Gareth nunca había sido un bebedor empedernido. Siempre le había parecido un hábito propio de los aristócratas, unos hombres que no tenían que levantarse al alba para ganarse el sustento, una categoría que, como comprendió de golpe, ahora le incluía a él.

Mientras reflexionaba en ello, se levantó de su silla y empezó a pasearse, nervioso, por la habitación. Su abuelo había tenido razón; no estaba hecho para este tipo de vida. ¿Cómo había sucedido? Durante un rato, se sumió en una vorágine de pensamientos y recuerdos no del todo claros; más tarde no habría podido precisar qué clase de pensamientos y recuerdos, pues al fin encontró algo con que distraerse. Abrió las pesadas cortinas y contempló el patio más abajo.

Selsdon Court había sido antaño una fortaleza normanda, que durante el reinado de Guillermo II se había convertido en un castillo almenado. Al cabo de un tiempo el castillo se había convertido en una elegante mansión, la cual había conservado buena parte de sus rasgos originales, entre ellos los baluartes del sur y del este, los cuales se comunicaban mediante un gigantesco lienzo de muralla, que constituía la parte más antigua de la casa. Gareth la contempló a través del patio interior, sus toscos muros de piedra de color marrón amarillento iluminados por la parpadeante luz que arrojaban hacia arriba los faroles de la verja. Desde esta altura, alcanzaba a distinguir las almenas, pero el baluarte interior se hallaba envuelto en sombras.

Alzó la vista hacia el cielo. Llovía a cántaros, pero con menos ferocidad que hacía unos minutos. De pronto estalló otro relámpago, que iluminó la casa. Gareth contempló de nuevo el gigantesco lienzo de muralla. Había visto algo en el baluarte. ¿Un movimiento? ¿Una luz? Ambas cosas, pensó. Otro relámpago, éste más lejano.

Entonces la vio con claridad. Una mujer vestida de blanco. Se paseaba de un lado a otro como un espectro fantasmal, sus brazos cubiertos por un tejido blanco alzados hacia el cielo. Santo Dios, ¿acaso imploraba morir? El cielo volvió a iluminarse, bañándola en una luz pálida, sobrenatural. La mujer no parecía percatarse de la tormenta que se aproximaba. Gareth se calzó las zapatillas antes de darse cuenta de lo que se proponía hacer.

Más tarde, comprendió que debió haber llamado a un sirviente. Le habría ahorrado mojarse las zapatillas y una profunda angustia. Pero en ese momento, sin pensárselo dos veces, echó a correr por los laberínticos pasillos, subió y bajó las escaleras que conducían de un sector de la casa a otro, confiando en recordar cómo alcanzar el baluarte. Tenía que recordarlo. Cyril y él habían jugado en los torreones de niños, enzarzados en un duelo mientras subían y bajaban por las escaleras de caracol.

De pronto, la vio. Una puerta de madera en arco, reforzada con tiras de hierro, empotrada en la pared. La atravesó y entró en la sala circular del baluarte. Más allá estaba la escalera. Gareth subió medio tramo y vio otra puerta, estrecha y de madera, que daba al lienzo de muralla. Pero la maldita puerta estaba atascada.

Tras asestarle un fuerte porrazo con el hombro, consiguió que cediera. La puerta se abrió en la penumbra con un chirrido de goznes. La mujer seguía paseándose de un lado a otro en el baluarte, de espaldas a él. Un resplandor iluminó de nuevo el horizonte, mostrando con toda claridad el bastión oriental. Pero no era necesario que viera el rostro de la mujer. De inmediato supo quién era; quizá lo había sabido desde el principio.

—¡Excelencia! —Sus palabras apenas se oían debido al estrépito de la lluvia—. ¡Antonia! ¡Deténgase!

Ella no le oyó. Él se acercó con cautela, sin molestarse en sortear los charcos. El cuerpo de la duquesa parecía irradiar una fuerte tensión. Su cabello rubio pálido le colgaba por debajo de la cintura, chorreando debido a la lluvia. Parecía extremadamente delgada y menuda.

—¿Antonia? —dijo él bajito.

Cuando le tocó el hombro, ella se volvió con calma y le miró..., mejor dicho, parecía como si mirara a través de él. Gareth se sintió desconcertado, y más al darse cuenta de que la duquesa llevaba tan sólo un camisón de muselina transparente, empapado y pegado a sus exquisitos pechos.

Él se esforzó en fijar la vista en su rostro.

—Antonia —repitió en voz baja—, ¿qué hace aquí fuera?

Ella se apartó, pasándose la mano por el cabello, que chorreaba.

—Beatrice —murmuró, sin mirarle—. El carruaje..., ¿no lo oye?

Gareth la sujetó por el antebrazo con suavidad pero con firmeza.

—¿Quién es Beatrice? —preguntó a través del estruendo de la lluvia.

—Es tarde —respondió ella con voz ronca—. Sin duda... son ellos.

—¡Entre en casa, Antonia! Nadie va a venir esta noche.

Pero ella meneó la cabeza, muy agitada.

—Los niños, los niños —musitó—. Tengo que esperarles.

¡Es sonámbula! O puede que estuviera un poco desquiciada. Estaba claro que no sabía dónde se encontraba. Tenía que llevársela de este maldito baluarte, pensó él, de lo contrario se exponía a que un rayo les alcanzara y abatiera.

—Insisto en que entre en casa, Antonia —dijo, tirándole del brazo.

—¡No! —protestó ella un poco asustada—. ¡No puedo irme de aquí!

Se soltó bruscamente, obligándole a abalanzarse sobre ella.

Ella se resistió como una fiera, golpeándole con las manos, arañándole y tratando de soltarse de nuevo. Volvió a escabullirse, y esta vez él la atrapó y estrechó contra sí, sujetándola con un brazo, procurando no lastimarla mientras ella seguía golpeándole y asestándole patadas. Pero Antonia tenía un cuerpo ágil y sorprendentemente fuerte, a la vez que voluptuoso. ¡Santo Dios! Durante lo que a Gareth le pareció una eternidad, forcejeó con ella, que no cesaba de revolverse, debatiéndose entre sus brazos y golpeándolo, en lo alto del baluarte, mientras la tormenta se aproximaba por momentos, y sólo las almenas eran capaces de impedir que cayeran al vacío y se estrellaran contra el acantilado.

Por fin, Gareth consiguió inmovilizarla contra el baluarte con el peso de su cuerpo.

—¡Basta, Antonia! —Ella respiraba de forma agitada. Él la sujetó con fuerza, mientras la lluvia se deslizaba sobre su rostro—. ¡Por lo que más quiera, estése quieta!

Ella rompió a llorar —en realidad eran unos gemidos desgarradores—, un sonido que hizo que él sintiera como si le arrancaran algo del pecho. Era angustioso. Conmovedor. Al fin las rodillas de Antonia empezaron a ceder, y todo su cuerpo empezó a deslizarse, sin fuerzas, hacia el suelo. Gareth la sostuvo, haciendo que apoyara la cabeza en su hombro, y dejó que sollozara. La rodeaba con el otro brazo, sujetándola con firmeza, y al cabo de unos minutos sintió que las fuerzas la abandonaban. La estrechó contra sí y notó cómo la vida, el conocimiento o lo que fuera regresaban lentamente a su cuerpo.

—Antonia —murmuró contra su cabello húmedo—. ¡Jesús, me ha dado un susto de muerte!

—¡Lo... siento! —gimió ella, sin dejar de llorar—. ¡Lo siento! ¡Dios mío!

—Vamos, debemos entrar —dijo él—. La tormenta se aproxima.

Pero ella le echó los brazos al cuello como si se estuviera ahogando.

—¡No me deje! —gimió—. Yo..., no puedo... —Rompió a llorar desconsoladamente, emitiendo unos sonidos como un animal herido, y él sintió que se le partía el corazón—. No viene nadie —dijo con voz ronca a través de las lágrimas—. Lo siento... Estaba confundida.

—Cálmese, querida.

Él la sostuvo con fuerza, rodeándola por la cintura y los hombros, sintiendo su voluptuoso cuerpo de mujer oprimido contra el suyo. Emanaba un maravilloso calor pese a la lluvia y a los escalofriantes restos del terror ciego que había hecho presa en ella. ¡Cielo santo, qué cerdo era!, se dijo él. Pero ella volvió a apoyar la cabeza en su hombro, sollozando como si se le partiera el corazón.

—No la dejaré —le prometió—. Vamos, Antonia, entremos.

Por fin, ella alzó la cabeza, sin apartar los brazos de su cuello. Se miraron a los ojos. Ella tenía los ojos rebosantes de emoción, temor y angustia, y, sí, algo más. Algo misterioso, doloroso e inevitable. El labio inferior le temblaba. Su cuerpo, oprimido contra el suyo, empezó a temblar, de desesperación y de la intensa emoción que uno experimenta cuando el peligro ha pasado rozando. Una emoción que a menudo asume la forma de un desesperado anhelo; un deseo de sentirse plena y maravillosamente vivo.

Cielo santo, esto era un disparate. Y él era un canalla. La lluvia seguía deslizándose sobre sus rostros. Ella seguía respirando de forma entrecortada, como una niña asustada. Pero cuando entrecerró los ojos y alzó un poco la cara, él la besó. Y en ese momento irreal, rodeados por la lluvia torrencial y el inquietante sonido de los truenos a lo lejos, parecía como si ella le implorara que la besara.

Al principio él la besó con delicadeza. Un beso para consolarla y tranquilizarla, o eso se dijo Gareth. Pero cuando ella abrió la boca debajo de la suya, invitándole a besarla más profundamente, con pasión, él aceptó, deslizando la lengua dentro de su cálida boca como si se sintiera tan desesperado como ella. Quizá lo estaba. No había besado a una mujer con este frenesí irracional desde..., bueno, quizá nunca lo había hecho.

Él sabía que obraba mal; que se estaba aprovechando de una mujer emocionalmente vulnerable. Pero era incapaz de detenerse. ¿Cómo podía hacerlo? Antonia le besaba con ardor y urgencia, alzándose de puntillas, oprimiendo sus pechos contra él. Olía a jabón y a lluvia, y a gardenias. Su empapado camisón se adhería a cada curva de su cuerpo voluptuoso y tentador, sin dejar nada a la imaginación.

Él cerró los ojos y apoyó una mano en la cadera de ella, diciéndose que era lo que ella deseaba. Cuando la tocó, ella emitió un sonido gutural y apretó sus caderas contra las suyas. Sí, ella lo deseaba. Era una locura. Una locura que él, curiosamente, comprendía.

Había olvidado que la lluvia seguía empapándolos. Había olvidado que alguien podía mirar a través de una de las ventanas del segundo piso, como había hecho él hacía un rato. Que ambos podían morir abatidos por un rayo en cualquier momento. Empezó a respirar trabajosamente. La cabeza le daba vueltas debido a la imperiosa necesidad de retenerla junto a él; de fundirse con ella. De ligarla a él.

Sí, era una locura. Él sabía vagamente qué pasaría. Pero cuando ella levantó una rodilla, rozándole la parte externa del muslo, él no pudo contenerse. Deslizó una mano debajo de sus exquisitas nalgas y la alzó un poco, separando los repliegues cutáneos de sus genitales a fin de introducir los dedos más profundamente en sus partes íntimas, pese a la empapada muselina de su camisón.

Ella contuvo el aliento, con la boca abierta aún debajo de la suya, y levantó la pierna un poco más, rodeándole la cadera, apretándole casi con desesperación. Dios santo, ¿qué quería de él?

Gareth apartó su boca de la suya.

—Antonia —dijo con voz ronca—. ¿Qué quieres de mí?

—Haz que olvide —murmuró ella—. Así. Quiero sentir... otra cosa.

—Entremos en casa.

—No. —Ella le miró alarmada—. No. Ahora no.

Él deslizó la boca sobre su mejilla y depositó unos besos ardientes a lo largo de su mandíbula.

—Antonia, pienso que no...

—¡No! —respondió ella con firmeza—. No... debemos pensar. Sólo deseo sentir.

Él la besó de nuevo, con pasión y con la boca abierta, con una desesperación febril. Esta mujer era una hechicera. Una misteriosa sirena, que le llamaba. Sí, Antonia dominaba el arte de la seducción, y en ese momento él trató de no pensar dónde lo había aprendido.

En el ardor y la locura de ese instante, él la alzó contra el muro del baluarte. Ella le rodeó la cintura con una pierna, sus cálidas manos y su dulce boca buscándolo con temerario afán. Él no podía pensar en la tormenta. En los relámpagos. En la incredulidad de lo que ella se disponía a hacer. Era la encarnación del deseo. Él sintió que la sangre le martilleaba en las sienes y en su verga, más que dispuesta debajo de sus livianas prendas de noche.

Antonia introdujo su cálida lengua dentro de su boca, moviéndola y enlazándola con la suya en una danza de enloquecido deseo. Estimulado por la excitación de ella, Gareth tomó el bajo de su camisón y se lo subió. Ella no se resistió, sino que empezó a tirar con insistencia de la bata de él. Él sabía lo que deseaba. Se apartó su bata y su camisa de dormir y sintió que la cálida piel de ambos se unía debajo del lío de muselina y lino. No podía contenerse más.

—Rodéame la cintura con la otra pierna —dijo con voz entrecortada.

La apoyó contra el muro del baluarte, alzándola con delicadeza, separándole los labios de la vulva.

—¿Es esto lo que deseas, Antonia? —le preguntó.

—Sí —respondió ella con tono febril—. Te deseo a ti. Con desesperación. No te detengas.

Él la besó de nuevo e introdujo su verga entre los suaves y húmedos labios de sus partes íntimas. Sosteniendo el peso de su cuerpo contra el suyo, la levantó más y la penetró.

—¡Ah!

Él la sintió estremecerse en la penumbra.

—Antonia... —Gareth cerró los ojos, confiando en ser capaz de controlarse—. Dios, no puedo..., no...

—No —se apresuró a decir ella—. No pienses. No te detengas.

Él volvió a penetrarla, apretando la pelvis de ella contra la suya. Apenas era capaz de controlar sus movimientos, de contenerse para no poseerla como un animal. Antonia emitió un largo y entrecortado suspiro. Un sonido de deseo. La lluvia caía con fuerza a su alrededor. Los truenos retumbaban a lo lejos. Él la alzó de nuevo, penetrándola profundamente. Luego, haciendo acopio del escaso sentido común que le restaba, apartó una de las manos con que la sostenía y la deslizó entre los cuerpos de ambos. El grito de asombro que emitió ella fue más elocuente que su osada conducta. Él localizó su clítoris, dulce y firme debajo de sus dedos, y lo acarició con suavidad. En respuesta, Antonia sofocó otra exclamación de asombro y echó la cabeza hacia atrás, apoyándola contra el baluarte de piedra.

Él la penetró una y otra vez, observando cómo se deslizaba la lluvia sobre su cuello de garza. Observó cómo tragaba saliva y comenzaba a gemir. Intuyó que no debía decir nada, ni hacer nada que pudiera estropear la espontaneidad y el casi anonimato de lo que hacían. La pasión entre ellos era palpable. Gareth jamás había sentido tal desenfreno; tal desespero por poseer a una mujer, en cuerpo y alma. Su verga se movía dentro de ella, pulsando de pasión y sangre. Todo su cuerpo proclamaba su imperiosa necesidad mientras seguía moviéndose dentro de ella.

Antonia respiraba de forma acelerada y trabajosa. Un relámpago iluminó de nuevo el horizonte, mostrando su rostro, que tenía alzado al cielo con una expresión que indicaba que estaba a punto de alcanzar el éxtasis. Él la penetró con más furia, tocándola y moviéndose dentro de ella, sus cuerpos empapados de lluvia y sudorosos. Antonia le clavó los dedos en los hombros. Todo su cuerpo se estremecía. Gritó como un animal salvaje, sin apartar los ojos de los suyos. Y de pronto perdió toda noción del tiempo y del lugar.

Gareth se retiró y volvió a penetrarla con furia, moviéndose dentro de su pulsante vagina, inclinando la cabeza hacia atrás cuando al fin alcanzó el clímax, derramando su semilla dentro de ella en unas oleadas de placer prohibido. Agotados, permanecieron abrazados bajo la lluvia, ella rodeándole con sus brazos y sus piernas, sus cuerpos temblando aún de excitación. Durante un rato, Gareth apartó todos los pensamientos de su mente y se concentró en las sensaciones que experimentaba: el calor que emanaba del esbelto cuerpo de ella a través de las empapadas ropas de ambos; su cálida vagina relajándose alrededor de su verga; su dulce aliento sobre su oreja. Luego se sintió vagamente avergonzado de lo que acababa de hacer.

Antonia tenía aún la espalda apoyada contra el muro del baluarte.

—Debes de estar incómoda apoyada contra la piedra —dijo él al fin.

Ella no respondió. Ambos dejaron de abrazarse como por mutuo acuerdo; Antonia se deslizó hacia abajo, contra el cuerpo de él, hasta que sus pies tocaron las frías losas del baluarte. Él tenía la bata empapada y pegada a sus piernas. Antonia bajó la cabeza y él le alisó el camisón con ternura. La lluvia comenzaba a remitir. La tormenta había pasado.

Él apoyó un dedo suavemente debajo del mentón de ella y la obligó a alzar la cabeza. Vio que sus ojos mostraban de nuevo una mirada inexpresiva. Santo Dios, ¿qué habían hecho?, se preguntó. Todo lo referente a este episodio le inquietaba. Ya ni siquiera le complacía el seductor anonimato de este encuentro entre ambos.

—Antonia —dijo con voz ronca—, quiero que digas mi nombre.

En la penumbra, sintió que el rostro de ella mostraba un gesto de desconcierto. Apoyó ambas manos en sus hombros, como si fuera a zarandearla.

—Antonia, ¿quién soy?

De pronto apareció una luz tenue y parpadeante dentro del torreón. Sonaron unos pasos en la escalera, más abajo. Antonia hizo ademán de alejarse, pero él la sujetó del brazo.

—Mi nombre —repitió él—. Quiero oírtelo decir siquiera una vez.

—Gabriel —musitó ella, mirándolo—. Eres... el ángel Gabriel.

Él la soltó.

Gabriel. Ése ya no era su nombre.

—¿Señora? —Oyeron la voz queda de una criada en la escalera—. ¿Está ahí arriba, señora?

Ella atravesó la puerta del baluarte y desapareció por la oscura escalera de caracol. Estaba a salvo. Se había ido.

Pero ¿qué estaba esperando él? Gareth se volvió y echó a andar apresuradamente hacia el otro extremo del baluarte. Sintió las frías gotas de lluvia en la cara; tenía las zapatillas y la bata empapadas. Estaba aterido de frío. Pero ni la angustia ni el malestar físico podían eliminar la inquietante pregunta: ¿Qué diablos había hecho?