Capítulo 17
GABRIEL apretó la espalda contra el húmedo muro de piedra del callejón, sintiendo que el corazón le latía aceleradamente. No oyó nada, salvo el bullicio de un concurrido puerto. El sonido de barriles rodando sobre madera. El crujir de grúas. El habitual vocerío del muelle, buena parte en lenguas extranjeras. Pero había conseguido zafarse de ellos. Era libre. Entonces emitió un profundo y trémulo suspiro y dobló la esquina hacia la libertad.
De inmediato oyó las voces.
—¡Allí está ese pequeño cabrón! ¡Ve a por él Ruiz!
Gabriel echó a correr a toda velocidad. Unos pies le seguían a la carrera, golpeteando los adoquines a su espalda, mientras él avanzaba por las laberínticas calles de Bridgetown. Sentía como si sus pulmones fueran a estallar. Vio un oscuro callejón a pocos metros, pero cuando se disponía a enfilarlo, se abrió la puerta de una taberna. Un hombre delgado y moreno salió y le alzó en volandas como si no pesara nada.
—¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí? —comentó riendo—. ¿Un ratero?
—P... por favor, señor —dijo Gabriel, temblando—. No deje que me atrapen. Por favor.
Los tres marineros se acercaron a la puerta, jadeando.
—Gracias, señor —dijo Creavy—. El chico nos dio esquinazo en el muelle.
El hombre no soltó a Gabriel.
—¿Cómo se llama vuestro barco?
Creavy dudó unos instantes.
—El Saint-Nazaire. ¿Por qué?
—No todos los capitanes son respetables —dijo el hombre moreno—. ¿Por qué os interesa tanto este chico?
—Tiene un contrato de trabajo con nosotros, señor —respondió Creavy, casi a la defensiva—. Tenemos el derecho de capturarlo.
El hombre moreno dio un respingo.
—Conque sí, ¿eh? ¡No parece que sea lo bastante mayor para afeitarse! —Miró de nuevo a Gabriel—. De hecho, se parece mucho a un primo mío de Shropshire que hace tiempo que perdí de vista. Creo que me lo llevaré a casa.
Creavy achicó los ojos con expresión malévola, y avanzó un paso.
El hombre moreno sacó de pronto una navaja, un cuchillo largo y de aspecto letal, que llevaba sujeta al muslo.
—Ni se te ocurra —dijo en voz baja y con calma—. En la taberna hay una docena de hombres. La mitad son amigos, y la otra mitad empleados míos.
—Pero... este chico nos pertenece por derecho... —declaró Creavy con voz ronca.
—Muy bien —respondió el hombre moreno—. Id a pedir a Larchmont que os dé los papeles del contrato de trabajo del chico... Sí, lo sé todo sobre el Saint-Nazaire, y traedlos a las oficinas de Neville Shipping, que están junto al embarcadero. Les echaré una ojeada, y si me convencen, os entregaré al chico. Es justo ¿no?
Cuando los hombres se alejaron, Gabriel soltó otro trémulo suspiro.
—¿Cree que regresarán, señor?
El hombre moreno le dio una palmadita en el hombro.
—A esos tipos no volveremos a verlos jamás, chico. Te llevaré a un lugar seguro.
Mientras el fuego chisporroteaba y se extinguía lentamente, Gareth regresó a la casa a través de las cocinas para asegurarse de que no faltaba nadie. La señora Musbury se había puesto uno de sus vestidos de sarga gris y servía café a los extenuados sirvientes que se habían congregado en su salita de estar. Nellie Waters trajinaba con una bayeta, recogiendo los charcos de agua y ordenando los montones de chaquetas y botas empapadas. Entonces encontró al doctor Osborne en la habitación anexa a la cocina, entablillando el dedo roto.
El médico alzó la vista y le miró.
—Creo que hemos escapado sin sufrir graves daños —dijo—. ¿Tiene idea de quién pudo hacerlo?
Gareth negó con la cabeza.
—Aún no —respondió con tono sombrío—. Pero lo averiguaré, y que Dios asista a quienquiera que lo haya hecho.
El lacayo, sentado ante la pequeña mesa de trabajo, estaba algo pálido. Gareth le apoyó la mano en el hombro.
—¿Estás bien, Edwards?
—Sí, excelencia —respondió el sirviente—. Ha sido una rotura limpia. Apenas me duele.
Él le sonrió con gesto cansino.
—Le agradezco sus esfuerzos esta noche —dijo—. Vuelva a casa y acuéstese, Osborne, si no tiene que atender ninguna lesión grave. Le agradezco que acudiera tan rápidamente.
Tras esto, subió apresuradamente a su habitación, se desnudó hasta la cintura y se lavó buena parte del humo y de la mugre que tenía adheridos. Trató de olvidarse del fuego, pero no podía olvidar la expresión demudada, casi desesperada, que había visto esta noche en los ojos de Antonia. Sí, había tenido miedo de que le hubiera ocurrido algo malo a él, hasta el punto de que había dejado de lado el terror que le infundían las tormentas para ir en su busca. Mientras se secaba la cara con una toalla, se miró a los ojos en el espejo. El hombre que le miraba parecía... diferente. Su rostro, cubierto por la barba de un día, parecía más enjuto, sus ojos más duros. Estas semanas en Selsdon le habían cambiado, pero no como él había previsto.
Entonces se preguntó si su padre tendría ese aspecto a esta edad. Suponía que sí. El comandante Charles Ventnor tenía treinta y seis años cuando partió para la Península, un soldado curtido por haber participado en numerosas batallas. Gareth recordaba a su padre como un hombre alto y rubio, de anchas espaldas. Con una risa grave y sonora. Con unos ojos que se iluminaban de gozo cuando miraba a su esposa. Eso es todo. Eran los recuerdos de un niño, los únicos que le acompañarían el resto de su vida.
Le sorprendió lo mucho que añoraba a su padre. Pero quizás era comprensible en estas circunstancias. Si aún estuviera vivo, le habría preguntado qué sentía un hombre serio y formal cuando se enamoraba perdidamente a su edad. ¿Se le pasaría? ¿O le haría sufrir? ¿O se acrecentaría y se convertiría en un sentimiento hermoso y duradero, como la devoción que se habían profesado sus padres? Ni el tiempo ni la distancia habían mermado su amor. La religión y la conciencia de clase no lo habían alterado en lo más mínimo.
De repente, Gareth comprendió qué consejo le habría dado su padre. Que se arriesgara. Que lo arriesgara todo por Antonia: dolor, esperanza, felicidad. Pero la situación de Antonia era muy distinta. Nunca le habían permitido tomar sus propias decisiones. Nunca le habían dado opciones. Y mientras las sospechas sobre la muerte de su marido gravitaran sobre ella, tenía pocas opciones.
Pero Warneham y el padre de Gareth pertenecían al pasado. Antonia era quizá su futuro, aunque no estaba seguro en qué sentido. Lo que ella le había dicho esta noche había hecho que renaciera en él una esperanza que tal vez fuera vana. Y en estos momentos ardía en deseos de verla. De abrazarla. Así que arrojó la toalla y entró en su vestidor para cambiarse de ropa.
Cuando llegó a la sala de estar de Antonia, ella abrió la puerta de inmediato, vestida sólo con su camisón.
—¡Gabriel! —exclamó, arrojándose en sus brazos—. ¡Cuánto me alegro de verte! ¿No estás herido? ¿Todo el mundo está a salvo?
Él oprimió los labios sobre la cálida piel de su cuello.
—Todo el mundo está bien, amor —dijo—. Hemos tenido suerte.
—No fue una cuestión de suerte, sino que fuiste muy valiente —respondió ella—. Tú y el señor Kemble. Todo el mundo hablaba de ello. Si no hubierais arriesgado vuestras vidas... ¡Dios santo!
—¿Qué, amor?
—¡Podrías haber muerto, Gabriel! —murmuró ella con voz entrecortada—. No sé si besarte o darte de bofetadas.
Él sepultó los dedos en la espesa cabellera de Antonia, que llevaba suelta.
—Prefiero un beso —murmuró—. Una bofetada no es tan excitante.
Antonia se apoyó en él, y alzó el rostro para mirarlo. Él oprimió los labios contra los suyos, al principio con suavidad, hasta que de pronto fue como si estallara una chispa entre ellos, prendiéndoles fuego. Al igual que la noche en el baluarte, era un deseo feroz e incontenible. Una intensa sensación de alivio al comprobar que estaban vivos y juntos pese a la tragedia que el mundo les había arrojado encima. Gareth la besó con pasión, perdiendo toda noción del tiempo y la realidad.
Antonia sintió los brazos de Gabriel, cálidos y musculosos, estrechándola con fuerza. Se entregó a las sensaciones que la invadían: el placer de sus caricias, el deseo de sentir su cuerpo desnudo. Experimentó el dulce y acostumbrado anhelo que le recorría el cuerpo hasta la médula. La boca de él se movió sobre su rostro, besándola en la sien, en las cejas. Pero no era lo que ella deseaba. Al intuirlo, Gabriel oprimió de nuevo su boca contra la suya, besándola con una intensidad que hizo que a ella le temblaran las piernas.
Sus caricias se hicieron insistentes. Imperiosas. Era lo que ella ansiaba. Oprimió su cuerpo contra el suyo, ofreciéndose por amor y desesperación. Él la acarició por todo el cuerpo, abrasándole la piel. Apoyó una mano debajo de sus nalgas, estrechándola contra su miembro erecto.
Antonia sabía que había llegado el momento de conducirlo hacia la alcoba, pero le tentaba la deliciosa perversión de hacerlo en la sala de estar.
—Tómame —murmuró contra su boca—. Ahora, Gabriel, por favor.
Sintió que él la hacía retroceder. Sintió el borde de su secreter de palisandro contra la parte posterior de sus piernas. La alzó, sin apartar la boca de la suya. Las plumas cayeron de la mesa, aterrizando en la alfombra. Pero ellos no hicieron caso. Él le acarició los pechos, sopesándolos y restregándole los pezones hasta producirle dolor. Ella arqueó la espalda, hasta que estuvo a punto de caerse de la mesa, ansiando más.
Antonia se llevó las manos al cuello y soltó el lazo de su camisón. Gabriel apartó el suave tejido de franela de sus hombros y mordisqueó su piel desnuda. Inexplicablemente, ella sintió un temblor que le recorrió el cuerpo. Buscó los labios de él, y Gareth tomó su boca con renovada desesperación, explorando cada rincón de la misma con movimientos ávidos y profundos de su lengua. Cuando él le alzó el bajo de su camisón, Antonia sintió como si la realidad empezara a difuminarse.
Separando las piernas, se sumergió en la sensación de sus caricias, y cuando él volvió a besarla, ella deslizó la mano alrededor de su cintura. Le sacó el faldón de la camisa y pasó las palmas de las manos sobre los duros músculos de su espalda.
—Gabriel —murmuró—. Qué hermoso eres.
Le sintió estremecerse de placer al tiempo que su calor y su seductor olor la envolvían. Un olor a jabón y a cítricos. A madera con un toque a cuerpo varonil. Él respiraba trabajosamente, y sus manos no dejaban de acariciarla con insistencia y voracidad.
Antonia se deslizó un poco más hacia el borde de la mesa y empezó a desabrocharle los botones del pantalón. La satinada cabeza de su rígido pene se separó de los tensos músculos de su vientre.
—Dios, Antonia —dijo él con voz ronca—, tengo que poseerte.
—Entonces tómame —murmuró ella, apartando con frenesí el tejido de su pantalón—. Aquí y ahora. No pienses. No digas nada.
—¿Por qué me dejo persuadir siempre por esas palabras? —murmuró él.
Arremangándole el camisón, se acercó más a ella y la besó en el cuello, mordisqueándoselo sin demasiada delicadeza. Luego introdujo rápidamente la mano entre sus piernas y le tocó sus partes íntimas, húmedas de deseo.
Gimió e insertó un dedo entre los repliques cutáneos.
—Más —dijo ella con voz entrecortada, acariciándole su cálido y rígido miembro—. Ahora. Por favor.
En respuesta, él la colocó sobre el borde mismo de la mesa. Antonia percibió su agitada respiración. Él se oprimió contra ella y la penetró sin más preámbulo.
—¡Ah! —exclamó ella—. ¡Sí!
Él se retiró y volvió a penetrarla, haciendo que la mesa chocara contra la pared. A Antonia no le importó. Inclinó la cabeza hacia atrás, casi espoleada por el temor de que les descubrieran, por el casi desesperado deseo que sentían ambos. Gabriel la penetró una y otra vez, sosteniéndola en el borde de la mesa, en el borde del precipicio. Incapaz de reprimirse, ella se apretó instintivamente contra él, impelida por una necesidad física cada vez más imperiosa.
—Antonia —murmuró él con voz entrecortada, acariciándole un pecho—. Antonia, no puedo resistir...
Ella sólo pensaba en la fuerza que la impulsaba hacia delante, en la desesperada necesidad de aliviar su tormento mientras se apretaba contra el miembro de él, duro y ardiente, que se movía dentro de ella. Las manos y la boca de Gabriel denotaban también su desesperación. El imperioso deseo se intensificó. Ella sintió que la penetraba una y otra vez. Gritó de placer, y Gabriel inclinó la cabeza hacia atrás, su espalda tensa como un arco. El ritmo les enloquecía, conduciéndola a ella hacia ese dulce y maravilloso precipicio, hasta que por fin alcanzó el clímax. Un millar de sensaciones la invadieron. Gabriel se retiró casi del todo, y luego volvió a penetrarla una última vez. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, los tendones de su cuello a punto de estallar, emitiendo en silencio un grito de placer mientras la inundaba con su cálido semen.
Permanecieron abrazados unos momentos, él con la cabeza apoyada en el hombro de ella, su frente perlada de sudor.
—Cielo santo, Antonia —murmuró, como si de pronto le acometieran los remordimientos de conciencia—. No puedo creer que te haya hecho esto. Aquí. Sobre una mesa.
Ella le besó ligeramente en la curva de su oreja. No le importaba. Ni siquiera era consciente del riesgo que habían corrido. Todo pensamiento lógico había sido eclipsado por el intenso deseo de que él le hiciera el amor. El deseo que estallaba siempre entre ellos, eterno y abrasador.
—Te amo. Sé..., sé que no quieres que lo diga. Que ni siquiera lo piense. Pero ya lo he dicho.
Gabriel alzó la cabeza y se miraron a los ojos. Él apoyó la mano en la mejilla de ella y la miró con tristeza.
—Quizá te sientas seducida por la forma en que te hago el amor, Antonia.
—Basta, Gabriel. —Ella le tocó en la mejilla—. No soy como... las otras mujeres con las que te has acostado. No se trata del placer físico.
—¿Ah, no? —preguntó él, arqueando una ceja.
Ella sintió que se sonrojaba.
—Bueno, sí —rectificó—. Pero es mucho más que eso.
Él sonrió levemente. Sin decir nada, se apartó de ella y la depositó en el suelo, alisándole el camisón. Se metió apresuradamente el faldón de la camisa dentro del pantalón.
—Yo te estimo, Antonia —dijo por fin sin mirarla—. Te estimo mucho. Es justo que lo sepas.
—¿De veras? —preguntó ella con un tono sorprendentemente sereno.
Él se volvió y se dirigió hacia la ventana. La ventana junto a la que ella se había situado la fatídica noche en que había negado haber hecho el amor con él. Pero no podía negar que le deseaba, y ella lo sabía.
—Sí, te estimo —repitió él, observando la lluvia—. ¿Te amo? Sí, Antonia. Desesperadamente. Creo que ya lo sabes.
¿La amaba? Sí, sin duda. Gabriel no era el tipo de hombre que decía lo que no sentía. Sintiendo que su corazón rebosaba de esperanza, Antonia se acercó a él y apoyó ambas manos en sus brazos.
—No puedo saberlo a menos que me lo digas —respondió—. No puedo adivinarlo. Temo incluso confiar en ello.
Él sacudió la cabeza, con los ojos fijos en un punto a lo lejos.
—Antonia, no debemos precipitarnos —le advirtió—. Has sufrido mucho. Apenas has tenido oportunidad de elegir lo que quieres.
—Te quiero a ti, Gabriel —respondió ella con tono quedo—. Te elijo a ti.
Él dudó unos instantes, pero Antonia sintió que su determinación empezaba a flaquear. Aguardó sin decir nada. Comprendía sus temores. Con su historial, unirse a ella constituía una grave responsabilidad. Por lo demás, Gabriel estaba convencido de que el hecho de que tuviera parientes judíos disgustaría a su padre, y probablemente tenía razón. Pero a ella ya no le importaba lo que pensara su padre. Y tenía que convencer de ello a Gabriel.
En ese momento, se abrió una puerta y volvió a cerrarse. Alguien había entrado en la alcoba contigua.
—Debe de ser Nellie —murmuró Antonia—. Ha vuelto.
Gabriel la besó ligeramente en la nariz.
—Sin duda para cerciorarse de que estás bien, bendita sea —dijo él—. Anda, ve. Vete a dormir, querida, y no dudes de que te amo. Locamente.
Tras esto salió de la habitación. Antonia se quedó junto al pequeño secreter de palisandro. Nellie la llamó desde la alcoba. Con una vaga sensación de decepción, ella se volvió y entró en la alcoba para acostarse.
A la mañana siguiente Gareth se levantó al amanecer para inspeccionar con el señor Watson los daños causados por el incendio. El administrador de la finca había tenido el acierto de llamar a los carpinteros y los albañiles que estaban trabajando en Knollwood, ordenándoles que empezaran a reparar de inmediato la cochera. Tres cubículos, su contenido, y todas las habitaciones sobre la cochera habían sido pasto de las llamas, de modo que emprendieron de inmediato los trabajos de demolición. A las nueve de la mañana, habían derribado la puerta dañada y, tal como le había prometido Watson, la habían arrojado al montón de escombros para prenderle fuego.
Por fortuna, en ese momento apareció el señor Kemble, para recordar a Gareth que la puerta constituía una prueba y no debían quemarla hasta descubrir al responsable de lo ocurrido. Luego envió a Talford a West Widding en la calesa, uno de los objetos que había sobrevivido al fuego, en busca del juez de paz. Gareth comprendió que la situación estaba en buenas manos y regresó a la casa, sin dejar de pensar en Antonia.
Encontró a Coggins en su largo y estrecho despacho junto al vestíbulo, ocupado como de costumbre en examinar el correo y asignar los quehaceres de la jornada a los lacayos. Gareth aguardó en el pasillo mientras el mayordomo daba las oportunas órdenes al último criado.
Él había adoptado la costumbre de pasarse cada mañana por el estrecho despacho de Coggins para preguntar por Antonia y revisar las tareas programadas para la jornada. Recordaba la primera vez que lo había hecho, hacía unas semanas.
Anoche, después de dejar a Antonia, se dio cuenta de que no habían hablado de la disputa que habían tenido junto al lago. Quizá no lo hicieran nunca. Quizá ni siquiera fuera una disputa. Gareth suponía que lo que había pretendido era que ella le absolviera de sus pecados. Pero no era lo mismo que le absolviera a que lo comprendiera. ¿Podría Antonia comprenderlo algún día? ¿Quién habría sido capaz de comprenderlo?
Lo que ella le había dicho anoche le había llenado de felicidad. Pero tal como él le había advertido, no quería que ella desperdiciara sus oportunidades de elegir, habida cuenta de que la vida le había ofrecido muy pocas. Había sido sincero, pero empezaba a creer que Antonia sabía bien lo que hacía. Se estaba convirtiendo en la bella y elegante mujer que estaba destinada a ser.
Había llegado el momento de que mantuvieran una larga y seria conversación. Lo único que él deseaba era que se supiera la verdad sobre la muerte de Warneham. Si Antonia le elegía, quería que fuera porque realmente no podía vivir sin él. Gareth no habría podido vivir en paz si albergaba la menor sospecha de que él era lo único a lo que podía aspirar Antonia dadas las circunstancias. Y necesitaba que ella comprendiera y aceptara no sólo lo que él era, sino lo que había sido años atrás. Lo cual era mucho pedir.
Coggins estaba tachando las últimas tareas previstas para la jornada con los lacayos. Cuando terminaron, entró en el despacho. El mayordomo se levantó de inmediato, aunque parecía algo cansado y nervioso. Su pelo entrecano se vía más escaso, y su rostro grave y alargado más solemne que de costumbre.
—Buenos días —lo saludó—. ¿Ha bajado ya la duquesa?
—No, excelencia —respondió Coggins, dejando su libro de cuentas—. No la he visto.
—Muy bien. —Gareth trató de relajarse—. Cuando tengas un momento, quiero que te encargues de algo.
—Desde luego, excelencia —contestó el mayordomo—. ¿En qué puedo servirle?
Gareth apoyó un hombro contra el marco de la puerta.
—Talford y los mozos de cuadra necesitan reponer sus cosas —explicó—. Ropa, botas, navajas de afeitar, biblias y demás. Todo lo que tenían se ha quemado. Haz lo que puedas. En caso necesario, ve a Londres a adquirir lo que precisen.
—Muy bien, señor —dijo Coggins—. Creo que en Plymouth encontraré lo que necesitan. ¿Desea que haga alguna otra cosa?
Gareth cruzó los brazos y reflexionó antes de responder.
—El señor Kemble tiene una teoría sobre el incendio —dijo al cabo de unos momentos—. Cree que el señor Metcaff puede haber regresado a la comarca. ¿Sabes algo al respecto?
Coggins le miró alarmado.
—En absoluto, excelencia —respondió—. Esto es muy preocupante. Haré unas averiguaciones entre los sirvientes.
Gareth asintió lentamente.
—Sí, hazlo —le dijo—. Si alguien ha visto o sabe algo de Metcaff, deseo que informes a Kemble de inmediato.
Coggins asintió con la cabeza. Gareth le dio las gracias y se volvió para marcharse, pero en el último momento, el mayordomo dijo:
—Excelencia, ¿me permite que le diga algo con toda franqueza?
Gareth se volvió hacia él.
—Por supuesto, Coggins —respondió—. Habla sin temor.
Coggins enlazó las manos a la espalda.
—Se trata del... incendio, excelencia —dijo. El mayordomo no era un hombre propenso a mostrar sus emociones, pero hoy parecía profundamente consternado—. No se trata del propio incendio, sino... de la inscripción que encontraron.
Gareth asintió lentamente con la cabeza.
—Ya, adelante.
Coggins le miró con aire cariacontecido.
—Sé que hablo en nombre de todo el personal, señor, al decirle que a nadie nos importa, señor, que sea usted... judío.
Gareth sonrió.
—Gracias, Coggins. Celebro saberlo.
—Nadie aquí habría sido capaz de escribir esas palabras, excelencia —prosiguió Coggins con gesto solemne—. Los sirvientes trabajan muy a gusto para usted, y se alegran que haya decidido realizar unas mejoras en la finca. El señor Watson dice que es usted un genio. Tenga por seguro que Metcaff era el único agitador aquí, y todos creíamos, como es natural, que se había marchado. De modo que... esto es todo, señor. Era lo que el personal de servicio quería que le dijera en nombre de todos. Todos lamentamos profundamente lo ocurrido.
Gareth apoyó una mano en el hombro del mayordomo.
—Ya lo supuse, Coggins, cuando anoche vi que salían todos en sus camisones y batas con cubos de agua para extinguir el fuego —dijo—. Pero gracias por decírmelo.
Se volvió de nuevo para marcharse, pero en el último momento cambió de parecer.
—Otra cosa, Coggins.
—¿Sí, excelencia?
—Para que lo sepas, fui confirmado en el mismo lugar que la mayoría de los habitantes de Selsdon —dijo—. Concretamente, en St. Alban’s. Lo recuerdo con todo detalle. Tenía once años.
Coggins parecía sorprendido.
Gareth se detuvo unos instantes.
—Mi madre era judía —dijo—. Sus padres fueron obligados a abandonar sus hogares en Bohemia cuando eran jóvenes y huyeron a Inglaterra para labrarse un porvenir. Yo les quería mucho y me sentía orgulloso de su fe. Pero para bien o para mal, soy igual que el resto de la gente que vive aquí. Y cuando las cosas se calmen, quizás os dé una sorpresa el día menos pensado presentándome en la iglesia un domingo.
Coggins parecía algo turbado.
—Todos nos alegraremos de verlo allí, excelencia.
De pronto se oyó el ruido de un carruaje en el camino adoquinado. Coggins se acercó a la estrecha ventana, que daba a la entrada de la mansión.
—Creo que es su amigo, el barón Rothewell, excelencia. ¿Le esperaba?
—Dios, no. —Gareth se acercó a la ventana y miró por encima del hombro de Coggins. En efecto, era Rothewell, que acababa de apearse de su negro y reluciente faetón de pescante alto—. Pobre diablo —murmuró—. Debe de estar realmente desesperado.
Coggins alzó la cabeza.
—¿Desesperado, señor?
Gareth esbozó una leve sonrisa.
—Su hermana se ha casado hace poco —dijo—. Y ahora lord Rothewell no sabe qué hacer para entretenerse. No tiene con quien discutir durante la cena. ¿Qué otro motivo tendría para regresar aquí?
Al cabo de unos minutos, Rothewell fue conducido al estudio de Gareth. Kemble ya estaba allí, sentado ante el pequeño escritorio, redactando un documento. No pareció sorprenderse al verlo.
Después de llamar para pedir que les trajeran café, Gareth se sentó en una de las amplias butacas que flanqueaban el hogar.
—Al parecer habéis sufrido un percance. —Rothewell estiró sus largas piernas embutidas en unas botas y se arrellanó en su butaca—. En la parte trasera de tu cochera hay unos orificios cubiertos de hollín en lugar de ventanas.
Kemble dejó su pipa con brusquedad.
—Precisamente escribía unas notas sobre ese pequeño desastre para nuestro juez de paz —replicó con aspereza—. Todo indica que un lacayo rebelde decidió vengarse.
Gareth se volvió en su butaca.
—¿Estamos seguros de ello?
—Está prácticamente demostrado —respondió Kemble sorbiéndose la nariz—. Ese joven mozo de cuadra que está resfriado oyó ruido en el cuarto de los arreos hace dos días. Se levantó de la cama el tiempo suficiente para asomar la cabeza por la puerta. Vio a Metcaff revolviendo en los armarios, supongo que en busca de trementina.
—¡Cielo santo! —exclamó Gareth—. Y el chico no hizo nada.
Kemble se reclinó airosamente en su butaca.
—El chico no hizo nada —repitió, alzando las manos—. Ahora bien, en su defensa, por endeble que sea, cabe decir que estaba enfermo, y que había ingerido una buena dosis del infame remedio contra la tos de Osborne. ¿Imagina lo que contenía?
Gareth emitió un gruñido de contrariedad.
—Quizá deberíamos ir en busca de ese cabrón —terció Rothewell con un tono excesivamente jovial—. Me refiero al lacayo.
—Se nota que está usted profundamente aburrido —observó Kemble, haciendo uno de sus habituales ademanes para despachar el asunto—. No se moleste. Metcaff ha sido visto en West Widding. Supongo que el señor Laudrey le habrá arrestado... —Kemble sacó su reloj de bolsillo de oro macizo—. Más o menos a la hora de comer.
—¿Y luego qué ocurrirá? —inquirió Gareth.
—Será juzgado y ahorcado sin dilación..., a menos que usted desee intervenir —respondió Kemble con tono mordaz—. ¿Desea solicitar que lo destierren a Australia? A fin de cuentas, ese hombre es pariente suyo consanguíneo.
Rothewell parecía confundido.
—¿O sea, que Metcaff es el hijo ilegítimo? ¿Cómo es que estaba involucrado en el asesinato y todo este lío?
—¿Se refiere a la muerte de Warneham? —preguntó Kemble, arqueando sus negras cejas con gesto dramático—. Empiezo a creer que el tema es bastante más complicado de lo que suponía, y, francamente, no acierto a adivinar el móvil.
—¿Cómo dice? —preguntó Rothewell.
—Estoy seguro de que Metcaff no asesinó a nadie —contestó Kemble con tono irritado—. Es inocente de eso.
En ese momento, uno de los lacayos apareció con el café. Gareth se apresuró a servirlo.
—¿Qué te trae de regreso aquí, Rothewell? —preguntó, pasándole una taza—. Nuestros pequeños contratiempos no pueden compararse con los emocionantes eventos de Londres.
—En realidad —contestó Rothewell—, he venido a instancias del vizconde De Vendenheim y sus amigos en el Ministerio del Interior.
—¿De veras? —Kemble se levantó apresuradamente del escritorio y empezó a pasearse por la habitación—. ¿Por qué no lo dijo? ¡Esto debe de ser delicioso!
Rothewell miró a Kemble con recelo.
—De Vendenheim quería que les transmitiera cierta información que no deseaba poner por escrito —dijo—. Aunque no tiene ningún sentido para mí.
Kemble fijó en él sus perspicaces ojos.
—¿Le ha ocurrido algo a Max? ¿Por qué no ha venido él mismo?
Rothewell parecía sentirse un tanto incómodo.
—Tengo entendido que sus mellizos han enfermado de varicela —contestó el barón—. Además, yo conduzco más deprisa.
—Debe de haber ocurrido algo muy interesante —comentó Gareth.
—Bueno, en parte se trata de lo que no ha ocurrido —respondió Rothewell—. Me dijo que te informara de que lord Litting le rehuye, y que no ha conseguido cazarlo. Dijo que tú entenderías a qué se refería.
Gareth se sintió un tanto decepcionado.
—Ah, eso —dijo—. Sí, Litting se presentó aquí furibundo. Nos acusó de echarle encima a nuestros sabuesos. Me temo que no logramos sonsacarle nada importante.
—Da lo mismo —dijo el barón—. De Vendenheim fue a ver al abogado, un tal sir Harold no sé cuántos.
—¿Ah, sí? —Kemble se sentó, estupefacto—. ¿Y consiguió hacerle hablar?
—Según tengo entendido, lo soltó todo. —Rothewell se detuvo para beber un sorbo de café—. Al parecer, De Vendenheim invocó el nombre de Peel, y el otro se puso a hablar como una cotorra.
—¿Y bien? —preguntó Kemble, impaciente—. Suéltelo de una vez. ¿Qué dijo?
Rothewell asumió un gesto pensativo.
—Procuraré contárselo lo mejor que pueda —respondió—. Es una historia asombrosa, pero De Vendenheim no me permitió tomar notas.
—Procure contarla con precisión —dijo Kemble bruscamente—. No omita nada.
El barón le miró ofendido, pero se contuvo.
—Ese tal sir Harold dijo que el duque de Warneham le pidió que viniera aquí para hablar sobre una situación legal delicada —dijo Rothewell—. Deduzco que toda la historia estaba trufada de «es posible» y «quizás», pero el caso es que Warneham insinuó que en su juventud había contraído matrimonio en Gretna Green, antes de heredar el ducado, y quería que el abogado le explicara las implicaciones de dicho matrimonio.
—¿Lo insinuó? —preguntó Gareth—. ¿Y por qué había decidido confesarlo ahora?
Rothewell encogió sus anchos hombros.
—Dijo que estaba bebido, y que había sido una calaverada de juventud —explicó el barón—. El abogado tuvo la impresión de que mentía sobre ese aspecto. El caso es que Warneham quería saber qué castigo le impondrían si lo confesaba públicamente.
—¿Por qué iban a imponerle un castigo? —inquirió Gareth—. Fugarse para contraer matrimonio en Gretna Green es un escándalo, pero no es ilegal.
—No un castigo por haberse fugado para contraer matrimonio —terció Kemble, sentándose en el borde de su silla—. Sino al castigo por bigamia, ¿verdad, Rothewell? Ese hombre se casó con otras cuatro mujeres que sepamos. Eso podría significar cuatro matrimonios bígamos, dependiendo de cuánto tiempo hubiera vivido la mujer con la que se casó en Gretna Green. ¿Y estaba dispuesto a confesar eso?
El barón asintió con la cabeza.
—Al parecer, pensaba hacerlo —respondió Rothewell—. Según el abogado, Warneham le dijo que primero deseaba anular su matrimonio con la actual duquesa para no enfurecer al padre de ésta.
Kemble se levantó de un salto y comenzó a pasearse de nuevo por la habitación.
—De modo que Warneham reconoció que su matrimonio con la primera duquesa era bígamo —dijo, frotándose la barbilla con una mano—. Por no mencionar a las otras tres.
—Y estaba dispuesto a convertir al pobre Cyril en hijo ilegítimo al revelar la historia —observó Gareth enojado—. Por eso quería la bendición de Litting. Y por eso Litting no nos contó toda la verdad; imagino que estaba indignado con Warneham.
—Pero ¿qué le importaba a Warneham lo que pensara Litting? —preguntó Rothewell—. La historia es de por sí escandalosa y estrafalaria.
Kemble se detuvo frente al hogar, que estaba apagado, con las manos enlazadas a la espalda y mostrando en sus ojos una emoción tan intensa como inescrutable.
—La opinión de lord Litting le importaba tanto o más que la de lord Swinburne —dijo—. Porque si Warneham era acusado de cuatro casos de bigamia, el escándalo habría aterrizado en la Cámara de los Lores como el fétido y repugnante montón de estiércol que es.
—Y eso habría causado un profundo bochorno a la familia de Litting.
Gareth movió los hombros, como si de repente su levita le quedara demasiado ajustada. Había algo que no alcanzaba a descifrar.
De repente Kemble dejó de pasearse por la habitación y se llevó la mano al cuello.
—¡Santo cielo! —exclamó.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Rothewell con aspereza.
—¡Creo que tengo anginas! —dijo respirando con dificultad—. ¡Es preciso que alguien vaya en busca del doctor Osborne!
Quince minutos más tarde, Kemble se dejó caer, medio desmayado, en el diván de cuero rojo de Gareth, declarando que estaba demasiado enfermo para subir siquiera la escalera. Pidieron que le prepararan una pomada balsámica de eucalipto, y así fue como Nellie Waters se enteró de la situación y vino a resolverla personalmente, diciendo que como ya había tenido anginas, no podía volver a contraerlas. Se sentó junto al diván, le quitó a Kemble el corbatín y empezó a aplicarle la pomada balsámica sobre el cuello con una energía que parecía que estuviera frotando el cuello de un sudoroso caballo de carreras, arrancando toda suerte de quejas y gemidos a su paciente.
Gareth observaba la escena a través de un velo de sospecha cuando apareció Antonia con una manta. Ahora empezaba a comprender lo que Kemble se llevaba entre manos.
—¡Vaya, señor Kemble! —exclamó Antonia, dirigiéndose de inmediato hacia el diván—. Qué mala noticia. Pensé que habíamos acabado con esta pesadilla.
Nellie tomó la manta de sus manos e indicó a su señora que se retirara al otro lado de la habitación.
—Apártense todos —dijo con tono autoritario—. Esto es muy desagradable.
Gareth estaba convencido de ello, pero no estaba seguro de que fuera contagioso. No obstante, al cabo de unos momentos, Coggins entró con el doctor. Osborne saludó a todos los presentes con aire jovial. Nellie Waters le cedió su asiento, y si al médico le chocó tener que atender a un paciente en presencia de un nutrido grupo de personas, no dijo nada al respecto.
—Supuse que habíamos superado estas anginas —observó Osborne con tono compasivo mientras exploraba el interior de la boca de Kemble con un palito—. Así, vuélvase un poco hacia la luz.
—Unggghh —dijo Kemble.
Osborne se volvió hacia Gareth.
—¿Dice que le sobrevino de repente?
Lord Rothewell alzó las manos.
—Estaba bien, y de improviso...
—Unggkk —le interrumpió Kemble.
Osborne retiró el palito de su boca.
—Bien pensado, anoche, cuando permanecí bajo la lluvia, me sentí algo indispuesto —dijo Kemble.
Osborne no parecía muy convencido.
—No se aprecia ningún absceso en el tejido peritonsilar, como cabría esperar —dijo—. Y sus membranas mucosas tienen buen aspecto. Quizás inhaló demasiado humo anoche.
Kemble se apresuró a asentir con la cabeza.
—Sí, sí, creo que tiene razón —dijo—. Esto me tranquiliza mucho. —Se incorporó y apoyó una mano en la manga de la chaqueta del médico—. Discúlpeme, doctor. Me preocupo en exceso por mi salud, al igual que hacía el pobre Warneham. Podría decirse que casi de forma obsesiva, ¿no es así?
Osborne carraspeó para aclararse la garganta de forma un tanto pomposa.
—Es cierto que el difunto duque no estaba bien —dijo—. Tenía varios problemas de salud.
—Y usted tiene una extraordinaria habilidad para acertar con el diagnóstico, ¿verdad, doctor Osborne? —continuó Kemble—. Es una suerte que acudiera enseguida para verme y, de paso, tranquilizarme. A fin de cuentas, logró diagnosticar el asma agudo de Warneham a los tres días de que el duque hubiera empezado a toser —añadió mirando a la señora Waters.
La señora Waters asintió con la cabeza.
Osborne empezaba a mostrarse incómodo.
—El asma puede ser muy peligroso si no recibe el oportuno tratamiento.
Kemble sonrió.
—Cuando a uno le sobreviene un ataque agudo, respira con dificultad, como si le faltara el aliento, ¿no? —preguntó afanosamente—. Pero, a Dios gracias, usted pudo diagnosticar el problema del duque mucho antes de que aparecieran esos síntomas, y pocos días antes de que su excelencia contrajera matrimonio. Sin embargo, la pobre señora Musbury se pasa casi tres meses al año tosiendo, pero usted no le ha recetado nunca nitrato de potasio. ¿Por qué, doctor Osborne?
Osborne se enderezó, asumiendo una postura rígida.
—Me ofende lo que insinúa, señor Kemble. —El doctor cerró su maletín y se levantó—. Me preocupo por cada uno de mis pacientes, al margen de sus circunstancias o clase social.
—¡Jamás supuse lo contrario! —exclamó Kemble, indicándole que volviera a sentarse—. Estoy seguro de que el nitrato de potasio no sería adecuado para la señora Musbury. Es una droga que puede ser muy peligrosa y debilitante. De hecho, un lego como yo podría referirse a ella por un nombre muy distinto. Creo que su nombre común es nitro.
—Kemble —terció Gareth con tono de advertencia—, espero que sepa adónde quiere ir a parar con esto.
Pero los dos hombres estaban pendientes el uno del otro.
—Ése es un nombre incorrecto —replicó Osborne, sulfurándose—. Es una droga legítima si se utiliza de forma adecuada.
—Sí, y usted la utilizaba de forma adecuada para sus propósitos, ¿no es así? —preguntó Kemble con dulzura—. Como anafrodisíaco, confiando en que Warneham no engendrara nunca un heredero, un heredero que ocupara el lugar de usted en sus afectos.
Antonia y la señora Waters, que se hallaban situadas al fondo de la habitación, emitieron una exclamación de asombro. Rothewell soltó una palabrota en voz baja con tono de admiración. Intrigado, Gareth se acercó y dijo:
—Pero en realidad el nitro carece de eficacia, ¿no?
Kemble se encogió de hombros.
—Está claro que Osborne creyó que merecía la pena probarlo.
Osborne parecía consternado.
—¡No sé lo que pretenden insinuar! —dijo secamente—. Jamás deseé ningún mal a Warneham. ¡Éramos amigos! ¡Cenábamos juntos! ¡Jugábamos al ajedrez! Jamás habría hecho nada, absolutamente nada, que pudiera perjudicarle.
—Yo creo que eran ustedes más que amigos —afirmó Kemble con calma—. Creo que usted era su hijo.
Al oír esto, Osborne se puso pálido. De pronto Gareth lo comprendió todo. Los pensamientos que no cesaban de darle vuelta en la cabeza. Ciertos rasgos que le resultaban familiares. El sol vespertino penetraba por la ventana, confiriendo al cabello oscuro de Osborne un cálido tono castaño. Por primera vez, le observó con atención, tomando nota de su elegante perfil y su costosa levita. Su marcada mandíbula y la forma en que sostenía la cabeza erguida. Era como si el tiempo le hiciera retroceder casi veinte años. Sí, no había más que mirarlo para darse cuenta.
Inopinadamente, Osborne emitió un entrecortado sollozo. Se sentó de nuevo en la silla y se cubrió la cara con las manos.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Santo Dios!
Antonia se llevó las yemas de los dedos a la boca y se sentó lentamente en una butaca. La señora Waters se acercó y apoyó una mano en el hombro de su ama con gesto protector.
Gareth se acercó a Osborne.
—¿Desea saber lo que pienso, doctor? —preguntó con calma—. Creo que quería que Warneham dependiera de usted. Creo que alentó sus ideas obsesivas sobre su salud y alimentó su temor a morir sin dejar un heredero legítimo.
—Así es —dijo Kemble, cambiando con Gareth una mirada cargada de significado—. De hecho, creemos que vino al pueblo desde Londres con la intención de chantajear a Warneham o de conquistar su estima, aún no he descifrado cuál de las dos cosas.
Por fin, Osborne alzó la vista.
—¡No! —La palabra brotó como un sollozo desgarrador—. ¡Es una vil mentira! ¡Yo era un niño! Sólo quería ver a mi padre. Averiguar... quién era. Qué aspecto tenía. ¿Es eso tan terrible?
—No —respondió Kemble, mirando alrededor de la habitación a los presentes, quienes observaban la escena hipnotizados, como si estuvieran clavados en el sitio—. Supongo que cualquiera de nosotros habría hecho lo mismo. Y es verdad que usted no era más que un niño. Pero su madre, que por cierto cuando la conocí se hacía llamar señora De la Croix, era una mujer de gran..., experiencia, por decirlo así.
—Era una mujer que había tenido una vida difícil —le espetó Osborne—. Ustedes no imaginan hasta qué punto esto puede afectar a una persona. A veces estábamos casi en la más absoluta miseria. Y sí, se llamaba De la Croix. Cuando llegamos aquí cambió de nombre.
Gareth cruzó los brazos.
—Ya, pero Warneham les reconoció al instante —dijo—. Está claro que reconoció a la señora De la Croix, su primer amor. Su primera esposa. Su madre era una mujer muy bella, Osborne. Imagino que no le costó mucho convencer a Warneham para que se fugara y se casara con ella.
Antonia habló por fin.
—No lo entiendo —dijo con voz ronca—. ¿Gabriel? ¿Señor Kemble? ¿Afirman que mi esposo ya estaba casado con Mary Osborne?
Gareth la miró compadeciéndose de ella.
—En efecto, el duque se había casado con ella en su juventud —respondió—. En Gretna Green. Sin el consentimiento de su padre.
—Y estoy seguro de que la señora Osborne conservaba los documentos que lo probaban —terció Kemble—. Era muy astuta. Debía serlo para sobrevivir en el mundo en el que se movía, el mundo de las cortesanas. Créame, lo sé.
El doctor seguía sin despegar los labios.
—¿Qué sucedió, doctor Osborne? —preguntó Kemble con delicadeza—. Vino a ver a Warneham la mañana en que murió, ¿verdad? Le trajo unas cosas, entre ellas su medicación. Pero cometió un error.
—Sí —contestó el doctor con voz ronca—. Sí, maldita sea. Cometí un error.
—Cuéntenos lo que ocurrió —dijo Kemble—. Sé que debe de pesarle en la conciencia. Si fue un accidente, estoy seguro de que nadie le juzgará por ello. Ya no tiene que guardar ningún secreto, Osborne. Los conocemos todos.
En la habitación se hizo un largo y tenso silencio. Luego, el doctor emitió un profundo y entrecortado suspiro.
—Traje la medicación equivocada —murmuró—. Lo comprendí en cuanto me llamó para que acudiera a su habitación esa mañana. Pero nadie se dio cuenta.
—No, la medicación que yo vi era nitrato de potasio, no cabe duda —dijo Kemble—. No era simplemente la medicación equivocada.
Osborne meneó la cabeza. Parecía profundamente cansado.
—Siempre adquiría la medicación de un boticario de confianza en Wapping —reconoció—. Pero..., pero luego la rebajaba con cloruro sódico.
—¿Con sal? —preguntó Gareth—. ¿Con sal de mesa corriente?
—Sí —murmuró el doctor—. Así duraba más, y Warneham podía tomar una dosis mayor. Eso era importante para él.
—¿Por qué? —preguntó Gareth.
Osborne se encogió de hombros levemente.
—Es algo que yo hacía a menudo —confesó—. Warneham tomaba muchos medicamentos, la mayoría inofensivos. Le reconfortaban, y cuantos más mejor. Verá, estaba convencido de que no tardaría en morir de algo, y quería que yo tratara sus enfermedades de forma agresiva.
—No cabe duda de que era un tratamiento agresivo —murmuró Kemble.
—Nunca dejé que lo tomara puro —dijo Osborne—. Sólo quería que ingiriera...
—¿La cantidad suficiente para provocarle impotencia? —sugirió Kemble—. No debía requerir una dosis muy elevada. Teniendo en cuenta su edad y sus absurdas ideas, lo más probable es que fuera impotente.
Osborne bajó la vista y meneó lentamente la cabeza.
—Yo no quería... No quería que tuviera otro hijo —dijo con tono implorante—. Mientras viviera Cyril, mi madre sabía que Warneham no se ocuparía de mí. Pero en cuanto éste murió, mi madre hizo las maletas y nos vinimos. Sabía que si Warneham me conocía, si me veía y comprobaba lo espabilado y lo guapo que era, cuando menos nos haríamos amigos. A fin de cuentas, no tenía a nadie más.
Todo empezaba a aclararse. A Gareth le maravillaba la perspicacia de Kemble. Pero si Osborne era hijo de Warneham, ¿por qué no había ocupado el lugar que él había tenido que ocupar a regañadientes?
Pero Kemble seguía hablando.
—Yo creo que Warneham hizo mucho más que entablar amistad con usted —sugirió—. Costeó sus estudios, sin reparar en gastos, pues le envió al mejor colegio. Les introdujo a usted y a su madre en su círculo social, probablemente para aplacarla a ella.
—Y deduzco que compró la casa en la que usted y su madre vivían, a través de un intermediario —añadió Gareth. De repente recordó algo que Statton, el viejo mozo de cuadra, había dicho—. Y la disparatada historia que ella se inventó sobre que usted salvó la vida de la yegua preferida del duque fue una mentira destinada a explicar la generosidad de su excelencia. Warneham no tenía yeguas, ni para criar ni para montar.
—¡Fue una estupidez por parte de mi madre! —dijo Osborne, más enojado que dolido—. Le rogué que no volviera a contar esa historia, y no lo hizo, pero lady Ingham se dedicó a difundirla...
—Ya, y supongo que Warneham quería mantener en secreto los lazos que le ligaban a usted —dijo Gareth—. No quería que nadie averiguase su calaverada de juventud.
—¿Por qué? —preguntó Antonia de pronto—. Si la señora Osborne era su esposa, ¿por qué quería mantenerlo en secreto?
—¡Ahí reside el nudo de la cuestión! —respondió Kemble—. Ella se casó con él, pero no era su esposa, ¿verdad, doctor?
Osborne negó con la cabeza.
—No —murmuró—. Mi madre ya estaba casada. Con un hombre llamado Jean de la Croix.
—¿Quién diablos era ése? —inquirió Gareth.
Osborne se encogió de hombros.
—Un francés indeseable con el que mi madre se casó en París —contestó—. Un hombre que la abandonaba durante meses para recorrer el Continente, jugando a las cartas y a los dados. Un mujeriego. En cierta ocasión se ausentó durante más de un año, de modo que mi madre regresó a Londres para vivir su propia vida. Y al cabo de unos meses, decidió...
—Decidió que su marido debía morir —apostilló Kemble—. Era muy arriesgado, desde luego. Pero un joven y apuesto noble inglés se había enamorado de ella perdidamente, y ella estaba embarazada de su hijo. Sin embargo, De la Croix no tuvo el oportuno detalle de morirse, ¿verdad?
—No. —Osborne bajó la cabeza—. Se enteró de la boda antes de que mi madre y Warneham regresaran de Escocia. Abandonó a la mujer con la que estaba amancebado para volver a Londres y reírse, y exigir dinero a cambio de su silencio. A Warneham no le hizo ninguna gracia, y puesto que había ocultado a su padre su matrimonio, decidió abandonar a mi madre.
—¿Cuándo murió De la Croix? —preguntó Gareth.
Osborne se encogió de hombros debajo de su costosa levita.
—No lo recuerdo —respondió—. Yo tenía seis o siete años. Lo mataron de una puñalada debido a unas cartas marcadas en un antro cerca del Barrio Latino.
Kemble seguía pensativo. Jugaba con Osborne como un gato con un ratón, pero el doctor estaba demasiado alterado para percatarse, o quizá se sentía demasiado culpable para importarle.
—Volviendo a la mañana antes de la muerte de Warneham —prosiguió Kemble—, usted le trajo su medicación habitual. Pero tenía prisa. Estaba eufórico por algo que había sucedido. Y cometió un terrible error.
—Sí. —La respuesta del doctor era poco más que un gemido—. Mi padre me envió una nota diciéndome que fuera a Selsdon y le llevara los documentos y la Biblia de mi madre.
—¿Los documentos que ella había conservado y que acreditaban su matrimonio en Gretna Green?
Osborne asintió con la cabeza.
—Dijo que iba a venir una persona de Londres para echarles un vistazo. Un abogado amigo suyo. Cuando leí la nota el corazón me dio un vuelco. Pensé... que quería reconocerme como hijo suyo.
—Sospecho que pensó otras cosas, aparte de eso —observó Gareth—. Si Warneham hubiera querido reconocerlo, Osborne, podría haberlo hecho en cualquier momento, por ejemplo después de la muerte de la primera duquesa.
—Él me quería. —El doctor alzó los ojos, enrojecidos y llorosos, y sacudió la cabeza—. A usted le odiaba, y a mí me quería. Sabía que yo no ambicionaba el título. Sólo quería que la gente supiera que era hijo suyo. Mi madre sí ambicionaba el ducado. Con el tiempo, llegó a convertirse en una obsesión para ella.
—Ya —dijo Kemble secamente—. No lo dudo. De modo que reunió los documentos. ¿Y luego qué hizo?
—Recordé que debía llevarle su medicación para el asma —respondió Osborne—. De modo que entré apresuradamente en mi clínica y guardé el frasco marrón en mi bolsillo. Pero no me di cuenta de que había tomado el frasco equivocado. El frasco que contenía el nitrato de potasio sin rebajar, sin la sal.
—¡Dios mío! —exclamó Antonia, su voz poco más que un murmullo.
—¿Dónde están ahora los papeles de su madre? —inquirió Gareth—. Nos gustaría verlos.
Osborne meneó la cabeza y les miró con aire contrito.
—Lo ignoro. No volví a ver a Warneham. —Miró a Gareth con gesto cansino—. Estaba seguro de que usted los había hallado el día en que se presentó en mi despacho. Estaba muy preocupado. Y para ser sincero, me alegro de que todo haya terminado.
—Le aseguro que no ha terminado —dijo Gareth, volviéndose hacia Rothewell—. ¿Es posible que sir Harold Hardell tenga esos documentos?
Rothewell negó con la cabeza.
—Tuve la impresión de que ni siquiera los había visto.
—Bien, ya aparecerán —dijo Kemble—. Warneham jamás los destruiría, y en estos momentos, eso no es lo que nos preocupa más.
—Si están aquí, daré con ellos. —Gareth se pasó la mano por el pelo—. Pensar que durante todo el tiempo... Bien, ¿qué debemos hacer?
—Nosotros no debemos hacer nada —respondió Kemble—. El doctor Osborne se sentará a ese escritorio y redactará su confesión para disipar toda duda que empañe el nombre de la duquesa. ¡Y haga dos copias, por favor!
Osborne le miró horrorizado.
—No hablará en serio. ¿Pretende que... lo cuente todo?
Kemble se encogió de hombros.
—Puede contar lo que quiera —replicó—. Salvo lo de confundir la medicación de Warneham. Es preciso que confiese ese error. Y a cambio de su colaboración, el duque tratará de que no le impliquen en los otros asesinatos.
—¿Los otros asesinatos? —Antonia se levantó tambaleándose—. Santo cielo, ¿qué otros asesinatos?
Gareth se acercó a ella y la sostuvo por el codo.
—Me temo que el señor Kemble se dispone a explicárnoslo, querida —dijo con calma.
—¡Cielo santo! —murmuró la señora Waters—. ¿Qué más ha descubierto?
Kemble le dirigió una sonrisa de complicidad.
—Como creo que sabe la señora Waters, hace tiempo que estoy convencido de que las dos últimas duquesas murieron asesinadas —dijo—. Y que las únicas probables culpables fueron la señora Osborne y lady Ingham, la cual, según he podido comprobar, es una chismosa incorregible que a veces hace que uno desee que se produzca una muerte prematura. Pero eso no es lo mismo que un asesinato.
Osborne evitó mirar a Kemble.
—¿Qué opina al respecto, doctor? —preguntó Gareth, volviéndose hacia Osborne—. ¿Sabe algo que le induzca a pensar que su madre cometió esos asesinatos?
Osborne alzó los ojos, que tenía un poco vidriosos, y se humedeció los labios, nervioso.
—Mi madre... no estaba bien —respondió por fin—. Estaba obsesionada, como he dicho, con la posibilidad de conseguir el ducado.
—¿Ah, sí? —preguntó Gareth con aspereza—. ¿Y qué hizo al respecto?
—Nada, que yo sepa —murmuró el doctor—. En un par de ocasiones trató de convencer a Warneham para que hiciera pública su partida de matrimonio con ella. Mi madre quería pagar a alguien para que destruyera el registro de su primer matrimonio, que se había celebrado en Francia, después de todo, y De la Croix había muerto. De esa forma, según dijo, Warneham tendría un heredero, el heredero que ansiaba desesperadamente que ocupara el lugar que usted ocupa ahora. Pero yo la disuadí de semejante disparate. Jamás habría dado resultado. —Osborne miró con amargura a Gareth y a Kemble—. Siempre hay alguien que averigua la verdad.
Kemble pasó por alto su mirada.
—Pero dado que Warneham no estaba dispuesto a soportar el escándalo, no importaba —dijo con tono pensativo—. Hasta que comprendió que era impotente, y que era imposible que engendrara un heredero. Disculpe, duquesa, imagino lo afectada que debe sentirse por esta conversación.
—No —respondió Antonia—. No puede imaginarlo. Hace que me sienta..., libre.
Osborne miró a Antonia consternado. De repente Gareth recordó la expresión que había visto en los ojos del doctor la primera noche que habían cenado todos juntos. Había advertido a Antonia en repetidas ocasiones que debía tomar su medicación. Ése no había sido el único detalle que le había llamado la atención, sino que había habido otros, pequeños pero significativos. Osborne había intentado, de la única forma que sabía, que Antonia desarrollara una dependencia de él. Pero, a Dios gracias, en ese punto ella se había mantenido en sus trece.
Gareth se volvió hacia Kemble.
—No lo comprendo —dijo—. ¿Cómo cometió la señora Osborne esos asesinatos?
—Bien, la segunda duquesa era una mujer frívola y voluntariosa —respondió Kemble con calma—. Como la mayoría de jóvenes, no tenía el menor sentido de su propia mortalidad. Creo que la señora Osborne la indujo a saltar un obstáculo a caballo sabiendo que no tenía la destreza para hacerlo, y comoquiera que eso no le provocó un aborto, sospecho que la señora Osborne le administró un abortivo, una sustancia tan potente que la mató. Las mujeres de vida alegre suelen tener unos conocimientos más que rudimentarios sobre estas cuestiones.
—Sí, es lógico. —Gareth se pasó la mano por su incipiente barba—. Y deduzco que maquinó algo semejante para deshacerse de la tercera duquesa.
Kemble asintió con la cabeza.
—En efecto, creo que la pobre chica confesó a su querida amiga la señora Osborne que tenía esperanzas de estar encinta —dijo con gesto pensativo—. Era poco probable, claro está. Creo que la chica estaba enferma, no encinta. Pero la señora Osborne no podía arriesgarse a que fuera cierto. De nuevo, le resultó muy sencillo sustituir un opiáceo puro por el soporífero que la duquesa solía tomar.
—Dios mio —dijo Antonia.
Gareth la miró con lástima.
—La pobre muchacha se fue a dormir y no volvió a despertarse —dijo con tono quedo—. Y usted no se atrevió a indagar demasiado en el asunto, doctor Osborne, por temor a lo que podía descubrir.
—¡No es cierto! —les juró Osborne—. No lo es. Si mi madre hizo algo, yo no lo sabía.
—Su madre llevaba con frecuencia a sus pacientes las medicinas que usted les recetaba, ¿no es así, doctor Osborne? —le preguntó Gareth—. En especial a las mujeres. Usted mismo me lo dijo.
Osborne emitió un sonido entre un sollozo y una carcajada.
Kemble alzó las manos con gesto elocuente.
—Era muy sencillo entregar un frasco de un opiáceo puro en lugar de la inofensiva tintura prescrita. Me pregunto, doctor, si nunca notó que le faltaba un frasco de medicina.
—No me acuerdo —contestó Osborne con tono áspero—. A veces los frascos se rompen. Es muy difícil llevar la cuenta.
—Ya, seguro que sí —observó Kemble con calma.
—¿Cuándo murió su madre, doctor Osborne? —preguntó Gareth.
—Hace más de dos años —respondió Osborne secamente.
—Sí, menos de dos meses después de que Antonia se casara con el duque —dijo Kemble—. ¿Le importaría decirnos la causa de su muerte?
Osborne miró a Kemble furibundo.
—Se cayó por la escalera —contestó—. Se rompió el cuello. Santo Dios, ¿pretende que se lo describa con todo detalle?
—¿Por qué? —preguntó Kemble en voz baja—. ¿Estaba usted presente?
Esta vez el doctor se lanzó al cuello de Kemble.
—¡Hijo de perra! —bramó Osborne—. ¡Maldito y entrometido cabrón!
Gareth se levantó de un salto de su silla y le sujetó por el cuello, obligándole a retroceder a rastras sobre la alfombra.
Para sorpresa de Gareth, Kemble les siguió, sin apartar la vista de la de Osborne. Sus ojos centelleaban de furia.
—¿Se enamoró de la duquesa, doctor Osborne? —le preguntó—. ¿Arrojó a su madre por la escalera porque sabía de lo que era capaz? ¿Temía que Antonia fuera su próxima víctima? ¡Conteste!
—¡Váyase al infierno! —replicó Osborne, forcejeando para liberarse de la mano de hierro con que le sujetaba Gareth—. ¡Suélteme, maldito! Ésta no es una pelea justa.
Desde el fondo de la habitación, Rothewell soltó una risita.
—Si no fuera usted un necio, Osborne, se habría dado cuenta de que Gareth intenta proteger su miserable pellejo.
De pronto, toda la ira y la agresividad que había mostrado Kemble se disiparon.
—No, de tal palo tal astilla —murmuró, sin dirigirse a nadie en particular—. Suéltelo, excelencia. Es tan impotente como su padre, y tan manipulador como su madre.
Gareth obedeció. Osborne se alisó la levita, fulminándoles con la mirada.
—¡Ustedes no saben nada! —dijo—. ¡No pueden imaginar lo que he pasado! Les dije desde el principio que fue una sobredosis, ¿no? Les dije que habían estado fumando puros y que el humo debió de provocar a Warneham un ataque agudo. ¡Traté de proteger a Antonia! ¡Lo intenté!
Kemble hizo un ademán ambiguo.
—Demasiado poco, demasiado tarde, Osborne —dijo con gesto cansino—. Si la hubiera amado más de lo que se ama a sí mismo, se lo habría explicado todo en el acto. Ahora lo único que queremos de usted es que firme un documento declarando que confundió de modo accidental los medicamentos. Creo que nos oculta algo sobre el resto de la historia, pero no puedo probarlo, y si el duque está de acuerdo, me conformo con dejar que Dios se encargue de ello.
—Deseo lo que siempre he deseado —dijo Gareth con tono sombrío—. Quiero despejar toda sospecha del nombre de Antonia. Puede hacerlo de forma voluntaria, Osborne. O le arrancaré una confesión a puñetazos. La decisión es suya.
Osborne tomó su maletín de cuero.
—Me marcho a casa, maldita sea —dijo—. Redactaré la declaración y se la enviaré cuando la tenga lista.
Kemble chasqueó la lengua y se colocó ante la puerta.
—No dejaré que se aleje de mi vista ni para orinar, Osborne, hasta que haya escrito su confesión. No permitiré que se vaya a casa y se descerraje un tiro en la boca, dejando que una nube empañe el buen nombre de la duquesa.
Por lo visto, el doctor no había medido bien a su adversario. Se abalanzó sobre éste, y comoquiera que Gareth no tuvo tiempo de impedirlo, agarró a Kemble por el cuello. Gareth trató de obligarle a soltarlo, pero de repente cambiaron las tornas. En un abrir y cerrar de ojos, Osborne sintió que Kemble le retorcía el brazo hacia arriba y hacia atrás y se encontró tumbado de bruces sobre la alfombra de Axminster, con la rodilla de éste entre sus omóplatos y la nariz chorreando sangre.
—¡Joder, mi dedo! —gritó Osborne—. ¡Hijo de perra! ¡Me ha partido el dedo!
Gareth observó que tenía el índice de la mano izquierda torcido, en una posición anormal.
Rothewell miró sobre la mesita de té.
—Menuda jugada —dijo con admiración.
Kemble clavó la rodilla en la espalda de Osborne con más fuerza.
—Le quedan aún nueve, Osborne —murmuró secamente al oído del doctor—. ¿Qué prefiere? ¿Un pulgar? ¿O la declaración?
Gareth observó que Antonia parecía a punto de desmayarse. Miró a la señora Waters.
—Creo que las señoras deberían abandonar la habitación —propuso con delicadeza—. En realidad, nunca debieron estar presentes.
La señora Waters contemplaba la escena con evidente satisfacción. Estaba claro que no quería perderse el más mínimo detalle. Pero Antonia no apartaba la vista del hombre postrado sobre la alfombra, sangrando.
La señora Waters le apoyó la mano en el brazo.
—¿Señora?
Antonia reaccionó por fin.
—No, es justo que estuviéramos presentes —respondió, dirigiendo una mirada de desdén a Osborne—. Me alegro de haber estado aquí. Pero creo que ya he visto y oído suficiente.